miércoles, 25 de marzo de 2020

El Perro, de J. M. Coetzee

 


El letrero colocado en la verja dice Chien méchant y el perro es méchant, sin la menor duda. Cada vez que ella pasa por allí, el perro se lanza contra la verja dando aullidos en su afán de atacarla y destrozarla. Es un perro grande y respetable, algún tipo de ovejero alemán o rottweiler (ella sabe muy poco de razas de perros). Pero siente el purísimo odio que parte de sus ojos amarillos.

Después, cuando deja atrás la casa del chien méchant, se pone a cavilar sobre ese odio. Sabe que no es algo personal: está dirigido contra cualquiera que se aproxime a la verja, cualquiera que camine por allí o pase en bicicleta. Sin embargo, ¿cuán profundo es ese odio? ¿Es como una corriente eléctrica, que se enciende cuando un objeto entra en el campo visual del perro y se apaga cuando el objeto desaparece al dar vuelta la esquina? ¿Los espasmos de odio siguen convulsionando al animal cuando vuelve a estar solo o la furia amaina de golpe y él retorna a un estado de tranquilidad?

Pasa en bicicleta frente a la casa dos veces por día, todos los días hábiles; una vez cuando va al hospital donde trabaja y otra vez cuando termina su turno. Como sus apariciones son tan sistemáticas, el perro sabe a qué hora esperarla: incluso antes de que ella aparezca, se acerca a la verja jadeando de ansiedad. Como la casa está en una pendiente ella tarda más a la mañana, porque va cuesta arriba; al atardecer, por suerte, puede pasar a toda velocidad.

Tal vez no sepa nada de razas caninas, pero tiene una idea cabal de la satisfacción que el perro obtiene de esos encuentros. La satisfacción de dominarla, la satisfacción de ser temido.

Es un macho sin castrar, por lo que puede ver. Ella no sabe si el perro advierte que es mujer, si a sus ojos un ser humano pertenece a un género u otro, como ocurre con los perros. De modo que no sabe si el perro experimenta dos satisfacciones a la vez: la de una bestia que domina a otra y la de un macho que domina a una hembra.

¿Cómo sabe el perro que ella le tiene miedo, pese a su máscara de indiferencia? Respuesta: porque ella despide olor a miedo y no puede ocultarlo. Cada vez que el perro se abalanza hacia ella, le corre un escalofrío por la espalda y su piel arroja una vaharada de olor, un olor que el perro percibe de inmediato. Y ese tufillo de miedo que le llega desde el otro lado de la verja lo transporta a un verdadero éxtasis de furia.

Ella le tiene miedo y el perro lo sabe. Dos veces por día aguarda lo mismo: la aparición de ese ser que tiene miedo de él, que no puede ocultar ese miedo, que despide un efluvio de miedo, como una perra despide el olor del celo.

Ella ha leído a Agustín, quien dice que la prueba más clara de que somos criaturas caídas estriba en el hecho de que no podemos controlar los movimientos de nuestro cuerpo.

Específicamente, el hombre no puede controlar el movimiento de su miembro, que se comporta como si poseyera voluntad propia; tal vez, incluso, como si estuviera poseído por una voluntad extraña.

Va pensando en Agustín cuando llega al pie de la pendiente donde está situada la casa, la casa del perro. ¿Podrá controlarse esta vez, tendrá la fuerza de voluntad necesaria para no despedir el humillante olor del miedo? Cada vez que oye el profundo gruñido que sale de la garganta del perro, que tanto podría ser un gruñido de furia como de apetito sexual, cada vez que oye la sorda embestida del cuerpo canino contra la verja, se repite la misma respuesta: que no, que hoy no podrá controlarse.

El chien méchant está encerrado en un jardín en el que no crece nada, solo malezas. Un buen día, ella se baja de la bicicleta, la apoya contra la pared de la casa, golpea la puerta y espera largamente mientras, a unos metros apenas, el perro retrocede y se arroja contra la verja. Son las ocho de la mañana, hora insólita para que alguien golpee a la puerta. Con todo, la puerta se entreabre por fin. En la penumbra, ella ve borrosamente una cara, el rostro de una mujer anciana de facciones angulosas y mustio pelo gris.

—Buenos días —dice ella en un francés bastante aceptable—. ¿Me permite hablar con usted un momento?

La puerta se abre algo más y ella entra en un cuarto con pocos muebles donde un hombre viejo de saco rojo tejido está sentado a la mesa frente a un tazón. Ella lo saluda; él contesta inclinando la cabeza pero no se pone de pie.

—Lamento importunar tan temprano —dice ella—. Dos veces por día paso por aquí en bicicleta y cada vez, lo habéis oído sin duda, vuestro perro está esperando para darme la bienvenida.

Silencio.

—Es algo que se repite desde hace varios meses. Tal vez haya llegado el momento de cambiar las cosas. ¿Estáis dispuestos a presentarme al perro, de modo que me conozca, que vea que no soy una enemiga, que no me propongo hacerle daño?

Los dos viejos se miran. El aire de la habitación está enrarecido, como si no hubieran abierto ninguna ventana durante años.

—Es un buen perro —dice la vieja—. Un chien garde, un perro guardián.

Ante lo cual, ella comprende que no habrá ninguna presentación, ningún contacto con el chien de garde; a esa mujer se le antoja tratarla como a una enemiga y por eso seguirá siendo una enemiga.

—Cada vez que paso por aquí, el perro se enfurece. No tengo dudas de que odiarme le parece un deber, pero me sobresalta ese odio contra mí, me sobresalta y me aterra. Cada vez que paso, me siento humillada. Es humillante sentir tanto miedo. No poder superarlo. Sentirse incapaz de ponerle fin.

Los dos viejos la miran, inexpresivos.

—Voy por un camino público —continúa entonces ella—. En un camino público, tengo derecho a que no me aterren, a que no me humillen. De vosotros depende enderezar las cosas.

—Es nuestro camino —dice la vieja—. Nosotros no la invitamos. Puede tomar otra ruta.

Entonces el hombre habla por primera vez.

—¿Quién es usted? ¿Con qué derecho viene a casa para decirnos qué debemos hacer?

Ella está a punto de responder, pero el viejo no quiere escuchar.

—Váyase —dice—. Váyase de una vez.

El puño del saco rojo está raído, tiene puntos sueltos. Cuando el viejo agita el brazo para echarla, una hebra de lana se mete en el tazón de café. Ella piensa advertírselo, pero luego se calla. Se va sin decir una palabra y la puerta se cierra a sus espaldas.

El perro se lanza de nuevo contra la verja. Algún día —piensa— la verja va a ceder y te voy a hacer pedazos.

Aunque está temblando, aunque puede sentir las oleadas de miedo que emanan de su cuerpo, ella mira al perro con tanta serenidad como puede y le habla, con palabras humanas:

—Maldito seas.

Monta en la bicicleta y empieza a pedalear cuesta arriba.

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