El enorme vehículo traqueteaba hacia occidente, saltando sobre los baches, mientras su conductor, con el rostro enjuto, evitaba las columnas de refugiados.
Steve Ingram, llevándose los nudosos dedos a sus rojizos cabellos, se volvió hacia el hombre que iba al volante.
—Esto está peor, sir Geoffrey —murmuró—. Estos refugiar dos no tardarán en bloquear la carretera.
—Todo es culpa de los periódicos —repuso sir Geoffrey, meneando la cabeza—. ¡Callar tantos horrores, con la esperanza de evitar el pánico del público! Habrían debido comprender que las exageraciones de las murmuraciones y comentarlos son mucho peor. Es increíble que en pleno siglo XX, podamos pasar unas semanas en la Residencia Wicke, a menos de den kilómetros de Londres, y no nos enteremos siquiera de los terribles sucesos que ocurren en la capital.
Mona Wicke, una joven pálida y esbelta que estaba entre los dos hombres, miró una vez más el arrugado telegrama. Las ya familiares palabras volvieron a presentarse en su cerebro.
Plaga desconocida asola Londres. Situación aguda. Miles muertos ya, otros moribundos. Requerida su presencia en la conferencia de emergencia del Hospital San Lucas, S tarde, hoy, (firmado) Willis.