jueves, 3 de octubre de 2019

Colchón de Piedra, de Margaret Atwood

Al principio Verna no había pretendido matar a nadie. Su intención era tomarse unas vacaciones, así de sencillo. Tomarse un descanso, hacer cuentas consigo misma, desembarazarse de piel muerta. El Ártico le sienta bien: hay cierta calma intrínseca en esas vastas y frías extensiones de hielo, rocas, mar y cielo, libres de ciudades, carreteras, árboles y demás estorbos que abarrotan el paisaje en el sur.

Entre esos estorbos Verna incluye a otra gente, y por «otra gente» quiere decir los hombres. Hace ya un tiempo que está harta de ellos. Se ha hecho el propósito de renunciar al coqueteo y a toda consecuencia que pudiera derivarse de él. No necesita el dinero, ya no. No es derrochadora ni codiciosa, se dice: lo único que siempre quiso fue envolverse con capas de amable y mullido dinero que la protegieran y la aislasen, de manera que nada ni nadie pudiera acercarse a ella hasta el punto de hacerle daño. Ese humilde objetivo sin duda lo ha alcanzado.

Pero la cabra tira al monte, y al poco rato Verna ya está evaluando y catalogando a sus compañeros de viaje que, forrados en sus polares, deambulan vacilantes arrastrando sus maletas de ruedas por el vestíbulo del hotel del aeropuerto donde está previsto que hagan noche el primer día. Su vista pasa de largo sobre las mujeres y marca a los machos del rebaño. A los que llevan hembras adyacentes, los descarta por principio: ¿para qué esforzarse más de lo necesario? Quitarse de encima a una esposa puede ser trabajoso, como experimentó vía su primer marido: las esposas desechadas se pegan como lapas.

Son los solitarios quienes le interesan, los que acechan en la retaguardia. Algunos de ellos ya están demasiado mayores para sus propósitos; a esos evita mirarlos a los ojos. Los vejestorios que abrigan la creencia de que todavía les queda cuerda para rato: esos son su blanco. No es que vaya a tirar a diana, se dice, pero qué mal hay en entrenarse un poco, aunque solo sea por demostrarse a sí misma que todavía es capaz de derribar a alguno si se lo propone.


Para el encuentro de esa noche, cuando se harán las presentaciones de rigor, Verna elige el jersey de color crema y se engancha muy cerquita del pecho izquierdo la etiqueta de Magnetic Northward con su nombre. Gracias al aquaeróbic y al fortalecimiento de tronco que ha logrado gracias al Pilates, todavía está de muy buen ver para su edad, o para cualquier edad, de hecho, al menos cuando está completamente vestida por fuera y cuidadosamente encorsetada por dentro. No correría el riesgo de tumbarse sobre una hamaca en biquini —empieza a acusar cierto fruncimiento superficial, pese a sus muchos desvelos—, a lo que obedece, entre otras razones, que haya elegido el Ártico en lugar de, pongamos, el Caribe. La cara todavía tiene un pase, y desde luego el mejor pase que el dinero puede comprar a estas alturas: con una base bronceadora, una sombra de ojos en tonos pálidos, un poco de rímel, un toque de polvos con brillo y una iluminación tenue, puede aparentar diez años menos.

—«Mucho se nos arrebata, mas mucho perdura» —susurra ante su imagen en el espejo.

Su tercer marido era un fanático en serie de las citas literarias, con especial inclinación por Tennyson. «Ven al jardín, Maud», solía decirle justo antes de irse a la cama. La ponía enferma que dijera eso.

Se echa un poco de colonia —una esencia sutil, floral, nostálgica— que luego seca con unos toquecitos para que quede apenas un rastro. No conviene excederse: aunque el olfato se pierda con la edad, siempre hay que tener en cuenta posibles alergias. Un hombre con un ataque de estornudos no está para muchas atenciones.

Verna hace su entrada con algo de retraso, la sonrisa distante pero alegre —no es bueno que una mujer sin acompañante parezca demasiado ansiosa—, acepta una copa del pasable vino blanco que están sirviendo y deambula entre la concurrencia, que sorbe y picotea. Los hombres serán sin duda profesionales jubilados: médicos, abogados, ingenieros, agentes de Bolsa, interesados en la exploración del Ártico, los osos polares, la arqueología, las aves, la artesanía inuit e incluso tal vez por los vikingos, la flora o la geología. Magnetic Northward atrae a una clientela seria y pone a su disposición a un concienzudo equipo de expertos para que guíe al rebaño de aquí para allá y lo culturice con sus charlas. Verna ha hecho sus indagaciones sobre los otros dos touroperadores que trabajan en la zona, pero ninguno de los dos la convence. Uno ofrece demasiadas caminatas y atrae a menores de cincuenta, que no es el objetivo de Verna, y el otro parece inclinarse demasiado por las cancioncillas y los disfraces ridículos, así que se ha conformado con Magnetic Northward, que aporta el consuelo de lo conocido. Ya ha viajado con esta agencia en otra ocasión, tras la muerte de su tercer marido, hace cinco años, así que ya sabe más o menos a qué atenerse.

En la sala predomina la vestimenta deportiva, mucho beige entre los hombres, mucha camisa de cuadros, mucho chaleco multibolsillos. Verna se fija en las etiquetas con los nombres: un Fred, un Dan, un Rick, un Norm, un Bob. Otro Bob, y otro: cuánto Bob en este viaje. Varios de ellos parece que vuelan en solitario. Bob: un nombre que en otro tiempo tuvo un peso muy significativo para ella, aunque a estas alturas ya tiene que haber soltado ese lastre. Selecciona a uno de los Bobs más delgados pero todavía fuertes, se desplaza hacia él, levanta los párpados y los baja de nuevo. Bob dirige la vista hacia su pecho, entrecerrando los ojos.

—Verna —lee—. Un nombre muy bonito.

—Anticuado —dice ella—. En latín significa «primavera». Cuando todo renace y vuelve a la vida una vez más.

Esa frase, tan cargada de promesas de renovación fálica, había surtido efecto a la hora de conquistar a su segundo marido. Al tercero le contó que su madre la había bautizado así por influencia de James Thomson, el poeta escocés del siglo XVIII, y sus vernales brisas, lo cual era una mentira tan absurda como deliciosa, porque a decir verdad le pusieron ese nombre por una tía grandullona y mofletuda ya difunta. En cuanto a su madre, era una estricta presbiteriana con unas tenazas por boca, que despreciaba la poesía y difícilmente se habría dejado influir por algo más blando que un muro de granito.

Durante las etapas preliminares de la pesca y captura de su cuarto marido, a quien tenía fichado como pervertido, Verna fue todavía más lejos. Le contó que le habían puesto ese nombre por «El rito de la primavera», una danza de alto voltaje erótico que terminaba con torturas y sacrificios humanos. Él se rio, pero también se revolvió inquieto: señal evidente de que había mordido el anzuelo.

—Y tú eres… Bob —dice ahora Verna.

Le ha llevado años perfeccionar esa pequeña aspiración sofocada, garantía absoluta de que a su interlocutor se le aflojarán las rodillas.

—Sí, Bob Goreham —añade él, con un retraimiento que sin duda pretende ser seductor.

Verna esboza una gran sonrisa para disimular su estupor. Se siente sonrojar con una mezcla de rabia y un regocijo casi temerario. Lo mira de hito en hito: sí, pese al pelo ralo, las arrugas y la dentadura a todas luces blanqueada y posiblemente postiza, es el mismo Bob, el Bob de hace cincuenta y tantos años. Bob el Rompecorazones, la Estrella de la liguilla, el Partidazo, el Bob de los barrios altos, donde circulaban los Cadillac y residían los peces gordos de la empresa minera. El Canalla, con su pose de bravucón imponente y su retorcida sonrisa burlona.

Qué sensación, entonces —no solo para todo el instituto, sino para todo el mundo en general, porque en aquella ciudad de mala muerte todos sabían muy bien quién bebía y quién no, y quién era ligera de cascos, y cuánta calderilla llevabas en el bolsillo—, qué sensación que el partidazo de Bob hubiera elegido nada más y nada menos que a la insignificante Verna como pareja para el baile de gala del instituto aquel invierno. La guapa Verna, tres años más joven que él, la estudiosa Verna que iba adelantada de curso; la inocente Verna, a la que toleraban pero no incluían, que se abría camino con uñas y dientes para obtener una beca que le permitiera despedirse para siempre de aquella ciudad. La ingenua Verna, que creía estar enamorada.

O que lo estaba de verdad. En lo tocante al amor, ¿acaso no era lo mismo creerse enamorada que estarlo de verdad? Esas creencias te comen la fuerza y te enturbian la visión. Verna nunca ha vuelto a dejarse atrapar en esa trampa engañosa.

¿Qué bailaron aquella noche? Rock Around the Clock. Hearts Made of Stone. The Great Pretender. Bob la llevó entre sus brazos por los márgenes del gimnasio, aplastada contra el clavel de su ojal, ya que la inexperta y torpe Verna de entonces no había pisado un baile hasta ese momento, y no era capaz de seguir las agotadoras y aparatosas piruetas de Bob. Para la sumisa Verna, la vida se limitaba a la iglesia, los estudios, las tareas domésticas y el trabajo de dependienta en una tienda de comestibles los fines de semana, todo ello bajo el férreo control de su adusta madre. Nada de citas con chicos; su madre no se las habría permitido, aunque tampoco es que le hubieran hecho nunca una proposición. Pero bien que su madre le dio permiso para ir con Bob Goreham al baile del instituto, donde no faltaría la vigilancia, porque ¿no era el tal Bob ese chico de buena familia que tanto prometía? La mujer incluso se permitió cierto regocijo ufano, por mudo que fuera. Mantener la cabeza erguida después de que el padre de Verna hubiese levantado campamento la había tenido ocupada en cuerpo y alma y le había dejado rígido el cuello. Visto desde la perspectiva actual, Verna lo comprendía.

Así que Verna salió por la puerta con su héroe adorado, embelesada como una ilusa, tambaleándose sobre sus primeros zapatos de tacón. Bob la acomodó galantemente en su descapotable rojo brillante, en cuya guantera acechaba ya la traicionera petaquita de whisky, y Verna se sentó erguida como una vara, casi catatónica de pura timidez, oliendo a champú y crema hidratante y envuelta en la anticuada estola de conejo de su madre, impregnada de naftalina, y un vestido azul claro con falda de tul que parecía tan barato como en realidad era.

Barata. Barata y desechable. De usar y tirar. Así la había visto Bob, desde el primer momento.

Ahora Bob amaga una sonrisa. Parece satisfecho de sí mismo: tal vez haya visto deseo en el rubor de Verna. ¡Pero no la reconoce! ¡De verdad que no la reconoce! ¿Cuántas Vernas habrá conocido en su vida el muy cabrón?

Contrólate, se dice. Parece que no es una mujer invulnerable, después de todo. Está temblando de rabia, ¿o será de humillación? Da un trago del vino para disimular, y se atraganta al instante. Bob reacciona enseguida y le da unos golpecitos en la espalda, tan enérgicos como acariciantes.

—Disculpa —alcanza a decir Verna con voz entrecortada.

El perfume frío y seco a claveles la envuelve. Tiene que alejarse de él; de pronto se siente muy mareada. Se dirige a toda prisa hacia el servicio de señoras, que por suerte está desocupado, y vomita en un retrete el vino blanco y el canapé de queso cremoso y aceituna. Puede que aún esté a tiempo de cancelar el viaje. Pero ¿por qué va a tener que huir de Bob una vez más?

Entonces no le quedó otra opción. A finales de aquella semana, la noticia ya corría por toda la ciudad. El propio Bob se había encargado de difundirla, en una versión disparatada que difería mucho de la que ella recordaba. La putilla, la borracha de Verna, que se lo había puesto en bandeja; de risa, vamos. Hubo pandillas de muchachos calenturientos que la siguieron hasta casa a la salida del instituto, abucheándola y gritando: «¡Eh, tú, fresca! ¿Me llevas al huerto? ¡El bombón conquista, pero el alcohol enchispa!». Y esos fueron algunos de los requiebros más suaves. Hubo chicas que le dieron de lado por temor a contagiarse de aquella deshonra, de la ridícula y cómica indecencia de aquella historia.

Y luego, su madre. El escándalo no tardó en saltar a los círculos de la parroquia. Lo poco que salió por aquel cepo que la mujer tenía por boca fue contundente: ella se lo había buscado, así que a apechugar con las consecuencias. No, nada de llantos y lamentos: a lo hecho, pecho; el sambenito ya se lo habían colgado para los restos, porque la que se pierde una vez, está perdida para siempre, así era la vida. Cuando se hizo evidente que había ocurrido lo peor, la montó en un autocar y la facturó a una residencia religiosa para madres solteras que quedaba a las afueras de Toronto.

Allí Verna pasó los días pelando patatas, fregando suelos y restregando letrinas junto a sus compañeras de delito. Las vestían con sayos grises de embarazada, medias grises de lana y unos burdos zapatones de color marrón, sufragados todos gracias a generosos donativos, según les decían. Aparte de las tareas de fregoteo y pelado, las obsequiaban con tandas de rezos y reconvenciones moralizantes. Lo que les había ocurrido, predicaban los sermones, les estaba bien empleado por su conducta depravada, pero si trabajaban con tesón y dominaban sus impulsos aún estaban a tiempo de redimirse. Las prevenían contra el alcohol, el tabaco y los chicles, y les decían que si algún día un hombre decente estaba dispuesto a casarse con ellas, ya podían considerarlo un milagro.

Verna tuvo un parto largo y difícil. Le arrebataron al bebé de inmediato para que no creara ningún vínculo con él. Hubo una infección, con complicaciones y secuelas, pero mejor que mejor, oyó que una enfermera expeditiva le decía a otra, porque a fin de cuentas esa clase de chicas no estaban hechas para la maternidad. En cuanto Verna pudo caminar, le dieron cinco dólares y un billete de autocar y le ordenaron que volviera bajo la tutela de su madre, puesto que todavía era menor de edad.
Pero Verna no se vio capaz de enfrentarse a eso, ni a eso ni a la ciudad en general, así que emprendió camino hacia Toronto. ¿Qué pensamiento llevaba en la cabeza? En realidad no llevaba ningún pensamiento, solo sentimientos: tristeza, aflicción y, por último, una chispa de rabia desafiante. Si era un ser tan innoble y despreciable como todo el mundo parecía pensar, como tal se comportaría, de manera que, entre los turnos de camarera en bares y hoteles, eso hizo.

El azar quiso, sin embargo, que tuviera la gran suerte de toparse con un hombre casado, ya mayor, que se interesó por ella. Verna canjeó tres años de encuentros sexuales a mediodía por el coste de sus estudios. Un intercambio justo, en su opinión: no guardaba ningún rencor hacia aquel hombre. Aprendió mucho de él —como a andar con tacones, entre otras cosas más importantes— y levantó cabeza de una vez para siempre. Poco a poco logró tirar por la borda aquella imagen hecha añicos de Bob que, ¡lo que son las cosas!, todavía llevaba prendida junto al corazón como una flor marchita.

Se da unas palmaditas en la cara para reanimarse y se retoca el rímel, que se le ha corrido por las mejillas a pesar de su supuesta resistencia al agua. Valor, se dice. No piensa salir huyendo, esta vez no. Aguantará como una jabata; ahora podría plantar cara a cinco Bobs. Además juega con ventaja, porque Bob no tiene idea de quién es ella. ¿Tanto ha cambiado? La verdad es que está muy distinta, sí. Está mucho mejor. Con ese pelo rubio plateado, y los retoques varios, claro. Pero la verdadera diferencia está en la actitud, en el aplomo con que ahora se desenvuelve. Sería difícil que Bob reconociera tras esa fachada a la pánfila llorona y tímida con el pelo de rata que Verna era a los catorce años.

Tras aplicarse una última capa de polvos, se suma de nuevo al grupo y hace cola en el bufet para servirse roast beef y salmón. No comerá mucho de lo que se sirva, de hecho nunca lo hace, al menos en público: una glotona comiendo a dos carrillos no es una criatura que cautive por su misterio. Contiene el impulso de buscar a Bob con la mirada entre la concurrencia —él podría hacerle un gesto indicándole que se acercara, pero Verna necesita tiempo para pensar— y escoge una mesa al fondo del salón. Pero, vaya, Bob ha corrido raudo a hacerse sitio a su lado sin preguntar siquiera si es bienvenido. Da por sentado que ya tiene meadita la farola, piensa Verna. Que ya tiene el muro grafiteado. Que ya ha cortado la cabeza del trofeo y se ha sacado la foto con el pie sobre la presa. Igual que hiciera tiempo atrás, aunque él no lo recuerde. Verna esboza una sonrisa.

Bob se muestra solícito. Pregunta si se encuentra bien. Oh, sí, responde ella. Se ha atragantado con algo, no es nada. Bob se lanza directo a los preliminares. ¿A qué se dedica? Está jubilada, responde Verna, pero ha disfrutado de una gratificante carrera profesional como fisioterapeuta, especializada en la rehabilitación de pacientes víctimas de infartos y embolias. «Qué interesante», dice Bob. Oh, sí, contesta ella. Uno se siente muy realizado ayudando a los demás.

La carrera de Verna había sido más que interesante. Un hombre pudiente en fase de recuperación tras un episodio coronario de extrema gravedad sabía apreciar la valía de una mujer atractiva y más joven que él, con manos diestras, actitud alentadora y la intuición necesaria para saber cuándo mantener la boca cerrada. O como decía su tercer marido, plagiando a Keats: dulces son las melodías que se oyen, pero aún más dulces las que no. Había algo en la intimidad de aquella relación —tan física— que daba pie a otras intimidades, aunque Verna siempre echaba el freno antes de pasar al sexo: su religión se lo impedía, según ella. Y si no cabía esperar una proposición de matrimonio, se desentendía del paciente en cuestión pretextando su deber para con otros que la necesitaban más. Eso era lo que había forzado la situación en dos ocasiones.

Verna elegía a sus pretendientes en función de la dolencia que les aquejara, y una vez casada hacía todo lo posible por ofrecer la mejor relación calidad-precio. Todos sus maridos habían dejado este mundo no solo contentos, sino también agradecidos, aunque quizá algo antes de lo que se esperaba. Todos ellos, sin embargo, habían fallecido por causas naturales: tras un segundo infarto o embolia que esta vez había sido mortal. Lo único que había hecho era darles autorización tácita para satisfacer hasta el último de sus deseos prohibidos: comer alimentos que les atascaran las arterias, beber cuanto les viniera en gana y retomar sus partidas de golf demasiado pronto. Verna se había abstenido de comentar el hecho de que, en rigor, se los estuviera medicando con excesivo celo. Ya le extrañaba a ella que la dosis fuera tan alta, decía después, pero ¿quién era ella para contradecir a un médico?

Y si resultaba que un señor olvidaba que ya se había tomado las pastillas que le tocaban esa noche y se las encontraba cuidadosamente colocadas en el lugar de costumbre y se las tomaba otra vez, ¿a qué asombrarse? Los anticoagulantes podían ser muy peligrosos en dosis excesivas. Podían provocar hemorragias cerebrales.

Luego estaba el sexo: la puntilla, el golpe de gracia. A Verna no le interesaba el sexo en sí, pero sabía lo que podía funcionar. «Solo se vive una vez», solía decir mientras alzaba la copa de champán durante una cena a la luz de las velas, y luego sacaba el Viagra, un adelanto revolucionario, pero con efectos peligrosos sobre la presión sanguínea. Era fundamental llamar a la ambulancia con rapidez, pero tampoco mucha. «Me lo encontré así cuando me desperté», era un pretexto plausible. Como también: «Oí un ruido extraño en el cuarto de baño, y cuando fui a ver qué pasaba…».

Verna no siente remordimientos. Les hizo un favor a todos: mejor una retirada rápida que un deterioro prolongado, ¿no?

Con dos de sus maridos, habían surgido complicaciones con los hijos respecto al testamento. Verna había tenido la deferencia de acompañarlos en el sentimiento. Y luego les había untado la mano, con más de lo que era estrictamente justo habida cuenta de sus desvelos. Verna siempre tuvo y sigue teniendo un sentido de la justicia presbiteriano: no desea mucho más de lo que le corresponde, pero tampoco mucho menos. Le gusta que las cuentas cuadren.

Bob se inclina hacia ella y desliza el brazo por el respaldo de la silla de Verna. ¿La ha acompañado su marido al crucero?, le pregunta más cerca de su oído de lo que debería, echándole el aliento. No, responde ella, ha enviudado hace poco —aquí baja la vista hacia la mesa con la esperanza de transmitir su pena en silencio— y este es para ella una especie de viaje de sanación. Bob dice que lo lamenta mucho, pero qué casualidad, porque su esposa también falleció hace seis meses. Fue un mazazo, porque estaban deseando disfrutar juntos de la tercera edad. Se habían hecho novios en la universidad, un flechazo. ¿Cree Verna en el amor a primera vista? Sí, dice Verna, claro que sí.

Bob sigue haciendo confidencias: habían esperado a que él terminara la carrera de Derecho para casarse y luego tuvieron tres hijos, y ahora ya va por cinco nietos; está muy orgulloso de todos ellos. Como me enseñe fotos de las criaturas, le suelto un sopapo, piensa Verna.

—Se queda uno como si le faltara algo, ¿verdad? —dice Bob—. Deja como un vacío.

Verna conviene en que así es. ¿Le apetecería a Verna compartir una botella de vino con él?

Serás farsante, piensa ella. Así que te casaste, tuviste hijos e hiciste una vida normal, como si nunca hubiera pasado nada. Mientras que yo… Se le revuelven las tripas.

—Me encantaría —responde—. Pero mejor una vez que hayamos embarcado. Así nos la tomaremos con más calma. —Nueva caída de pestañas—. Ahora tengo que irme a dormir, que mañana hay que estar presentable.

Verna sonríe y se levanta de la mesa.

—Uy, seguro que a ti no te hace falta —dice Bob con galantería.

El muy imbécil incluso le aparta la silla. Antes no tenía modales tan corteses. Mezquino, tosco y corto, como decía su tercer marido, parafraseando a Hobbes a propósito de la condición natural del hombre. Hoy día cualquier chica habría sabido que había que denunciarlo a la policía. Hoy día Bob iría a la cárcel por mucho que mintiera, puesto que Verna era menor de edad. Pero en aquellos tiempos no existían palabras precisas con las que definir aquel acto: violación era cuando un psicópata agazapado tras unos arbustos se te echaba encima, no cuando tu pareja oficial de baile te llevaba hasta un camino perdido del desolado y reforestado bosque que rodeaba una ciudad minera de mala muerte y te decía venga, nena, sé buena, y bébetelo de un trago, y luego te arrancaba la ropa capa tras capa y te destrozaba entera. Por si fuera poco, el mejor amigo de Bob, Ken, había aparecido en su propio vehículo para echar una mano. Qué risa les entró a los dos. Se quedaron la faja de Verna de recuerdo.

Después, Bob la echó a empujones del coche a medio camino de vuelta, contrariado por su llanto. «Como no te calles, te vuelves a pata», le dijo. Verna se recuerda renqueando a orillas de la carretera helada, con los pies desnudos embutidos en aquellos tacones teñidos de azul claro para que hicieran juego con el vestido, mareada, dolorida, temblando y —para mayor ridículo y humillación— dando hipidos. Lo que más le preocupaba en aquel momento eran sus medias de nylon: ¿dónde estaban sus medias? Las había comprado con su paga de dependienta. Seguramente se encontraba en estado de shock.

¿Lo recordaba como realmente había sucedido? ¿Era verdad que Bob se había encasquetado la faja del revés en la cabeza y se había puesto a dar saltitos por la nieve con las perneras aleteando alrededor de su cara como los cascabeles de un bufón?

La faja, piensa. Qué cosa tan prehistórica. La faja y toda la arqueología ya desaparecida que llevaba aparejada. Hoy día cualquier chica se tomaría la píldora o abortaría sin pensárselo dos veces. Qué paleolítico seguir sintiéndose dolida por toda aquella historia…

Fue Ken, no Bob, quien regresó a recogerla, quien le dijo de malos modos que se metiera en el coche, quien la llevó a casa. Él al menos tuvo la decencia de fingir vergüenza. «No digas nada», masculló. Y Verna no dijo nada, pero ese silencio no le hizo ningún bien.

¿Por qué había tenido que ser ella la única que sufriera por lo de aquella noche? Fue muy tonta, cierto, pero Bob se ensañó. Y se fue de rositas, sin consecuencias ni remordimientos, mientras que a ella se le torció la vida entera. La Verna del día anterior había muerto, y una nueva Verna tomó cuerpo en su lugar: menguada, retorcida, machacada. Fue Bob quien le enseñó que solo los fuertes ganan, que la debilidad debe explotarse sin piedad. Fue Bob quien hizo de ella —¿por qué no decirlo abiertamente?— una asesina.

A la mañana siguiente, durante el vuelo chárter fletado para trasladarlos al norte, hasta el barco fondeado en el mar de Beaufort, Verna se plantea sus opciones. Podría juguetear con Bob hasta el último momento, como un gato con un ratoncillo, y luego dejarlo plantado con los pantalones por los tobillos: una satisfacción, aunque menor. Podría evitarlo durante todo el crucero y que las cosas siguieran como han estado a lo largo de los últimos cincuenta y tantos años: sin resolver. O podría matarlo. Verna contempla esa tercera opción con fría lógica. En el supuesto caso de que se propusiera matar a Bob durante el crucero, ¿cómo podría hacerlo sin que la descubrieran? Su habitual cóctel de sexo y medicamentos sería demasiado lento y, además, quizá no surtiera efecto, porque Bob no parecía aquejado de ninguna dolencia. Tirarlo por la borda del barco no es una opción viable. Bob es demasiado corpulento, las barandillas están demasiado altas y Verna sabe, por su crucero anterior, que siempre hay alguien en cubierta, contemplando las espectaculares vistas y tomando fotos. Un cadáver en un camarote atraería a la policía y desencadenaría la consiguiente búsqueda de rastros de ADN, tejidos y demás, como en las películas. No, tendría que planearlo de manera que la muerte se produjera durante alguna de las excursiones a tierra. Pero ¿cómo? ¿Dónde? Consulta el itinerario y el mapa con la ruta propuesta. En una colonia inuit, imposible: los perros ladrarían, los niños los seguirían. En cuanto a las demás escalas, se harán en parajes donde sería difícil encontrar un lugar en el que esconderse. Y estarán acompañados por personal con armas para protegerlos de los osos polares. ¿Y un accidente con alguna de esas armas? En ese caso tendría que cronometrar sus movimientos al segundo.

Fuera cual fuese el método, tendría que actuar al principio de la travesía, antes de que a Bob le diera tiempo a hacer nuevas amistades, gente que luego pudiera percatarse de su ausencia. Además, hay que tener en cuenta la posibilidad de que Bob la reconozca de pronto. Si eso ocurre, se acabó el juego. Entretanto, será mejor que no se deje ver mucho con él. Lo justo para mantener su interés, pero sin dar pie a rumores de, pongamos, un romance en ciernes. En los cruceros, los rumores se propagan como la gripe.

Ya a bordo del barco —el Resolute II, que Verna conoce de su anterior travesía— los pasajeros hacen cola para depositar sus pasaportes en recepción. Luego se reúnen en el salón de proa para asistir a una charla sobre las normas de seguridad a cargo de tres de los miembros de la tripulación, quienes dan muestras de una competencia desalentadora. Cada vez que desembarquen, dice el primero de ellos con severo ceño vikingo, deberán pasar por el panel donde se encuentran las tarjetas identificativas y girarlas de verde a rojo. Cuando regresen al barco, deberán darles la vuelta otra vez para que la cara verde quede a la vista. Los traslados a tierra se realizarán en zódiac y durante el trayecto deberán llevar puesto en todo momento el chaleco salvavidas; son chalecos nuevos, de esos ligeros que se hinchan una vez en el agua. Al llegar a la orilla, deberán depositar los chalecos dentro de los petates de lona blanca que les proporcionarán, y volvérselos a poner antes de zarpar. Si a alguna tarjeta no se le ha dado la vuelta o queda algún chaleco salvavidas en los petates, la tripulación sabrá que alguien se ha quedado rezagado en tierra. No querrán que los dejen allí abandonados, ¿verdad? Y ahora una serie de detalles sobre el funcionamiento general del barco. En los camarotes encontrarán bolsas para la ropa sucia. Las consumiciones del bar se cargarán a su cuenta, y las propinas se abonarán al final del viaje. En el barco rige una política de puertas abiertas para facilitar el trabajo del personal de limpieza, pero, por supuesto, pueden cerrar con llave sus camarotes si así lo desean. Disponen de un servicio de objetos perdidos en recepción. ¿Alguna duda? Bien.

En segundo lugar toma la palabra la arqueóloga, que, a ojos de Verna, aparenta no más de doce años. Harán excursiones a distintos tipos de emplazamientos, dice, como a los enclaves de Independence I, Dorset y Thule, pero nunca, bajo ningún concepto, deben llevarse nada de los lugares que visiten. Ni objetos de interés arqueológico, ni mucho menos huesos. Esos huesos podrían ser de seres humanos, por lo que deben tener mucho cuidado de no tocarlos. Pero incluso si se tratara de huesos animales, estos son una importante y preciada fuente de calcio para cuervos, roedores y zorros y, en fin, para todo el conjunto de la cadena alimentaria, ya que en el Ártico todo se recicla. ¿Alguna duda? Bien.
Y ahora, dice el tercer tripulante, un tipo con la cabeza afeitada a la moda y aspecto de entrenador personal, pasaremos a hablar de las armas. Los rifles son esenciales, ya que los osos polares no tienen miedo de nada. Pero el personal siempre disparará al aire primero para ahuyentar al animal. Disparar a un oso siempre es el último recurso, pero son animales peligrosos y la seguridad del pasaje es prioritaria. No teman por la presencia de los rifles: se descargan durante los trayectos de ida y vuelta en la zódiac, así que es imposible que se produzcan disparos por accidente. ¿Alguna duda? Bien.
Está claro que un percance con un rifle queda descartado, piensa Verna. Ningún pasajero se acercará a esos rifles.

Después de comer, les ofrecen una charla sobre morsas. Corre el rumor de que hay morsas solitarias que se alimentan de focas, que les clavan los colmillos y les succionan la grasa con las potentes fauces. Las dos señoras sentadas a uno y otro lado de Verna están haciendo punto. «Liposucción», dice una. La otra se echa a reír.

Cuando terminan las charlas, Verna sale a cubierta. El cielo está despejado, y una formación de nubes lenticulares planea como si fueran naves espaciales; sopla una brisa cálida; el mar es de color aguamarina. A babor se alza el clásico iceberg, con un centro tan azul que parece teñido, y por delante se ve un espejismo, una fata morgana, que se eleva imponente como un castillo de hielo en el horizonte, completamente real de no ser por la leve reverberación de sus contornos. Hay marinos que han encontrado la muerte atraídos por sus efectos; se han cartografiado montañas donde en realidad no las había.

—Hermoso, ¿verdad? —dice Bob, materializándose a su lado—. ¿Qué tal si nos tomamos esa botella de vino esta noche?

—Espectacular —dice Verna risueña—. Esta noche no va a poder ser…, ya me he comprometido con unas compañeras.

Mentira no es: ha quedado con las que hacían calceta a su lado.

—¿Mañana, entonces? —Bob la mira muy sonriente y pone en su conocimiento que dispone de un camarote individual—. El número 222, los tres patitos —bromea, y añade que es muy cómodo porque está situado en el centro del barco—. Apenas se nota el bamboleo.

Verna contesta que ella también dispone de un camarote individual: merece la pena pagar un poco más, así te aseguras cierto relax. Pronuncia la palabra «relax» como evocando un revolcón voluptuoso entre sábanas de satén.

Durante su paseo por el barco después de la cena, Verna echa un vistazo al panel donde se encuentran las tarjetas identificativas y advierte que la de Bob no queda muy lejos de la suya. Luego compra unos guantes baratos en la tienda de regalos. Es una gran lectora de novela negra.

El día siguiente empieza con una charla sobre geología ofrecida por un joven y vigoroso científico que ha despertado cierto interés entre el pasaje, sobre todo entre el sector femenino. Han tenido la gran suerte, anuncia el geólogo, de que gracias a un cambio en el itinerario debido al desplazamiento de las placas de hielo, se haya programado una escala imprevista, donde podrán contemplar una maravilla del mundo geológico, un espectáculo reservado a muy pocos. Tendrán el privilegio de ver los primeros estromatolitos fosilizados del mundo, que se remontan a la asombrosa antigüedad de mil novecientos millones de años —antes de los peces, los dinosaurios, los mamíferos— y son la primera forma de vida preservada del planeta. ¿Qué es un estromatolito?, pregunta el geólogo retóricamente, con los ojos chispeantes. El término es un compuesto de la palabra griega stroma, colchón, y la raíz lithos, piedra. Colchón de piedra: una sedimentación fosilizada, formada por capas superpuestas de unas algas verde azuladas que se han acumulado hasta configurar una especie de montículo o bóveda. Estas algas verde azuladas son las que dieron origen al oxígeno que ahora mismo están ustedes respirando. Asombroso, ¿verdad?

A la hora de comer, un viejito acartonado con aspecto de elfo que comparte mesa con Verna rezonga que ojalá vean algo más emocionante que cuatro piedras. Es otro de los Bobs: Verna ha hecho inventario. Mejor guardar a un Bob en la reserva por si acaso.

—Pues a mí me hace ilusión ver esos colchones de piedra —replica Verna, confiriéndole a la palabra «colchones» un levísimo tono insinuante, y Bob II le guiña un ojo con complicidad.

Hay que ver, ni de viejos se resisten a coquetear.

En cubierta, después del café, Verna otea con los prismáticos el paraje al que se acercan. Ahí es otoño: las hojas de los minúsculos árboles que serpentean a ras de suelo como parras son de color rojo, naranja, amarillo y morado, y entre ellos surgen rocas que forman ondulaciones y pliegues. Verna avista una cresta de peñascos, detrás otra más alta y a continuación otra más alta aún. En la segunda de ellas es donde se encuentran los mejores estromatolitos, por lo que ha dicho el geólogo.

Si alguien resbalara por detrás de la tercera cresta ¿lo verían desde la segunda? Verna cree que no.

Todos se han embutido ya en los pantalones impermeables y las botas de agua; ya les están cerrando las cremalleras y hebillas de los chalecos salvavidas como si fueran niños de parvulario gigantes; ya están dándoles la vuelta a las tarjetas identificativas para dejar la cara roja a la vista; ya están desfilando pasito a pasito por la pasarela y montando en las zódiacs negras uno tras otro. Bob se las ha ingeniado para meterse en la de Verna. Levanta la cámara y le hace una foto.

A Verna se le acelera el corazón. Si de pronto me reconoce, no lo mataré, piensa. Si le digo quién soy y me reconoce y se disculpa, tampoco lo mataré. Ya son dos oportunidades más de escapatoria de las que él le dio a ella. Eso significará renunciar a la ventaja del factor sorpresa, un paso que podría tener sus riesgos —Bob es mucho más corpulento que ella—, pero Verna pretende ser más que justa.

Han desembarcado, se han desprendido de los chalecos salvavidas y las botas de agua y están atándose los cordones de las botas de montaña. Verna se acerca con disimulo a Bob y advierte que no se ha molestado en ponerse las botas de agua. Lleva una gorra de béisbol roja; mientras Verna lo mira, Bob se la coloca del revés.

Los cruceristas se están desperdigando. Algunos se quedan junto a la orilla; otros suben a la primera cresta. El geólogo está plantado en lo alto con el martillo en la mano y a su alrededor se ha formado un corrillo de voces. Está en plena perorata: se ruega que nadie se lleve ningún estromatolito, pero como el barco tiene autorización para la recogida de muestras, si alguien encuentra algún fragmento particularmente interesante, sobre todo algún corte transversal, que lo consulte primero con él y lo expondrán en la mesa de piedras que montará a bordo para que todos tengan la oportunidad de verlo. Aquí pueden observar unos cuantos ejemplares, por si alguno no se atreve a explorar la segunda cresta…

Se bajan cabezas; se sacan cámaras. Perfecto, piensa Verna. Cuantas más distracciones, mejor. Siente que Bob está cerca sin necesidad de mirar. Ahora ya han llegado a la segunda cresta, aunque algunos la escalan con más facilidad que otros. Aquí es donde se encuentran los mejores estromatolitos, una colonia entera de ellos. Hay algunos intactos, como burbujas o forúnculos, otros pequeños, y otros grandes como media pelota de fútbol. Otros han perdido la parte superior y parecen huevos con el cascarón roto. Y otros se han desmoronado, y lo único que queda de ellos es una serie de elevaciones oblongas y concéntricas, como esos bollitos de canela con forma de espiral o los anillos que marcan el crecimiento de un árbol.

Y aquí hay uno que se ha partido en cuatro, como un queso holandés cortado en cuñas. Verna coge uno de los cuartos, observa las capas que se han ido formando año tras año, negra, gris, negra, gris, negra, y en el fondo el núcleo amorfo. Es un ejemplar pesado, con aristas afiladas. Verna lo levanta y se lo guarda en la mochila.

En ese momento aparece Bob, como si le hubieran dado entrada en escena, subiendo la cuesta con andares de zombi en dirección a ella. Se ha quitado el cortavientos, lo lleva remetido entre las tiras de la mochila. Está sin aliento. Verna siente una fugaz compunción: ha remontado la cumbre; le flaquean las fuerzas. ¿No debería hacer borrón y cuenta nueva? Los chicos a esa edad ya se sabe. No son más que marionetas hiperhormonadas, ¿no? ¿Debería uno juzgar a un ser humano por algo que hizo en otra época, hace ya tanto tiempo que casi podría decirse que son siglos?

Un cuervo sobrevuela la cresta, trazando círculos. ¿Se lo habrá olido? ¿Estará a la espera? Verna se mira a través de los ojos del ave, ve a una vieja —porque, reconozcámoslo, vieja es— que se dispone a asesinar a un hombre todavía más viejo movida por una rabia que ya se desvanece en la distancia de un tiempo consumido. Es mezquino. Es salvaje. Es normal. Como la vida misma.

—Qué día tan estupendo —dice Bob—. Viene bien poder estirar un poco las piernas.

—Sí, ¿verdad? —dice Verna, que se encamina hacia el extremo de la segunda cresta—. Quizá por allí haya algo más interesante. Pero nos han dicho que no nos alejemos tanto, ¿no? Que no había que perderse de vista.

Bob ríe insinuando que las reglas están para saltárselas.

—Quien paga manda —afirma.

De hecho, toma la delantera, pero no sube a la tercera cresta, sino que la bordea por detrás. Eso es lo que él quiere, perderse de vista.

El guía armado que monta guardia en la segunda cresta está dando voces a unos que se han desviado hacia la izquierda. Está de espaldas. Verna da unos pasos más y vuelve la vista por encima del hombro: no ve a nadie, lo que quiere decir que nadie la ve a ella. Atraviesan chapoteando una zona encharcada. Verna se saca los guantes finos del bolsillo y se los pone. Ahora se hallan en el extremo más apartado de la tercera cresta, al fondo del declive.

—Ven y siéntate aquí —le dice Bob, palmeando la roca. Ha dejado la mochila a un lado—. He traído algo de beber.

A su alrededor se extiende una gasa deshilachada de liquen negro.

—Fantástico —dice Verna. Se sienta y abre la cremallera de su mochila—. Mira, he encontrado una muestra perfecta.

Se vuelve hacia él, coloca el estromatolito entre ambos sujetándolo con las dos manos y toma aliento.
—Creo que tú y yo nos conocemos de antes —dice—. Soy Verna Pritchard. Del instituto.

Bob ni se inmuta.

—Ya decía yo que me sonaba tu cara —contesta.

Incluso esboza una sonrisa de suficiencia.

Verna recuerda esa sonrisita. Tiene grabada una imagen muy vívida de Bob dando brincos triunfales por la nieve, riéndose como un crío de diez años. Y de ella encogida, hecha un trapo.

Sabe que asestarle un revés sería una torpeza. Así que levanta el estromatolito y, de un golpe certero, se lo hinca con todas sus fuerzas debajo de la mandíbula. Se oye un crujido, nada más. La cabeza de Bob cae hacia atrás como tronchada. Se ha quedado desparrancado sobre la roca. Verna levanta el estromatolito y lo deja caer sobre la frente de Bob. Otra vez. Y otra más. Ya. Parece que ya está.

Bob tiene un aspecto grotesco, con los ojos abiertos y fijos, la frente machacada y la sangre cayéndole a chorros por ambos lados de la cara.

—Estás hecho un asco —le dice.

Da risa verlo, y Verna se ríe. Como bien sospechaba, la dentadura era postiza.

Se toma un momento para controlar la respiración. Luego recoge el estromatolito, con cuidado de no mancharse la ropa ni los guantes con la sangre, y lo lava en el agua encharcada. La gorra de béisbol se ha caído al suelo; Verna la mete en su mochila, junto con la chaqueta de Bob. Luego vacía la mochila de él: dentro no lleva más que la cámara, unos mitones de lana, una bufanda y seis minibotellas de whisky. El muy iluso, cuántas ilusiones se había hecho. Enrolla la mochila, la encaja dentro de la suya y mete también la cámara, que más tarde lanzará al mar. A continuación seca el estromatolito con la bufanda, se asegura de que no quede ningún rastro visible de sangre y lo esconde asimismo en la mochila. De Bob ya se encargarán los cuervos, los roedores y el resto de la cadena alimentaria.

Luego rodea la base de la tercera cresta, recolocándose la chaqueta por el camino. Si hay alguien mirando, pensará que ha ido a hacer pis. En las excursiones es normal que la gente se escabulla con ese fin. Pero no hay nadie mirando.

Localiza al joven geólogo, que sigue en la segunda cresta junto con su corrillo de admiradores, y le muestra el estromatolito.

—¿Puedo llevármelo al barco? —pregunta con voz meliflua—. Para exponerlo en la mesa.

—¡Qué ejemplar tan fantástico! —exclama él.

Los cruceristas se dirigen ya hacia la orilla, de vuelta a las zódiacs. Cuando llega al lugar donde han depositado los petates con los chalecos salvavidas, Verna se entretiene con los cordones de las botas, haciendo tiempo hasta que los demás miren para otro lado y así poder embutir otro chaleco salvavidas más en su mochila. Está mucho más abultada que al salir del barco, pero sería raro que alguien se fijara en eso.

Una vez en la pasarela, se entretiene trasteando con la mochila hasta que todos los demás han pasado por el panel con las tarjetas identificativas y gira la de Bob para dejarla por la cara verde. Y la suya también, evidentemente.

De camino a su camarote, espera a que el pasillo esté despejado y luego se cuela en el de Bob, que tiene la puerta abierta. La llave del camarote está sobre la cómoda; allí la deja. Cuelga el chaleco salvavidas, el impermeable y la gorra de Bob, deja un rato abierto el grifo del lavabo y ensucia una toalla. Luego vuelve a su camarote por el pasillo todavía desierto, se quita los guantes, los lava y los pone a secar. Se ha roto una uña, qué mala suerte, pero eso tiene arreglo. Se mira al espejo: se ha quemado un poco la cara con el sol, pero nada grave. Para la cena de esa noche, se viste de rosa y se esfuerza por coquetear con Bob II, quien le sigue el juego de buena gana, pero está a todas luces demasiado decrépito para ser un serio candidato. Mejor que mejor, porque la adrenalina de Verna está cayendo en picado. Si la aurora boreal se deja ver, lo anunciarán por megafonía, según les han dicho, pero Verna no tiene intención de levantarse para salir a contemplarla.

Por el momento está fuera de toda sospecha. Ahora lo único que tiene que hacer es mantener el espejismo de Bob girando religiosamente su tarjeta de verde a rojo y de rojo a verde, según convenga. Bob desplazará objetos de un lado a otro del camarote, se pondrá su vestuario beige y de cuadros, dormirá en su cama, se duchará y dejará las toallas en el suelo. Recibirá una invitación informal, con su nombre de pila solamente, para cenar con los miembros de la tripulación, invitación que aparecerá silenciosamente bajo la puerta de algún otro Bob, y nadie reparará en el cambio. Se cepillará los dientes. Pondrá el despertador. Enviará ropa sucia a la lavandería, aunque sin rellenar el resguardo, eso sería demasiado arriesgado. Al personal de limpieza no le llamará la atención: mucha gente se olvida de rellenar esos resguardos.

El estromatolito quedará expuesto sobre la mesa con las demás muestras geológicas, donde la gente lo manoseará, lo examinará y comentará sus características, y donde irá adquiriendo múltiples huellas dactilares. Al término del viaje será arrojado por la borda. La travesía del Resolute II durará catorce días; recalará en dieciocho enclaves distintos para realizar las consabidas excursiones. Navegará entre casquetes glaciares y acantilados abruptos, y entre montañas de oro, cobre, negro ébano y gris plateado; discurrirá entre bancos de hielo; echará el ancla junto a largas playas inclementes y explorará fiordos esculpidos por glaciares a lo largo de millones de años. Entre un esplendor tan riguroso y exigente, ¿quién va a acordarse de Bob?

La verdad saldrá a la luz al final de la travesía, cuando Bob no se presente para saldar la cuenta y recoger el pasaporte; tampoco hará el equipaje. Habrá un revuelo de alarma, seguido de una reunión de la tripulación, a puerta cerrada para no alarmar al pasaje. Por último, se hará pública la noticia: es muy probable que, por desgracia, Bob se cayera al mar durante la última noche de la travesía al inclinarse por la borda para conseguir con la cámara un mejor ángulo de la aurora boreal. No existe otra explicación posible.

Entretanto, los pasajeros ya se habrán desperdigado cada uno por su lado, Verna incluida. Eso siempre y cuando consiga llevar a cabo su plan. ¿Lo conseguirá o no lo conseguirá? Debería centrarse más en eso, debería tomárselo como un reto estimulante, pero en este momento solo se siente cansada y un tanto vacía.

Y al mismo tiempo en paz, y segura. Con la mente en calma, toda pasión consumida, como su tercer marido tenía la exasperante costumbre de repetir tras sus sesiones de Viagra. Los victorianos aquellos siempre mezclaban el sexo y la muerte. ¿De qué poeta era la cita? ¿Keats? ¿Tennyson? Empieza a fallarle la memoria. Pero ya recordará los detalles más adelante.

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