Esta sencilla mujer de mediodía, además de largos pasadores naranja en su cabello, tiene el extraño nombre de Violeta. Se puede encontrar a Violeta entre paredes caseras, saliendo de alguna puerta color tabaco, detrás de sus ojos azules y un vestido amarillo suelto, con ese vuelo discreto que le ofrecerá al inocente viento de abril. Pero su ámbito originario son las calles arboladas bajo un sol oriente que calienta y hace oblicuas las sombras de la mañana. Y Violeta transita hacia la lejana frescura de telas blancas, cruzando su paso con los sinceros lilas y morados de la bugambilia y las hirsutas cabelleras en flor de la jacarandá. Se dice Violeta, eucalipto, azalea y trueno y es hablar de un mismo espacio que lanza al cielo silenciosas voces de tonalidades diversas, sencillas y jocosas. Violeta entra naturalmente en sus pasos, su cuerpo se mueve como el imperceptible crecimiento de las plantas de sombra que un día nos sorprenden con su presencia de fuego, ni mustio ni pretencioso. La misma luminosidad azarosa surge en las mejillas de Violeta; en ella está también el principio que explica las flamas que se posan en las grandes ramas cuando el viento se ha ido. El pelo ámbar a la altura de la barbilla y recogido apenas a los lados se balancea con la misma modulada cadencia del vuelo de su vestido. Forman una simetría contrapendular, ordenada por el ir pausado de Violeta y el asimétrico vaivén de sus brazos, cuyos ambarinos vellos a veces brillan en la temperatura cálida que baja a la tierra y se levanta de las banquetas. La mujer camina hacia la exactitud porque sus largas piernas avanzan por un camino de certezas, apenas demorándose para que ella mire una enredadera esponja, o para dar paso a los automóviles que cruzan su viaje solitario por la avenida arbolada. Reinicia su andar entonces apoyándose segura en los zapatos color dorado mate, de punta redondeada y tacón a media altura, felices y discretos. Ellos sugieren las relaciones de la mujer con el sol, ese noble pariente que la acompañará a lo largo de la primavera y el verano, ofreciéndole sugerentes consejos de luz y sombra, de tibiezas y ardores, de flores sutiles e insectos galantes. Espíritu del sol calzando sus pies, puntas de llamas en el vestido y el cabello, detalles de fuego rojo en sus labios, amplia habitación del sol en su mirada, Violeta mueve las líneas de sus pantorrillas, libres bajo la tela volante que termina donde principian los muslos. Su piel ha ido cobrando la tonalidad ligeramente sepia de algunos crepúsculos de mayo que maduran hacia los amaneceres siena de junio y julio. Mientras tanto, la mujer va cubierta con ese sepia musitado, camino a la blancura y la tibieza. Elige una calle empedrada e introduce la lumbre de su cuerpo y su vestir entre una vegetación un poco más apretada, entre edificaciones antiguas que han guardado en sus piedras el paso de centenares de abriles, y sus altos muros han permitido que las trepadoras depositen lo verde y broten de ellas minúsculos peces blancos, azules, colorados. Se podría afirmar sin duda que la mujer se ha desprendido de ese ambiente y ha vivido siempre bajo esos eucaliptos y colorines que nunca alcanzarán los brazos extendidos del sol. Por este vericueto estrecho de antaño los olores entran en desnuda plática, revuelan lentos y se meten al cabello de Violeta, se estrechan a su rostro y se introducen bajo el escote oval; las palabras aromáticas le platican historias de mujeres tan hermosas como ella que han transitado la misma leyenda. Violeta, sin proponérselo, responde con el lenguaje del aroma de su cuerpo y devuelve frases táctiles que se mezclan con los olores eternos de ese mediodía. En el momento en que la mujer da vuelta en un callejón todavía más apretado, su ausencia resulta evidente en el camino que abandonó. Pero la nueva calleja se abrillanta y ahora es difícil distinguir entre la luz de la vegetación y la de Violeta, pues se reconocen, comprenden y confunden. Mencionar lumbre, abril, pirul, sitio del sol es decir que Violeta avanza sobre los bordes del ardor permitiendo que la noble humedad de los muros roce sus labios apenas gruesos. Esa caricia desciende a sus hombros que van al aire y de allí a los brazos y a sus senos frutales, a la cintura y a la cadera, hasta detenerse sobre sus piernas. Violeta lo agradece porque la humedad representa el mensaje mustio de la penumbra consentida, de los giros primeros de la ternura, de esa otra vegetación donde también existe una plática de aromas, colores, formas. La mujer cambia el ritmo y se pone ágil, semejante a gloria que echa a volar sus menudas flores. Así son sus movimientos, decididos, irreversibles, semejantes al cambio de invierno en primavera. Y Violeta lo comprende en el palpitar de sus flexibles músculos, como se entienden entre sí la música y una mujer que duerme, el ciervo y la encina, el carbón encendido y el incienso. Llega al fondo de la calleja y se detiene ante una puerta pequeña de cedro; toca ligero, la puerta después se abre de manera automática y Violeta entra cerrando tras de sí. En una débil sombra, aparece una escalera de color tabaco rubio, sube con plenitud produciendo percusivos ecos que la acompañan. Llega a una estancia donde hay muebles bajos de pino, objetos de límpido cristal, espigas de trigo multicolores explotando en lugares discretos, cojines de floreadas telas hindúes, viejas figurillas de bronce y latón, ceniceros de vidrio azul; todo ello sobre una alfombra blanca con manchones canela semejante a la pelambre de las cabras. La pieza es apacible y la mujer levanta los brazos, gira lentamente sobre sí misma danzando para el silencio y se detiene poniendo sus brazos sobre los muslos. Se despoja los zapatos, sus pies reciben la caricia de la alfombra; da vuelta alrededor de la mesita de centro gozando las pisadas. Ahora se encuentra detenida frente a una puerta entornada que da a otra habitación, se acerca y percibe una penumbra más densa, cadenciosamente la penetra. Ante la frescura de un lecho verde limón, el cuerpo y el vestir de Violeta son el fuego: los pasadores, su cabellera, el rostro, sus hombros, los vellos de sus brazos, el vestido, sus piernas, los pies descalzos. La sencilla mujer de mediodía se decide y deja totalmente libre su pelo y lo agita con lentitud produciendo brillos en la sombra. Se aproxima a la cama, lleva sus manos al lienzo, lo acaricia largamente: luego lo retira dejando descubiertas las sábanas. Mientras Violeta se despoja las llamas que la cubren y un fuego mayor ilumina la recámara, Abril entra a la pieza desnudo. Se tienden sobre las telas blancas, en la exactitud de la penumbra consentida, entre las complicidades del silencio, y empieza otra plástica de aromas, colores, formas, juegos de luz y sombra, flores sutiles e insectos galantes, donde sobrevendrán nuevas humedades.