viernes, 29 de mayo de 2020

La señorita Brill, de Katherine Mansfield

 


Aunque hacía un tiempo maravilloso el azul del firmamento estaba salpicado de oro y grandes focos de luz como uvas blancas bañaban los Jardins Publiques. La señorita Brill se alegró de haber cogido las pieles. El aire permanecía inmóvil, pero cuando una abría la boca se notaba una ligera brisa helada, como el frío que nos llega de un vaso de agua helada antes de sorber, y de vez en cuando caía revoloteando una hoja -no se sabía de dónde, tal vez del cielo-. La señorita Brill levantó la mano y acarició la piel. ¡Qué suave maravilla! Era agradable volver a sentir su tacto. La había sacado de la caja aquella misma tarde, le había quitado las bolas de naftalina, la había cepillado bien y había devuelto la vida a los pálidos ojitos, frotándolos. ¡Ah, qué agradable era volverlos a ver espiándola desde el edredón rojo…! Pero el hociquito, hecho de una especie de pasta negra, no se conservaba demasiado bien. No acababa de ver cómo, pero debía haber recibido algún golpe. No importaba, con un poquito de lacre negro cuando llegase el momento, cuando fuese absolutamente necesario… ¡Ah, picarón! Sí, eso era lo que en verdad sentía. Un zorrito picarón que se mordía la cola junto a su oreja izquierda. Hubiera sido capaz de quitárselo, colocarlo sobre su falda y acariciarlo. Sentía un hormigueo en los brazos y las manos, aunque supuso que debía ser de caminar. Y cuando respiraba algo leve y triste -no, no era exactamente triste- algo delicado parecía moverse en su pecho.

jueves, 28 de mayo de 2020

Victorio Ferri cuenta un cuento, de Sergio Pitol

 
Sé que me llamo Victorio. Sé que creen que estoy loco (versión cuya insensatez a veces me enfurece, otras tan solo me divierte). Sé que soy diferente a los demás, pero también mi padre, mi hermana, mi primo José y hasta Jesusa, son distintos, y a nadie se le ocurre pensar que están locos; cosas peores se dicen de ellos. Sé que en nada nos parecemos al resto de la gente y que tampoco entre nosotros existe la menor semejanza. He oído comentar que mi padre es el demonio y aunque hasta ahora jamás haya llegado a descubrirle un signo externo que lo identifique como tal, mi convicción de que es quien es se ha vuelto indestructible. No obstante que en ocasiones me enorgullece, en general ni me place ni me amedrenta el hecho de formar parte de la progenie del maligno.


Cuando un peón se atreve a hablar de mi familia dice que nuestra casa es el infierno. Antes de oír por primera vez esa aseveración yo imaginaba que la morada de los diablos debía ser distinta (pensaba, es claro, en las tradicionales llamas), pero cambié de opinión y di crédito a sus palabras, cuando luego de un arduo y doloroso meditar se me vino a la cabeza que ninguna de las casas que conozco se parece a la nuestra. No habita el mal en ellas y en esta sí.

miércoles, 27 de mayo de 2020

Pimienta, de Naguib Mahfuz

 


En el café “La Felicidad” hay muchas cosas interesantes. Una de ellas, Pimienta, un chico de doce años o poco más. Su verdadero nombre es Taha Sanqar, pero se le conoce por Pimienta. Está en el café desde las primeras horas de la mañana hasta la noche, para acercar la candela a los que quieren fumar un narguilé.

Ya se sabe que los motes no son injustificados, pero este está especialmente bien puesto: el muchacho es vivo, ágil, acude como una avispa antes de que el cliente haya acabado de llamarlo. No para en todo el tiempo de moverse ni de hablar.
Trabaja allí desde hace un año por una piastra al día, además de su narguilé, y una taza de té por la mañana y otra después de la comida. Con esto está más que satisfecho. Se siente orgulloso cada vez que piensa que se gana el sustento y puede disponer de una piastra; así que, como él dice: “Yo, feliz y contento”.

martes, 26 de mayo de 2020

Paseo nocturno, de Rubem Fonseca

 


Llegué a la casa cargando la carpeta llena de papeles, relatorios, estudios, investigaciones, propuestas, contratos. Mi mujer, jugando solitario en la cama, un vaso de whisky en el velador, dijo, sin sacar lo ojos de las cartas, estás con un aire de cansado. Los sonidos de la casa: mi hija en su dormitorio practicando impostación de la voz, la música cuadrafónica del dormitorio de mi hijo. ¿No vas a soltar ese maletín?, preguntó mi mujer, sácate esa ropa, bebe un whisky, necesitas relajarte.

Fui a la biblioteca, el lugar de la casa donde me gustaba estar aislado, y como siempre no hice nada. Abrí el volumen de pesquisas sobre la mesa, no veía las letras ni los números, yo apenas esperaba. Tú no paras de trabajar, apuesto a que tus socios no trabajan ni la mitad y ganan la misma cosa, entró mi mujer en la sala con un vaso en la mano, ¿ya puedo mandar a servir la comida?

viernes, 22 de mayo de 2020

Mujeres y niñas, de Grace Paley

 


Mi abuela dio a luz a mi madre no hace demasiado tiempo. Pero también dio a luz a otros muchos niños y niñas. La abuela decía que no era exactamente por amor, pero lo cierto es que nunca ha sido capaz de llamar a las cosas por su nombre. Era una mujer imaginativa que se pasaba todo el día leyendo historias y toda la noche suspirando, de modo que, para lograr relacionarse un poco con ella, mi abuelo tuvo que recurrir a ese método tan peculiar.

       De ahí vino todo lo demás. A mi madre le entristecía estar rodeada de tantos hermanos y hermanas, todos tan irascibles como ella. Son consecuencias irremediables de la vida moderna, de la violencia del ambiente: guerras, engaños, hogares rotos. Mi madre, para luchar con su problema, se pasa el día chillando.

       Jura que si tuviera un hombre para ella sola, no chillaría, aunque lo cierto es que todos los tíos y las tías, tanto los solteros como los casados, son muy chillones. Mi abuelo no es solamente chillón, sino que, además, pega a la gente, quiero decir a los miembros de la familia. A mi madre la abofeteó todos los días de su vida. Si alguien se atreviese siquiera a tocarme, lo reduciría a lluvia radiactiva.

jueves, 21 de mayo de 2020

Maldito kayak, de Florencia Abbate

 


10 de febrero

Lionel se había encaprichado en llevar un kayak a pesar de que sólo íbamos a pasar cuatro días. Llegamos a las dos de la tarde. Teníamos que buscar un rancho para alquilar y hacía un calor tremendo. Transpirábamos, él adelante y yo atrás, con las espaldas arqueadas por el peso de las mochilas y las manos en alto, cargando ese maldito kayak como si fuera un techo que se había caído sobre nosotros.

Tardamos casi una hora en encontrar un rancho en alquiler. Lionel se había quedado parado unos metros más lejos con el kayak. El dueño me lo muestra muy rápido y con desgano. Le digo que está ok. Al instalarnos descubrimos que hay telarañas por todas partes, la cocina está repleta de moscas, el cuarto queda en un asfixiante entrepiso y del colchón de la cama sale un olor horrible, a podrido. Lionel me reprocha que no lo haya mirado mejor. No digo nada. Entre los dos levantamos el colchón y lo sacamos al sol.

Lionel abre el bolso de mano y me dice que no está mi cámara de fotos, que debe haberse caído en el barco. Eso me pone de mal humor. Pienso que hasta puede ser posible que lo haya hecho adrede. Siempre se tapaba la cara o se escondía detrás de algo cuando iba a sacarle una foto. Por eso casi no tengo fotos de él. Pero fotografié muchas veces nuestros pies, asomados bajo las sábanas de las camas que compartimos durante casi nueve años.

miércoles, 20 de mayo de 2020

El budín esponjoso, de Hebe Uhart

 


Yo quería hacer un budín esponjoso. No quería hacer galletitas porque les falta la tercera dimensión. Uno come galletitas y parece que le faltara alguna cosa; por eso se comen sin parar. Las galletitas parecen hechas con pan rallado o reconstituido. Los únicos que saben comer galletitas como corresponde son los perros: las cazan en el aire, las destrozan con un ruido fuerte y ya las tragaron en un suspiro, levantando un poco la cabeza.

Tampoco quería hacer un flan, porque el flan es un proto-alimento y se parece a las aguas vivas. Ni un bizcochuelo borracho, que es una torta ladina. Es una masa a la que se le pone vino; uno va confiado, esperando sabor a torta y resulta que tiene otro; un gusto fuerte y rancio.

El bizcochuelo esponjoso que yo quería hacer era como una torta que comí una vez, que venía hermosamente envasada en una cajita: se llamaba torta Paradiso. En la caja había una figura de una mujer, con un vestido largo: no recuerdo bien si era una mujer y un hombre o una mujer solamente; pero si era una mujer solamente, estaba esperando a un hombre.

La torta Paradiso era tan esponjosa como nunca volví a comer nada igual; no es que se deshiciera en la boca; apenas se masticaba suavemente y uno sentía que todos los procesos de masticación, deglución, etc., eran perfectos. Además no era como las galletitas, que son para comer cuando uno está aburrido; era para pensar en la torta Paradiso alguna tarde y comerla, alguna tarde de lindos pensamientos. Cuando vi la receta “Budín esponjoso”, dije: Con esto, voy a hacer una cosa semejante. Le pedí a mi mamá que me dejara usar la cocina económica para hacerla.

martes, 19 de mayo de 2020

Buenos Modales, de Ulises Cremonte


 El Armenio siempre fue un jugador un poco raro. En la cancha se movía con cierta indolencia, que no llegaba a ser desgano, sino más bien un aire ausente. Era delgado, alto, de brazos largos. Esa figura de monigote cuadraba a la perfección con su andar volátil, desangelado. Pero el tipo tenía estirpe de goleador. Si le quedaba picando una pelota, no dudaba: pumba y adentro. Su vigorosidad era repentina y breve, porque en los festejos volvía a su versión etérea. No exagero: ni una mueca de alegría, nada. Regresaba hasta la mitad de la cancha en un trotecito cansino y solitario. Esto era lo verdaderamente extraño, porque si hubiese sido un jugador lagunero, otro lagunero más, vaya y pase, pero que nunca festejara los goles llamaba la atención. Sus compañeros ya estaban avisados y muchas veces terminaban contagiados por esa insólita parquedad. Hasta nosotros, en la tribuna,  de alguna manera, respetábamos su discreción. Y eso que a Almagro no le suelen sobrar los goles. Su ascetismo resultaba desconcertante, despertaba la habitual paranoia del hincha; al principio se nos daba por pensar que el árbitro había anulado la jugada. Terminábamos gritando a destiempo, un festejo ajeno, carente de espontaneidad,  preso de un entusiasmo sobreactuado.

lunes, 18 de mayo de 2020

La señal, de Inés Arredondo

 


El sol denso, inmóvil, imponía su presencia; la realidad estaba paralizada bajo su crueldad sin tregua. Flotaba el anuncio de una muerte suspensa, ardiente, sin podredumbre pero también sin ternura. Eran las tres de la tarde.

Pedro, aplastado, casi vencido, caminaba bajo el sol. Las calles vacías perdían su sentido en el deslumbramiento. El calor, seco y terrible como un castigo sin verdugo, le cortaba la respiración. Pero no importaba: dentro de sí hallaba siempre un lugar agudo, helado, mortificante que era peor que el sol, pero también un refugio, una especie de venganza contra él.

Llegó a la placita y se sentó debajo del gran laurel de la India. El silencio hacía un hueco alrededor del pensamiento. Era necesario estirar las piernas, mover un brazo, para no prolongar en uno mismo la quietud de las plantas y del aire. Se levantó y dando vuelta alrededor del árbol se quedó mirando la catedral.

Siempre había estado ahí, pero solo ahora veía que estaba en otro clima, en un clima fresco que comprendía su aspecto ausente de adolescente que sueña. Lo de adolescente no era difícil descubrirlo, le venía de la gracia desgarbada de su desproporción: era demasiado alta y demasiado delgada. Pedro sabía desde niño que ese defecto tenía una historia humilde: proyectada para tener tres naves, el dinero apenas había alcanzado para terminar la mayor; y esa pobreza inicial se continuaba fielmente en su carácter limpio de capilla de montaña —de ahí su aire de pinos. Cruzó la calle y entró, sin pensar que entraba en una iglesia.

viernes, 15 de mayo de 2020

El torneo de febrero, de Marina Arias

 


El primo fue el primer varón al que Maru vio en boxer.

A los ocho años y quince antes que al segundo.

No porque ella haya tardado tanto en estar con un hombre, sino porque fue recién entonces que los boxers se pusieron de moda. Pero el primo no necesitó más que entrar en la adolescencia para avivarse de que los boxers eran una prenda infinitamente más sentadora que los slips.

Los usaba blancos y de algodón puro. Se paseaba en ellos por la casa como Richard Gere en “Reto al Destino”. Maru nunca supo dónde los conseguía.

Así de vivo era el primo de Maru. Además era un gran conversador, con la astucia para incluir en el momento justo palabras encantadoras como “chafar”, “mamporro” o “chingar”.

Y un gran deportista.

Las dos primas de Maru también.

jueves, 14 de mayo de 2020

Voracidad, de H. W. Mommers y Ernst Vlcek

 


Mientras la fiesta estaba en plena actividad dentro de la casa, Inés se hallaba buscando a su gatita que jugaba en alguna parte del jardín.

La luna era como un disco de plata en el cielo. Se zambullía tras los primeros velos de nubes suaves con un refulgor fantasmal. Del oeste se aproximaba una fachada oscura. Inés sabía que se estaba preparando una tempestad: llovería y relampaguearía. Tenía que encontrar a su gatita antes de que estallara la tempestad.

—Mieze —llamó en el jardín nocturno. Después, más alto—: ¡Mieze!

El viento pasó a través de los arbustos tenebrosos, pero eso fue todo también. Ningún rasguño, maullido o crujido indicaba dónde se escondía su gatita. Tomó una rápida decisión y dejó el camino cubierto de grava para pasar a buscar entre las malezas más cercanas. Su viva fantasía le hizo aparecer fantasmas: los arbustos tomaron la apariencia de espantosas siluetas y la centelleante luz de la luna contribuyó a hacer aparecer, como por encanto, seres de todas clases. Pero Inés, andando de puntillas, continuó valientemente, aun cuando algunas veces sentía como su corazón latía fuertemente. El pensamiento de que algo podía haberle ocurrido a su gatita le permitía olvidar todos los fantasmas de la noche.

¿Había oído allí un ruido, o se equivocaba?

miércoles, 13 de mayo de 2020

El restorán de siempre, de Márgara Averbach


Hacía tanto que no venía
, me dice y da una vuelta en redondo antes de sentarse.
(El movimiento era demasiado grandilocuente para este restorancito de barrio, vos me entendés. No me gusta el escándalo y todos nos miraron, pero la perdoné, sabía que este lugar la movía por dentro).
Atrás, por ejemplo, dice al principio, justo ahí, al lado de la ventana. Ahí me senté una vez.
(Así empezó la última cena. Toda una lección sobre el tiempo y el espacio, sobre lo mal que hacemos en creer que son dos cosas diferentes. Yo creo que es imposible separarlos. Son, si son juntos. Esa noche, ella me contó el restorán. Estas mesas, me contó. Estos mozos. Esta luz no del todo brillante, estos cuadritos con fotos desvaídas en blanco y negro, estos manteles celestes y blancos).

martes, 12 de mayo de 2020

Cómo ocurrió, de John Gawsworth


 El desdichado loco Stanley Barton ha muerto. Tal vez el lector recuerde la vista de su juicio o, dado que este tipo de casos no despiertan más que un interés pasajero, tal vez no.

El infeliz se pasaba el día entero mirando por la ventana de su celda con ojos desencajados, y no tardamos en observar que éstos buscaban siempre un bosquecillo de abetos que se alzaba dentro de los estrechos límites que abarcaba su vista. A veces, especialmente los días de mucho calor, se comportaba de un modo extraordinariamente violento, y era necesario adoptar las medidas de rigor para impedir que se lesionase a sí mismo o a alguno de sus celadores. Murió en el curso de uno de tales ataques, dejando el siguiente relato de su crimen, que parece ofrecer suficiente interés al estudioso de la locura y de la criminología para que merezca ser publicado.

¿Eres débil, amigo? ¡No! Me gustaría preguntarte cómo demonios lo sabes. ¿Te han puesto alguna vez a prueba? ¿Te han tensado y retorcido en alguna ocasión todos los nervios y fibras de tu cuerpo hasta ver si saltaban hechos pedazos? ¿Estás seguro de esa pequeña cavidad que tienes en el lado izquierdo? ¿Confías en ese minúsculo coágulo que se esconde sobre tu ceja derecha? Creo que ahí puede albergarse cierta debilidad. Voy a ponerte a prueba. G-r-r-u-p. ¡Chas! ¡Ah, ya lo decía yo! ¡Al manicomio con él! ¡Es un hombre débil! Pero, cuidado, no fue ése mi caso. Porque yo era fuerte, sí, muy fuerte, ¡en alma y cuerpo! Yo les había pasado revista a todos, desde la tapa de mi cráneo hasta las plantas de mis pies, probándolos uno a uno, y los encontré todos en perfecto estado. Pero luego me enzarcé con Ellos en una lucha, y Ellos me los partieron todos a la vez, todos, los grandes y también los pequeños, que hasta que no saltaron en dos no parecían tener demasiada importancia. Y entonces Ellos me trajeron aquí, donde tendría que ser el Rey, pues los míos están todos rotos, mientras que los demás no han perdido más que uno o dos. A veces los de los otros se arreglan y entonces se van, pero las puntas de los míos chirrían cuando se rozan, haciéndome un daño espantoso, y ya nunca se recompondrán.

lunes, 11 de mayo de 2020

Olgoi-Jorjoi, de Iván Yefrémov

 


Por invitación del gobierno de la República Popular de Mongolia estuve trabajando dos años en tareas geodésicas en la frontera sur de Mongolia. Al fin ya no me quedaba más que instalar y calcular dos o tres puntos de observación astronómica en el ángulo suroccidental de la frontera de la República de Mongolia con China. La realización de este trabajo en las arenas resecas, difíciles de atravesar, suponía graves problemas. La preparación de una gran caravana de camellos exigiría mucho tiempo. Por otra parte, viajar en este anticuado sistema me parecía insoportablemente lento, en especial después de haberme acostumbrado a trasladarme de un sitio a otro en coche. Estaba seguro de mi furgoneta «Gaz», de tonelada y media, que me había servido perfectamente hasta ahora, pero claro está, meterse con ella en arenales tan terribles era, sencillamente, imposible. Pero no disponíamos de otro coche adecuado. Mientras el representante del Comité científico de Mongolia y yo nos rompíamos la cabeza para salir del apuro, llegó a Ulán Bátor una gran expedición científica soviética. Sus camiones, nuevecitos, estupendamente equipados, dotados de unos superneumáticos especiales, a propósito para rodar por la arena, asombraron a toda la población de Ulán Bátor. Mi chofer Goyo, jovencito, entusiasmado por las cosas de la mecánica, aficionado a viajes largos, más de una vez se fue al garaje de la expedición, donde con envidia examinaba la última novedad. Fue él quien me sugirió la idea que, puesta en práctica con ayuda del comité científico, permitió a nuestra furgoneta contar con «piernas» nuevas, en expresión de Goyo. Estas «piernas» no eran más que unas ruedas muy pequeñas, quizá menos que los tambores de freno, a las que ponían unos neumáticos extraordinariamente gruesos, con unos salientes muy pronunciados. La prueba de nuestro coche con superneumáticos por los arenales demostró, en efecto, una magnífica capacidad de movimiento. Para mí, hombre de gran experiencia en viajes automovilísticos por diferentes lugares carentes de carreteras, me parecía del todo increíble la ligereza con que el coche se movía por la arena más movediza y profunda. Por lo que se refiere a Goyo, juraba cruzar sin detenerse con los supeneumáticos todo el Gobi Negro de este a oeste.

viernes, 8 de mayo de 2020

El ganador, de Donald E. Westlake

 


Wordman permanecía junto a la ventana, mirando al exterior, y pudo ver como Revell escapaba del recinto.

—Venga aquí —le dijo al entrevistador—. Verá al Guardián en acción.

El entrevistador rodeó el escritorio y, situándose junto a Wordman en la ventana, le preguntó:

—¿Es uno de ellos?

—Así es —dijo Wordman, sonriendo satisfecho—. Es usted afortunado. No es nada frecuente que intenten escapar. Quizá lo haga en honor a usted.

El entrevistador pareció turbado.

—¿No sabe lo que va a ocurrirle?

—Por supuesto que sí. Lo que pasa es que algunos no se lo creen, al menos hasta que lo intentan por primera vez. Observe.

Ambos miraron. Revell caminaba sin apresurarse, atravesando el campo, directamente hacia el bosque que había más allá. Tras haberse alejado unos doscientos metros del límite del recinto, empezó a doblarse poco a poco por la cintura. Unos metros más adelante apretó los brazos sobre el estómago, como si le doliera. Comenzó a vacilar, pero siguió adelante, caminando cada vez con más trabajo y pareciendo sufrir intensos dolores. Logró mantenerse en pie hasta llegar casi al bosque, pero cayó al suelo, donde quedó encogido e inmóvil.

jueves, 7 de mayo de 2020

Fantasía española, de Marcelo Cohen

 


Aunque la luz matinal era clara y celeste, Galissou se movía por la habitación como si estuviera llena de bruma. Cuando por fin llegó a la ventana dio enseguida un paso atrás, luego un golpecito en el cristal y arrastrando los pies volvió a sentarse frente a la mesa. En un plato había cuatro galletas integrales; al lado, en orden aparente, un flaco listín telefónico abierto, una botella de leche y un teléfono beige.

Galissou recorrió con un dedo la columna de apellidos de una página del listín. Hasta las dos terceras partes casi todos tenían una marca en rotulador verde. Sin despegar los ojos del nombre donde había parado la uña, ladeando un poco el torso, Galissou descolgó el teléfono y marcó un número. Esperó, alisándose una y otra vez el albornoz azul eléctrico.

—Palomera —disparó una voz al otro lado de la línea.

—Señor Palomera…

—Ya he dicho que soy Palomera.

—Sí, ya lo sé. Señor Palomera: buenos días, soy Galissou.

Se hizo un silencio de gravedad mediana. Cansado de estudiarse las pantuflas, Galissou cerró los ojos.

—No tengo el gusto. No tengo el menor gusto.

miércoles, 6 de mayo de 2020

Fueron testigos, de Rosa Chacel


 Había ya pasado un cierto tiempo después del mediodía, en realidad un tiempo enteramente incierto, más difícil de precisar que el que tarda una manzana en bajar de la rama a la tierra, pues en este eran impalpables bloquecillos de piedra los que estaban bajando lentamente y asentándose en la calle.

Las máquinas que trabajaban en la demolición de una casa acababan de pararse. Los hombres habían caído rápidamente en el descanso, así como los cierres metálicos de almacenes y depósitos, y sólo habían quedado en el aire, fluctuantes y reacias a sedimentarse, las partículas de diferentes géneros y estructuras que componen el polvo. Entre estas, de opaca y material pesantez, el incógnito tráfico de los olores: aceites, frutas mustias, cueros.

No había un alma viva en toda la calle. Sólo, a veces, dejaba asomar en el quicio de una puerta la mitad de su figura un joven sirio que vendía botones y cintas, ocupando media entrada de una casa con sus mercancías. La otra mitad del portal era oscura, la otra mitad del muchacho quedaba en la sombra. La que se asomaba al quicio de la puerta, afrontaba el tiempo sin oasis del mediodía.

A lo lejos, en la calle apareció un hombre. Venía por la acera de enfrente a la puerta del sirio. No había nada de notable ni en su aspecto ni en sus ademanes: era, simplemente, un hombre que venía por la acera de enfrente. Sin embargo, al ir aproximándose, su modo de andar fue dejando de ser natural, fue acortando gradualmente el paso o, más bien, su paso fue haciéndose lento, cada vez más lento a medida que avanzaba, y al mismo tiempo fue inclinándose y tendiendo a caer hacia adelante como una vela reblandecida. Al fin, dos casas antes de llegar enfrente, cayó.

martes, 5 de mayo de 2020

La canción de Lord Rendall, de Javier Marías


 Para Julia Altares, que aún no me ha descubierto.


Quería darle la sorpresa a Janet, así que no le comuniqué el día de mi regreso. Cuatro años, pensé, son tanto tiempo que no importarán unos días más de incertidumbre. Saber un lunes, por medio de una carta, que llego el miércoles le será menos emocionante que saberlo el mismo miércoles al abrir la puerta y encontrarse conmigo en el umbral. La guerra, la prisión, todo aquello había quedado atrás. Tan rápidamente atrás que ya empezaba a olvidarlo. Estaba más que dispuesto a olvidarlo en seguida, a lograr que mi vida con Janet y el niño no se viera afectada por mis padecimientos, a reanudarla como si nunca me hubiera ido y jamás hubieran existido el frente, las órdenes, los combates, los piojos, las mutilaciones, el hambre, la muerte. El miedo y los tormentos del campo de concentración alemán. Ella sabía que yo estaba vivo, se le había notificado, sabía que había sido hecho prisionero y que por tanto estaba vivo, que regresaría.

Debía de esperar a diario el aviso de mi llegada. Le daría una sorpresa, no un susto, y valía la pena. Llamaría a la puerta, ella abriría secándose las manos en el delantal y allí estaría yo, vestido por fin de paisano, con no muy buen aspecto y más flaco, pero sonriente y deseando abrazarla, besarla. La cogería en brazos, le arrancaría el delantal, ella lloraría con la cara hundida en mi hombro. Yo notaría cómo sus lágrimas me humedecían la tela de la chaqueta, una humedad tan distinta de la de la celda de castigo con sus goteras, de la de la lluvia monótona cayendo sobre los cascos durante las marchas y en las trincheras.