viernes, 23 de julio de 2010

¿Quiere usted rabiar conmigo?, de Gonzalo Suárez

Al pasar ante una granja, un perro mordió a mi amigo. Entramos a ver al granjero y le preguntamos si era suyo el perro. El granjero, para evitarse complicaciones, dijo que no era suyo.

—Entonces —dijo mi amigo— préstame una hoz para cortarle la cabeza, pues debo llevarla al Instituto para que la analicen.

En aquel momento apareció la hija del granjero y pidió a su padre que no permitiera que le cortáramos la cabeza al perro.

—Si es suyo el perro —dijo mi amigo—, enséñeme el certificado de vacunación antirrábica.

El hombre entró en la granja, y tardó largo rato en salir. Mientras tanto, el perro se acercó y mi amigo dijo:

—No me gusta el aspecto de este animal.

En efecto, babeaba y los ojos parecían arderle en las órbitas. Incluso andaba dificultosamente.

—Hace unos días —dijo la joven— lo atropelló una bicicleta.

El granjero nos dijo que no encontraba el certificado de vacunación.


—Debo haberlo perdido.

—La vida de un hombre puede estar en juego —intervine yo.— Díganos, con toda sinceridad, si el perro está vacunado o no.

El hombre bajó la cabeza y murmuró.

—Está sano.

Noté que mi amigo palidecía, y no era para menos. Aquel animal jadeante no inspiraba ninguna tranquilidad.

—Tiene la lengua fuera y las patas traseras paralizadas —observé.

—¡Ya les he contado lo del accidente de bicicleta, padre! —dijo la joven con sospechosa precipitación.

—Todos los perros tienen la lengua fuera —dijo el granjero—, hace mucho calor.

—¿Usted cree que el animal tendrá sed? —pregunté yo.

—Probablemente.

—Dele de beber —dije.

La joven trajo un cazo lleno de agua. Se acercó al perro y le puso el cazo delante. El animal estaba tumbado y su mirada era vidriosa. No bebió.

—¡Este perro está enfermo! —exclamó mi amigo.

—No tiene sed —dijo el granjero con testarudez.

La mujer del granjero salió de la casa y nos dijo, con muy malos modales, que no estaba dispuesta a pagar el pantalón roto.

—No se trata del pantalón —repliqué yo—, sino de algo más serio.

—¡El perro está rabioso! —acusó mi amigo—. ¡Ustedes acaban de asesinarme!

—¿Y por qué se han acercado ustedes al perro? —preguntó la mujer.

—Seguramente habrá creído que ustedes querían robar —dijo la hija.

Entonces mi amigo se abalanzó sobre la joven y la mordió brutalmente en el cuello, sin darnos tiempo a impedirlo.

—¡Ahora su hija compartirá mi suerte! —anunció triunfal, y comprendí que estaba a punto de perder el juicio.

La joven se puso a sollozar, y la madre empezó a gritar: —¡Criminal! ¡Criminal!

En vano traté de serenarlos. El granjero cogió un palo y avanzó amenazador hacia mi amigo. Entonces éste lanzó un rugido escalofriante, y el granjero se mantuvo a una distancia prudencial.

—¡Trae la escopeta! — ordenó a su mujer.

Mientras yo intentaba detener a la madre, la hija saltó sobre su padre y le mordió en la muñeca hasta hacerle sangre.

—¿Qué has hecho? ¿Qué has hecho? — clamaba el granjero, mirando horrorizado la mordedura. Soltó el palo y se tiró de cabeza al pozo. Todos lo oímos caer.

Empecé a gritar para que viniera alguien en mi ayuda, y apareció un mancebo de una granja vecina. Al oír los lamentos de la madre, huyó mientras anunciaba a los cuatro vientos:

—¡Están rabiosos! ¡Están rabiosos!

Pronto acudieron algunos vecinos y se instalaron en los tejados próximos para contemplar la escena. Yo traté de acercarme a uno de los tejados y me lanzaron piedras.

Mientras tanto mi amigo había mordido a la madre. Y la hija se arrastraba alrededor del pozo, aullando. La madre venía hacia mí, mostrándome con ferocidad los colmillos. Fui más rápido que ella y salté la valla. Desde el otro lado traté de hacer entrar en razón a mi amigo que se había precipitado enloquecido contra los vecinos del tejado. Éstos le recibieron con piedras, pero él, en lugar de refugiarse, empezó a treparse por un canalón, y los vecinos huyeron despavoridos, y algunos cayeron del tejado y escaparon a duras penas, renqueantes.

Les pedí a gritos desgarrados que avisaran a las autoridades. Entonces vi con horror que la mujer empuñaba una azada. La llamé intentando desviar su atención, pero no pude evitar que golpeara la cabeza de mi amigo y se la abriera. Aquel crimen monstruoso me enloqueció, y fui al encuentro de la mujer, dispuesto a estrangularla, sin pensar que me hubiera resultado imposible. Por fortuna, la mujer no me vio, pues estaba enzarzada en una labor de destrucción: rompiendo puertas y ventanas de la casa. Entonces apareció el párroco del lugar y, desde el otro lado de la valla, invocó en nombre de Dios y de la Santa Virgen. No tuvo tiempo de más, pues en seguida fue atacado por la joven que lo persiguió un buen trecho, hasta el camino. Al ver al párroco en peligro, algún vecino oculto disparó y mató a la joven.

Llegaron las autoridades y ordenaron que nos entregáramos sin resistencia. Lo hice muy gustoso, pero la madre fue a ocultarse dentro de la granja, y de allí nadie la hizo salir.

—Habrá que esperar a que se muera sola —dijeron.

De pronto vimos que la granja empezaba a arder, y el cura se puso a organizar a los vecinos para que apagaran el incendio, pero nadie se atrevía a aproximarse a la casa.

Al cabo de un año, tuve que volver a aquella aldea porque la viuda de mi amigo quiso celebrar seis misas por el eterno descanso de su marido, en el mismo lugar de su fallecimiento. El cura del lugar nos atendió muy amablemente y, como si se diera cuenta de que yo observaba con evidente recelo a su perro, me preguntó:

—¿No le gustan los animales?

—Sí, desde luego —le dije—, pero este perro me recuerda a aquel otro que originó la tragedia. Sin duda es de la misma raza.

—Es el mismo perro —me dijo, y añadió con orgullo: —Es un animal abúlico, pero guarda muy bien la sacristía y nunca muerde a un buen cristiano.

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