viernes, 19 de febrero de 2010

Reproches a Luisilda por haber salido en 1945 sin anteojos, de Marco Denevi


Pero por Dios, Luisilda, cómo va a salir sin anteojos. Ya se lo dijo su madre y ahora se lo digo yo y se lo diría cualquiera que tenga dos dedos de frente. Dejemos mientras camine por la calle, a pleno sol: la luz del sol le corrige el defecto de la vista, ya estoy enterado. Pero después, cuando tome el subterráneo, ¿no tiene miedo de tropezar, de caerse? ¿Y cómo se las arreglará en la confitería, en una confitería a la que va por primera vez? De todos modos él se dará cuenta, así que no sé qué gana cometiendo esta locura. Y aunque hoy no se dé cuenta, tarde o temprano tendrá que saberlo, de modo que es mejor que lo sepa cuanto antes. No sea cabeza dura, Luisilda. Si él la quiere de veras, la querrá también con anteojos. Y si no la quiere con anteojos es porque no la quiere. 
Hágame caso, llévelos por lo menos dentro de la cartera o en un bolsillo, por las dudas. ¿No? Y por qué no, veamos. Porque tiene miedo de que, a la primera dificultad, se los ponga y después no se anime a quitárselos. Además, ha notado que cuando se quita los anteojos luego de un rato de tenerlos puestos, la mirada se le vuelve fea, se le hinchan los párpados, está horrible. En cambio así, sin los anteojos desde el primer momento, se conserva linda. Qué idea. No pienso discutir eso con usted, que por lo visto es una testaruda. Muy tímida, muy tímida, pero porque él le dijo lo que le dijo, ahora no hay quien le saque de la cabeza ese disparate de salir sin anteojos. Ya se arrepentirá. 
La culpa de todo la tuvieron sus amigas. También, la ocurrencia de ir las cuatro disfrazadas de lo mismo y para colmo con antifaces. Conjunto de manolas andaluzas, no me haga reír. Más bien, gitanas de Egipto. Y porque las otras resolvieron que debían llevar antifaces, usted se sometió. Mal hecho. Debió hacerles comprender que usted no podía usar antifaz. ¿Cómo iba a colocarse el antifaz? ¿Encima de los anteojos? Muy linda que iba a quedar. ¿O primero el antifaz y arriba los anteojos? Mejor todavía. Usted no protestó y ahora está pagando las consecuencias. Se lo tiene merecido, por débil. Me hubiera gustado que entonces sacase a relucir un poco de la terquedad que muestra ahora. ¿Qué dice? ¿Que se siente harta de usar anteojos y que está dispuesta a no usarlos nunca más? Luisilda, usted se ha vuelto loca de remate. 
¿No le bastan los papelones que hizo la otra noche, en el baile del club? Acuérdese. Como no distinguía claramente a nadie, como todos, a su alrededor, eran siluetas sin facciones reconocibles, usted cometió un tremendo error de raciocinio: le pareció que tampoco a usted nadie la veía con claridad, que también usted era una especie de fantasma. Y entonces se desató. Sí, usted, que por lo general es bastante retraída, esa noche se comportó como una deschavetada, perdóneme el término. Daba grititos, corría de aquí para allá, saltaba, se metía con todo el mundo. Total, usted era la mujer invisible, ¿no es cierto?, y los demás, seres irreales, así que de golpe y porrazo mandó al diablo la timidez, los complejos, el recato, me atrevería a decir. Menos mal que el salón estaba muy iluminado y que usted se lo conoce al dedillo, porque todavía no sé cómo no se llevó por delante una columna o cómo no se fue de boca en ese desnivel del piso. Pero de todos modos cometió dos o tres errores francamente ridículos, acuérdese. Por ejemplo, arrojarle papel picado a un muñeco al que confundió con una mascarita. 
Sus amigas la miraban y no podían creerlo. Natural. Primero lo tomaron a risa y después comenzaron a alarmarse. ¿Qué le pasa a ésta?, pensaron. ¿Estará borracha? En lo que no pensaron fue en los anteojos. Y usted, mientras tanto, seguía con sus cabriolas, sus grititos y sus payasadas. ¿Se imagina si alguien, en ese momento, le hubiera colocado sobre la nariz el par de anteojos? ¿Se imagina la vergüenza, el bochorno, al ver que no la rodeaban desconocidos sino gente del barrio, personas que la contemplaban estupefactas o muertas de risa? Porque a pesar del disfraz y del antifaz todos la reconocieron y hacían comentarios, créame, qué me cuentas de Luisilda, esta noche se destapó, miren a la mosquita muerta, y cosas por el estilo. 
Hasta que el muchacho se acercó, la tomó entre sus brazos y se pusieron a bailar. Cara con cara, usted le distinguía los rasgos. Un joven muy buen mozo, según usted (¿está segura?, ¿no lo habrá visto, así, borrosamente, mejor de lo que es?), alto, bien vestido. Su mano izquierda, la suya, Luisilda, apoyada en el hombro del muchacho, sintió bajo la yema de los dedos el roce de una tela fina y después, cuando la mano se deslizó hacia la espalda, percibió los músculos, el rosario de las vértebras, el pelo sobre la nuca. El muchacho olía a lavanda, a tabaco y, dígalo, a hombre. A hombre joven, limpio, sano. Tenía unos brazos duros, firmes, que sin embargo la ceñían como con delicadeza, como si usted fuese una niña que él había alzado en sus brazos para guiarla, para protegerla. Y usted se dejaba conducir, usted, increíblemente, le adivinaba los movimientos, los pasos, cualquier giro del cuerpo y bailaba como si en toda su vida no hubiera hecho otra cosa que bailar. ¿De dónde sacó, quiere decirme, esa habilidad? Por lo visto usted, sin anteojos, es otra mujer. 
Su madre tiene razón: el tango es una indecencia. Porque mire que bailaron apretados, ustedes dos, y mire que enredaron las piernas, y sus pechos, Luisilda, se aplastaban contra el tórax del joven, y él le respiraba en su oreja, y hasta hubo un momento en que unieron los vientres y el muslo de él se introdujo entre los suyos, Luisilda, y usted no se resistió, claro, porque usted no era usted sino otra, un fantasma, la mujer invisible. En cuanto a él, dejémonos de errores de raciocinio: era bien de carne y hueso. Pero no era del barrio. Así que usted se sentía libre por partida doble. Más que libre: irresponsable. Resumiendo: desatada. 
Mientras bailaron las primeras piezas no hablaron. Natural. Para qué iban a hablar, si estaban dedicados él a jadear y usted a suspirar y a sonreírse como una boba. Después, aprovechando un breve intervalo de la música, empezaron una conversación bastante idiota, confiéselo, porque usted estaba empeñada en hacerle creer al muchacho que era española, no más, andaluza recién llegada, imitaba el acento español y lo único que conseguía era hacer el ridículo. Pero él le seguía la corriente. El carnaval da para todo. 
A medianoche todo el mundo se quitó las caretas y los antifaces. Usted también. Lo miró de frente, como si mostrarse a cara descubierta fuese un desafío o un favor que usted le hacía. Y ahí él empezó con la cantinela sobre sus ojos. Sus ojos esto, sus ojos aquello, los ojos más lindos del mundo, los ojos más dulces. Toda una serie de cursilerías hasta más no poder, pero usted se sentía halagada, tan halagada que si le quedaba algún rastro de timidez se le disipó y a partir de ese momento adquirió unos aires, querida, que francamente la convirtieron en una coqueta de marca mayor, con una desenvoltura y una seguridad en sí misma que cualquiera hubiese creído que ése era su verdadero carácter. Pero no, ya lo sé, no lo era; pasó que entre el disfraz, el astigmatismo, la miopía y la felicidad de que por fin un hombre la cortejase, usted se transformó en una especie de actriz. En una actriz, encima, medio drogada, qué escándalo. 
Después fueron a la confitería del club, se sentaron a una mesa (él la llevaba del brazo y así usted pudo caminar sin temor de confundirse), tomaron bebidas heladas y charlaron hasta por los codos. Usted la primera, usted, que en cualquier reunión suele permanecer muda tras los enormes anteojos, mirando todo el tiempo a los demás con esa mirada de alucinación que le dan los cristales de aumento. Pero la otra noche lo miraba a él, siempre a él, mientras a su alrededor la confitería era una ronda de vagas imágenes. Lo miraba luciendo los ojos más hermosos del mundo, y olvidada ya del acento español parloteaba como un loro y le decía al muchacho una punta de cosas para las que se necesita coraje. Él, encantado, deslumbrado, le seguía el tren. 
¿Qué fue lo que de golpe le preguntó? ¿Se acuerda? 
—¿Por qué entrecierra los párpados? ¿Es corta de vista? 
Qué velocidad, más bien, qué desfachatez para contestarle en un tono frívolo, con una sonrisa burlona y provocativa: 
—Soy ciega de nacimiento. 
Y en seguida, sin darle importancia: 
—Sí, tengo un principio de astigmatismo. 
Él la mató, confiéselo: 
—Por favor, no me vaya a esconder esos ojos detrás de algunas horribles gafas de solterona. 
Se rieron, los dos. Pero usted bruscamente cortó la risa y se puso triste. Entonces el muchacho la miró como no la había mirado en toda la noche, le tomó una mano y se la estrujó entre las suyas. ¿Qué supone, Luisilda? ¿Que ahí fue cuando él comenzó a enamorarse de verdad? Quizá la cuestión es que le dio una cita para hoy, a las seis de la tarde, en la Confitería del Molino, e insistió en esa cita con una vehemencia y hasta con una cara preocupada (como si le pidiera demasiado y temiera que usted se negase) que terminaron de convencerla de que él estaba realmente interesado en usted. De modo que ahora que acude a la cita se dejaría matar antes que presentarse delante de él con los ojos escondidos tras las horribles gafas de solterona, tras esos vidrios anillados que le convierten la mirada en una mirada estúpida y le difunden por todo el rostro esa expresión bobalicona que usted misma detesta. Está bien, no discutamos más. En alguno de los cursis novelones románticos a los que es tan aficionada debe de haber leído que la mirada de los miopes tiene, como él dijo, una extraña dulzura. Y con tal de conservar esa dulzura cruzará media ciudad poco menos que a tientas. Está bien, está bien. Pero cuidado, Luisilda. Cuidado, porque la vida no es ningún romántico novelón como esos que usted lee. 
Ahora salga de su casa. Su pobre madre la acompaña hasta la puerta, todavía con la zozobra de que usted se anime a salir sin anteojos. Despídase rápido y recorra las dos cuadras hasta la boca del subterráneo. ¿Ninguna dificultad? No se envalentone, Luisilda. Hay sol, estas dos cuadras le resultan tan familiares que podría caminar con los ojos cerrados. Ahora descienda lentamente por la escalera. ¡Cuidado! ¿Qué le dije? Apenas deja de iluminarla la luz del sol usted ya tiene su primer tropiezo. Creyó que era el último escalón y no era el último, era el penúltimo, y casi pierde el equilibrio. Ahora camine pegada a la pared de la estación (lo hace a diario, no hay cómo equivocarse). Y ahora vaya hacia los molinetes. ¿Podrá introducir la moneda en la ranura? ¿Sí? Tuvo suerte. 
El andén está medio oscuro. No importa, usted no se mueva, quédese ahí junto a esa señora. Unos minutos más y desde las tinieblas avanza la guirnalda de luces y ruidos. Espere a que se detenga. Entonces, siempre cosida a la señora, suba al tren. ¿Ve? Dentro del tren se le mejora la visión. Pero permanezca de pie cerca de la puerta, por las dudas. Recuerde: debe bajarse en la sexta parada. Cada vez que el tren se detiene en una estación, una salvaje avalancha de pasajeros la arrastra hacia el interior del coche. Usted trata de resistir, se aferra de uno de esos barrotes metálicos que unen el techo con el piso, pero es inútil: la correntada la empuja sin ninguna consideración. 
¿Qué le pasa ahora? ¿Perdió la cuenta de las estaciones y no sabe si andan por la cuarta o por la quinta? Pregúntele a algún pasajero cuántas estaciones faltan para llegar a Callao. Vaya, se lo pregunta justamente a aquella señora de antes. La señora debe de creer que usted la persigue y le contesta de mal modo: 
—La que viene después de Pasteur. 
Linda manera de ayudarla. ¿Cómo se entera, usted, de cuál es la estación Pasteur? Cada vez que el tren se detiene, usted trata de distinguir el nombre de la estación. Imposible. Hasta que la señora, viendo que usted es tonta o no sabe leer y a pesar de que han llegado a Callao usted no se mueve, le da con el codo y le dice secamente: 
—Callao. 
Apúrese, Luisilda. Apúrese antes de que las puertas se cierren y el tren reanude la marcha. Pida permiso, ábrase paso entre esa compacta masa de cuerpos sudorosos; grite, si es necesario. La cuestión es salir. Olvídese, por ahora, de la ropa y del peinado. Forcejee, empuje, propine codazos a diestra y siniestra. Al fin salió. ¿Se siente avergonzada, humillada? ¿Tiene el trajecito de hilo todo arrugado? ¿El pelo a la miseria? Pamplinas. Ya tendrá tiempo para arreglarse. Ahora no se separe de la lenta caravana que a través de tenebrosas escaleras, de enormes vestíbulos, de nuevas escaleras la conduce otra vez hacia la calle, hacia la luz del sol. 
Son cuatro cuadras, por Callao, hasta la esquina de la confitería donde él la espera. Primero deténgase y arréglese un poco la ropa y el peinado. Ahora camine. Antes de atravesar las bocacalles aguarde a que lo haga otra persona. Entonces ajuste su paso al paso del desconocido y cruce la calzada. Qué barbaridad: en Bartolomé Mitre el desconocido resulta ser un jovencito imprudente que corre en las propias narices de los automóviles y sortea los guardabarros con esguinces de toreador. Y usted también tiene que correr como una despavorida, uno de los guardabarros la golpea, hay gritos y bocinazos por todas partes, un bochinche. ¿Se da cuenta, Luisilda? Estuvo a punto de morir atropellada por un automóvil. ¿Teníamos o no teníamos razón, su madre y yo? 
Está asustada, el corazón le late con fuerza, transpira. Bien, tranquilícese. Falta nada más que una cuadra para llegar a la esquina de la confitería. Seguro que él ya está ahí y, en cuanto la ve, viene a su encuentro. En la esquina hay mucha gente, varios hombres. Uno de ellos debe de ser él. Pero usted se acerca, se acerca, y no lo distingue, nadie viene a su encuentro. ¿Qué hará, Luisilda? ¿Seguirá caminando? ¿Dará una vuelta a la manzana? No, ahí está él. Sí, es él. Usted se sonríe, a salvo. Sí, es ése de traje azul, ese que fuma, apoyado en la pared, mirando para otro lado. Vaya directamente hacia él y, sin decir palabra, sonriendo, nada más, colóquese de modo que él la vea. Dios mío, Luisilda, qué papelón. No es él. Es un señor de edad que la mira sorprendido. 
Camine. Camine, le digo. Rápido. No importa en qué dirección, caramba, pero aléjese de ese hombre que debe de creer que usted es una mujerzuela. Eso es, métase dentro de la confitería para que nadie piense que anda callejeando. Le prevengo que todo el mundo la mira, así que apúrese a entrar y por Dios, Luisilda, quítese de la boca esa sonrisa que se le ha quedado como estereotipada. Camine, camine detrás de esas mujeres. Siga caminando. Sí, es el sector donde están las mesas. Ahora siéntese a una mesa. Obedézcame. Ahí tiene una desocupada, en un rincón contra la pared. Siéntese de una vez. O van a sospechar que usted es una buscona. 
El mozo de chaqueta blanca se inclina delante de usted y, mientras pasa una servilleta por la mesa, le pregunta: 
—¿Qué va a servirse? 
Contéstele. Pídale algo. No se quede callada. 
—Un té con leche. 
—¿Solo? 
—Con masas. 
Así esta mejor. Ahora tranquilícese. Le hago notar que le tiemblan las manos y que tiene una cara de susto que, si no la cambia, va a terminar por llamar la atención. Ya sé que quedaron en que se encontrarían afuera, en la vereda. No importa. Fíjese en el reloj de la pared. ¿No alcanza a ver la hora? Son las seis y ocho minutos. Así que todavía tiene tiempo. Se toma su té con leche y después sale y seguro que él esta ahí, firme, esperándola. 
No, el mozo no tarda una eternidad en volver con lo que le pidió. Tarda lo necesario. Digamos, cinco minutos. Ya viene. Y natural, requiere algún tiempo colocar sobre la mesa la tetera, la lechera, la azucarera, la jarrita con agua, el pocillo, el plato, los cubiertos, la fuente de masas. El mozo qué sabe que usted está apurada. Y ahora cuidado, antes de servirse. Entrecierre los párpados y mire bien qué es cada una de esas cosas metálicas, porque a ver si hace algún desastre. 
Beba. ¿No? ¿El té esta muy caliente? Espere, entonces. Espere a que se enfríe un poco. Y mientras tanto cálmese, le repito. Él no se irá. Cualquier hombre sabe, de antemano, que debe aguantarse un plantón de por lo menos un cuarto de hora porque las mujeres son impuntuales, les gusta hacerse esperar. Bueno, sí, tome su bendito té con leche aunque le queme la garganta. ¿No comerá ninguna masita? ¿No? ¿No tiene apetito? Me imagino qué pensará el mozo: que usted está loca. Pide un plato de masas y después no prueba ni una. Ahora llámelo, páguele y salga. Son las seis y veinte. 
Fácil de decir, querida: llame al mozo, páguele y salga. Pero ¿dónde está el mozo? Usted mira a su alrededor y lo único que distingue es un desorden de formas y de colores. Líneas que se multiplican, a cada lado, en líneas paralelas. Contornos difusos y como inflamados. Bultos que se desgarran y se quiebran lo mismo que en un cuadro futurista. ¿Las luces? Las luces son grandes globos calados, festoneados, que se dilatan y se contraen como corazones. Sobre la superficie de los redondeles luminosos evolucionan lentas volutas y enjambres de puntos transparentes. Y a través de ese paisaje submarino se deslizan de tanto en tanto las mismas siluetas fantasmales que navegaban en el salón del club. Pero aquí a usted nadie la conoce. Aquí usted está sola, perdida, extraviada. ¿No le da la impresión de que hasta las voces y los ruidos se han vuelto indescifrables? En resumen, Luisilda: aquí no se le terminó, como en el baile de carnaval, el apocamiento. Aquí se siente aterrada, desesperada. 
Y siguen pasando los minutos, le advierto. Ya son las seis y media. Es posible, por qué no, es posible que el muchacho no se haya ido. Si tiene tanto interés por usted, como usted cree, no perderá tan rápidamente la ilusión de que usted acuda a la cita. Bien. ¿Piensa quedarse ahí sentada hasta que cierren las puertas? Chiste, así, al tuntún: quizás aparezca el mozo. ¿No? ¿Le da vergüenza? Entonces déjele el dinero sobre el mantel. Cuánto; qué se yo cuánto. Déjele cinco pesos, por las dudas. Y ahora póngase de pie y vaya rápida en busca de su galán, que ya debe de estar maldiciéndola mentalmente. 
Dios mío, Luisilda, qué le ocurre ahora. No recuerda dónde está la salida. Camine por entre las mesas, al azar. Finja, aunque no sepa qué debe fingir. Dé vueltas por todo el salón, pero bien erguida y con el ceño fruncido, como si buscara a alguien. Qué bochorno, Luisilda. Está empapada en sudor, gotas de transpiración le corren por la frente, por los pómulos. ¿Olvidó los guantes en la mesa? No querrá volver a recogerlos, me imagino. Continúe caminando, dando vueltas por entre sillas y gente sentada que la mira como a una sonámbula, como a una escapada del manicomio. 
Al fin. ¿Ve? Ahí las mesas ralean, dejan sitio a una especie de corredor entre vitrinas. Sí, son vitrinas con masas y postres. Tome por ese pasillo. Se cruza con dos hombres de blanco que llevan algo como enormes bandejas sobre la cabeza. ¿Qué cree? ¿Que se equivocó? ¿Que está yendo hacia el interior de las cocinas? No me extrañaría nada. Pero no: al extremo del pasillo una cosa gira. Un golpe de aire fresco le da en el rostro. Es la puerta, Luisilda. Es la calle. 
En la esquina hay poca gente. Ha comenzado a oscurecer. Permanezca un rato, en el umbral de la puerta de la confitería. No mire a nadie. No se mueva. Tranquilícese. Todavía puede ser que el muchacho ande por ahí, hecho, como usted, una pila de nervios. Quizá la vea, se le acerque y con una voz cargada de angustia y de felicidad le diga: 
—Creí que ya no vendría. No sabe lo que he sufrido, esperándola. 
¿No? ¿Nadie se le acerca? ¿Nadie le dice nada? Pregúntele a ese viejo qué hora es. 
—Las siete menos cinco. 
Luisilda, querida, hasta la paciencia de un hombre enamorado tiene un límite. Regrese a casa. 
Olvidémonos de ese viaje de regreso, ya casi de noche. Una pesadilla. Es la hora en que todo el mundo vuelve del trabajo. y encima el calor, la oscuridad, las calles desconocidas y atestadas de tránsito, el subterráneo como una lata de sardinas, los olores, los ruidos, su dolor, Luisilda, sus ganas de llorar. Nos hubiera hecho caso, querida: los anteojos en la cartera, por las dudas, como le dijimos. 
Pero basta. Ahora ya está en su casa. A su casa se la conoce de memoria. Su madre no la ha visto entrar. Usted, palpando las paredes como una ciega, se va hasta su dormitorio, enciende la luz, abre el cajón de la cómoda, encuentra el estuche con los anteojos. 
Colóqueselos, Luisilda. Verá cómo instantáneamente el mundo se ordena en una geometría lúcida donde ningún muchacho está esperándola.

No hay comentarios:

Publicar un comentario