miércoles, 22 de abril de 2020

Omega, de Amelia Reynolds Long


Que ningún hombre busque ya jamás la predicción de lo que ha de sucederle a él o a sus descendientes.
Milton

Yo, el Doctor Michael Claybridge, que vivo en el año 1926, he escuchado la descripción del fin del mundo de labios de un hombre que lo contempló; el último miembro de la raza humana. El que esto sea posible, o el que yo no esté loco, es algo que no puedo solicitarles que crean: tan sólo puedo presentarles los hechos.

Durante largo tiempo, mi amigo, el Profesor Mortimer, había estado experimentando con lo que denominaba su teoría del tiempo mental; pero yo no había sabido nada de ella hasta que un día, en respuesta a sus deseos, visité su laboratorio. Lo hallé inclinado sobre un joven estudiante de medicina, al que había puesto en un estado de trance hipnótico.

—Es un experimento sobre mi teoría, Claybridge —susurró excitado cuando entré—. Hace un momento le sugerí a Bennet que hoy era el día de la batalla de Waterloo. Y, consecuentemente, lo fue para él; ¡pues me ha descrito, y en francés, una parte de la batalla en la que estuvo presente!

—¡Presente! —exclamé—. ¿Quieres decir que es una reencarnación de…?

—No, no —me interrumpió impaciente—. Te olvidas… O mejor dicho, no sabes, que el tiempo es un círculo, y que todas sus partes son coexistentes. Mediante una sugestión hipnótica, moví su línea de materialidad hasta hacerla tangente con el segmento del círculo correspondiente a Waterloo. El que hubieran tenido contacto físico anteriormente, es algo sin importancia.

Naturalmente, no comprendí nada de esto; pero antes de que pudiera solicitar una explicación, se volvió hacia el joven.

—Atila, el Huno, está cayendo sobre Roma con sus hordas —le dijo—. Usted está entre ellas. Dígame lo que ve.

Durante un instante, no sucedió nada; luego, ante nuestros mismos ojos, las facciones del joven parecieron sufrir un cambio. Su nariz se hizo aguileña, mientras su frente se inclinaba hacia atrás. Su pálido rostro se tornó rojizo y sus ojos cambiaron de marrones a verdigrises. De pronto, alzó los brazos violentamente; y de sus labios surgió un torrente de sonidos de los que ni Mortimer ni yo pudimos extraer significado alguno, excepto que se asemejaban extraordinariamente a las lenguas germánicas.

Mortimer dejó que esto continuase durante un rato antes de despertar al muchacho de su trance. Para mi sorpresa, el joven Bennet presentaba, al despertarse, su aspecto usual, sin ninguna traza de características húnicas. No obstante, hablaba con un deje de cansancio.

—Y ahora —dije cuando Mortimer y yo nos quedamos solos—, ¿te importaría contarme qué es todo esto?

Sonrió.

—El tiempo —comenzó—, es de dos clases: mental y físico. De los dos, el mental es el real y el físico el irreal; o, podríamos decir, el instrumento utilizado para medir el real. Y esta medida viene dada por la intensidad no por la extensión.

—¿Lo que quiere decir…? —le pregunté, no muy seguro de haberle comprendido correctamente.

—Que el tiempo real se mide por la intensidad con que lo vivimos —me contestó—. Así, un minuto de tiempo mental puede ser, según los estándares inventados por el hombre, equivalente a tres horas, porque lo hayamos vivido intensamente; mientras que un eón de tiempo mental puede durar sólo medio día físico por las razones inversas.

—Un millar de años de vuestra visión es tan sólo como ayer, cuando ha pasado, y como un velar en la noche—murmuré.

—Exactamente —dijo—, excepto que en el tiempo mental no hay ni pasado ni futuro, sino sólo un presente continuo. El tiempo mental, como ya dije hace un momento, es un círculo infinito y la materialidad una línea tangente al mismo. El punto de tangencia lo materializa a través de los sentidos físicos, y así crea lo que llamamos tiempo físico. Dado que una línea sólo puede ser tangente a un círculo en un punto, nuestra existencia física es única. Si fuera posible, y tal vez lo sea alguna vez, hacer que la línea sea bisectriz al círculo, entonces viviríamos simultáneamente dos existencias.

»He probado, tal como acabas de ver en el caso de Bennet, que el punto de tangencia entre el círculo del tiempo y la línea de la materialidad puede ser cambiado mediante una sugestión hipnótica. Debes admitir que ha sido un experimento enteramente satisfactorio; y no obstante —repentinamente se le vio deprimido—, en lo que se refiere al mundo científico, no prueba nada.

—¿Por qué no? —le pregunté—. ¿No podrían otros ser testigos de una demostración tal cual la que me has hecho?

—Y la etiquetarían como una excelente prueba de la reencarnación. —Se alzó de hombros—. No, Claybridge, eso no sirve. Tan sólo hay una prueba válida; la transferencia de la consciencia de un hombre al futuro.

—¿Y no puede realizarse eso? —inquirí.

—Sí —dijo—, pero lleva consigo un elemento de peligro. El estado mental tiene una fuerte influencia sobre el ser físico, como demostró la reversión de Bennet al tipo húnico. Si le hubiera mantenido en estado hipnótico durante un período demasiado largo, no hubieran desaparecido sus facciones germánicas al despertarse. No puedo imaginarme que cambios pueda traer la proyección al futuro; y por esta razón, se muestra, naturalmente, precavido ante una posible experimentación en ese sentido.

Caminó de un lado a otro del laboratorio mientras hablaba. Su cabeza se inclinaba hacia delante, como si pesase tremendamente por la profundidad de sus pensamientos.

—Entonces, ¿es imposible obtener una prueba satisfactoria? —le pregunté—. ¿No cabe esperanza de que puedas convencer satisfactoriamente al mundo?

Se detuvo con tal brusquedad que me sobresaltó, y su cabeza se alzó con una sacudida.

—¡No! —gritó—. ¡Aún no he abandonado! Tengo que hallar una cobaya para mis experimentos, y no descansaré hasta encontrarla.

En aquel momento, no me impresionó particularmente su determinada afirmación, ni, he de reconocerlo, tampoco su teoría sobre el tiempo. Pero, ambas cosas me fueron recordadas una semana más tarde cuando, en respuesta a su llamada, visité de nuevo a Mortimer en su laboratorio, y me entregó un periódico, señalando un anuncio en la sección de demandas de empleo.

—Se necesita —leí— una persona para experimentos hipnóticos. Se pagarán 5000 dólares a quien sea elegido. Razón Profesor Alex Mortimer, Laboratorios Mortimer, Ciudad.

—No esperarás —exclamé— recibir una respuesta a este anuncio.

—No una —sonrió— sino doce son las que ya he recibido. Entre ellas, he recogido la que corresponde a la cobaya más idónea. Estará aquí dentro de unos minutos para firmar los documentos que me dejan libre de cualquier responsabilidad en caso de accidente. Es por eso por lo que te he mandado llamar.

Me quedé mirándolo sin saber qué decir.

—Naturalmente —prosiguió—, le he explicado que el asunto llevará consigo un cierto grado de riesgo personal, pero pareció no importarle. Por el contrario, casi diría que le alegró. Es…

Una llamada en la puerta interrumpió sus palabras. Uno de sus ayudantes fue a abrir.

—El señor Williams está aquí, Profesor.

—Hágale entrar, Gable. —Cuando el asistente desapareció, Mortimer volvió a hablarme—: Mi cobaya en potencia —explicó—. Es puntual.

Un hombre delgado y bastante bajo entró en la habitación. Al punto, mi atención fue atraído por sus ojos, que parecían demasiado grandes para su rostro.

—Señor Williams, éste es mi amigo el Doctor Claybridge. —Nos presentó Mortimer—. El Doctor va a ser testigo de esos documentos que tenemos que firmar.

Williams me saludó con una voz que parecía infinitamente cansada.

—Aquí están los papeles —dijo Mortimer, empujando algunos documentos sobre la mesa, en dirección al hombre.

Williams apenas si los miró, y tomó una pluma.

—Espere un momento —Mortimer llamó a Gable. El asistente y yo fuimos testigos de la firma, y firmamos también.

—Si lo desea, estoy dispuesto a comenzar inmediatamente —dijo Williams cuando Gable se hubo ido.
Mortimer lo contempló reflexivamente, durante un momento.

—Primero —dijo—, hay una pregunta que me gustaría hacerle, señor Williams. No tiene porque contestarla si no lo desea. ¿Por qué tiene tantos deseos de someterse a un experimento cuyo resultado no puede siquiera imaginar?

—Si respondo, ¿se considerará estrictamente confidencial lo que diga? —preguntó Williams, mirándome de reojo.

—Por supuesto —replicó Mortimer—. Se lo prometo tanto por mí como por el Doctor Claybridge.

Confirmé sus palabras con un gesto.

—Entonces —dijo Williams—, se lo explicaré. Acepto este experimento porque, tal como me dijo usted ayer, existe la posibilidad de que en él se produzca mi muerte. No, no lo dijo usted tan claramente, Profesor Mortimer, pero ése es el temor que trata usted de ocultar. Y, ¿por qué tendría yo que desear morir? Porque, caballeros, he cometido un asesinato.

—¿Qué? —aullamos al mismo tiempo.

Williams sonrió débilmente ante nuestro asombro.

—Ésa es una afirmación poco usual, ¿no? —nos preguntó con voz cansada—. No importa a quién asesiné. La policía nunca lo averiguará, pues realicé el hecho muy astutamente de forma que mi hermana, a la que usted deberá pagar los 5000 dólares, Profesor, nunca deba sufrir la humillación de verme arrestado. Pero, aunque puedo escapar de las autoridades, no puedo escapar a mi propia conciencia. El conocimiento de que he matado deliberadamente a un hombre, aunque mereciese la muerte, está convirtiéndose en una carga demasiado pesada para mí; y dado que mi religión prohíbe el suicidio, me dirijo a usted como un posible escape. Eso es todo.

Lo contemplamos en silencio. Lo que Mortimer pensaba, no lo sé. Probablemente estaba reflexionando sobre la extraña psicología de la conducta humana. En cuanto a mí, no podía dejar de preguntarme en que terrible tragedia se había visto envuelto aquel ser humano.

Mortimer fue el primero en hablar. Cuando lo hizo, no se refirió en absoluto a lo que acababa de oír.

—Dado que está dispuesto, señor Williams, procederemos inmediatamente con nuestro experimento inicial —dijo—. He dispuesto una sala especial para el mismo, en la que no habrán otras ondas mentales ni sugestiones que lo perturben.

Se alzó, y aparentemente iba a llevarnos a aquella sala, cuando sonó el teléfono.

—Diga. ¿El Doctor Claybridge? Está aquí, un momento. —Me pasó el auricular.

Me llamaban del hospital. Tras oír el mensaje, colgué disgustado.

—Un caso de apendicitis aguda —anuncié—. Naturalmente, lo siento por el pobre diablo, pero ciertamente ha escogido un momento muy poco oportuno para tener su ataque.

—Te telefonearé para explicarte como ha ido el experimento —me prometió Mortimer mientras recogía mi sombrero—. Quizá puedas estar presente durante el próximo.

Cumpliendo con su promesa, me telefoneó aquella tarde.

—¡He tenido un éxito maravilloso! —gritó exultante—. Hasta ahora sólo he experimentado en forma muy limitada, pero ya con esto ha quedado probada, sin lugar a dudas, mi teoría. Y hay una cosa muy interesante, Claybridge. Williams me ha explicado cuál será la naturaleza del experimento que llevaré a cabo mañana por la tarde.

—¿Y cuál será? —le pregunté.

—Voy a hacer que su conciencia material sea tangente con el fin del mundo —fue la asombrosa respuesta.

—¡Santo cielo! —grité a pesar mío—. ¿Crees que debes hacerlo?

—No tengo elección posible —me replicó.

—¡Mortimer, no seas fatalista! Tú…

—No, no —protestó—. No es fatalismo. ¿No puedes comprender que…?

Pero le interrumpí:

—¿Puedo estar presente? —pregunté.

—Sí —me contestó—. Estarás allí. Williams te vio.

Tuve grandes deseos de no asistir, deliberadamente, sólo por perturbar su preciosa teoría; pero mi curiosidad era demasiado grande, y a la hora indicada, estaba allí.

—Ya he puesto a Williams en trance —dijo Mortimer cuando entré—. Está en la sala especialmente preparada. Ven conmigo.

Me guió a lo largo de un pasillo hasta la puerta de lo que anteriormente había sido un cuarto trastero. Metiendo la llave en la cerradura, la abrió y empujó la puerta.

En la habitación podía ver a Williams sentado en una silla giratoria. Sus ojos estaban cerrados y su cuerpo relajado, como si durmiese. No obstante, no fue eso lo que atrajo mi atención, sino la habitación en sí misma. No tenía ventanas, con un solo tragaluz en el techo para admitir luz y aire. Aparte de la silla en la que se sentaba Williams, no había más mobiliario que un instrumento parecido a un inmenso micrófono que un brazo telescópico mantenía a unos cinco centímetros de la boca del hombre hipnotizado, y un par de auriculares, similares a los de las telefonistas, puestos sobre sus orejas. Pero lo más extraño de todo era que paredes, suelo y techo de la habitación estaban forrados con un metal blanquecino.

—Plomo blanco —dijo Mortimer, al ver mi mirada—. Es la sustancia menos conductora para las ondas mentales. Deseo que el sujeto esté tan libre como sea posible de cualquier interferencia mental exterior, de forma que, cuando me hable a través de ese micrófono, que está conectado con mi laboratorio, no haya peligro de que me cuente otras cosas mas que sus propias experiencias.

—Pero el tragaluz —señalé—, está semiabierto.

—Cierto —admitió—, pero las ondas mentales viajan hacia arriba y hacia los lados, y casi nunca hacia abajo. Así que, ya ves que hay poco peligro por ese lado.

Cerró la puerta con llave y regresamos al laboratorio. En un rincón había lo que parecía un altavoz, mientras que cerca de él se veía un micrófono similar al de la habitación en que estaba Williams.

—Hablaré con Williams a través del micrófono —me explicó Mortimer—, y me oirá mediante los auriculares. Cuando responda por su micrófono, lo oiremos a través del altavoz.

Se sentó frente al aparato y habló:

—Williams, ¿me oye?

—Le oigo —la respuesta llegó rápida, pero con la pesadez propia de un hombre dormido.

—Escúcheme. Está viviendo los últimos seis días del mundo. Por «días» no me refiero a períodos de veinticuatro horas, sino los espacios de tiempo de que se habla en el primer capítulo del Génesis. Ahora está en el primero de los seis. Dígame lo que ve.

Tras un corto intervalo, llegó la respuesta en un extraño y agudo tono. Aunque las palabras eran en inglés, las pronunciaba con un curioso acento que al principio resultaba difícil de comprender.

—Estamos en el año 46.812 —dijo la voz—. O, según el calendario moderno, el 43.930 D.C.I., esto es, Después de la Comunicación Interplanetaria. Las cosas no van bien en la Tierra. El casquete polar ártico llega hasta Terranova. El verano dura sólo unas pocas semanas, y durante ellas el calor es tórrido. Lo que en otro tiempo se conoció como la llanura de la Costa Atlántica hace tiempo que fue sumergida por las aguas. Son necesarios altos diques para impedir que el agua cubra la isla de Manhattan, donde está localizado el gobierno mundial. Acaba de terminar una gran guerra. Hay muchos muertos por enterrar.

—Habla usted de comunicaciones interplanetarias —dijo Mortimer—. ¿Acaso este mundo se halla en comunicación con los planetas?

—En el año 2952 —llegó la respuesta—, la Tierra logró ponerse en comunicación con Marte. Se transmitieron, en ambos sentidos, imágenes por radio entre los dos mundos hasta que lograron comprender los respectivos idiomas. Entonces, se estableció comunicación sonora. Los marcianos habían estado tratando de comunicarse con la Tierra desde los principios del siglo veinte, pero no habían logrado establecer un sistema adecuado dado el retraso científico de los terrestres.

»Un millar de años más tarde, se recibió un mensaje de Venus, que había por aquel entonces alcanzado el grado de civilización correspondiente al de la Tierra cuando ésta se comunicó con Marte. Durante cerca de quinientos años habían estado recibiendo mensajes tanto de Marte como de la Tierra, pero les había resultado imposible responder.

»Algo más de cinco mil años después comenzaron a recibirse una serie de sonidos que parecían venir de algún sitio más allá de Venus. Venus y Marte también los escucharon; pero, como nosotros, no pudieron comprender su significado. Los tres mundos retransmitieron sus imágenes por radio en la longitud de onda correspondiente a la de los sonidos misteriosos, pero no recibieron respuesta. Por fin. Venus formuló la teoría de que los sonidos llegaban de Mercurio, cuyos habitantes, obligados a vivir en el hemisferio de su mundo opuesto al sol, o bien carecerían totalmente de visión, o tendrían unos ojos insuficientemente desarrollados para ver nuestras imágenes.

»Recientemente, algo espantoso ha ocurrido en Marte. Los últimos mensajes recibidos de allí hablan de terribles guerras y pestes, tales como las que estamos sufriendo en la Tierra. Igualmente, sus reservas de agua están comenzando a agotarse, debido a que tuvieron que usar gran cantidad de la misma en la fabricación de atmósfera. Repentinamente, hace unos cincuenta años, cesaron todos los mensajes procedentes de ese planeta; y las señales que les son enviadas no reciben respuesta.

Mortimer cubrió el micrófono con su mano.

—Eso —me dijo— sólo puede significar que la vida inteligente en Marte se ha extinguido. Por consiguiente, la Tierra sólo sobrevivirá unos cuantos miles de años más.

Durante casi una hora consultó a Williams sobre las condiciones en el año 46.812. Todas sus respuestas indicaban que, aunque el conocimiento científico había alcanzado un estadio casi increíble de desarrollo, la raza humana se hallaba en su ocaso. Las guerras habían matado a millares de personas, mientras que nuevas y extrañas enfermedades causaban multitud de muertes diarias a una raza cuyos miembros ya no tenían una naturaleza física adecuada para resistirlas. Lo peor de todo era que la tasa de natalidad estaba disminuyendo rápidamente.

—Escúcheme —Mortimer alzó la voz como si desease impresionar a su invisible cobaya con lo que estaba a punto de decir—. Está usted viviendo ahora en el segundo día. Dígame lo que ve.

Hubo un momento de silencio, luego la voz, en un tono aún más agudo que antes, habló de nuevo:

—Veo a la humanidad en agonía —dijo—. Sólo quedan unas cuantas tribus desperdigadas por los continentes desiertos. Los animales han empezado a enfermar y morir; y es peligroso utilizarlos como alimento. Hace cuatro mil años, comenzamos a fabricar aire artificial, tal como hicieron los marcianos antes que nosotros. Pero casi no vale la pena, pues ya no nacen niños. Seremos los últimos de nuestra raza.

—¿No han tenido más noticias de Marte? —preguntó Mortimer.

—Ninguna. Hace dos años, en la época adecuada. Marte no apareció en los cielos. En cuanto a lo que le haya sucedido, es algo sobre lo que sólo podemos conjeturar.

Había una terrible implicación en aquellas palabras. Me estremecí, y me di cuenta de que Mortimer también lo hacía.

—El casquete de hielo polar ha comenzado a retirarse —dijo la voz—. Ahora son los inviernos los que duran poco. Han empezado a aparecer plantas tropicales en las zonas templadas. Las formas de vida inferiores se están convirtiendo en las más numerosas, y han iniciado la persecución del hombre, que anteriormente las persiguió. Los días de la raza humana están definitivamente contados. Somos una bandada de extraños en nuestro propio mundo.

—Escúcheme —dijo Mortimer de nuevo—. Ahora es el tercer día. Descríbalo.

Siguió el habitual intervalo de silencio; luego se oyó la voz, quebradiza de gélido terror.

—¿Por qué —chilló— me hacen seguir aquí, el último hombre vivo en un planeta moribundo? El mundo está cubierto de seres muertos. Déjenme morir con ellos.

—¡Mortimer! —interrumpí—. ¡Esto es monstruoso! ¿No tienes bastante con lo que ya has oído?

Echó atrás su silla y se alzó.

—Sí —dijo con un tono que me pareció tembloroso—. Al menos por ahora. Ven; despertaré a Williams.
Lo seguí por el pasillo, y estaba tras de él cuando abrió la puerta de la habitación forrada de plomo y entró. Nuestros gritos de alarma y sorpresa fueron simultáneos.

Williams estaba sentado en la silla en que lo habíamos dejado; pero, físicamente, era un hombre distinto. Había perdido varios centímetros de estatura, mientras que su cabeza parecía haberse hecho mayor, con una frente de aspecto casi bulboso. Sus dedos eran tremendamente largos y sensibles, pero daban una impresión de gran fuerza. Su cuerpo estaba delgado, casi esquelético.

—¡Santo cielo! —exclamé—. ¿Qué ha sucedido?

—Es un caso extremo de influencia mental sobre la materia —contestó Mortimer, inclinándose sobre el hombre hipnotizado—. ¿Recuerdas cómo la facciones del joven Bennet tomaron las características de un huno? Algo similar, pero en grado mucho mayor, le ha sucedido a Williams. Se ha convertido en un hombre del futuro tanto física como mentalmente.

—¡Buen Dios! —grité—. ¡Despiértalo ahora mismo! Esto es horrible.

—Para ser franco contigo —dijo Mortimer gravemente—, tengo miedo de hacerlo. Ha permanecido en este estado mucho más de lo que yo esperaba. Despertarlo demasiado repentinamente sería peligroso. Quizá, hasta fatal.

Por un momento pareció perdido en sus pensamientos. Luego, le quitó los auriculares a Williams y se dirigió a él:

—Duerma —le ordenó—. Duerma profunda y naturalmente. Cuando haya descansado lo bastante, se despertará y volverá a su estado normal.

Poco después, me despedí de Mortimer y, aunque era mi día libre, fui al hospital. ¡Cuán simples me parecían los habituales casos de amigdalitis tras las impías cosas que acababa de experimentar! Dejé tan sorprendido al médico de guardia, que casi cayó en estado de coma al ver cómo realizaba durante el resto del día un trabajo casi sobrehumano en las salas gratuitas; y finalmente me fui a casa, con la mente y el cuerpo fatigados.

Me retiré a buena hora para tener un merecido descanso, y me quedé dormido casi en seguida. De la siguiente cosa que me enteré fue del insistente repiqueteo del timbre del teléfono, situado al lado de mi cama.

—¿Diga? —dije adormilado, tomando el auricular—. Aquí el Doctor Claybridge.

—Claybridge, aquí Mortimer —llegó la respuesta casi histérica—. ¡Por Dios, ven al laboratorio ahora mismo!

—¿Qué ha sucedido? —pregunté, repentinamente despierto. Se necesitaba algo muy poco usual para excitar de tal forma al poco emotivo Mortimer.

—Es Williams —respondió—. No puedo traerlo de vuelta. Se despertó hace una hora, y aún cree estar en el futuro. Físicamente, sigue igual que lo vimos esta tarde.

—Iré ahora mismo —grité—, y colgué con un golpe el auricular. Mientras me vestía apresuradamente, miré el reloj. Las dos y cuarto. En media hora podría estar en el laboratorio. ¿Qué es lo que hallaría esperándome allí?

Cuando llegué, Mortimer estaba en la sala forrada de plomo.

—Claybridge —me dijo—, necesito otra opinión sobre este caso. Examínalo y dime lo que piensas.

Williams estaba sentado en la silla situada en el centro de la habitación. Tenía los ojos muy abiertos, pero era evidente que no nos veía ni a Mortimer ni a mí. Aún cuando me incliné sobre él y le toqué, no dio señales de darse cuenta de mi presencia.

—Parece como si estuviera sufriendo algún tipo de catalepsia —le dije—. Y no obstante, su temperatura y pulso son casi normales. Diría que aún está parcialmente en un estado de hipnosis.

—Entonces, es una autohipnosis —dijo Mortimer—, pues yo he retirado totalmente mi influencia.

—Quizá —sugerí—, lo hayas transportado al futuro sin posibilidad de retorno.

—Eso —replicó Mortimer— es precisamente lo que temo que haya sucedido.

Lo miré anonadado.

—La única forma de salir de esto —prosiguió—, es volverlo a hipnotizar y terminar el experimento. Al concluir éste, tal vez regrese a su estado natural.

No pude dejar de pensar que había ciertas cosas que le estaba prohibido conocer al hombre, y que Mortimer, habiendo violado estos secretos, debía ahora purgar su culpa. Lo contemplé mientras actuaba sobre el pobre Williams, luchando con todas sus fuerzas para inducirle un estado de sueño hipnótico. Con manos que temblaban visiblemente, ajustó los auriculares, y regresamos al laboratorio.

—Williams —llamó Mortimer por el micrófono—. ¿Me escucha?

—Le escucho —replicó la ya familiar voz.

—Vive ahora en el cuarto día. ¿Qué es lo que ve?

—Veo reptiles; grandes lagartos que caminan sobre sus patas traseras, y pájaros de cabeza pequeña y alas de murciélago, que construyen sus nidos en las ruinas de las ciudades desiertas.

—¡Dinosaurios y pterodáctilos! —exclamé sin poderme contener—. ¡Una segunda era de los reptiles!

—Los casquetes polares se han retirado hasta que no resta más que una pequeña área helada alrededor de cada polo —continuó la voz—. Ya no hay estaciones; sólo un continuo reino del calor. La zona tórrida se ha tornado inhabitable hasta para los reptiles. Allí, hierve el mar. Grandes monstruos se estremecen en agonía en su superficie. Hasta las aguas del extremo norte se están caldeando. Toda la superficie está cubierta por lujuriosa vegetación de la que se alimentan los reptiles. El aire es fétido.

Mortimer lo interrumpió:

—Describa el quinto día.

Tras el acostumbrado intervalo, la voz replicó. Tenía un tono pegajoso que me recordó el ruido que produce una ciénaga el tragarse un objeto que ha caído en ella.

—Los reptiles han desaparecido —dijo—. Sólo yo vivo en este mundo que expira. Hasta la vida vegetal ha amarilleado y se ha agostado. Los volcanes tienen una tremenda actividad. Las montañas se desploman, y pronto no habrá mas que una llanura. Un espeso cieno verdoso se está formando en la superficie de las aguas, por lo que es difícil decir dónde acaba la tierra con su vegetación putrefacta y comienza el mar. El cielo tiene un color azafrán, como una placa de cobre caliente. Por la noche, una luna color rojo sangre flota en un cielo negro.

»Algo le está pasando a la gravedad. Ya hacía tiempo que lo sospechaba. Hoy lo comprobé lanzando una piedra al aire. Subió varios metros por el impulso que le di. Tardó casi veinte minutos en regresar al suelo. ¡Cayó lentamente, en ángulo!

—¡En ángulo! —gritó Mortimer.

—Sí, apenas si era apreciable, pero real. El movimiento de la Tierra es más lento, los días y las noches han duplicado su extensión.

—¿Cómo está la atmósfera?

—Algo rarificada, pero no lo bastante para dificultarme la respiración. Es algo extraño.

—Esto —me dijo Mortimer— se debe a que su cuerpo está aquí, en el siglo veinte, en el que hay mucho aire. El aire en ese estadio de la evolución de la Tierra en que se halla su mente debe ser demasiado tenue para mantener la vida orgánica. Pero no obstante, la influencia mental es tan fuerte, que se cree que la densidad de la atmósfera está disminuyendo.

—Hace poco —prosiguió la voz de Williams— la estrella Vega ha tomado el lugar de la Polar como centro del universo. Muchas de las antiguas estrellas han desaparecido, mientras otras nuevas han tomado sus lugares. Tengo la sospecha de que nuestro sistema solar está cayendo o viajando en una nueva dirección a través del espacio.

—Escúcheme, Williams —la voz de Mortimer sonaba seca y quebradiza, y su frente estaba perlada por gruesas gotas de sudor—. Está en el sexto, el último día. ¿Qué es lo que ve?

—Veo una desnuda llanura de roca gris. El mundo está en una perpetua penumbra porque los vapores que se alzan del mar oscurecen el sol. Montones de huesos amarillentos están esparcidos por la llanura cerca de los montículos que en otro tiempo fueron ciudades. Los diques alrededor de Manhattan hace mucho que se desplomaron; pero no habría necesidad de ellos, ni aunque hubieran hombres allí, pues el mar se está secando rápidamente. La atmósfera se está rarificando por momentos. Apenas si puedo respirar…

»La gravedad está desapareciendo más rápidamente. Cuando me pongo en pie me bamboleo como si estuviera borracho. La pasada noche las nubes de vapor se abrieron por un momento y vi cómo la Luna salía volando por el espacio.

»Grandes rayos saltan hacia la tierra, pero no se oyen truenos. El silencio es total en todas partes. Tengo que estar hablando en voz alta continuamente o golpeando un objeto contra otro para aliviar la tensión en mis oídos…

»Han comenzado a aparecer grandes fisuras en el suelo, de las que salen humo y lava. He huido a Manhattan para que los esqueletos de los altos edificios las oculten de mi vista.

»Los pequeños objetos han empezado a moverse por sí mismos. Tengo miedo de caminar, pues cada paso me hace perder el equilibrio. El calor es espantoso. No puedo respirar.

Hubo un corto intervalo, que fue un alivio para nuestros tensos nervios. La agitación a que nos sometía el experimento era aterrorizadora. Y no obstante, yo al menos, no podría haberme apartado de allí del mismo modo que no podría haber pasado a la cuarta dimensión.

¡Al pronto, la voz rasgó el aire!

—¡Los edificios! —chilló desesperadamente—. ¡Se están moviendo! ¡Se inclinan los unos hacia los otros! ¡Se están derrumbando, desintegrando; y los cascotes vuelan hacia arriba en lugar de caer! Saltan partículas de todos los objetos que tengo a mi alrededor. ¡Oh, qué calor! ¡No hay aire!

Siguió un repugnante gorgoteo; luego:

—¡El suelo se está disolviendo bajo mis pies! Es el fin. ¡La creación está volviendo a sus átomos originarios! ¡Oh, Dios mío!

Se oyó un gemido que enfermaba, que rápidamente se fue debilitando como desaparece una emisión de radio.

—¡Williams! —gritó Mortimer—. ¿Qué ha sucedido?

No hubo respuesta.

—¡Williams! ¡Williams! —Mortimer estaba en pie, dando alaridos ante el micrófono—. ¿Me escucha?

La única respuesta fue un silencio total.

Mortimer me asió por el brazo, y me arrastró con él a lo largo del pasillo.

—¿Está… está muerto? —Me atraganté mientras corríamos.

Mortimer no respondía. Su respiración era una serie de cortos jadeos que le hubieran impedido hablar aunque me hubiera oído.

A la puerta de la habitación forrada de plomo, se detuvo y trasteó con las llaves. Desde allí no podíamos oír sonido alguno. Por dos veces Mortimer, dado su nerviosismo y prisa, dejó caer las llaves y tuvo que recogerlas. Pero al fin logró introducir la adecuada en la cerradura, y abrió la puerta de un empujón.

En nuestra prisa, tropezamos el uno contra el otro al meternos en la estancia. Entonces, nos quedamos helados. ¡La habitación estaba vacía!

—¿Dónde…? —comencé a decir incrédulo—. ¡No ha podido salir! ¿No?

—No —respondió roncamente Mortimer.

Buscamos por la habitación, mirando por cada rendija y rincón. Los auriculares se balanceaban por detrás de la silla, suspendidos de su cordón; mientras que colgando de la silla se veía lo que parecía haber sido en otro tiempo un traje masculino. Al verlo, el rostro de Mortimer se puso pálido. En sus ojos apareció una mirada de naciente comprensión y horror.

—¿Qué es lo que significa todo esto? —pregunté.

Por respuesta, apuntó con un tembloroso índice.

Al mirar, el primer rayo del sol naciente atravesó el tragaluz por encima de nosotros, y cayó oblicuo hasta el suelo. En su haz dorado, directamente encima de la silla en que había estado sentado Williams, danzaban una miríada de átomos infinitesimales.

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