martes, 31 de agosto de 2010

.La zanja, de Vicente Battista

Siempre fuiste un infeliz. Por eso ahora te quedás sentado en medio del patio, sobre el banquito bajo, con el sol pegándote en la espalda, mirando tu propia sombra que, aburrida, se pierde entre las baldosas. Germán esta en medio del patio y trata de no oír los ruidos que hace Norma al preparar la valija. Sabe que cuando termine de acomodar la ropa, Norma abrirá la puerta y se perderá por el corredor, camino a la calle. Germán quedará solo, con los malvones que hoy no fueron regados, los platos sucios amontonados en la pileta y esa terrible angustia, esa antigua impotencia, que hace que ahora siga así, encogido sobre el banquito, mientras Norma guarda prolijamente la ropa. Unos minutos antes le había dicho que no lo aguantaba más, y también “pobre cornudo”, pero lo de cornudo quizá lo imaginó él, porque se mezcló con el portazo que dio Norma al encerrarse en la pieza. Hubo un silencio y de nuevo los gritos, idénticos a los de aquella otra vez, cuando papá dejó el diario a un costado y lentamente se fue poniendo de pie: Germán llegaba de la calle todo sucio, con el trajecito blanco lleno de barro.

Esa tarde mamá había dicho que a la calle no, y menos con esos atorrantes. Papá hizo un gesto, y sólo dijo: “Que vaya”. Germán corrió hacia la calle. “No te muevas de la puerta “, fue el pedido de mamá, derrotada. Y ahí se quedó Germán, pulcro, con su trajecito blanco, la vista fija en la vereda y al final de la vereda el agua estancada. “Usted no se imagina lo perjudicial que es para los chicos, y en verano, sobre todo en verano. Aquí la firma”, había dicho el secretario de la Comisión de Protesta y Germán estuvo presente cuando su padre, después de una rápida ojeada, escribió Eduardo Averza y debajo de la ultima “a” hizo un raro firulete. A pesar de la firma de papá el agua seguía ahí, estancada por semanas, con ese olor corrompido y con manchones verdes flotando como camalotes. Pronto vendrían los barrenderos y entonces iba a ser la gran fiesta: los pibes a un costado del charco, revolviendo el barro hasta encontrar bolitas o monedas. Él no tenía permiso. “No te juntés con esos atorrantes”, había sido la orden de mamá. Ahora los atorrantes estaban en la esquina, pero cuando Germán se asomó a la puerta fueron caminando hacia él. Eran cuatro en total, y uno, señalándolo, dijo:

- Este es el mariconcito que juega con la prima.


El sol en la espalda y algo adentro que arde. Papá lo ha llamado. “Yo te voy a explicar”, le dijo. Germán espera en silencio. Frente a su padre, de trajecito blanco en la vereda o sentado en medio del patio. Espera la explicación de papá, el insulto de los atorrantes o que Norma termine de preparar las valijas. Abajo, el vestido azul, después el crema y ahora el negro. “Es el que te queda mejor”, decía Germán, al pie de la cama, y Norma se quitaba el vestido lentamente, sólo para él. Aquellas noches de sábado eran distintas: la sentía más cerca, el sol ya no estaba y el vestido esperaba hasta el próximo sábado o hasta que una tarde cualquiera, Norma lo doblase prolijamente para meterlo en la valija, con el crema y el azul. En este espacio del costado los zapatos, aquí el cinturón y una blusa, aquí cara y acá ceca, tatetí, suerte para mí, con el dedo señalando en el libro cerrado y antes de que la prima lo abra, la risa de los atorrantes y el grito:

- ¡Juega a las figuritas, como las pibas!

Infeliz. Todavía sigue sentado en mitad del patio: no se atreve a esperarla de pie. Norma aún no se fue, pero ya siente la soledad; sabe que está ahí: en los malvones o sobre las baldosas blancas y negras. Está dentro y fuera de él. Puede ser la espalda caliente por el sol, o ese jazmín del aire que cuelga de la pared y que nunca florecerá. Norma sigue en la pieza, oye sus pasos: va del placard a la cama, donde seguramente habrá puesto la valija. Germán sabe que para detener esos pasos sólo debe acercarse a la puerta, abrirla de un empujón. Sabe que debe darle una patada a la valija y gritar: “¡Vos no te vas un carajo!”, pero no hace nada. Sigue sentado en el banquito bajo, con los brazos apoyados en las piernas y las manos colgando, mudas. Quiere creer que Norma abrirá la puerta. “Perdoname, fue un momento de nervios”, le va a decir, y él la perdonará, un momento de nervios lo tiene cualquiera. Se van a abrazar y otra vez será como antes, los sábados y la ceremonia del vestido. Pero la puerta sigue cerrada y siguen los pasos de Norma.

Abrió la puerta, consiguió abrirla, pero ya era tarde: dos tenazas fuertes le apretaban los brazos. Se sintió empujado hacia atrás y de nuevo estuvo sobre la vereda. Dos, de los cuatro, lo tenían agarrado de las muñecas. Los otros dos lo empujaban, insultándolo. Con los brazos estirados, como un ridículo espantapájaros, Germán siente que lo hacen girar. Ahora cantan:

“Yo no soy buena moza,

ni lo quiero ser…

ni lo quiero ser…”

Siente vértigo y ve caras, muchas caras, cada vez mas caras y gritos: “¡Maricón!” y es como si flotara, la vereda ya no está bajo sus pies, ya no hay caras, sólo quedan los gritos, hasta que se escucha la orden. No gira más: se siente arrastrado hasta el borde de la vereda. Los soldados empujan porque el general ha gritado: “¡A la zanja!”.

Fue un golpe viscoso. Primero el ardor en las manos y las rodillas raspadas por los adoquines, después el asco. Ese inmundo olor que crece, barro en la cara y agua por todo el cuerpo. Trata de levantarse. La sangre de las rodillas empieza a chorrearle hacia los tobillos. Cuando por fin logra ponerse de pie, puede verse: su traje blanco con pedazos de moho por todas partes, es triste y grotesco. Siente una sensación pegajosa en el cuerpo. El agua se le ha metido en los zapatos, dos esponjas por pies: plof al dar un paso, plof al otro. No llega a salir. Ellos están ahí, y se ríen. Carcajadas cada vez más fuertes que se le van metiendo en el cuerpo, junto al agua podrida, el dolor y el asco.

Pisar la cabeza, había dicho una tarde papá, pisar antes de que te la pisen. ¿Entendés?, había dicho. No, papá. Que no te pasen, ¿entendés? No, papá. Elegir, Germán, joder para que no te jodan, ¿entendés? No, papá. Ser de los fuertes, Germán, para que un día Norma no pueda preparar la valija. Se va a ir, papá.

Germán sale de la zanja. La ridícula figura no alcanza a dar lástima. Después de unas palabras, Germán quedará de espaldas a las risas y entrará en la casa. Cuando la madre lo vea se llevará las manos a la boca, habrá sorpresa y un grito: “¡Te dije que no lo dejaras salir!”, gritará mamá, y el padre, que hasta ese momento estaba leyendo, dejará el diario a un costado, se va a levantar despacio y sus manos aflojarán la hebilla del cinturón; así va a caminar hasta donde esté Germán y cuando llegue a su lado el cinturón volará en el aire: “¡Por pelotudo!”, dirá papá y el chasquido del cuero contra el cuerpo de Germán se va a confundir con los gritos de mamá y los de Norma, al cerrar la puerta. “Cornudo”, claro que dijo cornudo; consiguió oírla antes de que cerrara. Después miró alrededor: había quedado solo en el patio, y, en medio del patio, como esperándolo, el banquito bajo. Allí se sentó. Tenía nauseas, ganas de vomitar.

Cuatro muchachos que vagaban en una esquina terminaron la explicación de Eduardo Averza. Fuerte, pisar, joder, fueron saliendo de los labios de papá. Labios húmedos, con partículas de tabaco, que estaban explicando algo, que, mientras dejaban escapar humo, preguntaban: “¿entendés?” Cuatro caras sonrientes que de pronto se acercan a uno y lo insultan, lo humillan haciéndolo girar como un trompo, y después, cumpliendo un antiguo ritual, lo arrojan al agua podrida. Mamá cose en el hall, papá esta leyendo el diario, es Germán quien empieza a sentir los gritos, es el quien está de boca en la zanja, y los gritos, junto con el asco y el ardor de las rodillas, se meten muy adentro; en uno. Es la prueba. Todo se mezcla y llega el momento de elegir. Esa tarde había elegido. Me fui levantando despacio, empapado, con mi trajecito blanco lleno de moho y con arcadas por el gusto horrible y dulzón del agua podrida en mi boca. Estaba frente a ellos y elegí:

- Basta, por favor.

Lo dije entre lágrimas y mis pies mojados corrieron por el pasillo hacia el cinturón de mi padre.

Ahora nuevamente siento arcadas. Norma ya no se oye. Terminó su valija y pronto abrirá la puerta. Pasará por mi lado y sé que no voy a ser capaz de levantarme, mirarla fijo y cruzarle la cara de una bofetada. Voy a seguir así, encogido sobre el banquito, mientras ella, inexorablemente, se perderá por el corredor, camino a la calle; después oiré un portazo.

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