Según una difundida leyenda, el Carnaval fue alguna vez una fiesta popular, con personas disfrazadas, música, baile, bromas y murgas. En verdad, cuesta creer semejante cosa. Como quiera que sea, la legendaria gesta ha muerto ya. Sin embargo, como silenciosas habitaciones vacías, han quedado ciertas fechas del almanaque a las que la terquedad general insiste en adjudicar la condición de carnavalesca. Esos días son utilizados no ya para festejar sino más bien para reflexionar y añorar la ausencia de la fiesta. Se trata, según se ve, de un curioso destino: pasar del entusiasmo a la nostalgia, de la pasión a la meditación, de la alegría a la tristeza. Muchos espíritus taciturnos se solazan con este estado de cosas y afirman que la farra y el desenfreno de otras épocas fueron apenas un paso previo e inevitable, cuyo noble fin se cumple ahora, en el ejercicio del recuerdo.
Los Hombres Sensibles de Flores simpatizaban en cierto modo con este criterio. Para ellos el Carnaval no solamente servía para seducir señoritas en las milongas sino también para pensar en el paso del tiempo.
Puede afirmarse sin caer en el infundio que esta ilustre manga de atorrantes jamás consiguió entender el sentido de los Carnavales.
Manuel Mandeb pensaba que las gentes se ponían contentas en virtud de algún suceso que todos conocían menos él. Sus amigos padecían un desconcierto de la misma clase.
Esto puede explicar la extraña conducta de los Hombres Sensibles en los corsos y en los bailes.
Durante un rato hacían fuerza para sentirse alegres: bailaban, comían chorizos, se ponían caretas, hablaban con voz finita y mojaban a las damas con pomos de colores. Después comprendían que todo aquello era inútil y entonces se iban a otros bailes, discutían con los mozos, miraban las orquestas, evocaban antiguos Carnavales y cantaban el tango Siga el Corso. Ya en la madrugada maldecían el Carnaval, se estacionaban en las esquinas desoladas y se burlaban de los caminantes que volvían a sus casas.
Pero una tarde de verano Manuel Mandeb tuvo una inspiración genial. Se le ocurrió organizar todos los años el Corso Triste de la Calle Caracas.
Se trataba de una idea interesante: Mandeb pensaba que en los Carnavales vulgares todos disimulaban la tristeza disfrazándose de personas alegres. Su proyecto consistía en adoptar disfraces y actitudes melancólicas para ver si detrás de ellos se instalaba la alegría.
"Si bajo la sonora risa del payaso se adivina siempre una lágrima, es posible que encontremos una sonrisa si sacamos nuestras caretas de víctimas"
Si el propósito de Mandeb fue lograr un clima de pesadumbre, hay que decir que lo consiguió. El Corso Triste de la Calle Caracas era francamente tenebroso. Todas las luces estaban apagadas. Los asistentes deambulaban como sombras fingiendo toda clase de sufrimientos.
Las murgas entonaban canciones trágicas y tangos de Agustín Magaldi.
Los disfraces eran lastimosos: de condenado a muerte, de novia abandonada, de jugador expulsado, de deudor hipotecario, de vendedor de libros y de intoxicado.
Con el tiempo el Corso Triste se fue haciendo más ambicioso y complejo.
Jorge Allen, el poeta, empezó a escribir versos murgueros con pretensión literaria.
"Si parliamo' del destino
bororom bobom bobom...
¿Quién conoce su camino?
Bororom borom borom....
Nadie puede contra la suerte
la última carta es la de la muerte
borobobom bombom
borobobom bombom."
Los muchachos tristes de otros barrios se acercaron poco a poco y pronto circularon carrozas de hojas secas y automóviles con las ventanillas cerradas.
En el tercer año, se constituyó un jurado y se realizaron concursos y torneos.
Las comparsas se sacaban chispas para ver cuál era la más deprimente. Los Lonyipietros del Desengaño, los Decrépitos del Mañana y Chispazos de Soledad fueron las agrupaciones más renombradas.
Las reinas del corso eran bellísimas, pero inaccesibles y perversas. El premio anual de máscara suelta lo ganó siempre el mismo individuo Hablamos -desde luego- del célebre actor Eladio del Prado, quien no tenía rival en la técnica de la caracterización.
Sus primeros disfraces fueron sencillos. Una noche apareció disfrazado de esclavo persa y todos se condolían al ver su espalda surcada de latigazos y su cuerpo encorvado bajo el peso de enormes cadenas.
Después, sus creaciones fueron más complejas. Un domingo fue cíclope y a la mañana siguiente revolucionó todo el barrio buscando el ojo que se había sacado. Fue también mendigo escocés y la gente lloraba al verlo soportar la nieve de Glasgow en la Calle Caracas.
Cuentan que Del Prado, entusiasmado por sus éxitos, resolvió seguir con sus disfraces durante todo el año. Dicen que su destreza crecía junto con su crueldad.
Una noche de invierno, los Hombres Sensibles saltaron de alegría al ver reaparecer al Tonio Berardi, el pibe que murió en París. Organizaron una gran fiesta, y en el momento en que alzaban las copas para celebrar la resurrección, Del Prado se sacó el guardapolvo, se lavó las rodillas, volvió a poner cara de persona mayor y apareció tal cual era. El ruso Salzman estuvo dos semanas en cama y Jorge Allen casi se queda tartamudo.
EL último Carnaval del Corso Triste, Eladio Del Prado se disfrazó para siempre de recuerdo y nadie volvió a verlo por el barrio del Ángel Gris.
La comisión organizadora del Corso pronto advirtió que la creación de Mandeb tenía interesantes posibilidades económicas. Esto resulta un poco sorprendente si se recuerda la nula capacidad de los Hombres Sensibles para los negocios. De cualquier manera, es un hecho que durante largos años los muchachos del Angel Gris vendieron papel picado. Emplearon la conocida técnica que ha enriquecido a tantos mercaderes: en la primera jornada las bolsitas estaban llenas de papelitos brillantes e inmaculados. Cuando terminaba la fiesta, barrían el piso y volvían a embolsar el papel. Noche tras noche, el producto se ensuciaba y envilecía, hasta que en la muerte del Carnaval las bolsitas estaban llenas de tierra, tapitas de cerveza, caramelos empezados y otras porquerías. Algunos memoriosos creen reconocer todavía hoy en los bailes de Villa del Parque, restos del papel picado primigenio que se vendía en el Corso Triste.
Para contribuir a la pesadumbre de la concurrencia, Mandeb vendía pomos llenos de lágrimas que -si ha de creerse a sus detractores- falsificaba con agua y sal.
Los Refutadores de Leyendas, en su carácter de comparsa racionalista, solían acercarse a la fiesta de la calle Caracas para buscar camorra. Todos recuerdan sus afinados pregones:
"Los Refutadores
señoras, señores,
llegan con sus ritmos
y sus silogismos.
Los desafinados
a exponer sus ilusiones
y a confrontarlas
con nuestras refutaciones..."
Las olímpicas razones de la murga encontraban muchas veces contundente respuesta y dentro de un clima polémico y agudo, solían armarse formidables peleas que -por cierto- daban lustre y renombre al Corso Triste.
Año tras año, los Carnavales de la calle Caracas fueron poniéndose más divertidos. Naturalmente, esto provocó su decadencia.
Los Hombres Sensibles de Flores, al observar el jolgorio, comprendían que el proyecto inicial iba camino del fracaso.
La sobria melancolía de los primeros tiempos iba dando paso a sonrisas complacientes cuando no a risotadas sin freno.
¡Ah! -se lamentaban- ¡Carnavales eran los de antes!
Y entonces contaban anécdotas de los corsos de antaño, austeros y silenciosos, comparándolos con la insoportable algarabía que tenían ante sus ojos.
Pero en realidad la verdadera esencia del fracaso hay que buscarla por otros rumbos.
Como ya se ha dicho, lo que buscaban Mandeb y sus amigos era un dejo de alegría que debía aparecer al quitarse la máscara trágica.
Y lo cierto es que nunca encontraron tal cosa.
Cada vez que -con toda ilusión- abandonaban sus disfraces de atormentados, encontraban debajo nuevos tormentos que, para peor, eran reales.
Por eso, comprendiendo que la dicha no estaba en el Carnaval y quizás en ninguna parte, los Hombres Sensibles disolvieron para siempre el Corso Triste de la Calle Caracas.
Hoy, cuando la fama de los muchachos del Ángel Gris ya encontró su tumba en los vientos de la estación Flores, hay -aunque pocos lo adivinen- centenares de corsos tristes. Y son mucho más tristes que el de la calle Caracas, pues su tristeza es involuntaria y su propósito es la alegría.
Tal vez ha llegado el momento de comprender que los criollos no hemos nacido para ciertas fantochadas. Que se rían los brasileños. Tengamos, eso sí, fiestas y reuniones populares. Pero no dejemos de ser quienes somos. Si nuestra extraña condición nos ha hecho comprender el sentido adverso del mundo, agrupémonos para ayudarnos amistosamente a soportar la adversidad.
A lo mejor, los Carnavales de antaño, tan añorados por los animadores de la radio, no eran más que eso: una reunión de gente triste que buscaba consuelo.
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