I.
Esta historia ocurrió en uno de esos lugares donde solo se atreve Dios. Me la refirió Miranda, hace demasiados años, y ahí quedó, hasta hoy.
He aquí lo que Miranda me contó: Hay un templo, río abajo. No es un templo, en realidad, pero la gente lo llama El templo. Lo levantaron en el exacto lugar donde el río Maracaípe se une al mar. Está hecho de maderas flacas y tiene techo de palmera. Un viento fuerte podría volarlo, pero no hay vientos fuertes en ese lugar. De hecho, salvo El templo, en ese paraje no hay nada. O hay poco. Hay el río, más o menos ancho, de aguas cristalinas, y hay el mar, cálido y transparente. Hay unas pocas matas, de troncos retorcidos y apuradas hojas verdes, y se puede ver el atardecer si se mira río arriba a eso de las cinco. Hay arena, también, muy blanca, y poco más. Yo estaba con Bernardette esa mañana. Me dijo que tenía que ir al templo, por Yamile. Así me dijo. Y me preguntó si quería acompañarla. Acepté; no tenía nada mejor que hacer. Llegar al templo no fue fácil. Me advirtió que iríamos caminando. Pensé que estaba en el pueblo. O cerca. Pero no. Caminamos dos horas, descalzos, a la orilla del mar, y todavía no habíamos llegado. En eso le pregunté si faltaba mucho. Me dijo que no, que ya llegábamos y señaló hacia adelante. Yo no lograba ver nada en particular: la miré desconcertado. No me respondió, solo me hizo señas de seguir. Una hora más tarde estábamos frente a frente en el paraíso. O eso creí. La unión del río Maracaípe con el mar es el edén, pensé. Las pocas palmeras se habían interrumpido. Había solo arena y un mar pacífico, completamente ajeno a la fuerza del río que se inmolaba en él. Era la hora exacta del poniente y todo era oro: daba trabajo distinguir el dorado de las aguas del de las arenas o del de las nubes. Eran simples formas radiantes que apenas peleaban sus límites. Quedé absorto, contemplando eso que no tenía nombre porque era solo luz. Bernardette siguió caminando, en dirección al templo. Acercarnos me resultó demoledor. El santuario no tenía más de cinco metros por siete, tal vez ocho. Largas filas lo anticipaban: tan largas que costaba trabajo pensar que todos entrarían allí. Poco después comprendí que no se trataba de eso. Bernardette era bien conocida, por lo visto, porque pudo acercarse hasta la puerta del recinto para saludar a alguien, sobreponiéndose a las largas filas. Lo que alcancé a ver me resultó incomprensible: había siete mesas detrás de las cuales siete personas vestidas de blanco estaban sentadas. Sobre las mesas había papeles. Las filas se metían por el lateral izquierdo y salían por el derecho, solo se detenían unos instantes frente a las mesas. Les dictaban algo a las personas de blanco y seguían su camino hasta salir por la otra puerta. Eso era todo. Las filas avanzaban a una velocidad constante. Bernardette saludó a una mujer de carnes generosas que la miró con afecto. Luego salió a hacer la fila. Yo la seguí. Volví a mirarla, sorprendido, como pretendiendo que me explicara algo, pero no hablábamos el mismo idioma: apenas lográbamos comunicarnos. Se mantuvo en silencio. Quince minutos más tarde, entramos. Bernardette se detuvo frente a una de las mesas. Me pareció entender que hablaba sobre Yamile. La mujer anotó con cuidado lo que le decía: una frase, o dos. No más. Cuando terminó de hablar, ambas asintieron con sus cabezas y Bernardette siguió camino a la playa. Parecía amansada. Una mueca apenas perceptible asomó de sus labios: creo que era de alivio. Quizás fuera de satisfacción. O de desahogo. Cuando salimos del templo era noche certera: en Maracaípe todo negrea pasado el fulgor de las cinco. Nos recibió un cielo rutilante. Nunca imaginé que una noche pudiera brillar tanto: las estrellas eran tantas y tan grandes que costaba trabajo aceptar que ese cielo fuera cierto. Me pregunté si acaso Bernardette pretendía volver caminando. Yo estaba exhausto. Tenía mucha sed y la sola idea de desandar el camino me encogía el ánimo. No tuve tiempo de preguntar: Bernardette se lanzó corriendo a la orilla del mar; me pareció que caminaba más liviana. De hecho, tardamos menos a la vuelta. Acabamos despidiéndonos en la puerta del albergue donde yo me alojaba. Ella siguió sola hasta su casa. No hubiera podido acompañarla. Tenía mis piernas acalambradas y una sed incontenible. Eran cerca de las once: Tulio estaba despierto, por suerte. Le quedaba una botella de agua que me ofreció sin dilaciones. Me recosté en la hamaca del patio y debo haberme dormido de inmediato porque no tengo más recuerdos de ese día. A Bernardette no la volví a ver. Sí anduve preguntando en el pueblo qué era el templo ese, pero no me contestaban y hasta me miraban como sugiriéndome que la respuesta no me concernía. Regresé aún sin saberlo. Por momentos siento que no quisiera salirme de este mundo sin averiguar lo que he visto ese día. He soñado con ese templo incontables noches. Me veo en largas filas, tenebrosas, retorcidas; nunca llego al templo. Otras noches las filas avanzan hasta el momento preciso en que ingreso: basta que mi cuerpo traspase el umbral para que las filas se detengan para siempre; quedo atrapado, como en una foto, congelado en su interior; solo respiro, pero mi cuerpo no responde, estoy en sus fauces que me aprietan hasta que me despierto envuelto en sudor. Mis sueños son tan aterradores, Peirano, que no tuve el valor de regresar. Pero téngalo presente: ese templo acobarda.