viernes, 8 de enero de 2010

Calores de Agosto, de William Fryer Harvey

CALLE PHENISTONE, CLAPHAM 
20 de Agosto de 190-. 

Hoy he tenido lo que creo ha sido el día más extraordinario de mi vida, y mientras los sucesos aún están frescos en mi mente, deseo plasmarlos sobre el papel tan claramente como sea posible. 
Ante todo permítanme decirles que mi nombre es James Clarence Withencroft. 
Tengo cuarenta años, gozo de perfecta salud, nunca he tenido un sólo día enfermo. 
Soy artista de profesión, uno no muy exitoso, pero gano suficiente dinero con mi trabajo en blanco y negro como para satisfacer mis necesidades. 
Mi único pariente cercano, una hermana, murió hace cinco años, por lo que soy independiente. 
Esta mañana desayuné a las nueve, y después de hojear el diario matutino encendí mi pipa y procedí a dejar mi mente vagar con la esperanza de encontrar inesperadamente algún tema para mi pluma. 
La habitación, aunque la puerta y las ventanas estaban abiertas, estaba opresivamente calurosa, y recién me había hecho a la idea de que el sitio más fresco y confortable del vecindario sería en las profundidades de la piscina pública, cuando la idea sobrevino. 

Comencé a dibujar. Tan absorto estaba en mi trabajo que dejé mi almuerzo sin tocar, y sólo paré de trabajar cuando el reloj de St. Jude dio las cuatro. 
El resultado final, para un boceto apurado, era, estoy seguro, lo mejor que había hecho jamás. 
Mostraba a un criminal en el andén inmediatamente después que el juez había pronunciado su sentencia. El hombre era gordo —tremendamente gordo. Rollos de carne colgaban de su barbilla; engrosando su enorme y rechoncho cuello. Estaba bien afeitado (tal vez debería decir que había sido bien afeitado pocos días antes) y casi calvo. Se paró en el andén, sus dedos cortos y desgarbados agarrando el riel, mirando directamente al frente. La sensación que transmitía su expresión no era tanto de horror, sino de total y absoluto colapso. 
Parecía no haber nada en el hombre lo suficientemente fuerte como para sostener esa montaña de carne. 
Enrollé el boceto, y sin saber bien por qué, lo puse en mi bolsillo. Luego con la rara sensación de felicidad que el conocimiento que da una cosa bien hecha, abandoné la casa. 
Creo que comencé con la idea de llamar a Trenton, ya que me recuerdo caminando por la calle Lytton y doblando a la derecha en la calle Gilchrist al pie de la colina donde los hombres estaban trabajando en las nuevas líneas férreas. 
De allí en más solo tengo vagos recuerdos de adonde fui. La única cosa de la cual estaba totalmente consciente era el horrible calor, que subía del polvoriento pavimento asfaltado como una ola casi palpable. Suspiré ante el trueno prometido por los grandes bancos de nubes color cobre suspendidas sobre el cielo del oeste. 
Debo haber caminado cinco o seis millas, cuando un niño pequeño me sacó de mi ensimismamiento preguntándome la hora. 
Eran las siete menos veinte minutos. 
Cuando me dejó comencé a hacer el recuento de mis pasos. Me encontré parado delante de una puerta que conducía a un patio bordeado por una faja de tierra sedienta, donde había flores, alelíes morados y geranios escarlatas. Sobre la entrada había un letrero con la inscripción: 

CHS. ATKINSON, MARMOLISTAS 
TRABAJOS EN MARMOLES INGLÉS E ITALIANO 

Desde el patio en sí vino un silbido animado, el ruido de un martillo golpeando, y el sonido frío del acero contra la piedra. 
Entré guiado por un impulso súbito. 
Había un hombre sentado de espaldas a mí, ocupado trabajando en un bloque de mármol curiosamente veteado. Se dio vuelta al escuchar mis pasos y yo me detuve en seco. 
Era el hombre que yo había estado dibujando, cuyo retrato estaba en mi bolsillo. 
Sentado allí, inmenso y elefantino, el sudor escurriendo de su cuero cabelludo, el que enjugaba con un pañuelo de seda roja. Pero aunque la cara era la misma, la expresión era absolutamente diferente. 
Me saludó sonriendo, como si fuéramos viejos amigos, y estrechó mi mano. 
Me disculpé por mi intrusión. 
—Afuera está caluroso y centelleante —dije—. Esto parece un oasis en el desierto. 
—Desconozco cerca del oasis —replicó—, pero ciertamente está caluroso, tan caluroso como el infierno. ¡Tome asiento, señor! 
Señaló hacia el extremo de la lápida sobre la que estaba trabajando, y me senté. 
—Es un hermoso trozo de piedra ese que está sosteniendo — dije. 
Sacudió su cabeza. 
—En cierta forma lo es —respondió— la superficie aquí es tan fina como usted pudiera desear, pero tiene una falla grande en la parte de atrás, aunque no espero que usted la haya notado siguiera. Nunca podría hacer realmente un buen trabajo de una pieza de mármol como esa. Estaría bien en un verano como este; no le afectaría el maldito calor. Pero aguarde a que venga el invierno. No hay nada como la escarcha para descubrir los puntos débiles en la piedra. 
—¿Entonces para qué es? —pregunté. 
El hombre prorrumpió en carcajadas. 
—Difícilmente me crea si le dijera que es para una exposición, pero es la verdad. Los artistas tienen exposiciones: tal como los almaceneros y carniceros; nosotros también las tenemos. El último grito en lápidas, sabe usted. 
Continuó hablando de mármoles, qué variedades soportaban mejor el viento y la lluvia, y cuáles eran más fáciles de trabajar; luego de su jardín y una nueva variedad de clavel que había comprado. Al término de cada minuto tiraría sus herramientas, enjugaría la brillante calva, y maldeciría el calor. 
Dije poco, ya que me sentía incómodo. Había algo antinatural, extraño, en encontrarme con este hombre. 
Al principio traté de persuadirme de que lo había visto antes, que su cara, desconocida para mí, había encontrado un lugar en algún rincón perdido de mi memoria, pero sabía que estaba profesando poco más que un segmento plausible de autodecepción. 
El Sr. Atkinson terminó su trabajo, escupió al piso, y se incorporó con un suspiro de alivio. 
—¡Ahí está! ¿Qué piensa usted de eso? —dijo, con un aire de evidente orgullo. 
La inscripción que leí por primera vez era esta: 

CONSAGRADO A LA MEMORIA DE 
JAMES CLARENCE WITHENCROFT 
NACIDO ENE. 18, 1860. 
PASO A LA ETERNIDAD SÚBITAMENTE 
EN AGOSTO 20, 190- 

—En medio de la vida estamos en la muerte. 
Permanecí sentado en silencio por algún tiempo. Luego un escalofrío bajó por mi espina dorsal. Le pregunté dónde había visto el nombre. 
—Oh, no lo he visto en ningún lado —respondió el Sr. Atkinson—. Necesitaba algún nombre, y puse el primero que se me vino a la mente. ¿Por qué quiere saberlo? 
—Es una extraña coincidencia, pero sucede que es el mío. 
Emitió un silbido largo y bajo. 
—¿Y las fechas? 
—Solo puedo responder por una de ellas, y es correcta. 
—¡Es una rareza! —dijo. 
Pero él sabía menos que yo. Le conté de mi trabajo de esa mañana. Tomé el boceto de mi bolsillo y se lo mostré. Mientras miraba, la expresión de su rostro se tornó más y más como la del hombre que yo había dibujado. 
—¡Y solo fue anteayer — dijo— que le dije a María que los fantasmas no existían!. 
Ninguno de nosotros había visto un fantasma, pero supe lo que él quería decir. 
—Probablemente usted haya escuchado mi nombre — le dije. 
—¡Y debe haberme visto en alguna parte y lo ha olvidado! ¿Estuvo usted en Clacton-on-Sea en Julio ultimo? 
Nunca había ido a Clacton en mi vida. Permanecimos en silencio durante un tiempo. Los dos estábamos mirando la misma cosa, las dos fechas en la lápida, y una era correcta. 
—Venga adentro y cene algo — dijo el Sr. Atkinson. 
Su esposa era una mujer pequeña y alegre, con las mejillas sonrosadas y pecosas de la gente de campo. Su marido me presentó como un amigo de él que era artista. El resultado fue desafortunado, ya que una vez terminadas las sardinas y los berros, ella me trajo una Biblia Doré, y tuve que sentarme y expresar mi admiración por casi media hora. 
Fui afuera, y encontré a Atkinson fumando sentado sobre la lápida. 
Retomamos la conversación en el punto en que la habíamos abandonado. 
—Debe perdonar mis preguntas —dije—, pero ¿sabe usted de algo que haya hecho por lo cual podría ser llevado a juicio? 
Sacudió su cabeza. 
—No estoy en bancarrota, el negocio es lo suficientemente próspero. Tres años atrás les dí unos pavos a algunos de los guardias en Navidad, pero eso es todo lo que se me ocurre. Y eran unos pequeños, también—agregó como una reflexión. 
Se incorporó, fue a buscar una lata al porche, y comenzó a regar las flores. 
—Dos veces al día por lo general con el tiempo cálido —dijo—y luego algunas veces el calor se lleva lo mejor de las más delicadas. Y los helechos, ¡Dios mío! nunca podrían mantenerse en pie. ¿Dónde vive usted? 
Le dije mi dirección. Me llevaría una hora de caminata rápida volver a casa. 
—Me gusta eso —dijo—. Enfrentaremos el asunto. Si vuelve a su casa esta noche, usted se arriesga a tener accidentes. Un carro puede arrollarlo, y siempre hay alguna cáscara de banana o de naranja, por no mencionar las escaleras caídas. 
Hablaba de lo improbable con una seriedad intensa que hubiera resultado risible seis horas antes. Pero yo no me reí. 
—Lo mejor que podemos hacer —continuó— es que usted se quede aquí hasta las doce. Iremos arriba y fumaremos; debe estar más fresco adentro. 
Para mi sorpresa accedí. 
Estamos sentados en una habitación larga y baja por debajo del alero. Atkinson ha enviado a su esposa a la cama. El mismo está ocupado afilando algunas herramientas en una pequeña piedra de aceite, fumando mientras tanto uno de mis cigarros. 
El aire parece cargado con truenos. Estoy escribiendo ésto en una mesa tambaleante ante la ventana abierta. La pata está rota, y Atkinson, que parece un hombre habilidoso con sus herramientas, la va a reparar tan pronto como haya terminado de sacar filo a su cincel. 
Son más de las once ahora. Debería irme en menos de una hora. Pero el calor es sofocante. Es suficiente para enloquecer a un hombre.

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