lunes, 30 de septiembre de 2019

Señora pájara, de Evelio Rosero

Tía Violeta se pasa las horas sentada frente al televisor; el aparato está encendido, pero mudo, en ningún canal; es una lluvia azul: rayas y manchas de luz; tía se muerde las uñas mientras tanto, o mueve los zapatos con fuerza, sus párpados se cierran y se abren, su cuerpo se dobla como un garfio, así es. Tuvo un novio y lo perdió, y ese mismo día se ganó la lotería, por lo menos así lo cuenta mi tía, «Mi novio se hizo humo», dice, y me lo dice a mí, pues no habla con nadie más; yo me llamo Alex pero me llama Aladino, me invita cada sábado a almorzar, comemos pizza a domicilio; rengo nueve años pero tía asegura que tengo noventa y nueve, yo la visito después del colegio, soy el único que tiene llave para entrar; los demás, mamá y tío Jorge, deben golpear a la puerta, y muchas veces tía Violeta me ordena que no les abra. Desde que ganó la lotería, el premio gordo, tía se compró esta casa grande, sin ningún mueble, excepto la cama, la silla y el televisor, y decidió sentarse frente al televisor para siempre, no hace más. Al principio mamá no dijo nada, se encogía de hombros, «Ella verá», decía, aunque en el televisor no se veían sino rayas. Después mamá empezó a enojarse: «Está más loca que una cabra». Y puede llover o solear o llegar de visita tío Jorge, borracho, y tía Violeta sigue sentada frente al televisor: los dos enmudecidos, ¿de qué hablarán? Mi tía es alta y bonita y delgada pero fuerte como un árbol y cuando se enfada carga una voz de terremoto; más de una vez ha sacado a gritos a tío Jorge y a mamá; se hace respetar. Un día tío Jorge se animó y le dijo: «Egoísta, no compartes con nosotros tu dinero, loca, marihuanera», y tía replicó: «Perverso, mamarracho, descrédito de los borrachos», y se levantó de un salto y solo porque dio tres pasos tío Jorge gritó: «Me va a matar», y huyó. Mamá salió tras él: «Que Dios la compadezca», gritó, «desde que era niña ya parecía muerta». Y esa misma vez, cuando quedamos solos, tía me dijo: «Es que soy un pájaro». Y la última vez me dijo: «Hoy los pájaros han venido a visitarme, no sé por qué me visitan los pájaros, los pájaros son negros, Aladino, yo sé por qué te lo digo, los pájaros entran a esta casa de dos en dos, saltando rítmicos…». Mi tía se pone como pájaro, en cuclillas, los brazos extendidos, y salta como pájaro por la habitación, con el televisor en la mitad: un ojo azul parpadeando. Y dice, alargando su cuello, como a punto de volar: «Siguen entrando por la ventana cientos de miles de pájaros, se posan en mi cabeza y me observan, no hablan conmigo, son negros, puedo jurarlo, ya estoy acostumbrada a la visita de los pájaros, los llevo conmigo a mi cama, quieren decirme algo y no saben cómo, pero tampoco se afanan, quieren que salga con ellos, que los siga de prisa, quieren mostrarme algo, ya, ya, pronto, a saltos». Y cuando tía Violeta empieza a dar saltos de pájaro, dirigiéndose a la ventana, aparecen tío Jorge y mamá, pálidos. Yo me pregunto cómo pudieron entrar sin tocar a la puerta, cómo, si no tienen la llave. Mamá corre hacia mí: «¿Estás bien, corazoncito?, ¿qué te hizo?». Tía Violeta se ha puesto de pie; se lanza contra tío Jorge, que retrocede abriendo las manos. Mamá grita: «Lo va a matar», y entonces aparecen unos hombres vestidos de blanco. Yo los cuento: son tres, y de los grandes. Por un instante tengo la esperanza de que sean amigos de mi tía; no; no hablan; avanzan. Mi tía tumba a uno de un puñetazo; los otros dos la agarran por los brazos y las piernas y son zangoloteados como si fueran de cartón. El otro hombre se recupera y va a ayudarlos. El ruido que hacen es grandísimo. Uno de los hombres ha sacado una jeringa y la aplica al brazo de mi tía. Ella les dice, como si quisiera convencerlos de algo, como cuando me habla a mí, mientras su voz languidece como sus ojos, como su cuerpo, su corazón entero: «Señores, aquí hay un lamentable error, yo soy un pájaro». «¿La oyen?» pregunta tío Jorge, «¿la están oyendo?», y tía: «Soy una habitante de las nubes», y mamá: «Pobrecita, Dios se apiadará, está de remate, yo lo sabía», y tío: «Hay que internarla, es por su bien». Y solo cuando todos se han ido, llevándose a tía Violeta, solo entonces me atrevo a decir: «Es verdad, es un pájaro, créanle». Y luego: «Es un ave, eso es». Estoy sentado ahora, frente al televisor. Las horas pasan, como las rayas, como las manchas, como la lluvia, miles de gotas. Estoy aquí, esperando a mamá. Primero ha entrado un pájaro, uno solo, y después otro, y después dos, y siguen entrando más pájaros, de tres en tres, y son cientos de miles de pájaros por todas partes, bajo la lluvia, sobre la cama, sobre la silla, en mis rodillas, en mi cabeza, y algunos se inclinan a observarme, se lo voy a contar a mamá cuando venga, mamá, te lo voy a contar, los pájaros quieren que salga con ellos por la ventana, que los siga de prisa, van a mostrarme algo, ya, ya, pronto, a saltos.

viernes, 27 de septiembre de 2019

El carrito, de César Aira

Uno de los carritos de un gran supermercado del barrio donde yo vivía rodaba solo, sin que nadie lo empujara. Era un carrito igual que todos los otros: de alambre grueso, con cuatro rueditas de goma (las de adelante un poco más juntas que las de atrás, lo que le daba su forma característica) y un caño cubierto de plástico rojo brillante desde el que se lo manejaba. En nada se lo habría podido distinguir entre los doscientos carritos del supermercado, que era enorme, el más grande del barrio, y el más concurrido. Pero el que digo era el único que se movía por sí mismo. Lo hacía con infinita discreción: en el vértigo que dominaba el establecimiento desde que abría hasta que cerraba, y no hablemos de las horas pico, su movimiento pasaba inadvertido. Lo usaban como a todos los demás, lo cargaban de comida, bebidas y artículos de limpieza, lo descargaban en las cajas, lo empujaban de prisa de góndola en góndola, y si en algún momento lo soltaban y lo veían deslizarse un milímetro o dos, creían que era por la inercia.

Solamente de noche, en la calma tan extraña de ese lugar atareadísimo, se hacía perceptible el prodigio, pero no había nadie para admirarlo. Apenas si de vez en cuando algún repositor, de los que empezaban su trabajo al amanecer, se sorprendía de encontrarlo perdido allá en el fondo, junto a la heladera de los supercongelados o entre las oscuras estanterías de los vinos. Y suponían, naturalmente, que se lo habían dejado olvidado allí la noche anterior. El establecimiento era tan grande y laberíntico que ese olvido no habría tenido nada de raro. Si al encontrarlo lo veían avanzar, y si notaban el avance, que era tan poco notable como el del minutero de un reloj, se lo explicaban pensando en un desnivel del piso o en una corriente de aire.

jueves, 26 de septiembre de 2019

La cinta roja, de Magela Baudoin

Natalia llegó tarde al bar pero nos trajo una historia, lo cual fue aceptado como salvoconducto por todos. Esta vez mi hermana no se disculpó por el desajuste horario, sabía que gozaba de nuestra indulgencia hacía ya un par de horas. Al fin y al cabo, todos somos gente de prensa y, en el bar de la esquina, la espera nunca es un problema. Se sentó y comenzó a hablar, cosa muy rara pues usualmente escucha lo que dice Gabriel, cuya gran inteligencia lo ocupa todo. Me gusta mucho oírla. No sé qué hay en su timbre tenue y frío que me adormece. Pero esta vez su voz no era serena, acababa de dejar el periódico y todavía palpitaba en la urgencia de la tinta y la medianoche. Han apresado a un hombre, se le escapó y, por su ansiedad, preguntamos si era inocente. Pero ella respondió casi con una disculpa: Es que no lo sé, dijo y enlazó su mano a la de Gabriel.

Expuso los únicos datos exactos que poseía: la muerte de Rebeca, tan verídica como su proclamación de Reina del Carnaval. Le habían proporcionado las fotografías de ambos sucesos. Pudimos reconstruir entonces un carnaval de baratija, con un corso de extramuro, perdido entre el arenal y la basura, que Rebeca no había alcanzado a protagonizar pues fue asesinada antes. Natalia nos contó de su reinado fugaz y, por su exposición, adivinamos un pueblo aborigen de pobreza infame que, igual que la chica, se dirigía inexorablemente hacia la desaparición. Gabriel la besó en la cabeza, un segundo antes de que mi hermana le soltara la mano y dijera, no sin cierto suspenso: Nadie podía prever lo que tenía preparado el destino para la Reina, menos aún cuando la eligieron.

miércoles, 25 de septiembre de 2019

El empapelado amarillo, de Charlotte Perkins Gilman

No suele ocurrir que gente común y corriente, como John y yo, pueda habitar antiguas mansiones durante el verano.

Una residencia colonial, una finca heredada; es más, podría decirse que es una casa encantada y llegar al colmo de la felicidad romántica, ¡pero eso sería pedirle demasiado a la suerte!

Sigo pensando con orgullo que en esta casa hay algo raro.

Si no, ¿por qué la rentaban tan barata, y por qué había permanecido tanto tiempo sin ser alquilada?

John se ríe de mí por supuesto, pero eso es de esperar en cualquier matrimonio.

John es excesivamente práctico. No le tiene paciencia a la fe, manifiesta un intenso horror frente a la superstición y se burla abiertamente de cualquier charla que trate sobre cosas que no se palpen, vean o traduzcan en cifras.

John es médico y quizá (no debiera confesarlo a nadie, pero se lo confío a un papel inerte, cosa que me tranquiliza), quizá esa sea una de las razones por las que no logro mejorar más rápido.

¡No ven que no quiere creer que estoy enferma!

¿Qué puede uno hacer?

Si un médico muy famoso, que es además el marido de uno, les asegura a todos, tanto a amigos como a parientes, que uno padece una simple y pasajera depresión nerviosa —una leve tendencia a la histeria— ¿qué puede uno hacer?

martes, 24 de septiembre de 2019

El negro artificial, de Flannery O’Connor

Al despertar, el señor Head descubrió que la habitación estaba inundada de la luz de la luna. Se sentó y miró la madera del suelo —del color de la plata— y luego el cutí de su almohada, que parecía brocado, y al cabo de un instante vio la mitad de la luna a dos metros, en el espejo de afeitarse, parada como si estuviera esperando permiso para entrar. Rodó hacia delante y proyectó una luz que dignificaba cuanto tocaba. La silla recta de la pared pareció más erguida y solícita, como si esperara una orden, y los pantalones del señor Head, colgados del respaldo, tenían un aire casi noble, como las prendas que un gran hombre hubiese tirado a su sirviente; no obstante, el rostro de la luna era severo. Dejaba vagar su mirada por la habitación y fuera de la ventana, donde flotaba sobre el establo y parecía contemplarse con los ojos de un joven que ve ante sí su vejez.

       El señor Head podría haberle dicho que la edad era una bendición y que solo con los años adquiere el hombre esa serena comprensión de la vida que lo convierte en un guía ideal para la juventud. Esta, al menos, había sido su experiencia.

       Sentado, se agarró a los barrotes de los pies de la cama y se incorporó hasta ver la esfera del despertador que descansaba sobre un balde puesto del revés cerca de la silla. Eran las dos de la noche. El timbre del despertador no funcionaba pero él no confiaba en ningún medio mecánico para despertarse. Sesenta años no habían embotado sus reflejos; sus reacciones físicas, como las morales, se regían por su voluntad y su férreo carácter, y esto se advertía fácilmente en sus facciones. Tenía la cara larga como un tubo, con la mandíbula larga y redondeada y la nariz larga y aplastada. Los ojos eran penetrantes pero tranquilos y, a la milagrosa luz de la luna, tenían una mirada serena y de vieja sabiduría, como si pertenecieran a uno de los grandes guías de la humanidad. Podría haber sido Virgilio convocado en mitad de la noche para ir a ver a Dante, o mejor Rafael, despertado por una explosión de luz divina para volar al lado de Tobías. El único lugar oscuro de la habitación era el jergón de Nelson, bajo la sombra de la ventana.

lunes, 23 de septiembre de 2019

La tía Daniela, de Ángeles Mastretta

La tía Daniela se enamoró como se enamoran siempre las mujeres inteligentes: como una idiota. Lo Había visto llegar una mañana, caminando con los hombros erguidos sobre un paso sereno y había pensado: “Este hombre se cree Dios”. Pero al rato de oírlo decir historias sobre mundos desconocidos y pasiones extrañas, se enamoró de él y de sus brazos como si desde niña no hablara latín, no supiera lógica, ni hubiera sorprendido a media ciudad copiando los juegos de Góngora y Sor Juana como quien responde a una canción en el recreo.

Era tan sabia que ningún hombre quería meterse con ella, por más que tuviera los ojos de miel y una boca brillante, por más que su cuerpo acariciara la imaginación despertando las ganas de mirarlo desnudo, por más que fuera hermosa como la virgen del Rosario. Daba temor quererla porque algo había en su inteligencia que sugería siempre un desprecio por el sexo opuesto y sus confusiones.

Pero aquel hombre que no sabía nada de ella y sus libros, se le acercó como a cualquiera. Entonces la tía Daniela lo dotó de una inteligencia deslumbrante, una virtud de ángel y un talento de artista. Su cabeza lo miró de tantos modos que en doce días creyó conocer a cien hombres.

viernes, 20 de septiembre de 2019

Chac Mool, de Carlos Fuentes

Hace poco tiempo, Filiberto murió ahogado en Acapulco. Sucedió en Semana Santa. Aunque había sido despedido de su empleo en la Secretaría, Filiberto no pudo resistir la tentación burocrática de ir, como todos los años, a la pensión alemana, comer el choucrout endulzado por los sudores de la cocina tropical, bailar el Sábado de Gloria en La Quebrada y sentirse “gente conocida” en el oscuro anonimato vespertino de la Playa de Hornos. Claro, sabíamos que en su juventud había nadado bien; pero ahora, a los cuarenta, y tan desmejorado como se le veía, ¡intentar salvar, a la medianoche, el largo trecho entre Caleta y la isla de la Roqueta! Frau Müller no permitió que se le velara, a pesar de ser un cliente tan antiguo, en la pensión; por el contrario, esa noche organizó un baile en la terracita sofocada, mientras Filiberto esperaba, muy pálido dentro de su caja, a que saliera el camión matutino de la terminal, y pasó acompañado de huacales y fardos la primera noche de su nueva vida. Cuando llegué, muy temprano, a vigilar el embarque del féretro, Filiberto estaba bajo un túmulo de cocos: el chofer dijo que lo acomodáramos rápidamente en el toldo y lo cubriéramos con lonas, para que no se espantaran los pasajeros, y a ver si no le habíamos echado la sal al viaje.

Salimos de Acapulco a la hora de la brisa tempranera. Hasta Tierra Colorada nacieron el calor y la luz. Mientras desayunaba huevos y chorizo abrí el cartapacio de Filiberto, recogido el día anterior, junto con sus otras pertenencias, en la pensión de los Müller. Doscientos pesos. Un periódico derogado de la ciudad de México. Cachos de lotería. El pasaje de ida -¿sólo de ida? Y el cuaderno barato, de hojas cuadriculadas y tapas de papel mármol.

jueves, 19 de septiembre de 2019

La herencia de Matilde Arcángel, de Juan Rulfo

En Corazón de María vivían, no hace mucho tiempo, un padre y un hijo conocidos como los Eremites; si acaso porque los dos se llamaban Euremios. Uno, Euremio Cedillo; otro, Euremio Cedillo también, aunque no costaba ningún trabajo distinguirlos, ya que uno le sacaba al otro una ventaja de veinticinco años bien colmados.

Lo colmado estaba en lo alto y garrudo de que lo había dotado la benevolencia de Dios Nuestro Señor al Euremio grande. En cambio al chico lo había hecho todo alrevesado, hasta se dice que de entendimiento. Y por si fuera poco el estar trabado de flaco, vivía si es que todavía vive, aplastado por el odio como por una piedra; y válido es decirlo, su desventura fue la de haber nacido.

Quien más lo aborrecía era su padre, por más cierto mi compadre; porque yo le bauticé al muchacho. Y parece que para hacer lo que hacía se atenía a su estatura. Era un hombrón así de grande, que hasta daba coraje estar junto a él y sopesar su fuerza, aunque fuera con la mirada. Al verlo uno se sentía como si a uno lo hubieran hecho de mala gana o con desperdicios. Fue, en Corazón de María abarcando los alrededores, el único caso de un hombre que creciera tanto hacia arriba, siendo que los de por ese rumbo crecen a lo ancho y son bajitos; hasta se dice que es allí donde se originan los chaparros; y chaparra es allí la gente y hasta su condición. Ojalá que ninguno de los presentes se ofenda por si es de allá, pero yo me sostengo en mi juicio.

miércoles, 18 de septiembre de 2019

El hombre que olvidó a Ray Bradbury, de Neil Gaiman

Estoy olvidando cosas y eso me asusta.

Pierdo las palabras, aunque no pierdo los conceptos. Espero no estar perdiendo los conceptos. Si estoy perdiendo los conceptos, no soy consciente de ello. ¿Cómo voy a saber si pierdo los conceptos?
Y es gracioso, porque siempre tuve buena memoria. Todo estaba ahí. A veces tenía tan buena memoria que incluso pensaba que podía recordar cosas que todavía no sabía. Recordar hacia delante…

No creo que haya una palabra para eso, ¿no? Recordar cosas que todavía no han sucedido. No tengo esa sensación que me asalta cuando me pongo a buscar en mi cabeza una palabra que no está allí, como si alguien hubiera venido a llevársela por la noche.

Cuando era joven, vivía en una casa enorme que compartía con otros chicos. Por aquel entonces era estudiante. Cada uno tenía sus propias estanterías en la cocina, marcadas claramente con su nombre, y teníamos asignados distintos estantes en el frigorífico, donde cada uno ponía sus huevos, el queso, el yogurt y la leche. Yo siempre era muy quisquilloso en ese sentido y sólo utilizaba mis provisiones. Pero había otros que no eran tan… ya está. No encuentro la palabra. La que significa «proclive a obedecer las reglas». Los demás habitantes de la casa eran… no eran así. Abría el frigorífico, pero mis huevos habían desaparecido.

Estoy pensando en un cielo lleno de naves espaciales, tantas que parecen una plaga de langostas, plateadas sobre el malva luminoso de la noche.

martes, 17 de septiembre de 2019

Piscinas vacías, de Laura Ferrero

Años atrás me preguntaron en una entrevista de trabajo si había sido una niña solitaria. Pensé que era una pregunta extraña, y que tenía muy poco o nada que ver con el hecho de que me dieran un empleo que consistía básicamente en atender llamadas en un despacho de abogados.
Les contesté que no, que nunca había sido una niña solitaria. Convencida, sin titubear. Porque sí, porque me he convertido en una persona con habilidades sociales y una agenda llena de planes que, aunque no me interesen en absoluto, no dejan de ser planes. Sin embargo, de pequeña no era una niña agradable.
No me preguntaron nada más acerca de mi capacidad de socialización, pero tampoco me dieron el empleo. Tal vez la respuesta adecuada hubiera sido que sí, que había sido una niña solitaria y con problemas.
He hecho muchas entrevistas de trabajo. Me han preguntado muchas cosas pero no, por ejemplo, por qué tengo estas cicatrices en los brazos, estas cicatrices que parecen una cremallera, la sonrisa torcida de un personaje recién salido de una película de terror.
Nadie lo ha hecho. Aunque también es porque acostumbro a llevar manga larga.
Mi madre se marchó poco después de que mi hermano Juan muriera ahogado en la piscina del jardín. Fuimos mi padre y yo los que nos quedamos en aquella casa enorme, con esa piscina vacía que se convirtió en un eterno símbolo de duelo.

lunes, 16 de septiembre de 2019

Las hamacas voladoras, de Miguel Briante

Primer punto.

Movió la palanca y la gente empezó a girar. La cara de una chica. Un hombre gordo. Una vieja que con una mano se sujetaba el sombrero. Los demás, igual: aferrándose al borde de los asientos de madera. Los había mirado a todos, uno por uno, mientras le entregaban el boleto: alguno tenía una lapicera dorada, sobresaliente del bolsillito del saco, junto al pañuelo blanco; otro, una mancha en la camisa, junto a la corbata gastada; la vieja, una medalla con algún santo; acerca del gordo, no podía recordar si llevaba o no cadena; los ojos de la chica eran marrones y el pelo rubio, suelto. La primera vez que los miraba así. Todos se habrían despertado, esa mañana de domingo, pensando en la tarde, en el momento feliz de entrar al parque desplegando la sonrisa, la plata, de subir al tren fantasma, al látigo, a las hamacas voladoras. El, en cambio, se había despertado pensando: hoy va a ser distinto. Tres días que lo pensaba, tres mañanas eludiendo la cara del viejo, haciéndole trampas: poner cara de miedo pero burlarse para adentro de esos ojos terribles, dominantes. Y ahora, como siempre, estaba ahí: con los dedos de la mano derecha doblados sobre la palanca de hierro. Dirigía -por primera vez sintió eso: que dirigía- ese remolino de caras que estaba envolviéndolo. Era necesario que la gente se acostumbrara de a poco al movimiento. Se lo había explicado el viejo, la primera vez que le permitió manejar eso que ellos llamaban la máquina. (Segundo punto, inconscientemente). Despacio, muy despacio, la palanca avanzaba sobre esa especie de semicírculo parecido a un engranaje: el trozo de cobre, el contacto, iba entrando sucesivamente en las ranuras. La máquina aumentaba su velocidad. Lo aprendió mucho tiempo después de encontrar al viejo. El tenía la espalda amoldada a esos bancos curvos, las piernas acostumbradas a replegarse en los asientos, cuando los guardas lo dejaban dormir en los trenes en marcha. Aún se acordaba de muchas cosas: un policía haciéndolo bajar en Aristóbulo del Valle, preguntándole dónde vivía. Alguien, diciendo: la culpa la tienen los padres. Y él había descubierto que sí, que si papá no se hubiese muerto, si mamá. Después, al poco tiempo, otro agente avanzando hacia él, en Retiro. Y esa figura encogida, esa cara de viejo apareciendo de atrás, adelantándose al uniforme y tomándolo de un brazo. Vamos, apúrate que te llevan, había dicho el viejo. El se dejaba arrastrar. Escapando de las comisarías de las preguntas, de esos patios traseros que había lavado tantas veces, entre los presos, o de esos zapatos que había lustrado cayéndose de sueño, entre las risas de los agentes. Las hamacas volaban bajo. Pero no tan bajo como deberían estar volando, pensó. Las cadenas cimbraban levemente. La chica parecía más feliz. El pelo de la vieja, libre de sombrero, ondulaba. Dentro de un rato va a flotar. El pibe que la seguía iba a tocarlo; la madre del pibe, atrás, iba a tocarlo a él. Todos despreocupados, contentos, ninguno había advertido nada: el movimiento brusco sacudiendo la máquina, al comenzar. Se acostumbraban lentamente -como explicaba siempre el viejo- a la altura, a la velocidad. Recordaba la cara del viejo (esa cara que los años iban gastando hacia adentro, ahuecándola como una roca, creándole nuevas aristas duras, brutales), y su voz diciendo: estúpido, entendés ahora, a ver, probá. El probó: con una sensación de torpeza, de inseguridad en las manos. La palanca, demasiado separada, corrió casi todos los puntos de golpe: las hamacas, vacías, estaban allá arriba, girando a la máxima velocidad. Entonces el viejo hizo una mueca, una de las manos se apoyó en su cuello, la otra subió hasta él, golpeándolo.

Tercer golpe.

viernes, 13 de septiembre de 2019

Hay días nefastos, de Frederick Forsyth

El St. Kilian, bamboleante ferry procedente de El Havre, hundió la proa en otra ola y su casco romo se acercó un poco más a Irlanda. En algún punto de la cubierta A, el chofer Liam Clarke se inclinó sobre la barandilla y miró al frente, para observar las bajas colinas de County Wexford que se iban acercando.
Dentro de veinte minutos, el ferry de la «Irish Continental Line» atracaría en el pequeño puerto de Rosslare, poniendo fin a otro trayecto europeo. Clarke consultó su reloj; eran las dos menos veinte de la tarde, y el hombre confiaba en estar con su familia en Dublín a la hora de la cena.
Una vez más, el barco llegaría puntualmente. Clarke se apartó de la barandilla, volvió al salón de pasajeros y agarró su maleta. No veía motivo para esperar más tiempo y bajó a la cubierta de los automóviles, tres pisos más abajo, donde su camión articulado esperaba con los otros. Todavía tardarían diez minutos en avisar a los que viajaban con vehículos, pero pensó que igual podía esperar en la cabina del suyo. La novedad de observar la maniobra del ferry hacía tiempo que había dejado de ser nueva para él; la página hípica del periódico irlandés que había comprado a bordo, aunque vieja de veinticuatro horas, era más interesante.

jueves, 12 de septiembre de 2019

Cosas peores, de Margarita García Robayo

Titi se llamaba Ernesto, como su tío materno, que hacía las veces de papá. El papá de Titi vivía en otra ciudad con su otra familia, pero iba a visitarlo cada quince días. No era una ciudad lejana. Quedaba a una hora en carro y su papá tenía un carro rapidísimo. Titi solía esperarlo sentado en la vereda de su casa, vestido con un jean oscuro y una camisa de manga larga, que le daba calor. A su mamá le gustaba vestirlo así cuando venía su papá. Desde la vereda, Titi podía oír el motor resonando cuadras antes de llegar; a los pocos segundos sonaba un chirrido y se levantaba una polvareda de tierra amarillenta que lo cubría todo.
      En su cabeza –como solía explicárselo a sí mismo, o a veces a su tío Ernesto– a Titi le gustaba ver a su papá, pero en la vida real no la pasaba tan bien con él: no compartían muchas cosas. El papá de Titi, que se llamaba Daniel, era esencialmente un tipo atlético. Practicaba todo tipo de deportes y corría cada mañana con un grupo de personas que se inscribían en las maratones de aficionados que organizaban las marcas deportivas. Titi no había heredado ni uno solo de esos genes. Era un caso raro. Su mamá, que se llamaba Fanny, no era tan atlética como su papá, pero era una mujer espigada como una garza: así le decían las amigas del club de lectura, que se reunían los martes en su casa. Cada vez que le decían eso, ella miraba de reojo a Titi, que simulaba estar viendo televisión echado en el piso de la sala, panza arriba, como un pequeño mamut. Luego le indicaba a sus amigas, con señas, que por favor hablaran de otra cosa.

miércoles, 11 de septiembre de 2019

Tanta agua tan cerca de casa, de Raymond Carver

Mi marido come con buen apetito. Pero no creo que tenga hambre realmente. Mastica, con los brazos sobre la mesa, y fija la mirada en algo que está al otro lado de la cocina. Luego me mira a mí y desvía la vista. Se limpia la boca con la servilleta. Se encoge de hombros y sigue comiendo.
—¿Por qué me miras? —pregunta—. ¿Por qué? —repite, y deja el tenedor sobre la mesa.
—¿Te estaba mirando? —replico, y meneo la cabeza.
Suena el teléfono.
—No contestes —dice.
—Puede que sea tu madre.
—Cógelo y no digas nada.
Levanto el auricular y escucho. Mi marido deja de comer.
—¿Qué te dije? —exclama cuando cuelgo. Sigue comiendo. Luego tira la servilleta sobre el plato. Protesta—: Maldita sea. ¿Por qué la gente no se ocupa de sus asuntos? ¡Dime lo que hice mal, te escucho! Yo no era el único que estaba allí. Lo hablamos y lo decidimos entre todos. No podíamos darnos la vuelta así por las buenas. Estábamos a ocho kilómetros del coche. No consiento que me juzgues. ¿Entiendes?
—Ya lo sabes —le censuro.
Él dice:
—¿Qué es lo que sé, Claire? Dime lo que se supone que sé. Yo no sé más que una cosa. —Me dirige una mirada que él cree muy significativa—. Estaba muerta —recuerda—. Y lo siento como el que más. Pero estaba muerta.
—Ésa es la cuestión —digo yo.

martes, 10 de septiembre de 2019

El espectro, de Horacio Quiroga

Todas las noches, en el Grand Splendid de Santa Fe, Enid y yo asistimos a los estrenos cinematográficos. Ni borrascas ni noches de hielo nos han impedido introducirnos, a las diez en punto, en la tibia penumbra del teatro. Allí, desde uno u otro palco, seguimos las historias del film con un mutismo y un interés tales, que podrían llamar sobre nosotros la atención, de ser otras las circunstancias en que actuamos.

Desde uno u otro palco, he dicho; pues su ubicación nos es indiferente. Y aunque la misma localidad llegue a faltarnos alguna noche, por estar el Splendid en pleno, nos instalamos, mudos y atentos siempre a la representación, en un palco cualquiera ya ocupado. No estorbamos, creo; o, por lo menos, de un modo sensible. Desde el fondo del palco, o entre la chica del antepecho y el novio adherido a su nuca, Enid y yo, aparte del mundo que nos rodea, somos todo ojos hacia la pantalla. Y si en verdad alguno, con escalofríos de inquietud cuyo origen no alcanza a comprender, vuelve a veces la cabeza para ver lo que no puede, o siente un soplo helado que no se explica en la cálida atmósfera, nuestra presencia de intrusos no es nunca notada; pues preciso es advertir ahora que Enid y yo estamos muertos.

lunes, 9 de septiembre de 2019

Un lugar sobre los médanos, de Sylvia Iparraguirre

La voz llegó desde la otra pieza mezclada con música de la radio. Entredormida, Ana entendió: su madre había dicho que ayudara a Fresia a vestirse. Miró a su alrededor confundida. Allí estaban, la cama de Fresia, desarmada y apoyada contra la pared, un colchón arrollado envuelto en tela floreada y atado con una soga. Canastos y cajas apiladas. El día anterior habían llegado a esa casa nueva en ese pueblo nuevo. Sacó el brazo de abajo de las frazadas y revolvió un montón de puntitos que se movían dentro de la luz del sol. Descubrió a Fresia. Parada sobre una silla miraba por la ventana. Fresia se dio vuelta y vio que su hermana estaba despierta.
—Enfrente hay una chica jugando a la rayuela —dijo.
De un salto Ana estuvo con la cara pegada al vidrio.
Un rato más tarde, después de tomar el desayuno en la cocina llena de ollas y platos en el suelo, que su madre empezaba a ordenar, salieron a la vereda. Hacía frío a pesar del sol y había mucho viento. El día anterior, después de que los hombres terminaron de bajar todos los muebles y los canastos del camión, su padre las había llevado a conocer el pueblo. Era muy chico, con árboles del paraíso en las veredas. No tenía nada de particular, salvo una cosa: en las esquinas y en las bocacalles, extendiéndose hacia las afueras, ondulaban suavemente médanos de arena fina. Su padre les había contado, entonces, algo fantástico. Dijo que cuando salieran a la puerta a la mañana siguiente, el pueblo les iba a parecer distinto, como si fuera otro, porque durante la noche el viento cambiaba los médanos de lugar.

viernes, 6 de septiembre de 2019

El lobo-hombre, de Boris Vian

En el Bois des Fausses-Reposes[1], al pie de la costa de Picardía, vivía un muy agraciado lobo adulto de negro pelaje y grandes ojos rojos. Se llamaba Denis, y su distracción favorita consistía en contemplar cómo se ponían a todo gas los coches procedentes de Ville-d’Avray, para acometer la lustrosa pendiente sobre la que un aguacero extiende, de vez en cuando, el oliváceo reflejo de los árboles majestuosos. También le gustaba, en las tardes de estío, merodear por las espesuras para sorprender a los impacientes enamorados en su lucha con el enredo de las cintas elásticas que, desgraciadamente, complican en la actualidad lo esencial de la lencería. Consideraba con filosofía el resultado de tales afanes, en ocasiones coronados por el éxito, y, meneando la cabeza, se alejaba púdicamente cuando ocurría que una víctima complaciente era pasada, como suele decirse, por la piedra. Descendiente de un antiguo linaje de lobos civilizados, Denis se alimentaba de hierba y de jacintos azules, dieta que reforzaba en otoño con algunos champiñones escogidos y, en invierno, muy a su pesar, con botellas de leche birladas al gran camión amarillo de la Central. La leche le producía náuseas, a causa de su sabor animal y, de noviembre a febrero, maldecía la inclemencia de una estación que le obligaba a estragarse de tal manera el estómago.

jueves, 5 de septiembre de 2019

Nuestro nombre, de Jeremías Gamboa

No sé bien por qué quiero contar esta historia. Pienso en ella solo como la pequeña viñeta de un fracaso casi imperceptible y a su modo anónimo. Un fracaso protagonizado por dos hombres completamente extraños que llevan el mismo nombre y que, además, casi por casualidad, son padre e hijo. Dos hombres que un día salieron juntos a la calle y de pronto se encontraron sentados en una banca del Centro de Lima, a la espera de una cita muy importante, una oportunidad que podría cambiar la vida de alguno de los dos. Al menos eso era lo que pensaba el padre. Al menos eso es lo que después de algunos años recordaba su hijo. Una historia tragicómica que él me contó una noche en una cantina de la Plaza Bolognesi, un local sucio que solo ofrecía cervezas negras y jamones pasados y en el que a veces nos sentábamos los viernes en la noche después de salir del trabajo y mirar, bostezando, películas chinas en la Filmoteca de Lima. No sé cómo, de pronto, le pregunté a mi amigo por su nombre, le confesé que desde que había leído su firma al pie de sus columnas de crítica de cine, me había resultado extraño que alguien se llamara así. Recuerdo que él se sonrió con la expresión de quien ya está acostumbrado a esa pregunta y luego me contó varias historias relacionadas con eso, todas muy buenas, historias que parecía que ya hubiera contado antes y que animaron la conversación de esa noche pero de las cuales solo consigo recordar esta, no sabría explicar muy bien por qué. He pensado que quizás se deba a que fue distinta a todas las otras que escuché aquella vez, o a que fue la última que me narró ya que luego nos quedamos callados y sin ganas de hablar nada. Con el tiempo he creído que quizás se deba a que al final es porque con ella entendí cierta distancia que me alejaba a mí de mi propio padre.

miércoles, 4 de septiembre de 2019

La mujer parecida a mí, de Felisberto Hernández

Hace algunos veranos empecé a tener la idea de que yo había sido caballo. Al llegar la noche ese pensamiento venía a mí como a un galpón de mi casa. Apenas yo acostaba mi cuerpo de hombre, ya empezaba a andar mi recuerdo de caballo.
En una de las noches yo andaba por un camino de tierra y pisaba las manchas que hacían las sombras de los árboles. De un lado me seguía la luna; en el lado opuesto se arrastraba mi sombra; ella, al mismo tiempo que subía y bajaba los terrones, iba tapando las huellas. En dirección contraria venían llegando, con gran esfuerzo, los árboles, y mi sombra se estrechaba con la de ellos.
Yo iba arropado en mi carne cansada y me dolían las articulaciones próximas a los cascos. A veces olvidaba la combinación de mis manos con mis patas traseras, daba un traspiés y estaba a punto de caerme.
De pronto sentía olor a agua; pero era un agua pútrida que había en una laguna cercana. Mis ojos eran también como lagunas y en sus superficies lacrimosas e inclinadas se reflejaban simultáneamente cosas grandes y chicas, próximas y lejanas. Mi única ocupación era distinguir las sombras malas y las amenazas de los animales y los hombres; y si bajaba la cabeza hasta el suelo para comer los pastitos que se guarecían junto a los árboles, debía evitar también las malas hierbas. Si se me clavaban espinas tenía que mover los belfos hasta que ellas se desprendieran.
En las primeras horas de la noche y a pesar del hambre, yo no me detenía nunca. Había encontrado en el caballo algo muy parecido a lo que había dejado hacía poco en el hombre: una gran pereza; en ella podían trabajar a gusto los recuerdos. Además, yo había descubierto que para que los recuerdos anduvieran, tenía que darles cuerda caminando. En esa ilusión de que todavía podía ser feliz. Me tapaba los ojos con una bolsa; me prendía a un balancín enganchado a una vara que movía un aparato como el de las norias, pero que él utilizaba para la máquina de amasar. Yo daba vueltas horas enteras llevando la vara, que giraba como un minutero. Y así, sin tropiezos, y con el ruido de mis pasos y de los engranajes, iba pasando mis recuerdos.

martes, 3 de septiembre de 2019

Lo de esta noche es un favor que le hago a Holly, de Amy Hempel

Tengo una cita con un desconocido que va a venir a buscarme a las siete, pero, a menos que no me crezca el pelo más de dos centímetros, no voy a abrir la puerta. El problema está en la frente. Yo misma me corté el flequillo y ahora me parezco a Mamie Eisenhower.
Holly dice que no, que me parezco a Claudette Colbert. Pero sé que lo dice para que salga con ese tipo. Lo de esta noche es un favor que le hago a Holly.
Preferiría hacer lo que solemos: prepararnos un ron con Coca-Cola y tomárnoslo sentadas en la arena mientras se pone el sol.
Hacemos vida de playa.
No la de bronceador y ropa veraniega de moda. Lo que quiero decir es que vivimos en la playa. Abrimos la puerta principal y hay arena. Delante está el océano y lo vemos todos los días del año.
La playa está cerca del aeropuerto, de modo que este pueblo ni siquiera tiene la clase que le falta a Los Ángeles. Lo que sí tiene es el personal de las compañías aéreas. Para ellos hay un servicio de transporte que tarda doce minutos desde la zona de embarque a la casa, entendiendo por casa un complejo de apartamentos que imita el estilo colonial español.
Es una copia de las misiones españolas en todos los sentidos. Pero que me digan a mí qué misión española tiene escaleras de hierro forjado en los laterales.

lunes, 2 de septiembre de 2019

Justo el treintaiuno, de Juan Carlos Onetti

Cuando toda la ciudad supo que había llegado por fin la medianoche yo estaba, solo y casi a oscuras, mirando el río y la luz del faro desde la frescura de la ventana mientras fumaba y volvía a empeñarme en buscar un recuerdo que me emocionara, un motivo para compadecerme y hacer reproches al mundo, contemplar con algún odio excitante las luces de la ciudad que avanzaban a mi izquierda.
          Había terminado temprano el dibujo de los dos niños en pijama que se asombraban matinalmente ante la invasión de caballos, muñecas, autos y monopatines sobre sus zapatos y la chimenea. De acuerdo con lo convenido, había copiado las figuras de un aviso publicado en Companion. Lo más difícil fue la expresión babosa de los padres espiando desde una cortina y abstenerme de usar el carmín para cruzar el dibujo con letras peludas de pincel de marta: “Biba la felisidá”.
          Pero en cambio pude dedicar los cuarenta minutos que me separaban del año nuevo, de mi cumpleaños y del prometido regreso de Frieda pintando en letras verdes un nuevo cartelito para el cuarto de baño. El viejo estaba desteñido, salpicado, con manchas de jabón y dentífrico. Además había sido hecho con letras cursivas y espantosas, con esa caligrafía que se emplea en las tablitas que cuelgan los cretinos en las paredes: casa chica, corazón grande, bienvenidos, barco joven capitán viejo.