jueves, 31 de octubre de 2019

La muerte y su traje, de Santiago Dabove

—En mi juventud me tocó ver y actuar en un acontecimiento singular y terrible que tuvo por escenario las inmediaciones del antiguo Chuculito —no quiero mentar su nombre actual—, gran lago del Perú y Bolivia. Fue aquello durante el carnaval de 18…

Yo ya soy viejo y han pasado muchos años desde entonces, pero aun ahora, no puedo ver una mascarada sin estremecerme por el recuerdo de aquel horror…

Sé que aquello sucedió, sé que no es un sueño, pero también los sueños «suceden» y el alma anda entre sueños. Si quisiera hacer una evocación rápida y sintética, para mí mismo, como un «aguafuerte», pondría sombras, trazos de luz como gritos desesperados, vapores de alcohol y de narcóticos, un chisporroteo, una ancha risa diabólica…

El que así había hablado era Mr. Cunningham, hombre huesudo y recio, de facciones enérgicas, pero que tenía una actitud meditabunda y esos ojos forma almendra, algo oblicuos y soñadores de algunos ingleses. Tomó el vaso de cerveza entre sus dedos largos y hábiles y empezó a hacer girar circularmente el resto del líquido que quedaba para ver si hacía espuma. Como no la hiciera, apartó el vaso y pidió al mozo whisky añejo, de ese del norte de Escocia, que pone elocuentes hasta a los mismos ingleses. Se sirvió una buena porción con poca soda, para avivar los recuerdos, según decía, y a lostres amigos que lo escuchábamos silenciosos, en ese café también silencioso (¡qué suerte!) nos contó lo siguiente:

—Yo era joven —dijo—, tenía veinticuatro años; era en los tiempos en que la Compañía de Londres me envió a Sud América, ¡oh, sí! Compañía que explotaba productos medicinales. Mi padre estaba en ella como director, y yo, muchacho activo, hábil de manos y no tan sonso, ¡no sonso!, parece que les gusté para venir a América. Mi misión era por el norte, el trópico. Se trataba de algo nuevo, pero no complicado. ¡Oh, no complicado, pero muy bien pensado!… ¿Ustedes conocen el árbol de la coca, no?, es oriundo del Perú y de esos lugares. Todos los indios, y otras gentes más que no son indios, peruanos y bolivianos, mascan la coca. ¿Nunca vieron? Le ponen un poco de cenicita o potasa para que largue más, y mascan, mascan. La Compañía de Londres vio eso de los arbolitos y dijo: aquí hay ganancia. ¿Quién fue el de la idea? Oh, nunca se sabe quién tiene las ideas. Me enviaron a mí para trasplantar el árbol de la coca a una colonia inglesa. Yo era hijo de arboricultores. Yo hice lo que había que hacer. Los peruanos y bolivianos discutían el presupuesto, los impuestos, las rentas públicas y quién ocuparía el gobierno. Esta, la de gobernar, es industria de veinte países sudamericanos… Yo me llevaba del Perú y Bolivia varios miles de plantitas de la coca para aclimatarlas en colonias inglesas. No pasó mucho, no mucho, que nosotros en Inglaterra nos apoderamos del mercado mundial de cocaína. Pero sudamericanos aumentan presupuesto, piden plata a ingleses y se muestran los dientes y sables porque no tienen riqueza y el presupuesto anda mal por muchos militares y políticos que tienen muchas ideas de gobierno y finanzas y para aplicarlos hacen revoluciones…

miércoles, 30 de octubre de 2019

Una hoja escrita a mano, de Carolina Sanín Paz

Leí una hoja escrita a mano en la que se decía que el universo entero, con su polvo, su gente, sus animales y sus plantas, piedras y metales, y aun con cosas que no son estrellas ni se mueven y que no sabemos lo que son, ni si son ya cosas o no lo son todavía, está contenido o representado o comprendido en cada hombre. Creo que en la hoja se entendía hombre como hombre y mujer, o sea, que se sugería que aparte de las letras y los ángeles, de la suerte y la basura, en el hombre está también comprendida la mujer.

En las hojas, según se decía en la hoja escrita, están los árboles; no solo el árbol del que la hoja cae, sino también los demás árboles: el genealógico, el del bien y el mal y aquellos que no tienen hojas y de los que cuelgan los ahorcados. En la hoja se decía que cada parte del ser humano (su nariz, su cansancio, el diente que se le afloja en un sueño y el que muda cuando niño) puede traducirse como una parte de la ciudad, una parte del país y una parte del mundo. Se decía que el corazón es como el sol o, mejor dicho, que decir corazón es decir sol, y que el corazón y el sol también son el león. Se decía que el corazón, el león y el sol son lo mismo que el oro. Y que cuando uno dice “oro”, “león”, “corazón” o “sol”, también está diciendo “rey”.

martes, 29 de octubre de 2019

Sin perdón, de István Örkény

Les di veinte forintos a los dos enfermeros que lo colocaron en la camilla y lo bajaron a la ambulancia. También en la clínica di veinte a cada una de las enfermeras, a la diurna y a la de noche, y les pedí que lo cuidaran. Dijeron que no me preocupara, que ellas cada media hora se iban a asomar a verlo, aunque por suerte el paciente no estaba inconsciente. Al día siguiente era domingo, así que pude ir a visitarlo. Seguía estando consciente, pero ya casi no hablaba. Por el paciente de la otra cama me enteré de que las enfermeras no aparecieron ni una sola vez, lo cual no era de extrañar, porque entre las dos tenían que atender a ciento sesenta enfermos. Los médicos tampoco lo habían examinado: dijeron que el lunes lo revisarían en detalle. Eso siempre es así, dijo el vecino, cuando el enfermo ingresa el sábado al mediodía.

Salí al pasillo y busqué una enfermera, pero no encontré a ninguna de las del día anterior. Después de mucho buscar, logré dar con la que estaba de guardia. También le di veinte forintos, y le pedí que le echaran una mirada de vez en cuando a mi padre. Hubiera querido encontrarme también con el médico. Todavía en casa había metido un billete de cien forintos en un sobre, pero la enfermera me dijo que al médico lo habían llamado para una transfusión a la sala de las mujeres. Que podía confiar en ella, hablaría con él. Regresé a la sala de los enfermos, donde el vecino me tranquilizó diciendo que seguramente el médico de guardia no tendría tiempo de examinar a los enfermos, así que era mejor que no le hubiese podido entregar el dinero. De todas maneras solo al día siguiente vendrían los especialistas, ellos ya tendrían tiempo de ocuparse de él.

-¿Necesitas algo? -pregunté.

-Gracias, no necesito nada.

-Te traje algunas manzanas.

-Gracias, no tengo hambre.

Me quedé sentado una hora más junto a su cama. Hubiera querido conversar con él, pero ya no sabía de qué. Un rato después le pregunté si le dolía algo. Dijo que no. De manera que tampoco le pude hacer más preguntas en cuanto a eso. Estuvimos callados todo el tiempo. La relación entre nosotros era púdica y reservada, hablábamos solo de hechos. Pero los hechos que ayer todavía hubiéramos podido mencionar, para hoy perdieron importancia y se convirtieron en nada. De sentimientos nunca intercambiamos palabra.

-Entonces me voy -le dije después.

-Anda, hijo -contestó.

-Mañana vendré y hablaré con el médico.

-Gracias -dijo.

-El especialista solo viene por la mañana.

-No es tan urgente -dijo, y su mirada me acompañó hasta la puerta.

A las siete de la mañana me llamaron para decirme que había muerto durante la noche. Cuando entré en la 217, en la cama ya había otro en su lugar. Su vecino me tranquilizó, diciendo que no sufrió nada, solo suspiró levemente y ese fue el final. Sospeché que quizás el vecino no decía la verdad, porque se me ocurrió que en su lugar yo también hubiera dicho lo mismo, pero luego intenté convencerme de que no me había engañado y que de verdad mi padre había muerto sin sufrir.

Tuve que cumplir muchas formalidades. En la oficina de admisión se me acercó una enfermera, pero no era ninguna de las del sábado, ni tampoco la que estaba de guardia ayer, sino una que no había visto hasta entonces, la cual me entregó el reloj de oro de mi padre, sus lentes, su billetera, su encendedor y la bolsa con las manzanas. Le di veinte forintos y seguí dictando los datos. Luego se me acercó un hombre con gorra de cuero y se ofreció para lavar, afeitar y vestir el cuerpo. Fue él quien lo dijo así, “el cuerpo”, con lo cual seguramente quiso hacer sentir que, aunque la persona en cuestión ya no vivía, no sería totalmente un cadáver hasta que no fuese lavado y vestido.

Aún tenía conmigo los cien forintos metidos en el sobre. Se los entregué. Rasgó el sobre, miró adentro y luego, con un gesto rápido, se quitó la gorra y ya no se la volvió a poner más en mi presencia. Dijo que iba a arreglar todo muy bonito, que mandase un traje y ropa interior limpia, que con toda seguridad yo iba a quedar conforme. Le respondí que por la tarde vendría con la ropa interior y con un traje oscuro, pero que ahora quería ir a verlo.

-¿Quiere ver el cuerpo? -me preguntó, asombrado.

-Quiero verlo -dije.

-Sería mejor después -me aconsejó.

-Quiero verlo ahora -dije-. No pude estar a su lado cuando murió.

A regañadientes me condujo al depósito de cadáveres, que estaba en un edificio aparte, en el centro del parque de la clínica. El sótano estaba iluminado con una bombilla muy fuerte y había que bajar por unas escaleras de piedra. Ahí, sobre el asfalto, al pie de las escaleras, estaba tendido boca arriba mi padre. Sus piernas abiertas, los brazos también, tal como pintan en los cuadros a los héroes muertos. Pero él no tenía ropa y de una de sus fosas nasales sobresalía un pedacito de algodón y había otro pegado a su muslo izquierdo. Seguramente ahí había recibido la última inyección.

-Ahora todavía no puede verse nada -dijo el de la gorra de cuero, como justificándose. Se mantuvo a mi lado, ahí en el helado sótano, con la cabeza descubierta-. Pero tendrá que verlo cómo va a quedar cuando lo vista.

No dije nada.

-¿Pasó mucho tiempo enfermo? -preguntó después.

-Mucho -dije.

-Estoy pensando -dijo- en que voy a cortarle un poco el cabello. Eso contribuye bastante.

-Como quiera -dije.

-¿Se peinaba con la raya al lado?

-Sí -dije.

Se calló. También yo me mantuve callado. Ya no podía decir nada, ni podía hacer nada, ni podía dar dinero a nadie más. No podía remediar nada, ni siquiera mandándome enterrar vivo a su lado.

jueves, 17 de octubre de 2019

La calle de los mendigos, de Mario Levrero

Extraigo un cigarrillo y lo llevo a los labios; acerco el encendedor y lo hago funcionar, pero no enciende. Me sorprende, porque hace pocos momentos marchaba perfectamente, la llama era buena, y nada indicaba que el combustible estuviera por agotarse; es más: recuerdo haberle puesto piedra nueva, y una nueva carga de disán, hace apenas unas horas.

Acciono, sin resultado, repetidas veces el mecanismo; compruebo que se produce la chispa; entonces, con un cuentagotas, vuelvo a llenar el tanque de disán.

Tampoco enciende, ahora.

En varios años nunca había fallado así. Me propuse buscar el desperfecto.

Con una moneda le quito nuevamente el tornillo que cierra el tanque; esto no parece contribuir a desarmarlo. Con la misma moneda, quito luego el tornillo correspondiente al conducto de la piedra; sale también un resorte, que está enganchado a la punta del tornillo. En el otro extremo, el resorte lleva una pieza de metal, parecida a la piedra (que también sale, junto con algunos filamentos, blancos y del largo del resorte, en los que nunca me había fijado). El encendedor sigue siendo una pieza entera; en nada he adelantado quitando estos tornillos.

miércoles, 16 de octubre de 2019

Blackout, de Gabriela Alemán

Yo seguía guardando historias en las que alguien salía herido. De un tiempo acá me interesaban menos pero las archivaba de igual manera, por si algún día lo volvía a encontrar. Sabía qué le gustaba escuchar; lo conocía, con intermitencias, más de dos décadas. Había aprendido, en el transcurso de ese tiempo, qué fibras tocar para que su mirada se incendiara como la llama de una vela al fondo de una bebida turbia. Él había reconocido esa misma luz en mí cuando ni sabía que la tenía. Mientras los otros profesores pretendían enseñarme logaritmos o a reconocer la hipotenusa en un triángulo rectángulo, él me llevaba a hacer trabajo de campo en la ciudad. La llamaba arqueología nocturna. Tenía un don especial para reconocer los lugares que estaban a punto de extinguirse.

Pierde el que se emborracha primero: es lo único que recuerdo como enseñanza de esos años. A donde entráramos, era lo que susurraba en mi oído al franquear la puerta. Era lo último que recordaba antes de colapsar sobre mi cama, si llegaba a mi casa de madrugada. Era mi canto de sirena. La melodía en su voz no dejaba espacio para la decepción o el engaño. Cuando la entonaba me volvía su cómplice. Él no sabía cómo me halagaba serlo; aunque, a veces, pensaba que sí lo sabía, lo sabía demasiado bien.

martes, 15 de octubre de 2019

El gato cocido, de Roberto Arlt

Me acuerdo.

La vieja Pepa Mondelli vivía en el pueblo Las Perdices. Era tía de mis cuñados, los hijos de Alfonso Mondelli, el terrible don Alfonso, que azotaba a su mujer, María Palombi, en el salón de su negocio de ramos generales. Reventó, no puede decirse otra cosa, cierta noche, en un altillo del caserón atestado de mercaderías, mientras en Italia la Palombi gastaba entre los sacamuelas de Terra Bossa, el dinero que don Alfonso enviaba para costear los estudios de los hijos.

Los siete Mondelli eran ahora oscuros, egoístas y enteles, a semejanza del muerto. Se contaba de este que una vez, frente a la estación del ferrocarril, con el mango del látigo le saltó, a golpes, los ojos a un caballo que no podía arrancar de los baches el carro demasiado cargado.

De María Palombi llevaban en la sangre su sensualidad precipitada, y en los nervios el repentino encogimiento, que hace más calculadora a la ferocidad en el momento del peligro. Lo demostraron más tarde.

viernes, 11 de octubre de 2019

La verdulería de enfrente, de Griselda Gambaro

Siguieron al camión de la mudanza en el auto. Hacía calor pero en el auto se estaba bien con las ventanillas abiertas que Matilde prefería al aire acondicionado. Su marido conducía de manera tranquila, manteniendo siempre la misma distancia con el camión. De vez en cuando Matilde lo miraba, apreciando sus rasgos, sus manos seguras en el volante, esa sensación de eficiencia que él transmitía en sus menores gestos. La compañía en la que se desempeñaba como jefe de ventas había decidido trasladarlo a Buenos Aires, y si bien La Plata no quedaba lejos, distintas razones aconsejaron la mudanza. Aunque sabía que no habría grandes diferencias, Matilde consideró el cambio con agrado. Unos días antes, había conocido el nuevo departamento, le gustó, sobre todo por el amplio ventanal que daba a un balcón sobre la calle. Mauro solucionaba los problemas, él se había encargado de buscar departamento, había tratado con la inmobiliaria las condiciones de alquiler, y ella solo había tenido que aprobar porque las condiciones eran óptimas, el departamento cómodo, el barrio apacible. Sentía cierta admiración por su marido que siempre le aligeraba la vida mientras ella no podía hacer lo mismo. Él sí tenía preocupaciones, con el inglés, por ejemplo. Su inglés no era bueno y esto lo mortificaba.

Después del trajín de los primeros días, acomodando muebles, disponiendo la vajilla en los estantes, la ropa en los cajones y roperos, acostumbrándose a que el baño estuviera a la izquierda y no a la derecha como en la casa que habían dejado, Matilde retomó su rutina. Era una rutina muy simple que resultaba placentera, aunque la aburriese un poco. Hacía dos años había perdido su empleo a raíz de una reorganización en la empresa, y a pesar de sus esfuerzos no había conseguido otro. Mauro decía que no debía insistir, él ganaba bien y por suerte no padecían necesidades. Pero Matilde no estaba de acuerdo, incluso pensaba qué agradable habría sido trabajar en la verdulería que veía enfrente, cuando se asomaba al balcón, y que abría muy temprano en la mañana.

jueves, 10 de octubre de 2019

Soledad, de Juan José Morosoli

Domínguez llegaba recién de las lagunas cortadas, con la ración para el caballo. Era su única tarea. Iba allá todos los días a recoger gramilla de superficie, y hojas de parietaria de los troncos podridos de los sauces, para darle a su viejo caballo. Era este un animal sin dientes, bichoco y con los ojos opacos de nubes lechosas. Pero era también la única cosa viva que tenía Domínguez, para ocuparse de algo en la vida. Después de alimentarse él, no tenía nada, absolutamente nada de qué ocuparse. Estas hierbas que Domínguez traía a su caballo eran el único alimento que el pobre animal podía comer. Enflaquecía a ojos vistas y era seguro que no salvaría con vida el invierno que comenzaba.

Ahora que había terminado con la tarea de racionar el caballo, Domínguez acercó la silla petisa, de asiento de cuero de vaca, hasta las tunas, se sentó y empezó el mate dulce. Era el desayuno. Pero no tenía azúcar. Hacía dos días que desayunaba, almorzaba y cenaba con mate dulce y el azúcar se había terminado.

Pensó si iría a lo de un sobrino que tenía del otro lado del pueblo a procurarse algún alimento.

No tenía deseos de ir, porque el sobrino, junto con algún trozo de carne, gustaba de darle consejos. Siempre le decía que parecía mentira que siendo tan viejo no hubiera aprendido a vivir. Y Domínguez se tenía que olvidar de sus canas y sujetarse las manos para que no se le estrellaran en los cachetes del mocoso.

miércoles, 9 de octubre de 2019

Allá en Michigan, de Ernest Hemingway

Jim Gilmore llegó a Hortons Bay procedente de Canadá y compró la herrería al viejo Horton. Era bajo y moreno, con grandes bigotes y manos grandes. Era bueno poniendo herraduras y no tenía mucho aspecto de herrero ni con el delantal de cuero puesto. Vivía encima de la herrería y comía en casa de D. J. Smith.

Liz Coates trabajaba para los Smith. La señora Smith, una mujer muy corpulenta y de aspecto aseado, decía que Liz era la chica más distinguida que jamás había visto. Liz tenía buenas piernas y siempre llevaba unos delantales a cuadros impecables, y Jim se había fijado en que siempre llevaba el pelo bien arreglado. Le gustaba su cara porque era muy alegre, pero nunca pensaba en ella.

A Liz le gustaba mucho Jim. Le gustaba su forma de andar cuando venía de la tienda, y a menudo salía a la puerta de la cocina para verlo alejarse por la carretera. Le gustaba su bigote. Le gustaba lo blancos que tenía los dientes cuando sonreía. Le gustaba mucho que no tuviera aspecto de herrero. Le gustaba lo mucho que les gustaba al señor y a la señora Smith. Un día descubrió que le gustaba el vello negro que cubría los brazos de Jim y lo pálidos que eran éstos por encima de la marca de bronceado cuando se lavaba en la palangana fuera de la casa. Le parecía extraño que le gustaran esas cosas.

martes, 8 de octubre de 2019

El elegido, de Eduardo Goligorsky

Fermín Sosa no podía conciliar el sueño. Era extraño. Tenía los ojos cerrados y estaba realmente cansado, pero no podía conciliar el sueño. Cambiaba de posición en la cama, pensando que quizás le incomodaba el brazo mal doblado, o la pierna encogida, o la posición forzada del cuello. Pero no ganaba nada con esas vueltas. 

El calor era agobiante, como si las paredes hubiesen aprisionado y solidificado todo el bochorno del día, y Fermín Sosa se sentía como una de esas figuritas encerradas en un bloque plástico y trasparente que últimamente se veían en las vidrieras. 

Junto a él dormía la Rufina, respirando serenamente, y a ratos hacía sonar la lengua contra el paladar con esos chasquidos húmedos que según ella eran producto de la imaginación de Fermín. 

- ¡Dejate de embromar! - se reía la Rufina cada vez que él mencionaba el terna -. Qué voy a hacer con esos ruidos mientras duermo. Vos sí que roncaste anoche. No pude pegar un ojo. 

lunes, 7 de octubre de 2019

Física aplicada, de Arturo Barea

Mi madre tenía una botella de aceite. Era una de sus posesiones más preciadas. Una hermosa botella de cristal transparente, estrecha en la base y con aristas cortadas que descomponían la luz y la llenaban de chispas de color cuando el sol se atrevía a entrar por la ventana de la buhardilla. Digo que era una de sus mejores riquezas, porque el aceite en mi país es tan imprescindible a los pobres como el pan. Pan, aceite y sal son un alimento delicioso, sobre todo si el pan es duro. Se echa un chorrito fino sobre una rebanada de pan, y el pan lo bebe ansioso. Después se espolvorea con la sal y es una merienda exquisita para chiquillos de la edad que yo tenía, y que son tan pobres como yo era. Con una lechuga, un tomate, una cebolla, un poquito de aceite y un poquitín de vinagre se hace una ensalada que puede ser comida o cena, y que mata el calor de agosto. Se fríe con ello cuando hay algo que freír, alumbra en las noches largas, y si se mezcla con partes iguales de petróleo sirve muy bien para engrasar la máquina de coser. El aceite de máquina cuesta muy caro.

viernes, 4 de octubre de 2019

El hombre sin ningún riñot, de Kurt Vonnegut

—En mis tiempos me llegué a tomar doce paprillas de bario —dijo Noel Sweeny. Sweeny nunca se había sentido verdaderamente bien, y ahora, por si eso fuera poco, tenía noventa y cuatro años—. Doce veces que radiografiaron el estómago de Sweeny… reconozca que es algún tipo de plusmarca mundial.

Sweeny estaba sentado en un banco, junto a una pista de petanca en Tampa, Florida. Charlaba con otro viejo, un desconocido que compartía el banco con él.

Era evidente que el desconocido acababa de empezar una nueva vida en Florida. Llevaba zapatos negros, calcetines negros de seda y los pantalones de un traje de sarga azul. Su polo y su gorra de piloto de caza estaban tan nuevos que brillaban y crujían. Todavía tenía el precio grapado al dobladillo del polo.

—Hum —dijo el desconocido a Sweeny, sin mirarlo. El desconocido estaba leyendo los Sonetos de William Shakespeare.

—«Queremos que propaguen, las más bellas criaturas, / su especie, porque nunca pueda morir la rosa» —dijo Shakespeare al desconocido.

—¿Cuántas veces le han radiografiado el tómago? —preguntó Sweeny al desconocido.

jueves, 3 de octubre de 2019

Colchón de Piedra, de Margaret Atwood

Al principio Verna no había pretendido matar a nadie. Su intención era tomarse unas vacaciones, así de sencillo. Tomarse un descanso, hacer cuentas consigo misma, desembarazarse de piel muerta. El Ártico le sienta bien: hay cierta calma intrínseca en esas vastas y frías extensiones de hielo, rocas, mar y cielo, libres de ciudades, carreteras, árboles y demás estorbos que abarrotan el paisaje en el sur.

Entre esos estorbos Verna incluye a otra gente, y por «otra gente» quiere decir los hombres. Hace ya un tiempo que está harta de ellos. Se ha hecho el propósito de renunciar al coqueteo y a toda consecuencia que pudiera derivarse de él. No necesita el dinero, ya no. No es derrochadora ni codiciosa, se dice: lo único que siempre quiso fue envolverse con capas de amable y mullido dinero que la protegieran y la aislasen, de manera que nada ni nadie pudiera acercarse a ella hasta el punto de hacerle daño. Ese humilde objetivo sin duda lo ha alcanzado.

Pero la cabra tira al monte, y al poco rato Verna ya está evaluando y catalogando a sus compañeros de viaje que, forrados en sus polares, deambulan vacilantes arrastrando sus maletas de ruedas por el vestíbulo del hotel del aeropuerto donde está previsto que hagan noche el primer día. Su vista pasa de largo sobre las mujeres y marca a los machos del rebaño. A los que llevan hembras adyacentes, los descarta por principio: ¿para qué esforzarse más de lo necesario? Quitarse de encima a una esposa puede ser trabajoso, como experimentó vía su primer marido: las esposas desechadas se pegan como lapas.

Son los solitarios quienes le interesan, los que acechan en la retaguardia. Algunos de ellos ya están demasiado mayores para sus propósitos; a esos evita mirarlos a los ojos. Los vejestorios que abrigan la creencia de que todavía les queda cuerda para rato: esos son su blanco. No es que vaya a tirar a diana, se dice, pero qué mal hay en entrenarse un poco, aunque solo sea por demostrarse a sí misma que todavía es capaz de derribar a alguno si se lo propone.

miércoles, 2 de octubre de 2019

Hombre diminuto, de Sam Shepard

Por la mañana temprano: traen el cadáver de mi padre en el maletero de un Mercury cupé del 49, todavía con una capa densa de rocío en las luces traseras. El cuerpo, de la cabeza a los pies, está firmemente envuelto en plástico transparente. Tiene el cuello, la cintura y los tobillos atados con gomas de color carne, como una momia. Se ha vuelto muy pequeño con el paso del tiempo: quizá unos veinte centímetros. De hecho, lo sostengo ahora en la palma de la mano. Les pido permiso para desenvolver su minúscula cabeza, solo para asegurarme de que está muerto de verdad. Me autorizan a hacerlo. Se quedan a un lado con las manos enlazadas por detrás de sus trajes entallados, con la cabeza gacha en una especie de duelo avergonzado, pero no se les puede reprochar. Es inteligente estar de su lado. Además ahora parecen muy educados y estoicos.

El Mercury, parado, retumba con un sonido profundo y penetrante que percibo a través de las suelas de mis zapatos. Retiro las gomas con cuidado y descubro la cara, despegando de la nariz muy despacio la tira de plástico. Produce un sonido pegajoso, como linóleo que se separa de su pegamento. La boca se le abre involuntariamente; sin duda es alguna reacción tardía del sistema nervioso, pero lo tomo por un último estertor. Le meto dentro el pulgar y noto las encías ásperas. Pequeñas ondulaciones donde tenía los dientes. Tampoco los tenía en vida; la vida que le recuerdo. Vuelvo a enrollar la cabeza en la funda de plástico, repongo las gomas y se lo entrego, dándoles las gracias con un leve gesto de la cabeza, tratando de estar a la altura de la solemnidad del momento. Lo toman cuidadosamente de mis manos y lo colocan de nuevo en el maletero oscuro, con las demás miniaturas. A ambos lados de mi padre han encajado a mujeres encogidas que conservan con perfecto detalle sus facciones atractivas: pómulos altos, cejas depiladas, pestañas embadurnadas de rímel azul, pelo lavado y peinado que huele como caña de azúcar madura. El de mi padre es el único cuerpo diminuto que mira de frente hacia una franja de luz natural. Cuando cierran el maletero la franja se vuelve negra, como si una nube hubiera cubierto bruscamente el sol.

Ahora forman un semicírculo ante mí, con las manos entrelazadas encima de las ingles, despreocupados pero formales. No distingo si son exmarines o gángsters. Parecen una mezcla de ambos. Saludo a todos uno por uno, girando en sentido opuesto a las agujas del reloj. Tengo la impresión de que algunos dan un taconazo al estilo fascista, pero quizá me lo estoy imaginando. No sé si esta lluvia acaba de empezar o si llueve desde hace un rato. Les veo alejarse bajo una ligera llovizna.

Es casi todo lo que recuerdo. Junto con este puñado de detalles hay una extraña aflicción matutina, pero no sé decir por qué

martes, 1 de octubre de 2019

Materia Gris, de Stephen King

Hacía una semana que pronosticaban el vendaval del Norte que se materializó el jueves, y a las cuatro de la tarde ya se habían amontonado veinte centímetros de nieve y no daba señales de amainar. Los cinco o seis de siempre estábamos congregados alrededor de la estufa en el «Nite-Owl» de Henry, el único bar pequeño de este lado de Bangor que permanece abierto durante las veinticuatro horas del día.

Henry no tiene mucha clientela —generalmente se limita a despachar cerveza y vino a los chicos de la Universidad— pero se las apaña y no hay un local mejor que el suyo para que los jubilados inservibles como nosotros nos reunamos e intercambiemos información acerca de los que han muerto últimamente y de cómo el mundo se va al diablo.

Esa tarde Henry estaba en la barra, y Bill Pelham, Bertie Connors, Carl Littelfield y yo estábamos encorvados alrededor de la estufa. Fuera, ni un coche se movía por Ohio Street, y los quitanieves tenían mucho trabajo. El viento arrastraba montículos que parecían la columna vertebral de un dinosaurio.

Durante toda la tarde Henry sólo había tenido tres parroquianos, y esto si contamos al ciego Eddie. Eddie tenía alrededor de setenta años y no es completamente ciego. En general, tropieza con las cosas. Viene una o dos veces por semana y se mete un pan bajo la chaqueta y se va con una expresión que parece decir: he vuelto a engañaros, estúpidos hijos de puta.

Una vez Bertie le preguntó a Henry por qué no le ponía coto a eso.

—Te lo diré —respondió Henry—. Hace algunos años la Fuerza Aérea pidió veinte millones de dólares para producir el modelo de un avión que habían diseñado. Bien, les costó setenta y cinco millones y el maldito trasto no despegó jamás. Eso sucedió hace diez años, cuando Eddie y yo éramos bastante más jóvenes, y yo voté a favor de la mujer que patrocinó aquel proyecto. El ciego Eddie votó contra ella. Y desde entonces le pago el pan.

Bertie no parecía haber entendido muy bien la historia, pero se quedó rumiándola.

En ese momento volvió a abrirse la puerta que dejó pasar una ráfaga de aire gris y frío, y entró un chico que golpeó las botas contra el piso para desprender la nieve. Lo identifiqué enseguida. Era el hijo de Richie Grenadine, y al ver su cara tuve la impresión de que acababa de pasar por un mal trance. Su nuez de Adán subía y bajaba convulsivamente y sus facciones tenían el color de un encerado viejo.