jueves, 3 de junio de 2010

Ondina, de Carmen Naranjo

Cuando me invitaron para aquel lunes a las cinco de la tarde, a tomar un café informal, que no sabía lo que era, si café negro con pastel de limón o con pan casero o café con sorbos de cognac espeso, todo lo pensé, todo, menos la sorpresa de alguien que se me fue presentando en retazos: Ondina.

Ondina siempre me llegó con intuiciones de rompecabezas, de cien mil piezas. Aún en época de inflación, realmente agotan las cifras tan altas. No sabía su nombre ni su estilo, pero la presentía en cada actitud, en cada frase.

Mi relación con los Brenes fue siempre de tipo lineal. Ese tipo se define por la cortesía, las buenas maneras, el formalismo significado y significante en los cumpleaños, la noche buena y el felíz año nuevo. Nunca olvidé una tarjeta oportuna en cada ocasión y hasta envié flores el día del santo de la abuela. Los Brenes me mantuvieron cortésmente en el corredor, después de vencer el portón de la entrada, los pinos del camino hacia la casa y el olor de las reinas de la noche que daban un preámbulo de sacristía a la casa de cal y de verdes, que se adivinaba llena de recovecos y de antesalas después del jardín de margaritas y de crisantemos con agobios de abejas y colibríes.
Suponía y supongo que ellos también supusieron que cortejaba a la Merceditas, sensual y bonita, con aire de coneja a punto de cría. Pero ella se me iba de las manos inmediatas, quizás porque la vi demasiado tocar las teclas de una máquina IBM eléctrica, en que se despersonalizaba en letras y parecía deleitarse en él querido señor dos puntos gracias por su carta del cuatro del presente mes en que me plantea inteligentemente ideas tan positivas y concretas coma pero...
Ella quizás demasiado hervida para mi paladar que se deleitaba en las deformidades de Picasso, sólo me permitió gozar de sus silencios cuando se iba la corriente eléctrica de sus tecleos mecanográficos o cuando sus ojos remotos de sensaciones inesperadas me comentaban que odio estos días de neblinas y garúas porque me hacen devota a la cama, a la sensualidad de las sábanas y eso me da asco.
Tal vez en un momento de aburrimiento pensé en acostarme con ella y le besé la nuca, también cerca de la oreja, mientras oía su sesudo consejo de qué se cree el señor jefe déjese de malos pensamientos, recuerde el reglamento y pórtese como el señor que es, no faltaba más.
Siempre respondí con un aumento de salario y con la devota pregunta de cómo están sus abuelitos y sus padrecitos. ¡Qué longevidad más deplomante en este subdesarrollo! Muy bien y su familia. La mía, llena de melancólicos cánceres, me había dejado solo en este mundo: qué alegría, qué tranquilidad... qué tristeza.
En las jornadas largas de trabajo, cuando el presupuesto, cuando el programa anual, cuando la respuesta a las críticas del trabajo institucional, acompañaba a Merceditas hasta el portón de su casa. Buenas noches, gracias por todo. No merezco tanta bondad y lealtad. Un beso de vals en la mano y que Dios la bendiga. Señor, usted es un buen hombre y merece un hogar felíz.
Eso me dejaba pensando las seis cuadras de distancia entre el hogar de Merceditas con sus abuelos y padres, vivos y coleantes, y los mios de lápidas y fechas en el cementerio de ricos, bien asegurados en la danza de la muerte.
Conocí su portón, su entrada de pinos y su corredor de jazmines. Vi sus abuelos sonrientes, sus padres tan contentos como si en el último sorteo de la lotería hubieran obtenido el premio gordo. Me extrañó tanta felicidad y me pareció el plato preparado para que el solterón y la solterona hilaran su nido de te quiero y me querés y de ahí en adelante sálvese quien pueda.
Sin embargo, presentía más allá de las puertas una orgía de hornos calientes en que se fermenta el bronce y reluce la plata.
No sé qué era en realidad. Por ejemplo, vi ante las camelias un banco tan chiquito que no era necesario para cortar las más altas ni las más bajas.
Las intrigas políticas me destituyeron en un instante. Pasé a ser don nadie mediante una firma de oro sin saber lo que hacía. Me despedí de Merceditas en una forma de ancla, le dije que no la olvidaría, mi vida era ella pero no me escuchó porque estaba escribiendo en ese momento mi carta circular de despedida a los leales colaboradores.
Después supe poco de los Brenes, salvo las esquelas que me enteraron de la muerte de los abuelos, ya cerca de la hora de los entierros.
Me vestí rápido de duelo y apenas llegué a tiempo, ya camino al cementerio. Por cada abuelo la abracé con ardor de consuelo y sentí su grandes pechos enterrados en los botones de mi saco negro. No me exitaron, más bien me espantaron. Demasiado grandes para mis pequeñas manos.
La invitación de ese lunes a las cinco de la tarde, al tal café informal, que fue simplemente café negro con pastelitos de confitería, me permitió conocer la sala de aquella casa ni pobre ni rica, ni de buen o mal gusto, más bien el albergue que se hereda y se deja igual con cierta inercia de conservar el orden y de agregar algunos regalos accidentales junto a los aparatos modernos que se incorporan porque la vida avanza: negarlo resulta estúpido. Casa impuesta por los bisabuelos, por la que pasaron los abuelos sonrientes arreglándo goteras y ahora están los padres luchando con la humedad y el comején. Merceditas en el sillón de felpa, cubierto por una densa capa de crochét, luchó toda la tarde por acomodar su trasero sin mortificar un almohadón seguramente tejido por la bisabuela quien sonreía desde una foto carnavalesca en marco de plata ya casi engrecida. Yo, entre los padres, en el sofá verde lustroso, tomé mi respectivo cojín entre las piernas aún cuando quedaron abiertas al borde de la mala educación.
Me asombró una silla bajita con almohadón diminuto y pensé que era un recuerdo de infancia.
Una joven bellísima, de ojos claros y fuertes, pintada en rasgos modernos, era el cuadro central de la sala y apagaba con su fuerza el florero, la porcelana, la escultura del ángel, la columna de mármol, las fotografías de bisabuelos y abuelos, el retablo de los milagros de la Virgen, el tapiz de enredadera y aún el cuadro de Merceditas que parecía arrullar a sus conejos ya nacidos.
Y cuando la conversación me descifró el por qué de la invitación al café, pues oyeron rumores de que me volverían a nombrar, en el alto cargo de consejero y querían saber si era cierto me animé a preguntar quién era. Seca y escuetamente respondieron: Ondina. En ese momento sus ojos, los ojos de Ondina, me seguían, me respondían, me acarisiaban. La supe atrevida, audaz, abiertamente alborotada.
Casi no pude seguir el hilo de la conversación. ¿A mí nombrarme? Pero, si mi vida se ha vuelto simple, ya casi no leo los periódicos, me preocupo por mis pequeñas cosas, cobrar las rentas, caminar cada día hasta el higuerón y completar los cinco kilómetros, mentirme un poco con eso de que la vida tiene sentido y es trascendente.
Ondina sostenía mi miraba fija y hasta creí que me guiñó el ojo izquierdo. Nadie puede ser tan bello, es un truco, me dije sin convencerme. ¿Quién es Ondina? Pues Ondina, contestaron casi en coro. La hermana menor de Merceditas, agregó el padre, el bueno y sonriente don Jacinto. Hice cálculos. Para mí Merceditas, a pesar de sus pechos firmes y eréctos, su pelo caoba tinte, sus ojos sin anteojos y su caminar ondulante, ya trepaba los cuarenta y tantos. Ondina, por mucho espaciamiento, estaría en los treinta y resto, porque la madre, doña Vicenta, cercana a los sesenta, no pudo germinar después de los cuarenta con su asma, reumatismo, y diabetes de por vida.
Y no quería irme, más bien no podía. Fijo en el cuadro y en los ojos, por lo que no noté los silencios y las repeticiones que me hacían de las preguntas. Fue doña Vicenta quien me obligó a terminar aquella contemplación tan descarada. Me tocó el hombro y me dijo que eran las siete, debían recordarme que iban a la cama temprano, después de rezar el rosario. Me marché de inmediato, después de disculpar mi abuso, pero con ellos el tiempo corría sin percibirse. Merceditas retuvo mi mano en la despedida y me aseguró que significaba para ella más de lo que yo podía presentir.
Soñé con Ondina semana tras semana. Recuerdo sus múltiples entradas a mi cuarto.
Alta y esbelta, con su pelo hasta la cintura, desnuda o con bata transparente, abría la puerta y saltaba a mi cama.
Ella siempre me desnudó y después jugó con mi sexo hasta enloquecerme. Al desayunar mi espíritu caballeresco me obligaba a avergonzarme de mis sueños pero empecé a soñar despierto, conciente de mis actos y las orgías eran más fecundas y gratas.
Ella me jineteaba, me lamía y con su piernas abiertas me dejó una y otra vez, insaciablemente, llegar hasta lo más profundo.
Envié flores a la madre, chocolates a Merceditas, un libro de historia a don Jacinto. No me llegó ni siquiera el aviso de recibo, menos las gracias. Llamé por teléfono y pregunté por Ondina. La voz de doña Vicenta indagó de parte de quién, del primo Manuel, entonces cortó la comunicación.
Pregunté a amigos y vecinos por Ondina Brenes y ninguno sabía de ella. Me hablaron de don Jacinto, de doña Vicenta y de la buena y demasiado casta de Merceditas, a quien trataban en vano de casarla desde los quince, se quedó la pobre, se les quedó, demasiado lavada y pulcra, no se le conoce un solo traspié.
Pregunté en el almacén lo que compraban, en la farmacia, en la pescadería... Y nada. Alguien me informó que estaban muy endeudados y apenas si subsistían.
Empecé a leer los periódicos, hasta la última línea. Ondina, con su belleza, no podía ser ignorada. Oí la radio, vi la televisión, me fui al registro civil: Ondina Brenes Cedeño. Con prominas apareció: el 18 de Junio de 1935. Estudié su horoscopo. Carácter complicado, doble personalidad.
Toqué la puerta. Acudió don Jacinto. Le confesé lo confesable: enamorado de Ondina, deseoso de conocerla y de tener oportunidad de tratarla con buenas intenciones, las de casarse si fuera necesario y ella me aceptara.
Me oyó sonriente y me contestó que lo olvidara, era imposible, Ondina no me aceptaría, había rechazado a muchos mejores que yo. Al preguntarle por qué, por qué, cerró la puerta sin violencia, suavemente y desapareció entre los pinos.
Le escribí una carta apasionada y certificada, que no obtuvo respuesta. En el correo me dijeron que la retiró Merceditas.
No tuve conciencia de la burla que estaba disfrutando la familia entera, pero Ondina me lo contó una noche que entró en mi cuarto sin ganas de correr por mi cuerpo con sus temblores y jadeos.
A la mañana siguiente me enteré de la tragedia: los Brenes, los viejecitos Brenes, fueron atropellados por un vehículo que conducía un borracho, cuando salían de misa, a las 6 y 30 de la mañana. Muertos de inmediato, prácticamente destrozados. Merceditas estaba enloquecida y de todo el relato conmovido, sólo ví la puerta abierta hacia Ondina.
Me presenté de inmediato en la casa, así como estaba, con pantalones y camisa de intimidad. Ya habían llegado familiares, amigos y compañeros de trabajo. Pregunté por Ondina y nadie la conocía, solo me dijeron que Merceditas estaba histérica en su cuarto, completamente encerrada.
Instalado en un rincón, vi como una tía autoritaria con pericia en tragedias, organizó el duelo. En la sala instaló los dos cadáveres en ataúdes cerrados, puso velas y flores, enfiló coronas, repartió café y empanadas, fue cerrando el paso a los intrusos, desanimó a los busca espectáculos y ya pasadas las cuatro dejó a los íntimos listos para la vela.
A mí me admitió porque al contestar quién era, le dije con seriedad mortal que el novio oficial de Merceditas, el señor Vega.
Felizmente no queda sola, bienvenido señor, vamos a ser parientes.
Entonces me colé entre los rezadores para ver a Ondina de cerca.
Ella me estaba esperando. Me pareció que había cambiado de vestido, pues no recordaba esa gaza violenta que movía el viento. La ví de frente, con ansias de memorizar cada detalle: sus manos, el cuello, la vibración de los labios, el entorno de los ojos y ese mirar frente y agudo.
La tía me interrumpió para decirme: vaya donde la Merceditas, a usted es a quien necesita. Y casi empujado me llevó frente a una puerta en un corredor con muchas otras puertas iguales. Gracias, señora, y me dejó solo en la intimidad de la casa. Oí sollozos y gritos. Quizás ahí estaban también Ondina, pero no me atreví a entrar.
Abrí otra puerta. Era un antecomedor diminuto y ahí, en el centro de la mesa, casi rozando el suelo, una enana con la boca abierta, los ojos casi desorbitados, se dejaba lamer el sexo muy grotescamente por un gato sarnoso, metido entre sus dos piernas.
Sentí horror por la escena, aunque me atrajo por largos segundos y vi las gotas de sudor placer que recorrían la cara de aquella casi mujer, rostro de vieja, cuerpo de niña y el gato insaciable que chupaba y chupaba mamando, succionando, gruñendo. Ni siquiera se dieron cuenta de mi presencia. O quizás no los perturbó.
Volví a mi sitio en la sala, frente al cuadro de Ondina. Casi se me fue la escena de ese ante comedor extraño porque la fuerza sensual de Ondina me llenó de carisias raras. Empezó a jugar con mis orejas, me hacía ruidos de caracol, me dejaba su lengua reposar en la abertura del oído izquierdo y con sensaciones de mar me agotó en excitaciones que sorteaban fortalezas y debilidades.
Luego me besó los ojos, muy suavemente, después de manera fuerte y al tratar de succionarlos tuve que librarme de sus labios que me hicieron daño, me dolían con dolor de ceguera. Alguien dijo que necesitaba un calmante y la tía respondió que eran casi mis padres mientras me dio unas pastillas que me durmieron seguramente en mala posición en una silla incómoda, con más incómodos y dominantes almohadones.
Cuando desperté, noche ya, estaba organizado el rosario. El padre Jovel en escena, cuentas en mano, con laterales de incienso entre los dos ataúdes, esperaba impaciente a los principales personajes, que en estos casos no son los difuntos sino los parientes más cercanos.
Apareció entonces Merceditas, pálida y desfallecida, vestida de negro absoluto, con sus pechos erectos, abundantes, bien sostenidos y de la mano, también en negro absoluto, salvo un cuello blanco de crochet engomado, la enanita más diminuto y bella que había visto en mi vida, con los ojos de Ondina, con el pelo rebelde de Ondina, con los labios carnosos y trémulos de Ondina. Empezó el rosario. Yo no pude seguirlo, porque la cintura, las caderas, la espalda eran de Ondina, mi Ondina.
Después de medianoche solo quedamos seis personas en la sala: la enanita, Merceditas, la tía, el tío, el primo y yo. Los sollozos de Merceditas eran tan profundos y rítmicos que sus desmayos tomaron velocidad de oleajes. La tía trajo dos pastillas y al poco rato Merceditas dormía pasiones de infancia, a veces roncaba. La enanita en su silla de raso lloraba tranquilamente sin sollozos. Se vino hacia mí y me pidió que la sentara en mi regazo. Casi todos cabeceaban. Se me ocurrió cantarle una canción de cuna como un bebé. Duerme, duerme, mi niña. Entonces se acunó cerca de mi sexo. Realmente me incomodó, pero la circunstancia es la circunstancia. La fui meciendo como podía y ella, activa y generosa, me abrió la bragueta y empezó a mecer lo que estaba dentro. Después de aguantar lo que aguantar se puede, la alcé en los brazos y la llevé al antecomedor. Suave, dulce, una niña apenas. Entonces ella me dijo: deja que Ondina te enseñe todo lo que ha aprendido en sus soledades. Me abrió la camisa y empezó a arrancar con sus besos de embudo y vacío mis pelos de hombría. Yo busqué su sexo y lo abrí como si fuera un gajo de naranja.
El gato saltó en ese momento y arañó mi pene, que sangró dolor y miedo. Ondina me esperó y no pude responder, hasta que encontré la clave de la convivencia.
Caminé al sepelio, cansado y desvelado, pensé en Ondina, en el gato y en Merceditas. Pensé en cada paso. Y me decidí de manera profunda y clara.
Los esponsales se fijaron al mes del duelo. A la boda asistió Ondina, el gato se quedó en la casa.

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