jueves, 5 de septiembre de 2019

Nuestro nombre, de Jeremías Gamboa

No sé bien por qué quiero contar esta historia. Pienso en ella solo como la pequeña viñeta de un fracaso casi imperceptible y a su modo anónimo. Un fracaso protagonizado por dos hombres completamente extraños que llevan el mismo nombre y que, además, casi por casualidad, son padre e hijo. Dos hombres que un día salieron juntos a la calle y de pronto se encontraron sentados en una banca del Centro de Lima, a la espera de una cita muy importante, una oportunidad que podría cambiar la vida de alguno de los dos. Al menos eso era lo que pensaba el padre. Al menos eso es lo que después de algunos años recordaba su hijo. Una historia tragicómica que él me contó una noche en una cantina de la Plaza Bolognesi, un local sucio que solo ofrecía cervezas negras y jamones pasados y en el que a veces nos sentábamos los viernes en la noche después de salir del trabajo y mirar, bostezando, películas chinas en la Filmoteca de Lima. No sé cómo, de pronto, le pregunté a mi amigo por su nombre, le confesé que desde que había leído su firma al pie de sus columnas de crítica de cine, me había resultado extraño que alguien se llamara así. Recuerdo que él se sonrió con la expresión de quien ya está acostumbrado a esa pregunta y luego me contó varias historias relacionadas con eso, todas muy buenas, historias que parecía que ya hubiera contado antes y que animaron la conversación de esa noche pero de las cuales solo consigo recordar esta, no sabría explicar muy bien por qué. He pensado que quizás se deba a que fue distinta a todas las otras que escuché aquella vez, o a que fue la última que me narró ya que luego nos quedamos callados y sin ganas de hablar nada. Con el tiempo he creído que quizás se deba a que al final es porque con ella entendí cierta distancia que me alejaba a mí de mi propio padre.

Lo primero que me llamó la atención es que mi amigo me contara que esa tarde fue la única vez en que recordaba haber salido con su padre. Esa noche, seguramente, él me explicó los detalles de esa situación insólita —sin duda una separación familiar, la presencia de otro compromiso, medios hermanos, visitas ocasionales del padre cuando era el cumpleaños de mi amigo o de una de sus hermanas, nada especial—, pero ahora, a la distancia, no los puedo referir con exactitud. Lo demás sí. Tengo claro, por ejemplo, que esa era también la primera vez en que él estuvo consciente de estar por un tiempo a solas con su padre, que había imaginado de niño muchas veces esa salida especial y que en ese momento, con diecinueve años a cuestas y su padre con cerca de cincuenta y cinco, lo desconcertaba que esta fuera aquella oportunidad. Que las veces que él lo había imaginado a su lado en el día en que declamó poesías en el colegio o sentados ambos en una tribuna de un estadio mirando un partido de fútbol se hubieran disuelto en ese estar a su lado por largo rato en una banca del Centro de Lima sin dirigirle la palabra y viendo de reojo a ese señor ya de edad que tampoco le hablaba a él, ambos impasibles, casi rígidos, observando los edificios descoloridos del otro lado de la calle, quietos pese al sol que les golpeaba la nuca, la salva de bocinazos que atronaban sobre el jirón Camaná y el hedor empozado en las patas de la banca.
Me parece que ambos estuvieron en esa situación por algo así como media hora. Pero a esas alturas de la tarde llevaban juntos y en silencio mucho tiempo más. Mi amigo recordaba que un par de días antes de ese encuentro había llamado a su padre desde un teléfono público y este, con un tono que mi amigo no pudo precisar en los días siguientes, le confirmó que sí, que había esa gran oportunidad y que había llegado el momento de hacer algo por él, su hijo, que lo buscara ese día a tal hora y en tal lugar. Tenían esa reunión, sí, su mamá le había dicho bien, él le había hablado al señor periodista sobre él. Mi amigo llegó puntual a aquella cita con su padre. Tal como convinieron, se paró en el pasaje Champagnat durante el tiempo suficiente para que el otro lo viera desde el local de la pizzería en que trabajaba, le hiciera un gesto determinado y luego de cambiarse y de hablar con el administrador de su trabajo fuera a juntarse con él en la avenida Pardo. Después de darse la mano y de que él recibiera una palmada en el hombro, ambos caminaron juntos hasta la Vía Expresa, bajaron las escaleras en Ricardo Palma y tras subirse a un bus repleto de pasajeros viajaron parados por más de una hora hasta el cruce de las avenidas Tacna y Emancipación, en el Centro. Mi amigo recordaba que era una tarde de sol radiante y calor y de centenares de personas que caminaban por las calles unas contra otras y entre ellas él contra su padre. Una vez en el Centro subieron con esfuerzo seis o siete cuadras de Emancipación sembradas de puestos improvisados y carretillas, él siempre a unos pasos detrás del otro, viéndole las espaldas y repasando con extrañeza su pelo, sus pantalones, su camisa, y diciéndose que todo eso pertenecía a su padre, que debía seguirlo a donde él fuera. Caminar uno al lado del otro entre el follaje de transeúntes y ambulantes era prácticamente imposible. Una vez que lo alcanzó en la esquina del jirón Camaná vio que sacaba un papel doblado del bolsillo de su camisa y que cotejaba la dirección anotada en él con las construcciones que tenían enfrente. Ese es el lugar, escuchó decirle de pronto, indicando unas ventanas muy altas. Lo vio mirar su reloj y después señalar la banca pegada casi a la pista. Ven, siéntate, dijo. Mi amigo inmediatamente obedeció y fue entonces que se quedaron mirando los edificios del otro lado de la calle sin decir palabra.
Entonces fue que la historia propiamente empezó. De un momento a otro el padre se levantó diciendo que estaban cerca de la hora y que no podían llegar tarde a la cita, no a esa, así que se dispuso a cruzar la pista. Mi amigo se levantó de forma mecánica, y unos segundos después franqueaba al lado de su padre la entrada del edificio en donde estaba la revista. Penetraron en una bóveda que le pareció amplia y lóbrega. Las cosas, de pronto, se aclararon en su mente —el motivo real de ese encuentro con su padre, las respuestas que tenía preparadas para la entrevista—, a la vez que empezaba a hacerse nítido todo cuanto lo rodeaba: distinguió paredes de mármol, un par de altos espejos amarillos, una escalera ancha y en forma de espiral que trepaba hacia la oscuridad y a su lado un pequeño escritorio en el cual un hombre uniformado les pedía identificarse, indicar el motivo de su visita. El padre pronunció su nombre y el de su hijo, y explicó que ambos tenían una conversación muy importante con el subdirector del semanario que estaba ubicado en el sétimo piso del inmueble. Para que todo quedara claro también dio el nombre del subdirector y del semanario. El hombre de uniforme les pidió que esperaran un momento y, a través de un aparato de radio, entabló una conversación bajo un sistema de claves que a los otros dos les resultó incomprensible. Luego de intercambiar algunos códigos se dirigió al padre de mi amigo.
—¿Su nombre es Jeremías qué, perdón?
—No es Jeremías —dijo él.
—¿Perdón?
—Mi nombre no es Jeremías.
Tras vacilar, algo incómodo, el padre de mi amigo repitió su nombre y el hombre uniformado asintió, intercambió un par de códigos más por la radio y terminó su conversación. Exigió a mi amigo y a su padre documentos, los recibió y luego les extendió un papel con el nombre de su destino. Les informó que alguien tenía que firmar ese papel en el semanario. Les dijo también que el ascensor estaba fuera de servicio.
Ambos ascendieron trabajosamente las escaleras del edificio a través de una serie de peldaños muy anchos y descascarados y de una penumbra que ni las ventanas con vidrios de catedral sembradas a lo largo de todo el ascenso lograban disipar. En cada descanso se dieron de bruces con el nombre de una entidad distinta empotrada en la pared del rellano: primero una sociedad corredora, después una agencia de inversiones, luego un estudio de abogados. En uno de los pisos altos encontraron el logotipo de la revista. A uno de los lados, una puerta de vidrio les devolvió su imagen y a mi amigo le pareció extraño verse al lado de su padre y que este, a su vez, resollara como si hubiera terminado una carrera de fondo. Siempre se lo había imaginado más joven, con más arrestos físicos, y, claro, me dijo esa noche, quizá ello se debiera a que durante su infancia había guardado entre sus cuadernos una foto en la que su padre sostenía una copa de un campeonato de fútbol entre restaurantes, la silueta de varios jugadores al fondo, el gras, la pelota a un lado, el pelo oscuro y abundante, entreverado. Al hombre de cabello entrecano a su lado le costaba serenarse. Después de mirar su reloj se acercó a la puerta. A mi amigo le pareció sorprendente que su padre se mostrara algo nervioso. Se dio cuenta de ello cuando le oyó decir trabajosamente lo mismo que en el primer piso, pero esta vez cada palabra le costaba un esfuerzo mayor: tenían una cita a las cinco de la tarde, un asunto de trabajo. Del otro lado de la puerta alguien le preguntó su nombre y el motivo preciso de su visita. El hombre pronunció cuidadosamente su nombre y el de su hijo, y también el motivo.
—Unos instantes, señor —le dijeron cortésmente una vez que él había retrocedido un par de pasos—, vamos a consultar.
Varios minutos después los dos estaban sentados sobre los peldaños de la escalera espiral que conducían al octavo piso del edificio. Permanecían en silencio, como si la escena en la banca se estuviera prolongando innecesariamente. Desde donde estaba sentado ahora, un escalón debajo de su padre, mi amigo observó una serie de personas que atravesaban apuradas la puerta de vidrio. Algunas llevaban grabadoras, fólderes llenos de expedientes o recortes periodísticos, planchas de contactos fotográficos; otras iban con las manos vacías, o a veces con una pequeña libreta o un cuaderno. Ni bien se acercaban a la puerta esta se abría de modo casi automático.
—¿Nervioso? —le preguntó de un momento a otro su padre.
—Un poco, sí —respondió él, casi por salir del paso.
—No hay por qué preocuparse. Todo va a salir bien.
Después de ese intercambio ambos siguieron sentados, sin cruzar palabra. Mi amigo ocupó el tiempo observando las vetas de mármol de las escaleras y en un momento sintió la mano de su padre que le tomaba el cuello, como intentando un acercamiento, pero no supo reaccionar. Algún tiempo después, cuando ambos parecían resignados a la mudez y a una inercia que los ataba inútilmente a ese lugar, una mujer menuda, de pelo oscuro y rostro demacrado, apareció en el rellano vacío para llamar a alguien en voz alta, como si fuera una enfermera en medio de un hospital atiborrado de pacientes:
—¿Señor Jonás?
Mi amigo me contó que de pronto su padre se puso de pie, se acercó sigilosamente a la mujer y le preguntó con voz muy suave si buscaba a alguien que tenía una cita con el subdirector de la revista, un señor que tenía que conversar con él sobre un muchacho nuevo, un joven periodista. La mujer respondió que sí, precisamente. El padre dijo que él era el señor que tenía la cita, solo que no se llamaba Jonás.
La mujer se sonrojó, se disculpó rápidamente y de forma casi inaudible los invitó a él y a mi amigo a pasar. Los dos dejaron atrás la puerta de vidrio y entonces, con cierto aire nuevo de suficiencia, caminaron a lo largo de un pasadizo angosto y muy largo tachonado de varias puertas. Mi amigo descubrió a través de ellas gente apiñada en escritorios, asomada en legajos y papeles desordenados, tazas de café, mesas de luz. Escuchó risas, un par de voces estridentes, un tecleo solitario de máquina de escribir. La mujer los condujo al fondo, casi a la última entrada de la izquierda, y entonces ingresaron a un ambiente estrecho en el que había solo un mueble añoso que daba a un cubículo de madera y vidrios de catedral: dentro de él una silueta se desplazaba y hablaba frenéticamente, con un brazo sostenía un aparato telefónico a la altura del pecho. La mujer les indicó que el señor subdirector los iba a llamar dentro de poco; estaba en una reunión importante y no se sabía muy bien a qué hora podía terminar. Una vez que ella se fue, el padre de mi amigo se animó a hacerle un gesto divertido y de complicidad a su hijo. Algo así como un guiño; quizás una sonrisa.
—Bueno —le dijo—, finalmente estamos acá.
Después de eso ambos se sentaron en el mueble. Esta vez el padre miró el techo y tamborileó con los dedos de una mano sobre el dorso de la otra. Todo, con el paso del tiempo, amenazaba detenerse en la misma quietud alarmante y seguramente ambos se hubiesen sumido en el silencio una vez más si de pronto el hombre que estaba dentro del cubículo no hubiera empezado a reírse estrepitosamente, a soltar carcajadas feroces mientras gritaba claro, general, ¿cómo sabe todo eso usted?, ya me voy dando cuenta de los cambios, general. Mi amigo y su padre de pronto se miraron y se sonrieron. Cuando la conversación acabó y el hombre abrió la puerta de su oficina, ambos reconocieron su rostro, las secuelas de un acné juvenil, los pelos rizados, el bigote gris.
—¿Él trabaja acá? —dijo de pronto el padre, sorprendido de ver a ese hombre frente a sí, saliendo raudo hacia otra oficina—. Yo pensé que solo en la televisión.
Entonces mi amigo, con cierta paciencia, le dijo a su padre que no, y luego de eso, en un vano intento por llenar el vacío que amenazaba instalarse entre ambos, empezó a explicarle algunas cosas. Le dijo, por ejemplo, el nombre del periodista. Le dijo que escribía una columna muy leída en ese semanario. También le dijo el nombre de esa columna. A veces, en clases, el profesor y los alumnos de la universidad, entre ellos él, analizaban sus textos. Le dijo también el nombre del profesor. El padre asintió a todo ello, y después buscó algo que responder pero no atinó a decir nada, de modo que se quedó callado. Al cabo de un rato se pasó la mano por el pelo y luego miró una antigua araña de luz que pendía sobre sus cabezas; después su hijo hizo lo mismo con el tapiz azul del piso de aquella oficina.
Lo que vino después es lo que quizá me dejó sin palabras luego de que mi amigo terminara de contarme esa historia y ambos dejáramos el sitio que empezaba a ser tristemente trapeado por un anciano y camináramos torpemente por el jirón Rufino Torrico, rumbo a la avenida Salaverry. Podía ver claramente a los dos sentados en ese mueble antiguo durante varios minutos, ya resignados a la distancia que los relacionaba. Nada cambió durante esa nueva espera, excepto que en un momento una persona se acercó a prender la luz que alumbró a duras penas el ambiente y que rescató a mi amigo y a su padre de la oscuridad. Me imagino a ambos apostados a los dos extremos del mueble pensando inútilmente en alguna frase para salvar esa situación o a lo mejor deseando con todas sus fuerzas huir de ahí. A veces alguna persona entraba por la puerta que estaba detrás de ellos y entonces el padre hacía el ademán de levantarse pensando que quizás se trataba de la mujer que los había hecho pasar a la revista algunas horas antes, pero se encontraba siempre con alguien distinto: personal de limpieza, un sujeto de rostro lustroso que llevaba el café, una anciana conducida en silla de ruedas. Después de varias apariciones dejó de pararse y solo se limitó a mirar su reloj de tanto en tanto. Minutos más tarde, quizás presa de un último rapto de valor o de una incipiente indignación, se puso de pie y se asomó durante algunos segundos al pasadizo por donde entraron. Mi amigo lo vio dar una rápida mirada a la oscuridad, regresar y sentarse a su lado.
—Debe de ser una reunión muy importante para que no nos atienda después de tanto tiempo —le escuchó decir, finalmente.
Pero él no respondió nada. El padre, entonces, le dio una palmada de afecto en la espalda y le dijo o quizás se dijo a sí mismo, pero en voz alta, que no había de qué preocuparse, era cierto que era un poco tarde pero ambos estaban allí, a la espera de la cita. Él mismo la había confirmado cuando llamó al subdirector la semana pasada. Él mismo le dijo que no quería nada especial, solo que su hijo trabajara allí un tiempo como practicante sin recibir un solo centavo y el señor aceptó, estableció la hora y el lugar. El señor era un hombre de palabra. Él lo había atendido en la pizzería durante muchos años.
Dejó de hablar de un momento a otro, como cortado por algo que mi amigo no fue capaz de precisar. Ciertas personas, pocas, siguieron pasando de un lado a otro de la estancia e incluso el columnista de la televisión entró de nuevo en su cubículo e hizo llamadas a otros generales para averiguar otros datos. Después de eso nada pasó. Ambos permanecieron sentados y en silencio hasta que a cierta hora, cuando estaban ya rendidos sobre el mueble, acaso dormidos, un grito que retumbó en el aire detenido del ambiente los sacudió de su letargo.
Primero alertados, luego confundidos, ambos se miraron a los ojos con mucho esfuerzo en la oscuridad de la sala. Alguien había apagado la luz sin que ellos se dieran cuenta; el cubículo que estaba al frente del mueble en que yacían también se encontraba en penumbras y ya no se sentía el rumor bullicioso de hace unas horas. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Era cierto que estaba con su padre y había dormido a su lado estos minutos? ¿No había sido un sueño la espera, las bancas del Centro, la revista en la que deseaba trabajar? El padre de mi amigo parecía haber reconocido la voz de quien gritaba, de modo que se adelantó al borde del sofá y luego se puso de pie, contrariado.
—¡Zacarías! —se volvió a oír en el corredor. La voz parecía provenir del interior de una de las oficinas del pasadizo.
El padre de mi amigo se adelantó un paso y le hizo a su hijo el gesto final y casi vacío de que los estaban llamando. Mi amigo, sin embargo, no pudo evitar decirle a su padre que ese no era su nombre, ni el suyo, que ellos no se llamaban así.
—Lo sé —le respondieron.
Mi amigo recordó que después de eso su padre dio un par de pasos con dirección a la puerta y antes de llegar a ella volteó para mirarlo. Le dijo que se levantara, y al hacerlo lo llamó por su nombre, aunque ahora esto a él le sonara absurdo. Lejos, de un modo más apagado, se escuchaba el llamado del subdirector por segunda vez. Entonces mi amigo se puso de pie también y con resignación se acercó a su padre. Ambos dejaron esa oficina y salieron a enfrentar la oscuridad del pasadizo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario