viernes, 5 de noviembre de 2010

Dos son compañía, de John Rankine

El negro óvalo de la puerta de entrada disminuyó lentamente hasta convertirse en un punto y cuando en la enrarecida atmósfera del planeta Omega se oyó el chasquido definitivo de su cierre, la nave voladora surgió como una flecha de plata de la pista de despegue, mientras que Dag Fletcher observaba la cola de luz color naranja del aparato, antes de escuchar el sonido vibratorio que estremeció la plataforma rocosa del despegue.

Lentamente, con una gracia especial, el "Interestelar 2-7" comenzó a ascender, y después a situarse en una recta trayectoria. En los diez segundos que Dag había contado automáticamente, se hallaba en pleno cielo, teniendo frente a sí el vacío azul y sin manchas ni alteraciones, como lo había sido a través de toda una eternidad del tiempo.

A pesar de los largos cursos de aprendizaje y acondicionamiento, y de las muchas misiones previas, no pudo evitar un sentimiento de soledad y abandono en aquel remoto lugar del universo. Existía también un toque de lamentación por la combinación de circunstancias que hicieron que fuese Meryl Wingard su ayudante para un viaje de turno de tres meses, entonces. No es que hubiera nada malo en ello, sobre todo al tener que considerarlo y mirarlo. Ella, por lo visto, había elegido el ser moldeada con las líneas de la Venus Marina de Botticelli, resultando en carne viva tan bella y maravillosa como el propio original; pero era una belleza sin significado que, por lo demás, trabajaba con la escrupulosa frialdad de una máquina computadora. Ella era una matemática de superior calibre y entrenada hasta un fantástico nivel de competencia, por años de esfuerzo con la mente puesta en aquella sola dirección.

La perfecta persona para la misión debida, sin duda; pero que producía muy poca alegría en el entorno humano que la rodeaba.


Además, Dag sospechó que ella disponía de muy poco tiempo para cualquier forma de coquetería práctica. Por cuanto podía decirse de cualquier hombre del espacio que hubiese alcanzado su rango. Dag era un improvisador, un hombre afortunado y lo que podía llamarse un dotado con todo lo preciso para ser todo un controlador. Esbelto, alto, elegante y próximo a los cuarenta años, con un aire de aplomo y desenvoltura, siempre se había distinguido con una fuerte personalidad entre los tipos correctos y conservadores del personal antiguo.

Volvió de la cámara de compresión y manipuló para crear un escudo protector contra la atmósfera exterior. Un resplandor verde mostraba el completo aislamiento y puso el regulador robot en automático para seguir el vuelo de inspección que entonces comenzaba.

Meryl no estaba en el espacio comunal de la nave, habiéndose ido a la suite del controlador. Se había establecido allí en la semana que la nave permanecía haciendo aquellos trabajos en que necesitaba toda la tripulación. Entonces se despojó Dag de su traje espacial y se dio una ducha. Después se vistió con unos pantalones, un jersey y una alegre camiseta de deporte.

La suite estaba construida en forma de cúpula presurizada de sesenta pies dividida por dos tabiques diametrales que hacían del espacio interior dos grandes y dos pequeños arcos. El más ancho y espacioso, para el día y dormitorio, y el pequeño, para cuarto de aseo y almacén. El cuarto de trabajo y de día estaba dominado por un explorador óptico situado sobre una plataforma contra la pared exterior. Dag se dirigió hacia el aparato y miró sin mucho entusiasmo la vista panorámica que aquel planeta sin fin presentaba en la pantalla rectangular y plana. Sintonizó el área inmediata de la estación espacial, apareciendo un trozo de unas cuantas millas cuadradas con la claridad del cristal. Un aspecto típico del planeta era una mezcla de meseta rocosa y de un amplio valle relleno con una vegetación espesa y verde amarillenta. La estación estaba enclavada en una plataforma de media milla cuadrada que había sido perfectamente nivelada en el suelo. Hacía de ella uno de los mejores espaciopuertos en la galaxia y servía a seis principales estaciones cupulares. Diez estaciones robot más pequeñas moteaban el planeta y cada una de ellas precisaba el ser visitada una vez al menos en un viaje de tres meses de duración. En teoría al menos, nada podía ir mal con ellas; pero sus computadores de programación debían ser, así y todo, comprobados periódicamente, ya que el más pequeño error podría dar lugar a una seria confusión caótica en la programación, largamente esquematizada.

El proyecto de Omega era el de crear una atmósfera de tipo terrestre. Ya el nivel de oxígeno alcanzaba aproximadamente una cuarta parte del de la Tierra y en dos años podría llegar a ser perfectamente respirable. Una gravedad de 0,72 de la de la Tierra era de por sí una perspectiva atrayente y se estaba seguro de que el planeta se situaría muy alto en la lista de los futuros colonizadores. A pesar de que, a juicio de Dag, siempre resultaría un sombrío lugar, con aquellos barrancos que parecían no tener fin y los trozos de terreno alterados, como grandes llanuras lisas como la roca, si bien aquella apariencia se alteraría drásticamente al mejorarse por una atmósfera equilibrada que produjese nubes, lluvias y corrientes de agua.

Dejó el aparato de observación y se volvió a la recepción del aparato. Aún no había trazas de la joven. Por tanto, comió sólo mediante el sencillo procedimiento de obtener los alimentos deseados presionando el bolón correspondiente en el almacén de la nave, dispuesto para un servicio eficiente y automático. Cuando acabó el cate y encendió un cigarrillo, entró ella todavía vistiendo su traje espacial moldeado sobre su bello cuerpo, como una funda de plata, y que resaltaba cada una de las líneas de su cuerpo ideal. Los cabellos sueltos casi le llegaban a los hombros y, al moverse, ondulaban como una cascada dorada y elástica. Los galones azules y amarillos que brillaban en su hombro derecho tenían solamente una barra menos que los de Dag; pero ella se comportaba con toda la corrección posible, como si aún continuase en la Academia del Espacio, utilizando un lenguaje respetuoso y casi automático, donde otros, en situación semejante, habrían roto todo protocolo y habrían intimado en diferente aspecto.

—Controlador, existe una desviación en la Estación 9. Me gustaría que pudiéramos visitarla en primer término.

—De acuerdo. ¿Se encuentra confortable en su pequeño apartamento?

—Ah, sí, gracias; pero si no le importa, utilizaré para trabajar el salón grande. Prefiero un espacio libre mayor siempre que sea posible.

Dag simpatizó con semejante punto de vista de la joven y trató de imaginarse cómo se sentiría ella reducida al pequeño cuarto de estar de la nave. Pero se reservó sus pensamientos y no hizo comentario alguno.

Dag miró al globo que, como una reducción a escala manejable del planeta Omega, tenía a mano, y lo hizo girar hasta localizar la Estación 9. Se hallaba como a unas doscientas millas de distancia, una jornada de dos horas en uno de los coches deslizantes de superficie del Centro. Los días, en Omega, eran relativamente cortos, sólo unas quince horas y media en comparación con los de la Tierra. En aquel momento faltaban dos horas para el anochecer y todo el personal ajustaba sus acciones a semejante horario por acomodación, hablando por sistema de "hoy" y "mañana".

—¿Mañana, pues? Una hora después de la primera luz.

—De acuerdo. Buenas noches, controlador.

—Buenas noches.

El despego de la joven era completo, sin pose alguna en ello. "Una mujer fría como un témpano allí", pensó Dag... aunque significaba realmente un éxito positivo para la misión, haciéndole no pensar en otra cosa fuera de su trabajo y de su deber. Sin embargo, reconoció que se hallaba un poco picado por la falta de interés de Meryl en él, y tras haberse tomado un whisky del bar, se volvió a sus propias habitaciones.



*   *   *



Era ya de mañana, con la luz inundándolo todo, cuando salieron de la cámara de compresión y avanzaron hacia el exterior. Fletcher decidió tomar el coche de mediano alcance y descorrer la cabina transparente, presurizada y sellada. Hizo una breve inspección de rutina al tanque de oxígeno y subieron a él. Se ajustaron los cinturones de seguridad a cero y el coche salió flotando y cerniéndose de la cúpula de aparcamiento. Dag lo elevó a la máxima altura y dispuso el piloto automático en dirección a la Estación 9 a toda marcha. El coche volador se cernió un instante en el aire, giró lentamente hasta dirigirse conducido ya por el rayo conductor electromagnético y se lanzó raudo por él, sin la menor señal de aceleración.

La superficie de Omega desfilaba bajo ellos, visible a través de la gran pantalla y del suelo transparente. Mesetas rocosas y valles en interminable sucesión. Los valles chocaban en sus confines con la serpenteante vegetación de tonalidad amarillo verdosa. Por descomposición controlada de aquella vida vegetal, era como se iba formando la atmósfera del planeta en colonización. Ello tenía un doble propósito: la creación de oxígeno y nitrógeno y el enriquecimiento del terreno para los futuros colonizadores. Conforme se iban acercando a la subestación, los efectos de aquel trabajo científico ponían un cambio dramático en el escenario general. Apareció una sucesión de valles completamente desiertos, donde ya el terreno desértico brillaba mostrando un púrpura profundo. Después, la estación apareció a la vista. Tres grandes cúpulas y un pequeño puerto espacial.

Hicieron un aterrizaje perfecto y saltaron fuera a la pequeña pista de concreto endurecido. A los pocos minutos y previas las operaciones de rutina, se encontraron en el interior de la cúpula principal. Meryl sólo se detuvo a quitarse el casco para dirigirse rectamente a los paneles de control de la subestación. Todas aquellas pequeñas estaciones estaban construidas con arreglo a un plan común y pronto identificó los elementos esenciales de su funcionamiento. Desconectó el control robot y comenzó a operar con él manualmente. Con rápidos cálculos, inspeccionó el sistema en cinco minutos y después volvió a conectarlo con el robot.

—Se ha producido una ligera desviación en el computador —advirtió Meryl—. Tendré que trabajar en ello.

—¿Como cuánto tiempo necesita?

—Seguro, dos horas; posiblemente, dos y media. —Aquello suponía salir de noche. Podían quedarse allí, desde luego, ya que había alimentos y acomodación para vanos meses en caso necesario; pero ambos preferían volver al relativo confort de la estación principal.

—Bien, vea usted como va.

—De acuerdo.

La hermosa cabeza de la joven se inclinó sobre el tablero y comenzó con extraordinaria precisión a realizar una serie de complicadas ecuaciones, tomando datos de los paneles de color marfil. Dag siguió el proceso durante unos minutos; pero posteriormente, al seguir una descripción de altas matemáticas, el controlador vio que aquello se escapaba fuera de su alcance. No cabía duda de que contaba con una ayudante de primera categoría y tuvo que admitir que el trabajo le habría costado a él varios días de constante quehacer.

—Mientras, voy a echar un vistazo por ahí afuera.

La joven no le oyó porque estaba completamente absorbida por el trabajo.

El cierre de salida se accionaba a mano y le llevó diez minutos llegar hasta el coche volador. Lo subió hasta unos cincuenta pies de altura y se dedicó a realizar un circuito por la zona inmediata. Los valles más próximos a la subestación estaban desprovistos de vegetación y aparecían como lagos de color púrpura. Aquel suelo denso de tierra era de una gran fertilidad y sería con el tiempo una ideal tierra de labor. Cuatro de aquellos valles se hallaban bajo el constante bombardeo de rayos y comenzando a mostrar retazos de terreno despejado. El aparato de rayos se instalaba y movía por una tripulación especial completa en cada visita de la nave del espacio y dirigido en los intervalos por los computadores de las subestaciones.

Tomó tierra en una de las zonas aclaradas y recogió una muestra del suelo en un recipiente inserto en el dispositivo de aterrizaje. Anotó la situación por los datos de la carta de navegación e hizo constar en la muestra la fecha, el tiempo y su perfecta localización. Los analistas de la base proporcionarían un informe detallado y así se iría haciendo con cada valle, hasta formar un plan de conjunto, antes de que el primer colonizador pusiese pie en el planeta.

Era el tiempo medio; había transcurrido exactamente medio día. Pero cuando llegó a la cúpula había transcurrido media hora más y encontró a Meryl tomando café.

—¿Qué tal va eso?

—No hay problema. El fallo no fue difícil de encontrar; pero necesitaré una comprobación general de una media hora para convencerme de que la desviación ha sido corregida del todo.

—Magnífico. Si salimos antes de las cinco, podremos estar de vuelta antes de la noche.

Se tomó su tiempo para inspeccionar la planta. No era probable que tuviesen tiempo de hacer una segunda visita: ellos iniciaban y fechaban las tablas de comprobación en cada sección. Hacía ya tres meses desde el día en que el anterior controlador había hecho lo mismo.

A la una y media, ella hizo la indicación de "inspección terminada", y tras las comprobaciones de rutina del equipo, volvieron a entrar en el coche volador. Fletcher sintió que debía agradecerle a la joven el éxito.

—Gracias por todo. No hay muchas personas que lo hubieran hecho tan bien en tan corto tiempo.

La respuesta fue típica.

—En absoluto. Cualquier matemático competente lo habría hecho lo mismo.

Pero él sintió que ella estaba complacida y pensó si no sería mejor una más íntima relación entre ambos.

De vuelta a la Base, Dag tomó el control manual y aceleró la velocidad por encima del alcance del automático. Aquello les haría llegar con luz del día. La navegación no estaría afectada por la oscuridad; pero incluso los momentos de transferencia desde el coche volador a la cúpula podrían resultar desagradables en aquel intenso frío de la temperatura nocturna del planeta Omega.

Se hallaban a dos millas de la Base, con el paso invisible del rayo deslizante frente a ellos como una alfombra desenrollada para darles la bienvenida, cuando el aerocar desafió las leyes mecánicas a que estaba sujeto y perdió inexplicablemente todo control. Todo sucedió tan rápido que resultó imposible recordar ni apreciar qué era, de hecho, lo que pudo haber sucedido. Dag dispuso la velocidad de aterrizaje y la conectó al piloto robot. El aerocar perdió altura, cayendo en picado vertical. Se produjo un chasquido ensordecedor y el aplastamiento contra algo duro y terrible. Donde estaba la pantalla apareció la roca al desnudo. Dag apenas si pudo apreciarlo antes de desvanecerse perdiendo el conocimiento y teniendo sólo los instantes precisos para protegerse la cabeza de las astillas del plastiglás de la pantalla destrozada.

Cayó en la inconsciencia no sin haber visto antes, como en un relámpago, la cabeza de Meryl colgar como una bandera dorada hacia adelante de su cuerpo amarrado al asiento con el cinturón de segundad.



*   *   *



Minutos más tarde volvió a recobrar el conocimiento, y la borrosa imagen que se le presentó ante los ojos le proporcionó una idea de la mala situación a la que tenía que enfrentarse y que no podía ser peor. El dolor le aguijoneaba todo el cuerpo hasta despertarse por completo y comenzó a moverse con precaución. No parecía tener ningún hueso roto; pero un trozo de roca le había rajado su traje espacial por debajo de la rodilla izquierda. Las secciones superiores de la pernera del uniforme habían actuado automáticamente cerrando provisionalmente la hendidura como un precinto contra la pérdida del aire interior. A través de la desgarradura notó un goteo lento de sangre. Al mirar a la joven maldijo la trabazón que le tenía sujeto con el cinturón de seguridad, costándole un gran trabajo deshacerse de la atadura. Ella aparecía como muerta y helada, como él debió haber estado antes; pero la terrible palidez de su piel resultaba espantosa. Una esquirla de roca le había perforado el casco a nivel de la cabeza. Puesto que el aerocar ya no estaba presurizado, Meryl estaba respirando la tenue y enrarecida atmósfera de Omega. Los cilindros de oxígeno de su traje espacial se habían vaciado pronto en un vano esfuerzo de luchar contra el escape producido por la hendidura sufrida en su equipo. Se encontraba en el mismo estado de una persona que se ahoga en el mar, y Dag comprobó que era cuestión de minutos y de suerte el poder hacer algo por salvarle la vida.

Soltó como pudo sus ligaduras al asiento del aerocar y la arrastró al suelo del departamento trasero de la aeronave. Quitándole rápidamente el equipo desgarrado, buscó afanosamente entre los repuestos para hallar otro nuevo de su tamaño aproximadamente. Incluso trabajando y moviéndose a la velocidad que podía en su desesperación, se dio cuenta de la poca fuerza que tenía la chica en su desvanecimiento y las perfecciones de sus piernas y sus pechos. Le colocó su propio casco y lo enchufó al cable de emergencia para hacer una máscara de oxígeno. Se llenó los pulmones con una mezcla de oxígeno, y utilizando la técnica de respiración de boca a boca, hizo que Meryl pudiera volver a respirar. Trabajó de firme durante dos minutos, y ya comenzaba a sentirse agotado por el esfuerzo, cuando se movieron los párpados de la joven.

Puso entonces la mascarilla sobre la boca de Meryl y le retiró el casco, contento de poder respirar sin esfuerzo consciente. A poco Meryl se hallaba completamente consciente de la situación a la que tenían que enfrentarse. Con toda rapidez se enfundó las piernas en el nuevo traje espacial. Ella se arrodilló para facilitar la operación. Medio minuto después, la presión era ya normal y un color más natural volvió a la piel de la joven.

Dag buscó otro traje espacial para él y entonces se dio cuenta de lo embotado que se hallaba. Volvió a revertir el procedimiento y se colocó primero el casco; después, al quitarse los pantalones, sintió el dolor y la herida sufrida en la pierna izquierda. Entonces sintió una mano en el hombro y una voz femenina que le decía:

—Déjeme ayudarle. —Meryl había abierto un botiquín de urgencia y le había espolvoreado con un antibiótico y antihemorrágico en la herida bajo la rodilla izquierda.

—Esto necesita una sutura. Me cuidaré de hacerla en seguida.

Ella realizó una rápida intervención quirúrgica con los instrumentos esterilizados del botiquín y, después, una compresa. Dag se encogió de hombros dentro del traje espacial y se puso en pie para hacerse cargo de los daños sufridos.

El tiempo transcurría muy mal contra ellos. Apenas si quedaba luz del día, y a menos que no quisieran quedarse congelados en el interior del aerocar, era indispensable hacer algo urgentemente para remendar el aparato fuese como fuese. Se volvió como pudo al asiento del piloto. El suelo estaba roto con una desgarradura producida por el filo de una roca cortante y una estrecha fisura, además, se extendía en la pantalla panorámica en todas direcciones. Existían dos pulverizadores de plástico a presión en la caja de herramientas del aerocar y algunas hojas de plastiglás. Se llevaba siempre a prevención de cualquier rotura producida por un meteorito. Aquello podría intentarse. Ella ya estaba dispuesta a desempaquetar la caja de herramientas y Dag se dio cuenta de que la barrera formulista existente entre ellos hasta entonces había caído, al recibir una sonrisa de la muchacha. Él sonrió dándole las gracias silenciosamente y se pusieron a trabajar.

La roca parecía sólida y libre de la porosidad de la piedra pómez. Dag comenzó por sellar las roturas en el suelo del aerocar, haciendo que las astillas intrusas del exterior formasen parte del casco del aparato.

El atomizador de sustancia plástica completó el trabajo de cerrar herméticamente las roturas producidas. La totalidad de la parte frontal quedó completada cuando el primer cilindro silbó con el aviso inconfundible de estar vacío. Se hallaban ya a pocos minutos de aquel corto crepúsculo.

La luz de la cabina se encendió porque Meryl había enchufado con agrafes dos linternas de mano a la batería de la parte trasera, en el mamparo posterior del aerocar. Ahora que era el momento de mirarse recíprocamente, ella le dejó el máximum de penetración de su mente por algunos segundos. Dag vio con calma la fría aceptación de enfrentarse con la muerte, sin huellas de histerismo, sin precipitación y con el cálido sentido de hallarse íntimamente ligado a la suerte de la joven, con un fraternal y humano sentido de la camaradería.

El segundo cilindro completó un cierre perfecto del suelo y miró entonces en busca de otros escapes o roturas de la cabina y del casco. Algunas más, diminutas, fueron apareciendo, siendo tapadas una a una. Utilizando otro cilindro de repuesto, construyó un dispositivo de presión conveniente en el interior y después un circuito de aire acondicionado. Era ya oscuro, y con la caída de la noche, el frío comenzó a aparecer temible en aquellas circunstancias. Las rocas circundantes comenzaron a helarse rápidamente, haciendo ruido al contraerse, como un constante partir de trozos de madera.

Por fin, pudieron liberarse de los cascos y prepararse una comida de circunstancias. Una inspección al armario de suministros de la nave les proporcionó algunas galletas y botes de sopa que se calentaba automáticamente al ser destapados. Los aerocars disponían de pocos alimentos, llevando más bien cilindros de oxígeno y aire preparado como suministro considerado más vital.

El frío comenzó a ser el principal problema a considerar. Movidos por la lógica de las circunstancias, hicieron un estrecho saco de dormir utilizando unas láminas de tejido resistente procedentes de los cojines y asientos. Sin quitarse los trajes espaciales, aunque sin necesitar el casco en aquel aire acondicionado, se apretujaron, enfundándose en el saco de dormir así construido, uno junto al otro. Dag se volvió a ella para estar fuertemente presionados desde las rodillas hasta los hombros. Los pechos de la chica se sentían notablemente endurecidos contra el de Dag y su perfume resultaba fascinante. Si salían de aquélla, Dag estaba convencido de que se enamoraría ciertamente de Meryl; pero se dio cuenta de que no era el momento más adecuado, limitándose a tocarle los cabellos con los labios y a desearle buenas noches.

Durmieron seis horas antes de que el frío se alejara de sus cuerpos. Dag se movió el primero, dándose cuenta de que alrededor de la cabeza tenía toda una tela de araña de pequeños cristales de hielo. Sacudió suavemente a Meryl por los hombros y al despertarse le dijo:

—Dos horas faltan todavía para que llegue la luz del sol. Creo que será mejor que nos calentemos de alguna manera.

El aire de la cabina estaba helado totalmente y su nido nocturno se había endurecido como un caparazón rígido como una armadura. El hielo se había formado en varios puntos. Dag salió como pudo del saco de dormir y logró encontrar las dos últimas latas de sopa. Tuvo que soltar una exclamación dolorosa al tocarlas con la mano por la terrible frialdad del metal y comprobó que las latas estaban firmemente ancladas en el suelo del armario por un borde de hielo duro como una piedra. Ella le ayudó a sacarlas. Destapándolas, el calor que se desprendió fundió el hielo, haciendo sendos charcos de agua a su alrededor. La sopa, no obstante, estaba caliente y su calor se extendió como una bendición a través de sus cuerpos.

No resultaba fácil volverse a dormir y comenzaron entonces a charlar respecto a sus carreras, que les habían conducido a aquel punto de la historia de sus vidas respectivas. Dag encontró que ella poseía un sorprendente sentido del humor. Aquello añadía otra inesperada dimensión a la experta matemática. Permanecieron juntos para evitar el que se perdiera cualquier caloría vital. El frío volvió a castigarles y se produjo una lucha a muerte entre la aurora que se aproximaba y la congelación mortal por el frío. Pero pudieron resistirla.



*   *   *



Por fin llegó el amanecer sobre Omega en un destello dramático de luz que llenó la cabina como un resplandor parecido a una fluorescencia de neón. El calor, incrementado rápidamente, hizo que el saco de dormir se convirtiera en un montón de trapos mojados conforme el hielo se fundía en el exterior. Las paredes de la cabina se llenaron de vapor con la condensación evaporada con demasiada rapidez para ajustarla en un equilibrio estable.

Dag empujó los hermosos cabellos de Meryl hacia un lado de su cara con una mano, y la besó en la boca.

—Disponemos de ocho horas. No habrá otra oportunidad.

Ella hizo un gesto de asentimiento y besó a Dag en la misma forma, copiando su mismo gesto. Después se incorporó y comenzó a friccionarse vigorosamente los miembros, mientras que él le ayudaba y, en reciprocidad, ella le friccionó igualmente con fuerza por la espalda. La sangre, al circular más libremente, les hizo sentirse mejor y en condiciones de hacer frente al día de Omega, vistiéndose entonces completamente con sus trajes espaciales, en equipo completo.

Dag rompió la puerta de emergencia y salieron a las rocas inhóspitas del entorno. El borde del barranco se encontraba a cincuenta yardas de distancia y las cúpulas de la estación daban el aspecto de hallarse muy próximas al otro lado del valle. Pero ocho horas eran poco tiempo de gracia para ir saltando aquellas terribles rocas, descender a ochenta pies hacia el valle, cruzar una milla de vegetación enmarañada y subir por la ladera opuesta. Tenía que haber otra forma de hacerlo.

—Saca todos los trajes que queden de repuesto y cualquier cuerda que puedas encontrar.

Mientras ella volvía a la nave destrozada por el accidente, Dag se encaminó rápidamente hacia lo alto del acantilado y miró a su través. Casi en el centro del valle había un crestón bajo rocoso, como una mancha negra en aquella alfombra gris verdosa. Meryl llegó con dos cabos de cuerda de nylon y los trajes de repuesto, y Dag se dio prisa en volver para ayudarla. Incluso en aquella baja gravedad constituía una buena carga entre aquellas rocas endemoniadas, pudiendo al fin suspirar satisfechos al apilarlo todo en el borde.

Meryl no veía la forma de cruzar a tiempo y podía sentir su mente cómo rehusaba el aceptar una derrota. Dag encontró trabajo para ella.

—Infla un traje y ata una cuerda al centro del arnés frontal.

Mientras la joven trabajaba en aquello, Dag continuó:

—¿Cuánta distancia calcularías que hay hasta aquella roca negra y qué carga de cohete habría que enviar en un traje espacial vacío arrastrando de una cuerda?

Las variables del problema suponían una meticulosa serie de cálculos mentales. Dag hizo una estimación de tanteo; pero debería hacerlo con la mayor aproximación posible. Existía la baja gravedad, el efecto de arrastre del incremento en la largura de la cuerda, la efectividad en las cargas del cohete y el comportamiento del traje espacial inflado, factores todos ellos en que pensar y tener en cuenta. A Meryl le llevó cinco minutos efectuar un rápido cálculo, antes de contestar:

—Cinco octavos de carga y un ángulo de botadura de treinta y siete grados. —Dag aceptó el resultado sin el menor comentario, aunque su propio esfuerzo le había llevado a un ángulo más alto de lanzamiento.

—Muy bien.

Se desenroscó uno de los dos pequeños cohetes propulsores del cinturón. Se utilizaban para usarlos a peso nulo como propulsión para un corto viaje alrededor de una nave estacionada en el espacio. No valdrían para mover a un hombre en la superficie del planeta Omega incluso con su reducida gravedad. Pero sí valdrían para mover un globo. Dispuso el traje inflado como un águila con las alas abiertas sobre las rocas y cuidadosamente apuntó con la cuerda como referencia hasta su objetivo, después hizo un montón de piedras pequeñas comprobando que se hallaban a un ángulo de treinta y siete grados mediante su reloj de pulsera. Después insertó la carga del cohete de propulsión en la vaina vacía del traje espacial inflado. Giró el indicador de la carga a cinco octavos y se dispuso a efectuar el disparo mediante el disparador del cohete. Si aquello iba bien, se encontrarían a medio camino de casa. Tiró de la cuerda con suavidad para no descomponer la figura dispuesta a efectos del lanzamiento.

El traje salió volando como un hombre en el espacio y subió rápidamente hasta la altura de su trayectoria, comenzando después un leve descenso hasta la roca, arrastrando tras de sí la cuerda de nylon. Desde donde se hallaban vigilantes, parecía cierto que el proyectil sobrepasaría el punto calculado; pero el peso incrementado de la cuerda arrastrada fue reduciendo su velocidad y altura en una curva que concluyó al caer el traje en una caótica confusión de rocas. Aquella cuerda era inmensamente fuerte; pero podría fracasar y cortarse... Dag tiró de ella hasta sentirla firmemente sujeta entre dos proyecciones dentadas y finalmente hizo un nudo al final.

Hizo un paquete con todo el material de repuesto y lo adhirió a la cuerda con otro trozo corto, enviándolo después mediante un nudo corredizo como un coche en miniatura sobre un cable aéreo por el valle. Desapareció entre las rocas y entonces comenzó a trabajar en la confección de un dispositivo de frenado mediante un nudo que podía ajustarse a voluntad sobre la cuerda tendida sobre el valle. Cuando se sintió satisfecho, lo mostró a la joven, le dijo cómo funcionaba y añadió:

—Tú primero... Si la cuerda se rompe, que sea conmigo después, aunque creo que nos servirá perfectamente a nuestro propósito.

Meryl se asomó al borde del acantilado rocoso, se aferró a los dos trozos deslizantes de cuerda y se lanzó al vacío. "El perfecto teniente ayudante", pensó Dag al observarla cruzar el espacio. Sin discusiones ni argumentos; todo eficiencia al máximo. Incluso a pesar del bulto exterior, el traje espacial no conseguía enmascarar del todo aquella esbelta figura plateada. La comba de la cuerda la hizo descender un poco por debajo de la roca y parecía que Meryl se las estaba arreglando para ir frenando la llegada al otro extremo. Después, llegó felizmente al objetivo y Dag vio la distante figura de la chica levantar un brazo en señal de asentimiento.

Sin vacilar se dejó caer a su vez. Próximo ya a las rocas, vio que su mayor peso estaba combando la cuerda por debajo del filo y tuvo que echar mano de toda su fuerza para frenar la llegada, teniendo que levantar las piernas flexionándolas a la altura de la rodilla. El impacto de llegada casi le hizo perder el agarradero de la cuerda; pero allí estaba ella para ayudarle.

El próximo paso a dar estaba ahora más claro y se miraron recíprocamente en silencio unos instantes. Su objetivo final estaba a mayor altura que la roca en donde descansaban por el momento, sin poder esperar subir a mano agarrándose al escarpado. La mejor cosa que podían hacer era repetir lo hecho y deslizarse hasta el pedregal en declive existente al pie del acantilado, desde donde volverían a considerar el próximo paso a realizar desde aquel punto.

Meryl comenzó nuevamente a un cuidadoso cálculo de distancias y velocidades y una vez más se utilizó el traje espacial inflado. La dirección no era entonces nada tan crítico para un disparo hacia un objetivo tan amplio. Volvieron a repetir las mismas acciones anteriores hasta hallarse al pie del acantilado y en la falda pedregosa existente al pie. Aquélla era la última barrera.

Incluso en la baja gravedad del planeta Omega, ambos sentían el cansancio físico del esfuerzo realizado y por realizar todavía, y mientras que subían por la falda pedregosa hasta la base del acantilado casi cortado a pico, Dag no vio la forma de ganar la partida y subir hasta la planicie en las dos horas de sol que les quedaban por delante.

Cualquier exploración a cierta distancia razonable a derecha o izquierda de aquella escalada, parecía fuera de toda lógica, ya que en cualquier caso, el acantilado aparecía uniformemente vertical y tirado a plomo en toda la distancia que pudieron abarcar con la mirada. La pista de aterrizaje del espaciopuerto llegaba hasta el mismo filo del acantilado y recordándolo, Dag no pudo pensar en nada que sirviera como para poder echar un ancla con la cuerda. Podría tal vez servir cualquier especie de arpón metálico..., pero ¿con qué hacerlo?

Rompió el recipiente de su equipo ofensivo-defensivo para casos de urgencia y tomó la pequeña pistola de rayos láser, reflexionando que cuando volviesen a la estación principal..., si es que volvían, sería preciso reconsiderar aquello para futuras ocasiones. Apuntó al borde del acantilado y unos cuantos fragmentos de roca saltaron pulverizados. Disponiendo de varios días de tiempo, podría muy bien haber ido excavando con el láser escalones por el acantilado hasta llegar a la cima, pero desgraciadamente no contaba con tales días de tiempo por delante.

—¿Cuántas cargas quedan?

—Dos completas y dos utilizadas en parte.

—¿Servirían para un trabajo de demolición?

—Convenientemente situadas, creo que podrían mover este acantilado.

La idea a medio formar se clarificó en su mente y Dag apuntó directamente a la roca y a nivel de su hombro. La superficie comenzó a desmoronarse en una zona del tamaño de un centavo, mientras que el poderoso rayo destruía el duro material rocoso. Lo aumentó hasta una pulgada y así continuó hasta que treinta minutos después había excavado un agujero de dieciocho pulgadas de profundidad y dos de diámetro. Depositó en su interior un cohete reactor con una delgada cuerda de nylon sujeta al disparador. Después lo tapó con fragmentos de piedra, dejando solamente el movimiento para actuar la cuerda.

Se marcharon, alejándose por la falda pedregosa y buscaron un escondite entre dos enormes peñascos. Con un simple movimiento tiró del disparador, tirándose al suelo junto a ella y protegiéndola con los brazos. En aquel mundo silencioso, el ruido pareció algo terrible y las esquirlas de la explosión les rociaron por doquier. Cuando todo movimiento hubo desaparecido, se incorporaron.

Toda una sección oblonga de la cara del acantilado había desaparecido esparciéndose y rajándose como una hoja de cristal aplastada por un golpe de marro. Unos fragmentos angulares aparecían como algo fantástico en aquella hendidura que conducía hasta la cima. El problema al que tuvieran que enfrentarse en aquel último paso sería cosa de encararlo cuando llegaran allí; por lo que comenzaron a ascender cuidadosamente.

Algunos pasos sólo podían darse mediante la ayuda recíproca de la pareja. Meryl se subió en los hombros de Dag hasta hallar un punto de seguridad, para después inclinarse y dar la mano al controlador.

El último paso era ya el más alto de todos y fue a base de dar un arriesgado salto hacia arriba en que ella pudo hallar un asidero y con un lacerante dolor de todos sus músculos pudo, haciendo un esfuerzo supremo, llegar al tope final. Allí quedó tendida boca abajo, jadeante, agotada y sollozando por el sobrehumano esfuerzo realizado. Esperando que le llegara el cabo de cuerda. Dag vio que apenas si quedaban unos minutos para la caída de la noche. Después, se halló junto a ella y con un brazo por sus hombros comenzaron una torpe carrera hasta la cúpula más próxima.

Se hallaban a veinte yardas de la cámara de compresión cuando la luz comenzó a desvanecerse y cuando Dag comenzó a manipular la palanca de apertura, la oscuridad era ya completa. La sintió arrastrarse junto a él y tuvo que sostenerla al abrirse la puerta principal en un gesto de bienvenida. Con un último esfuerzo la llevó en los brazos hacia la luz y el calor.

Los pocos minutos de descanso que se llevó el robot en su mecanismo de ajustar las presiones le dieron tiempo a Dag para recobrarse de la fatiga pasada, pudiendo llevarla hasta el interior y hacia el dormitorio destinado a Meryl, cuando se abrió la puerta interior. La despojó del traje exterior y la depositó en la cama. Estaba ya sumida en un profundo sueño causado por el terrible agotamiento sufrido.

Dag se dirigió lentamente hacia su propia habitación y se tomó una ducha. Hacía ya tiempo que no había estado allí y resultaba maravilloso sentir el sudor y el polvo de su cuerpo ser arrastrados por el agua a presión de la ducha, pareciendo que el dolor y la fatiga se iban juntamente con ellos también. Incluso se fumó un cigarrillo bajo el placer final de aquella refrescante ducha. Después se vistió y pensó si despertarla o no para confeccionarse una comida conveniente.

Debatiéndose todavía en aquella incertidumbre, se dirigió hacia la cocina y se preparó una bebida. La mesa estaba ya dispuesta para dos y la comida a punto. Ella salió de su habitación. Se vestía con el tabardo ceremonial en oro y verde, cogido a ambos lados con grapas metálicas de bronce. Llevaba los cabellos peinados cayéndole hasta los hombros como una cascada elástica de oro según se movía con sus graciosos y elegantes movimientos.

—Bien venido a bordo, Controlador —dijo Meryl.

Dag Fletcher tuvo entonces la conciencia más certera de que en el resto del viaje no se presentarían más problemas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario