jueves, 30 de septiembre de 2010

Puertas marrones, de Ricardo Sumalavia

Mi padre nunca ansió tener muchos amigos, pero los pocos que llegaron a frecuentar la casa lo hacían con un gran respeto y consideración a sus años como agente municipal. Y este aprecio siempre les fue devuelto como era debido. No era de extrañarse, entonces, que lo buscaran para comunicarle que don Félix, su amigo, había muerto. Le contaron que había sido arrollado por un auto en el jirón Carabaya, frente a su taller de imprenta, justo cuando salía acompañado por sus operarios. «Fue absurdo», repetían estos mirando a mi padre y viéndose entre sí, como sobrevivientes de una inadvertida batalla. Agregaron que don Félix murió mientras era llevado dentro del taller. La ambulancia ya había sido llamada, pero solo llegó para certificar la muerte de quien aún yacía sobre una mesa, entre letras de molde y pliegos de papel, a la espera del fiscal de turno.

Le dijeron a mi padre que por su condición de amigo él era el indicado para darle la noticia a doña Lucía y sus hijos. La familia de don Félix vivía en la calle siguiente, al final de una larga cuadra elevada, semejante a una pendiente, que se truncaba en una plazoleta frente a la Iglesia Santa Ana. Mi padre se mantuvo sereno. Aceptó el encargo y luego muy cortésmente les pidió a aquellos hombres que se retiraran. Mi madre y yo lo vimos caminar hacia su cuarto y reaparecer con una casaca azul encima. Mi madre no lloró, pero su tristeza era evidente. Ambos intercambiaron una rápida mirada. Cuando mi padre subía el cierre de su casaca, se dirigió a mí y ordenó que me alistara, que iba a acompañarlo a la casa de la señora Lucía. Mi madre intervino y le sugirió que no era una buena idea; pero él ya estaba junto a la puerta marrón de nuestra casa, esperándome. Me alisté lo más pronto posible y, antes de cruzar la puerta, mi madre me pasó la mano por el cabello, alisándomelo, y me dijo que no peleara con los hijos de Lucía. Asentí y fui a reunirme con mi padre, quien tenía un par de metros avanzados.

miércoles, 29 de septiembre de 2010

El visitante, de Dylan Thomas

Las manos le pesaban, aunque toda la no­che las había tenido posadas sobre las sába­nas y no las había movido más que para lle­várselas a la boca y al alborotado corazón. Las venas, insalubres, torrentes azules, se precipi­taban hacia un blanco mar. A su lado una taza desportillada despedía un vaho de leche. Ol­fateó la mañana y supo entonces que los gallos volvían a asomar las crestas y cacareaban al Sol. ¿Qué eran aquellas sábanas que le envol­vían sino un sudario? ¿Y qué era aquel fati­goso tictac del reloj, situado entre los retra­tos de su madre y su difunta esposa, sino la voz de un viejo enemigo? El tiempo era lo su­ficientemente generoso como para dejar que el Sol llegara a la cama y lo bastante misericorde como para arrancárselo por sorpresa cuando se cernía la noche y más necesitado estaba él de luz roja y claro calor.

Rhiana estaba al cuidado de un muerto: acercó a aquellos labios muertos el borde des­cascarillado de la taza. Aquello que latía bajo las costillas era imposible que fuera el cora­zón. Los corazones de los muertos no laten. Mientras esperaba a ser amortajado y embal­samado, Rhiana le había abierto el pecho con una plegadora, le había extirpado el corazón y lo había metido en el reloj. La oyó decir por tercera vez: «Bébete la leche.» Y al sentir que su amargor se le deslizaba por la lengua y que las manos de ella le acariciaban la frente, supo que no estaba muerto. Aún vivía. Los meses, serpenteando entre secos días, seguían su cau­ce de millas y millas en pos de los años.

martes, 28 de septiembre de 2010

La mujer de Liñares, de Vlady Kociancich

Daisy A. de Liñares despertó una noche de junio para no dormirse nunca más. La muerte del sueño llegaría tarde a su conciencia, día tras día, hora tras hora, por negros pasadizos de angustia, pero ocurrió esa noche, como la voladura de un puente: primero la explosión, luego el humo, finalmente el vacío.

    Se encontró sentada en la cama, sin aire y temblando de estupor. Instintivamente había puesto una mano sobre la espalda de Liñares. La retiró con una brusquedad no menos instintiva. Espantada, comprendió que el primer movimiento en busca del cuerpo de Liñares pertenecía al pasado y al amor, el segundo a la repugnancia. Y se sintió caer en esa leve raya trazada por la fatalidad como en una grieta cuya hondura alcanzaba el centro de la tierra.

    Cuando pudo salir, vio que ya había prendido el velador, ya se deslizaba fuera de la cama, del dormitorio, hacia la sala, apretando llaves de luz, tiritando de frío en un camisón demasiado liviano, rogando que Liñares no se despertara.

lunes, 27 de septiembre de 2010

El nadador, de John Cheever

Era uno de esos domingos de mediados del verano, cuando todos se sientan y comentan:

-Anoche bebí demasiado. –Quizá uno oyó la frase murmurada por los feligreses que salen de la iglesia, o la escuchó de labios del propio sacerdote, que se debate con su casulla en el vestiarium, o en las pistas de golf y de tenis, o en la reserva natural donde el jefe del grupo Audubon sufre el terrible malestar del día siguiente.

-Bebí demasiado –dijo Donald Westerhazy.

-Todos bebimos demasiado –dijo Lucinda Merrill.

-Seguramente fue el vino –dijo Helen Westerhazy-. Bebí demasiado clarete.

Esto sucedía al borde de la piscina de los Westerhazy. La piscina, alimentada por un pozo artesiano que tenía elevado contenido de hierro, mostraba un matiz verde claro. El tiempo era excelente. Hacía el oeste se dibujaba un macizo de cúmulos, desde lejos tan parecido a una ciudad –vistos desde la proa de un barco que se acercaba- que incluso hubiera podido asignársele nombre. Lisboa. Hackensack. El sol calentaba fuerte. Neddy Merrill estaba sentado al borde del agua verdosa, una mano sumergida, la otra sosteniendo un vaso de ginebra. Era un hombre esbelto –parecía tener la especial esbeltez de la juventud- y, si bien no era joven ni mucho menos, esa mañana se había deslizado por su baranda y había descargado una palmada sobre el trasero de bronce de Afrodita, que estaba sobre la mesa del vestíbulo, mientras se enfilaba hacia el olor del café en su comedor. Podía habérsele comparado con un día estival, y si bien no tenía raqueta de tenis ni bolso de marinero, suscitaba una definida impresión de juventud, deporte y buen tiempo. Había estado nadando, y ahora respiraba estertorosa, profundamente, como si pudiese absorber con sus pulmones los componentes de ese momento, el calor del sol, la intensidad de su propio placer. Parecía que todo confluía hacia el interior de su pecho. Su propia casa se levantaba en Bullet Park, unos trece kilómetros hacia el sur, donde sus cuatro hermosas hijas seguramente ya habían almorzado y quizá ahora jugaban a tenis. Entonces, se le ocurrió que dirigiéndose hacia el suroeste podía llegar a su casa por el agua.

viernes, 24 de septiembre de 2010

El anillo, de Elena Garro

Siempre fuimos pobres, señor, y siempre fuimos desgraciados, pero no tanto como ahora en que la congoja campea por mis cuartos y corrales. Ya sé que el mal se presenta en cualquier tiempo y que toma cualquier forma, pero nunca pensé que tomara la forma de un anillo. Cruzaba yo la Plaza de los Héroes, estaba oscureciendo y la boruca de los pájaros en los laureles empezaba a calmarse. Se me había hecho tarde. "Quién sabe qué estarán haciendo mis muchachos", me iba yo diciendo. Desde el alba me había venido para Cuernavaca. Tenía yo urgencia de llegar a mi casa, porque mi esposo, como es debido cuando uno es mal casada, bebe, y cuando yo me ausento se dedica a golpear a mis muchachos. Con mis hijos ya no se mete, están grandes señor, y Dios no lo quiera, pero podrían devolverle el golpe. En cambio con las niñas se desquita. Apenas salía yo de la calle que baja del mercado, cuando me cogió la lluvia. Llovía tanto, que se habían formado ríos en las banquetas. Iba yo empinada para guardar mi cara de la lluvia cuando vi brillar a mi desgracia en medio del agua que corría entre las piedras. Parecía una serpientita de oro, bien entumida por la frescura del agua. A su lado se formaban remolinos chiquitos. .

"¡Ándale, Camila, un anillo dorado!" y me agaché y lo cogí. No fue robo. La calle es la calle y lo que pertenece a la calle nos pertenece a todos. Estaba bien frío y no tenía nin­guna piedra: era una alianza. Se secó en la palma de mi ma­no y no me pareció que extrañara ningún dedo, porque se me quedó quieto y se entibió luego. En el camino a mi casa me iba yo diciendo: "Se lo daré a Severina, mi hijita mayor".

jueves, 23 de septiembre de 2010

A cajón cerrado, de Marcelo Birmajer

Me había pasado el día intentando escribir esa bibliográfica. Pretendía leer el libro en las tres primeras horas de la mañana y escribir el comentario pasado el mediodía. Pero había logrado finalizar la lectura cuando se iba la luz de la tarde, a duras penas, salteándome varias páginas.

Me jacto de ser un comentarista que lee completos los libros que reseña; y si el libro es tan arduo que me aparta de este principio, sencillamente no lo reseño.

No podía cargar sobre el autor la entera culpa de que aquella breve novela no permitiera ser leída de un tirón. En los últimos meses había ido desarrollando una suerte de afección simbólica: sin importar la calidad del texto, me costaba más leer cuando me pagaban por hacerlo.

Este libro en particular no era malo, pero se notaba que el autor había perdido las riendas de un cuento, finalmente convertido en novela corta. Los editores habían creído conveniente presentarlo como una novela a secas. Lo cierto es que aquello no era un cuento largo sino alargado, y la diferencia entre estas dos palabras se advertía, desventajosamente, en la factura última del relato. Se llamaba La señora de Osmany, y trataba de una viuda que recurría a la policía tras escuchar durante días, a altas horas de la noche, violentos golpes de martillo en el piso de abajo. El incidente derivaba en una historia policial de homicidio, enigma y, quizá, fantasmas.

Recién pude sentarme frente al libro con ánimo crítico y productivo cuando mi hijo se hubo dormido, cerca de las doce de la noche. Y aún tuve que esperar una buena media hora a que mi mujer se quitara el maquillaje y se metiera en la cama, para comenzar a tipear las primeras letras sin temor a ruidos imprevistos.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Noche de póquer, de John Updike

La fábrica había estado trabajando hasta muy tarde, ya que los detallistas tenían prisa por proveerse de existencias para la Navidad, aunque todavía estábamos en agosto; por consiguiente, tomé un tentempié de camino hacia la casa del médico, y proyecté ir directamente después a jugar al póquer. En realidad, a mi esposa le gusta que de vez en cuando no vuelva a casa por la tarde; esto le da la oportunidad de prescindir de la cena y remediar un poco el problema de su peso.

El doctor se había trasladado de su viejo consultorio de Poblar a uno de esos nuevos centros médicos emplazados justo detrás del parque en el que hubo un campo durante muchos años, cuando yo era niño, y en el que recuerdo que los italianos cultivaban alubias escarlata, miles y miles de estas robustas plantas. El nuevo centro tiene iluminación indirecta en todos los techos, alfombras de pared a pared, y aire acondicionado en la sala de espera; pero las puertas son tan delgadas que podrían romperse fácilmente con el puño, y se puede oír a los otros médicos y pacientes a través de las paredes, todo lo que dicen, incluso su respiración.

Lo que me dijo el médico no me satisfizo mucho. En realidad, cada vez que yo trataba de hacerme ilusiones la cosa parecía empeorar.

martes, 21 de septiembre de 2010

La voz del enemigo, de Juan Villoro

Cuando existía la ciudad de México yo usaba un hermoso casco amarillo. En lo alto de un poste escuchaba conversaciones telefónicas. El cielo era una maraña de cables; la electricidad vibraba, envuelta en plásticos suaves. De vez en cuando una chispa gorda, azul, caía a la calle. Ese momento me justificaba en el poste. Mi cinturón estaba repleto de herramientas pero yo prefería unas pinzas cortas, con dientes de perico. Su mordisco corregía la herida, la luz volvía a correr.

Enfrente había un cine; sobre la marquesina se alzaba un castillo de cartón. Al fondo, un edificio encendía sus focos rojos para protegerlo de los aviones. Los motores hacían ruido pero resultaba imposible verlos en el cielo espeso.

El Supervisor Eléctrico exigía una oreja atenta a los cables. Los enemigos avanzaban hacia nosotros. Yo no sabía quiénes eran pero sabía que avanzaban: había que oír llamadas, buscar en ellas algo raro. Una tarde de lluvia, atado al poste, escuché una voz peculiar. La mujer hablaba como si quisiera esconderse; en tono suave, asustado, pronunció “alpiste”, “fulgor”, “magnolia”, “balcón roto”. Yo estaba ahí para seguir conversaciones y garantizar que fluyeran sin sorpresas. Oí esas palabras sueltas, que vibraban como una clave insensata. Tenía que denunciarlas, pero no hice nada; dejé que alguien, en otra parte, entendiera lo que a mí se me escapaba.

A los pocos días supe de las palmeras carbonizadas. Los enemigos incendiaron un barrio donde aún quedaban plantas. Fijo en mi poste, ignoraba si la ciudad se dilataba o encogía. A veces las tropas leales hablaban por los cables, entre cornetas y clarines; luego una bomba, la áspera voz de otra milicia.

En la esquina de enfrente sucedió algo raro; el casco amarillo no se movió en muchas horas. Traté de avisar que mi colega había muerto; los dedos me sangraron marcando números ocupados. Mientras veía el casco inerte, volví a escuchar las palabras suaves, temerosas: “alcoba”, “canela”, “estatua”. Imaginé, con minuciosa envidia, que esas palabras significaban un mensaje para otra gente. Para mí sólo era tristes. Tampoco entonces hablé con el Supervisor Eléctrico.

Una madrugada me sacudió una explosión. Abrí la caja de registros; los sensores fotoeléctricos despedían humo pútrido. Encendí mi linterna; me quedaban pilas para unas semanas pero algo me hizo saber que no duraría tanto en el poste.

El Supervisor decía en sus llamadas: “quien domina los cables domina la ciudad”. Los enemigos habían cortado la luz, el cine ardía en una nube rojiza, pero los teléfonos funcionaban. Oí a la mujer decir “fragancia”, “planetas”, “caramelos”, “piedras lisas”. No pude delatarla. Lentamente, con terror, con precisa crueldad, entendí cuán maravillosa era la voz del enemigo.

Debo haber dormido cuando bajaron al colega del poste de enfrente. Luego llegó mi turno; una mano enguantada me jaló por la espalda. Estaba intoxicado de tanto respirar aquel aire maligno y no supe cómo salí de la ciudad incendiada.

Desde hace semanas, tal vez meses, vivo en un cuarto con paredes metálicas. En una computadora me mostraron una foto terrible. Se llama Ciudad de los palacios y registra el cine con su castillo de cartón, el alto edificio al fondo, los cables que una vez cuidé. “Son 67”, dijo la voz de mi captor. Era cierto. Tuve a mi cargo 67 cables y los protegí de nuestros imprecisos enemigos. Durante días indistinguibles de las noches salvé la luz y las llamadas. Sólo una vez dañé un cable a propósito. Ocurrió unos días antes de bajar del poste.

De la ciudad sólo quedan fotografías. Si indicara el cable dañado, mis guardianes podrían entrar al laberinto, seguir el hilo hasta otra fotografía, hasta la casa donde vivió esa voz distinta. Frente a mí están los 67 cables que formaron mi vida. Uno de ellos puede llevarlos a la mujer. Sé cuál es. Pero no voy a decirlo.

lunes, 20 de septiembre de 2010

Balada de la oficina, de Roberto Mariani


Entra. No repares en el sol que dejas en la calle. Él está caído en la calle como una blanca mancha de cal. Está lamiendo ahora nuestra vereda; esta tarde se irá enfrente. Entra. No repares en el sol. Tienes el domingo para bebértelo todo y golosamente, como un vaso de rubia cerveza en una tarde de calor. Hoy, deja el perezoso y contemplativo sol en la calle. Tú, entra. El sol no es serio. Entra. En la calle también está el viento. El viento que corre jugando con fantasmas. Fantasma él también, pues no se ve con los ojos de la cara, y se lo siente. El viento está jugando; ya corriendo una loca carrera por en medio de la calle; ya golpeándose las sienes contra las paredes de las casas; ya deshilándose en las copas de los árboles... f... f... f... f... El viento es juguetón como un recental; esto no es serio. Tú entra.

Deja en la calle sol, viento, movimiento loco; tú, entra.

¿Qué podrías hacer en la calle? ¿No tienes vergüenza, estúpido sentimental, regodearte con el sol como un anciano blanco, y esqueletoso, y centenario? ¿No te humilla, en tu actual situación de muchacho fornido, dejarte forrar por el viento como una hoja dentro de un remolino?

¡Y la lluvia! No te avergonzaré recordándote que los otros días estuviste tres horas, ¡tres horas!, contemplando tras la vidriera del café, caer y caer y caer, monótonamente, estúpidamente, una larga, monótona y estúpida lluvia. Entra, entra.

Entra; penetra en mi vientre, que no es oscuro, porque, ¡mira cuántos Osram flechan sus luminosos ojos de azufre encendido como pupilas de gata! Penetra en mi carne, y estarás resguardado contra el sol que quema, el viento que golpea, la lluvia que moja y el frío que enferma.

Entra; así tendrás la certeza —que dará paz a tu espíritu— de obtener todos los días pan para tu boca y para la boca de tus pequeñuelos. ¡Tus pequeñuelos, tus hijos, los hijos de tu carne y de tu alma y de la carne y del alma de la compañera que hace contigo el camino! Yo te daré para ellos pan y leche; no temas; mientras tú estés en mi seno, y no desgarres las prescripciones que tú sabes, jamás faltará a tus pequeñuelos, ¡los pobres!, ni pan, ni leche, para sus ávidas bocas. Entra; acuérdate de ellos; entra.

Además, cumplirás con tu deber. Tu Deber. ¿Entiendes? El trabajo no deshonra, sino que ennoblece. La Vida es un Deber. El hombre ha nacido para trabajar.

Entra; urge trabajar. La vida moderna es complicada como una madeja con la que estuvo jugando un gato joven. Entra; siempre hay trabajo aquí.

No te aburrirás; al contrario, encontrarás con qué matizar tu vida. (Además de que es un Deber.) Entra. Siéntate. Trabaja. Son cuatro horas apenas. Cuatro horas. Pero, eso sí: nada de engañifas ni simulaciones ni sofisticaciones. ¡A trabajar! Si tu labor es limpia, exacta y voluntariosa —voluntariosa sobre todo—, los jefes te felicitarán. Tú estás sano; puedes resistir estas cuatro horas. ¿Has visto cómo las has resistido? Ahora vete a almorzar. Y vuelve a hora cabal, exacta, precisa, matemática. ¡Cuidado! Porque si todos se atrasaran, se derrumbaría la disciplina, y sin disciplina no puede existir nada serio. Otras cuatro horas al día. Nadie se muere trabajando ocho horas diarias. Tú mismo, dime: ¿no has estado remando el domingo once o doce horas, cansando tus músculos en una labor con el agua que me abstengo de calificar por el ningún rendimiento que se obtiene? ¿Ves tú? ¡Y con inminente peligro de ahogarte ! Yo sólo te exijo ocho horas. Y te pago, te visto, te doy de comer. ¡No me lo agradezcas! Yo soy así.

Ahora vete contento. Has cumplido con tu Deber. Ve a tu casa. No te detengas en el camino. Hay que ser serio, honesto, sin vicios. Y vuelve mañana, y todos los días, durante 25 años; durante los 9.125 días que llegues a mí, yo te abriré mi seno de madre; después, si no te has muerto tísico, te daré la jubilación.

Entonces, gozarás del sol, y al día siguiente te morirás. ¡Pero habrás cumplido con tu Deber!

viernes, 17 de septiembre de 2010

La mujer alta, de Pedro Antonio de Alarcón


--¡ Qué sabemos! Amigos míos.... ¡qué sabemos! --exclamó Gabriel, distinguido ingeniero de Montes, sentándose debajo de un pino y cerca de una fuente, en la cumbre del Guadarrama, a legua y media de El Escorial, en el límite divisorio de las provincias de Madrid y Segovia; sitio y fuente y pino que yo conozco y me parece estar viendo, pero cuyo nombre se me ha olvidado.

--Sentémonos, como es de rigor y está escrito.. en nuestro programa --continuó Gabriel--, a descansar y hacer por la vida en este ameno y clásico paraje, famoso por la virtud digestiva del agua de ese manantial y por los muchos borregos que aquí se han comido nuestros ilustres maestros don Miguel Bosch, don Máximo Laguna, don Agustín Pascual y otros grandes naturistas; os contaré una rara y peregrina historia en comprobación de mi tesis..., reducida a manifestar, aunque me llaméis oscurantista, que en el globo terráqueo ocurren todavía cosas sobrenaturales: esto es, cosas que no caben en la cuadrícula de la razón, de la ciencia ni de la filosofía, tal y como hoy se entienden (o no se entienden) semejantes palabras, palabras y palabras, que diría Hamlet...

Enderezaba Gabriel este pintoresco discurso a cinco sujetos de diferente edad, pero ninguno joven, y sólo uno entrado ya en años; también ingenieros de Montes tres de ellos, pintor el cuarto y un poco literato el quinto; todos los cuales habían subido con el orador, que era el más pollo, en sendas burras de alquiler, desde el Real Sitio de San Lorenzo, a pasar aquel día herborizando en los hermosos pinares de Peguerinos, cazando mariposas por medio de mangas de tul, cogiendo coleópteros raros bajo la corteza de los pinos enfermos y comiéndose una carga de víveres fiambres pagados a escote.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Principiantes, de Raymond Carver (versión original sin editar)

Mi amigo Herb McGinnis, cardiólogo, estaba hablando.  Los cuatro estábamos sentados en torno a su mesa en la cocina tomando ginebra. Era sábado a la tarde. El sol inundaba la cocina desde la gran ventana tras la pileta. Eramos  Herb y yo y su segunda mujer, Teresa -Terri, le decíamos- y mi mujer, Laura. Vivíamos en Albuquerque,  pero todos éramos de otra parte. Había un balde de hielo en la mesa. La ginebra y el agua tónica iban y venían, y así llegamos en la conversación al tema del amor.  Herb pensaba que el amor real no era otra cosa que amor espiritual.  Cuando era joven había pasado cinco años en un seminario antes de renunciar para seguir la carrera de medicina. Había dejado la iglesia al mismo tiempo, pero dijo que todavía recordaba aquellos años en el seminario como los más importantes de su vida.

Terri dijo que el hombre con el que vivía antes de vivir con Herb la amaba tanto que hubiera intentado matarla. Herb se rió cuando dijo esto. Mudó de expresión. Terri lo miró. Entonces  ella dijo, "una noche me dio una paliza, la última noche que vivimos juntos. Me arrastró de los tobillos por todo el living.  Mientras que decía, "Te amo, ¿te das cuenta? Te amo, puta". No paraba de arrastrarme por todo el living, mi cabeza  golpeando con todo". Terri nos miró a los que estábamos en la mesa y luego miró sus manos en el vaso. "¿Qué se hace con un amor así?", dijo.  Era una mujer de huesos finos, de cara linda, ojos oscuros y cabello castaño cayendo por su espalda. Le gustaban los collares de turquesas, y los aros largos. Era quince años más joven que Herb, había tenido períodos de anorexia, y a fin de los años sesenta, antes de comenzar enfermería, había sido marginal, una "persona de la calle", como decía ella. Herb a veces la llamaba, afectuosamente, su hippie.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Huérfano, de Ricardo Mariño

Vi a mi amor cuando subía con la olla en la mano. Al llegar al extremo de la escalera apoyó el reci­piente en el techo del baño, pasó ella misma al techo y lentamente fue vertiendo el agua dentro del tanque. El primer chorro hizo ruido como de bolitas de acero que golpeaban contra el fondo metálico. Dejó la olla a un lado y se irguió, tomándose la cintura y mirando hacia arriba, donde el sol se ocultaba dando un tinte cobrizo a las copas de los árboles y trazando finas rayas rojas en los techos de zinc. Bandadas de patos surcaban el cielo, sus graznidos eran el silbido de un viento imper­ceptible y yo estaba henchido de amor, tronando, exi­giendo ayuda al dios del cual me animaba a descreer mi abuelo.

—Te vas a bailar, Teresa —le grité desde nuestro corredor.

—Qué hacés, Mario —saludó—. SÍ, a ese lu­gar nuevo —se tiró atrás el pelo y en el mismo gesto volvió su mirada a nuestro patio. Dijo que calentaría otra olla y emprendió el descenso.

—¿Qué? ¿Un lugar nuevo? —me preguntó el viejo alcanzándome el mate—. ¿Cómo se llama? —y cuando se lo devolví retuvo mi mano, insistiendo—: ¿Qué hace esta chica? ¿Cómo se llama ese lugar?

—En el frigorífico —le contesté—, trabaja en el frigorífico.

—¿Con vos?

—No, abuelo, ¿qué, va a andar en los camio­nes?

Cuando volvió a subir se quejó del peso de la olla. Era ahora una figura totalmente oscura recortada sobre el cielo rojo. La brisa que empezaba a levantarse adhería el vestido a sus piernas.

martes, 14 de septiembre de 2010

Mujeres desesperadas, de Samanta Schweblin

Parada en el medio de la ruta Felicidad ha creído ver, en el horizonte, el débil reflejo de las luces traseras del auto. Ahora, en la oscuridad cerrada del campo, sólo se distinguen la luna y su vestido de novia. Sentada sobre una piedra junto a la puerta del baño concluye que no tendría que haber tardado tanto. Desprende del tul algunos granos de arroz. Apenas puede adivinar el paisaje: el campo, la ruta y el baño.

       Quiere llorar, pero todavía no puede. Corrige los pliegues del vestido, se mira las uñas, y contempla, cada tanto, la ruta por la que él se ha ido. Entonces algo sucede:

       -No vuelven- dice una mujer.

       Felicidad se asusta y grita. Por un segundo cree encontrarse frente a un fantasma. Intenta controlarse, pero el cuerpo no deja de temblarle. Mira a la mujer: nada parece sobresaltarla, tiene una expresión vieja y amarga, aunque conserva entre las arrugas grandes ojos claros y labios de perfectas dimensiones.

       -La ruta es una mierda- dice la mujer. Saca de su bolsillo un cigarrillo, lo enciende y se lo lleva a la boca- Una mierda. Lo peor…

       Una luz blanca aparece en la ruta, las ilumina al pasar, y se esfuma con su tono rojizo.

       -¿Y qué? ¿Vas a esperarlo?- dice la mujer.

lunes, 13 de septiembre de 2010

El contorno del ojo, de Roberto Bolaño

Diario del oficial chino Chen Huo Deng, 1980. 

Jueves. Una curiosa criatura parecida a una vaca gigante pero que posee un pico de pato. Las palabras del periódico se ordenaron como un acertijo infantil dentro de mi cabeza. Me levanté a las cinco de la mañana. Después de lavarme descorrí la cortina: al fondo, en las escarpadas, muy lejos de la aldea, unas fogatas me recordaron los campamentos militares de mi adolescencia. Eran los carboneros. Más allá, hacia el oeste, entre bosques y campos de cultivo, el tendido ferroviario y un tren iluminado a medias que se perdía en la noche. Martes. El comisario político de la aldea vino a visitarme. Eran las siete de la mañana y la puerta estaba abierta. Debió deducir que me hallaba despierto y entró. El hombre quedó sorprendido de encontrarme sentado en el suelo, de cara a la pared, sin ninguna prenda de vestir encima. Al volverme hacia él se puso a parpadear y musitó que lo sentía. Le dije que no importaba. Mi rostro recién afeitado contrastaba con su cara soñolienta. Luego dijo: buenos días camarada Chen, y se marchó. Me quedé un instante escuchando sus apresurados pasos sobre el camino. Jueves. Por la mañana estuvo conmigo el médico. Me preguntó cómo me sentía. Le dije que escribía un diario. Dijo que hacía años que había leído mis diarios de juventud. Le dije que el diario que ahora llevaba no era para la imprenta. He escrito muchos diarios, le dije, la mayoría fruto del cansancio, muletas para mi creación literaria. Dijo que comprendía que los poetas escribiéramos mil palabras para librar una. Le dije que en mi diario actual se libraba algo más y se rió sin comprender. Viernes. Hoy ha habido ajetreo en la aldea. Por la tarde un grupo de hombres y mujeres salió hacia el bosque que colinda con la Granja; el resto del pueblo se reunió en la biblioteca y partieron después en dirección a las escarpadas. Temí que fuera el único habitante que quedara en la aldea. Me vi a mí mismo, solo en la casa y luego vi la casa confundida entre las otras casas vacías. En la perspectiva había algo que iba mal. Salí al jardín a fumarme un cigarrillo y a pensar; en la casa de enfrente se abrió una ventana y una anciana a quien nunca antes había visto me sonrió. Permanecí allí bastante rato; observé que las plantas crecían con inusitado vigor; al final del camino un perro jugaba solo. Entrada la noche comenzaron a regresar los aldeanos. Casi nadie hablaba, a excepción de los niños que parecían alegres y excitados. Jueves. Por el camino principal de la aldea vi venir al comisario político acompañado de tres niños. Los niños conversaban entre ellos y de vez en cuando le dirigían la palabra al comisario. Pensé que iban a la Granja. Camarada Chen, sonrió el comisario al llegar a la casa, pero sin entrar, estos alumnos tienen que escribir una composición sobre tus libros, explicó: sé amable con ellos.Camarada, dijo uno de los niños, nuestro trabajo de literatura de este mes versará sobre ti. Les dije que me halagaban, cuidándome mucho de preguntarles si había sido idea de ellos o de la maestra. Parecían unos niños muy serios. El comisario se marchó enseguida. Mientras mis huéspedes se acomodaban en el cuarto me asomé a la ventana y lo vi alejarse por el camino del pantano, la cabeza inclinada como si tuviera sobre sí un gran problema. El gris del cielo parecía enfermizo, veteado de blanco, con fosforescencias apagadas en la línea del horizonte.

viernes, 10 de septiembre de 2010

El aljibe, de Mariana Enríquez

I am terrified by this dark thing

That sleeps in me;

All day I feel its soft, feathery turnings, its malignity.

Sylvia Plath



Josefina recordaba el calor y el hacinamiento dentro del Renault 12 como si el viaje hubiera sucedido apenas unos días atrás y no cuando ella tenía seis años, poco días después de Navidad, bajo el asfixiante sol de enero. Su padre manejaba, casi sin hablar; su madre iba en el asiento de adelante y en el de atrás había quedado atrapada entre su hermana y su abuela Rita, que pelaba mandarinas e inundaba el auto con el olor de la fruta recalentada. Iban de vacaciones a Corrientes, a visitar a los tíos maternos, pero eso era sólo una parte del gran motivo del viaje, que Josefina no podía adivinar. Recordaba que ninguno hablaba mucho; su abuela y su madre llevaban anteojos oscuros y sólo abrían la boca para alertar sobre algún camión que pasaba demasiado cerca del auto, o para pedirle a su padre que disminuyera la velocidad, tensas y alertas a la espera de un accidente.

Tenían miedo. Siempre tenían miedo. En verano, cuando Josefina y Mariela querían bañarse en la Pelopincho, la abuela Rita llenaba la pileta con apenas diez centímetros de agua y vigilaba cada chapoteo sentada en una silla bajo la sombra del limonero del patio, para llegar a tiempo si sus nietas se ahogaban. Josefina recordaba que su madre lloraba y llamaba a médicos y ambulancias de madrugada si ella o su hermana tenían unas líneas de fiebre. O las hacía faltar a la escuela ante un inofensivo catarro. Nunca les daba permiso para dormir en casa de amigas, y apenas las dejaba jugar en la vereda; si lo hacía, podían verla vigilándolas por la ventana, semiescondida detrás de las cortinas. A veces Mariela lloraba de noche, diciendo que algo se movía debajo de su cama, y nunca podía dormir con la luz apagada. Josefina era la única que nunca tenía miedo, como su padre. Hasta aquel viaje a Corrientes.

jueves, 9 de septiembre de 2010

La noche del féretro, de Francisco Tario

Entró un señor enlutado, con los zapatos muy limpios y los ojos enrojecidos por el llanto. Se aproximó al empleado y dijo:

—Necesito un féretro.

Oí distintamente su voz ronca y amarga seguida por una tos irritante que, de estar yo dormido, me hubiera hecho despertar. Oí también, en aquel preciso momento, el timbre de la puerta en la casa contigua y el ladrido del perro, quien anunciaba así su alegría.

El empleado dijo:

—Pase usted.

Y pasó el hombre sigilosamente, con un poco de asco, mirando a diestra y siniestra, como una reina anciana que visita un hospital. Parecía un tanto avergonzado del espectáculo: de aquellos cajones grises, blancos o negros que tanto asustan a los hombres, y de aquella luz amarilla y sucia que daba al local cierto aspecto de taberna.

Mi compañero de abajo se enderezó cuanto pudo para explicarme:

—El cliente es rico, conque tú serás el elegido. 

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Roy Spivey, de Miranda July

Dos veces me he sentado al lado de un hombre famoso en un avión. El primero fue Jason Kidd de los New Jersey Nets. Le pregunté por qué no volaba en primera clase, y dijo que era porque su primo trabajaba para United.

“¿Y no es esa una mejor razón para ir en primera clase?”

“No. Me gusta así”, dijo, extendiendo sus piernas hacia el pasillo.

No le pregunté más ya que ¿qué sé de los altos y bajos de ser una estrella deportiva? No hablamos en el resto del vuelo.

No puedo mencionar el nombre del segundo famoso, pero les diré que es un rompecorazones casado con una joven actriz. Asimismo, tiene la letra V en su primer nombre. Eso es todo (no puedo decirles nada más que eso). Pero piensen en la palabra espionaje. Ok, eso es todo. Le digo Roy Spivey, que es casi un anagrama de su nombre.

Si fuera una persona más segura de sí misma no habría cedido mi asiento en un vuelo sobrevendido, no habría sido llevada a primera clase, no me habría sentado cerca de él. Esta era mi recompensa por ser apurona. Él durmió la primera hora, y fue asombroso ver una cara famosa tan vulnerable y tan vacía. Roy tenía el asiento de la ventana y yo tenía el del pasillo, y sentí como si lo cuidara, protegiéndolo de las luces brillantes y de los paparazis. Duerme, pequeño espía, duerme. Es por esta razón, en una relación, que siempre dejo a los hombres que me vean quedarme dormida antes que ellos. Me hace sentir que, aunque sea más alta, soy frágil y necesito que me cuiden. Un hombre que puede ver la debilidad de un gigante, sabe que es un hombre de verdad. Además, a ese tipo de hombres seguramente las mujeres pequeñas lo vuelven ligeramente loco. Por lo que, de hecho, es posible que les atraigan las mujeres altas.

martes, 7 de septiembre de 2010

Élida volvió para quedarse, de Marcelo di Marco

De pronto Leonardo oyó la puerta del ascensor. Tuvo un escalofrío. En un segundo se secó la mano y se abrochó el cinturón. Apagó la pantalla, escondió la caja del video bajo los almohadones y se sentó en el sillón con el libro que encontró más a mano. Trató de calmarse. No había contado con que su cuñada y los chicos volverían media hora antes que de costumbre. Pensó que la visita habría sido más corta.    Pero no abrieron con llave, tocaron el timbre.   

Se levantó y por la mirilla vio a Eduardito y a Lucía. Sin su cuñada. A lo mejor Marta se había demorado comprando cigarrillos.   

Les dio un beso y les preguntó por ella.   

-Dónde dejaron a la tía -dijo.   

Los chicos no contestaron. Notó que Lucía tenia los ojos colorados. Había estado llorando.   

Eduardito empezó a decir algo. Leonardo tuvo un presentimiento. Oyó otra vez el ascensor, ruido de llaves.   

Supo que no era Marta quien estaba por entrar. 

La puerta se abrió, y apareció Élida. 

Instintivamente se interpuso entre ella y los chicos.

-Quise darte una sorpresa -le dijo su mujer, sonriente. 

lunes, 6 de septiembre de 2010

Las tiendas de color canela, de Bruno Schulz

En esa época del año en que los días son más cortos y somnolientos, apresados entre los ribetes abrigados del alba y del crepúsculo, cuando la ciudad se ramificaba en laberintos de noches invernales, de cuya torpeza apenas alcanzaban a rescatarla las demasiado cortas mañanas, mi padre estaba ya sometido, extraviado, entregado a otra esfera...

Su cara y su cabeza entera se erizaban salvajemente en una pelambre gris cuyos mechones surgían de las verrugas de las orejas y de las fosas nasales, dándole el aspecto de un viejo zorro al acecho.

El olfato y el oído se le agudizaban. En la expresión de su rostro silencioso y tenso se veía que sus sentidos lo mantenían en contacto permanente con el mundo invisible de los rincones obscuros, los agujeros de los ratones, el vacío bajo el entarimado carcomido y los conductos de las chimeneas.

Todos los crujidos, los ruidos nocturnos, la vida secreta y rechinante de los pisos encontraban en él un observador tan vigilante como infalible, a la vez espía y cómplice. Esta tarea lo absorbía de tal manera que se enfrascaba completamente en esta esfera para nosotros inaccesible y de la cual ni siquiera intentaba informarnos.

A veces, cuando los caprichos de lo invisible se tornaban demasiado absurdos, no podía abstenerse de chasquear los dedos o reírse por lo bajo. Lanzaba miradas de complicidad al gato, también iniciado en los misterios de ese mundo, que levantaba su cabeza cínica y fría, cubierta de rayas, entrecerrando los ojos delgados y oblicuos, siempre sumido en la indiferencia y el aburrimiento.

viernes, 3 de septiembre de 2010

El descubrimiento del fuego, de Angélica Gorodischer

Fue a buscar a su vecina para contarle lo que le había pasado. Esperaba que estuviera. Que no hubiera ido al supermercado, o al centro, o a una reunión de madres en la escuela. Que estuviera, que le abriera la puerta y le brillaran los ojos y le dijera hola y la convidara con un café. Cruzó el jardín delantero y miró por la ventana del living. Los vidrios reverberaban con el sol, no se veía nada. Alcanzó a distinguir el sofá, la puerta del fondo y una mancha rosa que podía ser un pañuelo para el cuello, flores, la tapa de una revista. No se oían pasos, ni voces, ni la radio. Puso las dos manos como embudo entre sus ojos y la ventana y así pudo ver mejor, soleado y solo, ese living al que conocía tanto como al de su propia casa. Bajó las manos, se alisó la pollera y se arregló el pelo.

-Hola, llegaste justo, pasá, pasá, estaba por tomarme un café.

Qué suerte estar acá, pensó, tener adonde ir, un lugar sólido y fijo, no como el de esos sueños en los que se balancea una en la punta de un mástil: mira para abajo y la punta del mástil, muy muy lejos, está apoyada en el asiento de un auto sin capota como el que usan los presidentes y los reyes, que se mueve en medio de un desfile manejado por un desconocido. A veces es peor, a veces no maneja nadie y ella es la que tiene el volante allá arriba. Pero la cocina no se mueve, es toda blanca, con cortinas blancas en las ventanas y mantelitos de cuadros verdes y blancos sobre la mesa blanca. Ella está sentada en una silla blanca que tiene un almohadón verde y la vecina desenchufa la cafetera y saca dos tazas del anaquel.

jueves, 2 de septiembre de 2010

Las actas del juicio, de Ricardo Piglia

En la ciudad de Concepción del Uruguay, a los diez y siete días del mes de agosto de mil ochocientos setenta y uno, el señor juez en primera instancia en lo criminal, doctor Sebastián J. Mendiburu, acompañado de mí el infrascripto secretario de Actas se constituyó en la Sala Central del Juzgado Municipal a tomarle declaración como testigo en esta causa al acusado Robustiano Vega, el que previo el juramento de decir verdad de todo lo que supiere y le fuere preguntado, lo fue al tenor siguiente:

    Lo que ustedes no saben es que ya estaba muerto desde antes. Por eso yo quiero contar todo desde el principio, para que no se piense que ando arrepentido de lo que hice, que una cosa es la tristeza y otra distinta el arrepentimiento, y lo que yo hice ya estaba hecho y no fue más que un favor, algo que sólo se hace para aliviar, algo que no le importa a nadie. Ni al General.

    Porque para nosotros estaba muerto desde antes. Eso ustedes no lo saben y ahora arman este bochinche y andan diciendo que en los Bajos de Toledo tuvimos miedo. Que lo hicimos por miedo. A nosotros decirnos que fue por miedo a pelear. A nosotros, que lo corrimos a don Juan Manuel y a Oribe y a Lavalle y al manco Paz. A nosotros que estuvimos, aquella tarde, en Cepeda, cuando el General nos juntó a todos los del Quinto en una lomada y el sol le pegaba de frente, iluminándolo, y dijo que si los porteños eran mil alcanzaba con quinientos. "Porque con la mitad de mis entrerrianos los espanto", dijo el General, y el sol le achicaba los ojos.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Las moscas, de Horacio Quiroga

Al rozar el monte, los hombres tumbaron el año anterior este árbol, cuyo tronco yace en toda su extensión aplastado contra el suelo. Mientras sus compañeros han perdido gran parte de la corteza en el incendio del rozado, aquél conserva la suya casi intacta. Apenas si a todo lo largo una franja carbonizada habla muy claro de la acción del fuego.

Esto era el invierno pasado. Han transcurrido cuatro meses. En medio del rozado perdido por la sequía, el árbol tronchado yace siempre en un páramo de cenizas. Sentado contra el tronco, el dorso apoyado en él, me hallo también inmóvil. En algún punto de la espalda tengo la columna vertebral rota. He caído allí mismo, después de tropezar sin suerte contra un raigón. Tal como he caído, permanezco sentado –quebrado, mejor dicho– contra el árbol.

Desde hace un instante siento un zumbido fijo –el zumbido de la lesión medular– que lo inunda todo, y en el que mi aliento parece defluirse. No puedo ya mover las manos, y apenas si uno que otro dedo alcanza a remover la ceniza.