jueves, 12 de diciembre de 2019

Hermanos de las máquinas, de Richard Matheson

Salió a la luz del sol y caminó entre la gente. Se alejaba de las negras profundidades del metro. En su cerebro, la infinidad de susurros de la ciudad sustituyó el rugido distante de la maquinaria subterránea.

Recorría la calle principal. Hombres de carne y hombres de acero pasaban a su lado, yendo y viniendo. Movía las piernas muy despacio, y sus pasos se confundían con miles de otros pasos.
Pasó por un edificio que había sucumbido en la última guerra. Hombres y robots retiraban afanosos los escombros para volver a construir. Una nave de control flotaba sobre ellos, donde otros hombres vigilaban desde arriba que se hiciera bien el trabajo.

A ratos se mezclaba con la multitud y a ratos se separaba de ella. No le daba miedo que lo vieran. Era diferente de los demás, pero solo por dentro. A simple vista no se notaba. Los postes de visión situados en cada esquina no detectarían el cambio. Tanto de cuerpo como de cara era como los demás.

Miró al cielo. Era el único. Los demás no sabían nada del cielo. Había que liberarse para verlo. Vio el destello de un cohete que pasaba por delante del sol y las naves de control que flotaban en un cielo azul lleno de nubes esponjosas.

La gente de ojos apagados lo miraba con recelo y seguía andando a toda prisa. Los robots inexpresivos no se inmutaban. Pasaban caminando con un ruido metálico, con los largos brazos cargados de sobres y paquetes.

Agachó la mirada y siguió caminando. «Un hombre no puede mirar al cielo», pensó. Resultaba sospechoso mirar al cielo.

—¿Ayudaría a un hermano?

Se detuvo y echó un vistazo a la tarjeta que llevaba el hombre en el pecho: «ANTIGUO PILOTO ESPACIAL. CIEGO. MENDIGO LEGAL».

Llevaba el sello del comisionado de control. Le puso al ciego la mano en el hombro. El ciego no dijo nada y siguió su camino tanteando la acera con el bastón hasta que se perdió de vista. Estaba prohibido mendigar en aquel distrito. No tardarían en encontrarlo.

Dejó de mirarlo y reanudó su camino. Los videopostes lo habían visto pararse y tocar al ciego. No estaba permitido pararse en las calles comerciales ni tocar a nadie.

Pasó junto a un dispensador metálico de noticias, cogió una hoja sin detenerse y se la puso delante de la cara.

«Aumentan los impuestos». «Aumentan los conflictos armados». «Aumentan los precios».

Esos eran los titulares. Le dio la vuelta. Detrás había un editorial en el que se explicaba por qué las Fuerzas Armadas de la Tierra se habían visto obligadas a aniquilar a todos los marcianos.

Algo le hizo clic en la cabeza y la mano se le cerró en un puño muy apretado.

Pasó junto a los suyos, tanto hombres como robots. «¿Qué nos diferencia ahora?», se preguntó. La clase trabajadora hacía lo mismo que los robots. Unos y otros llevaban y repartían cosas a pie o en vehículo.

«Ser un hombre —pensó— ya no es una bendición, ni un orgullo, ni un don. Es ser hermano de las máquinas. Es ser usado y explotado por hombres invisibles con los ojos en los videopostes y las manos en las naves que flotan por encima de todos nosotros, dispuestos a reprimir cualquier oposición. Hasta que un día te das cuenta de cómo son las cosas y no ves ninguna razón para seguir adelante».

Se detuvo en la sombra y entrecerró los ojos para mirar el escaparate. Había unas crías diminutas en una jaula.

«Cómprele a su hijo un bebé de Venus», decía el rótulo.

Miró a los ojos a aquellas cositas con tentáculos y vio inteligencia y súplica en ellos. Y siguió caminando, avergonzado de lo que unas personas podían hacerles a otras.

Se sintió el cuerpo revuelto. Se tambaleó un instante y se llevó la mano a la cabeza. Se le estremecieron los hombros. «Cuando un hombre está enfermo —pensó—, no puede trabajar. Y si no puede trabajar, no sirve».

Pisó la calzada y un enorme camión de control pegó un frenazo a escasos centímetros.

Se sobresaltó y subió a la acera de un salto. Alguien gritó. Echó a correr. Las células fotoeléctricas lo seguirían. Intentó perderse en la multitud en movimiento. La gente fluía a su alrededor en una indistinguible sucesión de caras y cuerpos.

Ya lo estarían buscando. Que un hombre se pusiera delante de un vehículo era sospechoso. Desear la muerte no estaba permitido. Tenía que escapar antes de que lo capturaran y lo llevaran al Centro de Ajustes. No podría soportarlo.

Se cruzaba con personas y robots: mensajeros, repartidores, el estamento más bajo de aquella época. Todos iban a alguna parte. De todos aquellos miles de individuos atareados, él era el único sin una meta, sin un paquete que entregar, sin una tarea de esclavo que realizar. Vagaba sin rumbo.

Calle tras calle, manzana tras manzana. Notaba que le fallaba el cuerpo. Se desmayaría pronto, sin duda. Estaba débil y quería pararse, pero no podía. Ya no. Si se detenía, si se sentaba a descansar, irían a por él y se lo llevarían al Centro de Ajustes. No quería que lo ajustaran, no quería que volvieran a convertirlo en una estúpida máquina que se arrastraba de un lado para otro. Era mejor sufrir aquella angustia y comprender.

Avanzó dando tumbos. El sonido estridente de los cláxones le desgarraba el cerebro. Los neones parpadeaban a su paso.

Intentó caminar en línea recta, pero el cuerpo lo traicionaba. ¿Lo seguían? Debía tener cuidado. Mantuvo el rostro inexpresivo y caminó con toda la estabilidad que pudo.

Tenía una rodilla entumecida y, cuando se inclinó para frotársela, una oleada de oscuridad saltó del suelo y lo apresó. Fue dando traspiés hasta un ventanal.

Meneó la cabeza y vio que un hombre lo observaba desde dentro. Se apartó. El hombre salió y lo miró asustado. Las células fotoeléctricas lo captaron y lo siguieron. Tenía que darse prisa. No podían obligarlo a empezar de nuevo. Prefería morir.

Se le ocurrió una idea. Agua fría. ¿Solo para beber?

«Voy a morir —pensó—. Pero sabré por qué muero, y eso es otra cosa. Me he marchado del laboratorio en el que día tras día me hartaba de hacer cálculos para bombas y gases y atomizadores de bacterias».

La verdad había ido cobrando fuerza en su interior durante todos aquellos largos días y noches de maquinaciones destructivas. Las conexiones se habían debilitado y el adoctrinamiento había cedido terreno a medida que la fuerza luchaba contra la apatía.

Hasta que por fin algo se había roto y solo quedaron el cansancio, la verdad y un gran deseo de estar en paz.

Se había escapado y no regresaría nunca. Su cerebro había despertado de una vez por todas y no volverían a ajustárselo.

Llegó al parque ciudadano, el último refugio para los viejos, los discapacitados y los inútiles. El lugar en que se escondían para descansar y esperar la muerte.

Entró por la enorme puerta y miró los muros, muy altos, que se extendían hasta donde alcanzaba la vista, muros que ocultaban la fealdad a los ojos externos. Allí estaba a salvo. A nadie le importaba que un hombre muriera en el parque ciudadano.

«Esta es mi isla —pensó—. He encontrado un lugar tranquilo. Aquí no hay células fotoeléctricas ni oídos indiscretos. Aquí una persona puede ser libre».

De repente se le doblaron las rodillas. Tuvo que apoyarse en el tronco ennegrecido de un árbol muerto y dejarse caer sobre la capa de hojas mohosas del suelo.

Un anciano se le acercó, lo miró con suspicacia y siguió caminando. No podía pararse a hablar, porque la forma de pensar seguía siendo la misma aun después de rotos los grilletes.

Dos ancianas flacas pasaron a su lado, lo miraron y susurraron entre sí. No era viejo. No podía estar en el parque ciudadano. La policía de control podría seguirlo. Era peligroso, así que apretaron el paso, girándose de vez en cuando para no perderlo de vista. Cuando vieron que se les acercaba, se escabulleron colina arriba.

Continuó andando. Oyó una sirena a lo lejos, la sirena aguda y penetrante de los coches de la policía de control. ¿Estarían siguiéndolo? ¿Sabrían que estaba allí? Sacudido por espasmos, remontó a toda prisa una colina bañada por el sol y luego descendió por la otra pendiente. «El lago —pensó—. Estoy buscando el lago».

Vio una fuente, terminó de bajar la colina y se acercó. Había un anciano inclinado, bebiendo. Era el hombre que había pasado antes a su lado. El fino chorro de agua le acariciaba los labios.

Se quedó allí de pie, temblando en silencio. El anciano no dejaba de beber. No se daba cuenta de su presencia. El sol arrancaba destellos al agua. Alargó las manos para tocar al viejo, pero este dio un respingo. Con el agua resbalándole por la barba gris, retrocedió y lo miró con la boca abierta. Después le dio la espalda y se alejó cojeando.

Vio que el viejo echaba a correr y se inclinó sobre la fuente. El agua le borboteaba en la boca. Le entraba en ella y volvía a salir, insípida.

Se irguió de repente con una quemazón en el pecho. Sus ojos dejaron de percibir el sol y el cielo se puso negro. Se tambaleó por la acera, boqueando. Tropezó con el bordillo y cayó de rodillas. Se arrastró por la hierba seca y se derrumbó de espaldas, con el estómago revuelto y el agua chorreándole por la barbilla.

Se quedó tumbado con el sol en la cara, mirándolo fijamente, sin parpadear. Después se tapó los ojos con las manos.

Una hormiga le subió por la muñeca. La miró embobado un momento, la cogió con dos dedos y la chafó.

Se sentó. No podía quedarse allí. Ya debían de estar registrando el parque, explorando las colinas con sus ojos fríos, inundando su último refugio como una horrible marea, el refugio en el que se permitía pensar a los ancianos si todavía eran capaces.

Se levantó y fue dando tumbos hasta el sendero con las piernas rígidas en busca del lago.

Pasó una curva y caminó haciendo eses. Oyó silbatos. Oyó un grito lejano. Sí que lo buscaban. Habían llegado incluso hasta el parque ciudadano, donde creía que estaría a salvo y que encontraría el lago en paz.

Pasó junto a un viejo tiovivo cerrado. Vio los caballitos de madera en poses alegres, en un galope inmóvil, atrapados en el tiempo. Eran de color verde y naranja, adornados con pesadas borlas y cubiertos por una gruesa capa de polvo.

Llegó a un camino flanqueado por muros de piedra gris. El sonido de las sirenas llenaba el aire. Sabían que había huido e iban a por él. Un hombre no podía escapar. Eso no se hacía.

Arrastrando los pies, cruzó la carretera para seguir por el camino. Se volvió y a lo lejos vio a unos hombres de uniforme negro que corrían y le hacían señas. Se apresuró. El eco de sus pasos en el cemento lo ocupaba todo.

Abandonó el sendero, subió una cuesta y cayó en la hierba. Se arrastró entre unos arbustos de hojas escarlata y observó, entre oleadas de vértigo, como los policías de control se acercaban a toda prisa.
Se levantó y echó a correr, cojeando, con los ojos fijos al frente.

Por fin, el brillo cambiante y apagado del lago. Corrió a trompicones. Solo un poco más. Cruzó un campo a toda velocidad. El aire olía intensamente a hierba podrida. Atravesó los arbustos y oyó gritos y un disparo. Giró la cabeza con dificultad y vio que los hombres lo perseguían.

Se lanzó en plancha al agua y provocó una gran zambullida. Caminó por el fondo, venciendo la resistencia del agua, hasta que le llegó al pecho, a los hombros, a la cabeza. Siguió caminando cuando le llegó a la boca, le entró por la garganta, le llenó el cuerpo y lo arrastró al fondo.

Cayó de bruces en el lecho del lago, despacio, con suavidad, con los ojos abiertos en todo momento. Cerró los dedos en el limo y ya no se movió.

Más tarde, la policía de control lo sacó del agua y lo arrojó a un camión negro.

Dentro del vehículo, el técnico le arrancó la chapa metálica y sacudió la cabeza al ver el enredo de bobinas y la maquinaria empapada.

—Se estropean —murmuró mientras hurgaba con alicates y punzones—. Algo les falla. Se creen hombres y echan a vagar por ahí. Qué lástima que no funcionen tan bien como las personas.

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