jueves, 15 de julio de 2010

Sorpresa, de Fredric Brown

Lo despertó la campana, pero todavía permaneció acostado un buen rato: pensando y repasando una última vez sus planes sobre el robo que iba a cometer más tarde y el asesinato en la noche.

No había descuidado ningún detalle. Se trataba de un simple repaso final. En toda la extensión de la palabra, sería libre a las veinte horas y cuarenta minutos. Se había señalado esa hora porque con ella cumpliría exactamente cuarenta años. Su madre, apasionada de la astrología, le recordó siempre ese instante preciso de su nacimiento. Aunque no era supersticioso, halagaba su sentido del humor; poder empezar una nueva vida a los cuarenta años justos.

Y eso que el tiempo trabajaba en su contra. Hombre de leyes, especializado en asuntos inmobiliarios, por sus manos pasaban enormes sumas de dinero y parte de ellas se le quedaban pegadas. El año anterior pidió cinco mil dólares para invertirlos en un negocio seguro, que doblaría o triplicaría el capital. Lo perdió todo. Obtuvo prestada nueva suma con qué especular y recuperar la pérdida anterior. Ahora debía ya treinta mil dólares y no podía disimularse por más tiempo el boquete que, por otra parte, sería imposible tapar en tan poco tiempo. Decidió liquidar cuanto pudiera, sin despertar sospechas, vendiendo diversas propiedades. Por la tarde dispondría de cien mil dólares, más de lo que necesitaba para el resto de su vida


Y nunca sería atrapado. Todo estaba previsto: su salida, su nuevo destino, su diferente identidad. No había olvidado nada. Trabajaba en ello desde hacía varios meses.

La decisión de matar a su esposa surgió más tarde. El móvil era obvio: la detestaba. Al resolverse a no ir nunca a la cárcel, suicidándose si era apresado, tuvo la gran idea: puesto que si lo detenían moriría de todas maneras, nada perdería dejando atrás una mujer asesinada en lugar de una mujer viva.

Le fue difícil no sonreírse al recordar el regalo de cumpleaños que su mujer le había hecho un día antes: una hermosa maleta. También lo convenció de que fueran a cenar a un restorán. Ella ignoraba lo que le esperaría como fin de fiesta: él le llevaría de vuelta a casa antes de las ocho cuarenta y seis y, para hacer bien las cosas, según su costumbre, haría un viudo de sí mismo en aquel preciso minuto. Había una razón más para matarla: si la dejaba viva, ella comprendería lo que había pasado y a la mañana siguiente avisaría a la policía. Si la dejaba difunta, el cadáver no sería descubierto sino después de dos o tres días, lo que le concedía una cómoda ventaja.

En la oficina todo fue de maravilla. Cuando llegó la hora de encontrarse con su mujer, las cosas seguían sobre ruedas. Ella se entretuvo con los entremeses y retardó la comida, tanto, que él se preguntó si podrían regresa a casa antes de la hora prevista. Era ridículo, pero le daba gran importancia al hecho de que tal hora sería la de su libertad. Ni un minuto antes ni un minuto después. No hacía más que miara el reloj.

Cuando llegaron frente a la casa, lo oscuro en la puerta de entrada le dio más seguridad. No había señales de ningún riesgo. No peligraba nada, como tampoco cuando entrara. La golpeó, pues, con todas sus fuerzas, mientras ella, descuidada, esperaba que sacara la llave para abrir. Antes de que cayera al suelo, la sostuvo y logró mantenerla en pie, mientras con la mano libre abría la puerta y luego la cerraba detrás de ambos.

Apretó el botón del interruptor y una luz amarillenta invadió la amplia sala. Antes de que se diera cuenta de que ella estaba muerta y que sostenía el cadáver con un brazo, todos lo invitados a la fiesta de cumpleaños gritaron a coro:

— ¡Sorpresa!

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