miércoles, 31 de julio de 2019

El gato con botas, de Mariana Docampo


Vivía en Buenos Aires una viudita con sus tres hijos, en el año 2018.  Arruinados por la crisis, se instalaron primero en una casa tomada en el barrio de Barracas y luego en una casilla de chapa frente al Riachuelo, subiendo por la calle Perdriel. Cuando la mujer se supo enferma terminal, quiso repartir entre sus tres hijos adolescentes sus pocas pertenencias: al mayor le dejó un sillón de su bisabuela, al del medio, su colchón de la época en que vivía el esposo, y al más chiquito una gatita.

Al recibir la herencia, y viéndose obligados a abandonar la casilla por falta de pago, el mayor vendió el sillón en un mercado de pulgas y se hizo de unos cuantos pesos que le sirvieron para alquilarse una pieza en Constitución, el del medio sacó el colchón a la calle y con algunos cartones se armó una vivienda provisoria debajo del puente, y el más chiquito  miró a la gatita y dijo con indignación:

–¿Qué hago yo con esta miserable gata a la que encima tengo que alimentar?

Era ésta, sin embargo, una gata mágica.  Al ver que el joven lloraba desconsoladamente, le dijo:

–Dame tus botas, Fortunato, para que pueda moverme en el yuyal, y yo te haré rico.

martes, 30 de julio de 2019

El barco que vio un fantasma, de Frank Norris

 


En esta historia hay un buen número de cosas que debo callar, pues si llegara a trascender al dominio público qué hacía yo a bordo del carguero de servicio irregular Glarus a trescientas millas de distancia de las costas de América del Sur cierto día de verano, hace ahora algunos años, lo más probable es que me viera obligado a responder al sinfín de preguntas, tan personales como directas, que me habrían de formular minuciosos e impertinentes expertos en derecho marítimo, que cobran un sueldo ni más ni menos que por satisfacer su curiosidad. Y además, por si fuera poco, metería a Ally Bazan, a Strokher y a Hardenberg en un buen lío.

Supongamos que ese mismo día de verano alguien hubiera preguntado en la agencia Lloyds’ dónde se encontraba elGlarus, y cuál era su destino y su carga. Le habrían dicho que había salido de El Callao hacía veinte días, rumbo al norte, en lastre para San Francisco. Que había establecido comunicación con el bergantín Medea y con el vapor Benevento; que, según informes de estos últimos, había estallado el cabezal de uno de sus cilindros, pero que, conservando su capacidad de maniobra, proseguía su rumbo a vela.

Eso es lo que Lloyds’ habría contestado.

lunes, 29 de julio de 2019

Conejo, de Abelardo Castillo


 Y cualquiera que escandalizare a uno de estos

                                     pequeños que creen en mí, mejor le fuera que se le

                                      colgase al cuello una piedra de molino de asno, y

                                                se le anegase en el profundo de la mar.

                                                                       MATEO, XVIII: 6



No va a venir. Son mentiras lo de la enfermedad y que va a tardar unos meses; eso me lo dijo tía, pero yo sé que no va a venir. A vos te lo puedo decir porque vos entendés las cosas. Siempre entendiste las cosas. Al principio me parecía que eras como un tren o como los patines, un juguete, digo, y a lo mejor ni siquiera tan bueno como los patines, que un conejo de trapo al final es parecido a las muñecas, que son para las chicas. Pero vos no. Vos sos el mejor conejo del mundo, y mucho mejor que los patines. Y las muñecas tienen esos cachetes colorados, redondos. Caras de bobas, eso es lo que tienen.

A mí no me importa si no está. Qué me importa a mí. Y no me vine a este rincón porque estoy triste, me vine porque ellos andan atrás de uno, querés esto y qué querés nene y puro acariciar, como cuando te enfermas y andan tocándote la frente, que parece que los tíos y los demás están para cuando uno se enferma y entonces todo el mundo te quiere. Por eso me vine, y por el estúpido del Julio, el anteojudo ese, que porque tiene once años y usa anteojos se cree muy vivo, y es un pavo que no ve de acá a la puerta y encima siempre anda pegando. Se ríe porque juego con vos, mírenlo, dice, miren al nenito jugando al arrorró. Qué sabe él. Los grandes también pegan. Las madres, sobre todo. Claro que a todos los chicos les pegan y eso no quiere decir nada, pero igual, por qué tienen que andar pegando siempre. Vos, por ahí, vas lo más tranquilo y les decís mira lo que hice, creyendo que está bien, y paf, un cachetazo. Ni te explican ni nada. Y otras veces puro mimo, como ahora, o como cuando te hacen un regalo porque les conviene, aunque no sea Reyes o el cumpleaños.

viernes, 26 de julio de 2019

Levitación, de Cynthia Ozick

 


Una pareja de novelistas, marido y mujer, dieron una fiesta. El marido era también editor, se ganaba la vida con eso, pero en el fondo era novelista. No sabía imponerse; carecía completamente del fuste típico de un editor. Tenía una cara pálida y corriente, agradable. Se llamaba Feingold.

Por amor, y porque siempre había sabido que no quería una mujer judía, se casó con la hija de un pastor presbiteriano. Lucy también había deseado siempre un matrimonio al margen de su tradición. (Esas eran sus palabras. «Al margen de mi tradición», dijo. A él la idea lo enfebrecía.) Cuando tenía doce años, Lucy sintió que pertenecía al pueblo de la Biblia. («Una hebrea», dijo. Él sentía que el corazón se le salía del pecho de pura dicha.) Una noche, desde el púlpito, el padre de Lucy leyó un salmo; inmediatamente comprendió que el salmista se refería a ella; en ese instante, allí mismo, la muchacha se convirtió en una antigua hebrea.

Tenía unos ojos enormes, penetrantes, inquietos, de una luminosidad turbadora, y el pelo cobrizo, y un modo tímido y solemne de decir las cosas con sinceridad.

Eran una pareja discreta, y rara vez daban fiestas.

Ambos tenían una novela publicada. La de ella giraba en torno a la vida doméstica; él escribía sobre los judíos.

jueves, 25 de julio de 2019

Cuando cumplas veintiún años, de Antonio Skármeta

 


Al volver del colegio, su madre ya había hecho las maletas. No quedaba nada en las paredes del cuarto, salvo un calendario con la imagen de Cristo donde se le veía el corazón granate bajo un rayo de luz que caía flanqueado por dos ángeles rubicundos.

Su hermana comenzó a llorar.

–¿Qué pasa? –preguntó.

–Nos vamos a Chile.

–¿Cuándo? –dijo fúnebre.

–Mañana mismo –dijo la madre.

–Yo no me voy.

–Cuando cumplas veintiún años tendrás la libertad de hacer lo que se te dé la gana. Pero para ese melancólico momento te faltan aún nueve años. Dile a tu profesor que te adelante un día el certificado de la escuela.

miércoles, 24 de julio de 2019

Dos viejos, de Ilya Varshavsky

 


Semako metió los papeles en la carpeta.

—¿Ha terminado? —preguntó Gólikov.

—Me queda todavía un problema, Nikolái Petróvich. Este mes no podremos cumplir el encargo del Comité para la Astronáutica.

—¿Por qué?

—No nos dará tiempo.

—Hay que cumplirlo. El plan debe cumplirse a cualquier precio. En caso de extrema necesidad le mandaré un programador.

—No se trata de un programador. Hace tiempo que le vengo pidiendo una calculadora más.

—Y yo hace tiempo que le pido que se deshaga de su «Torbellino». Usted se da cuenta que este trasto viejo figura en nuestro balance. Tenga presente que allí entienden poco de detalles. Tiene una máquina, y basta. Por segunda vez me recortan los pedidos. ¡«Torbellino»! ¡Vaya nombrecito que le han inventado!

—Usted olvida que…

martes, 23 de julio de 2019

Annie Webber, de Elizabeth Bear

 


Porque soy idiota (y porque mi amigo Allan es el dueño de la cafetería y mi novia Reesa trabaja allí), el lunes después de Acción de Gracias empecé en un trabajo nuevo.

Aquello era una auténtica jaula de grillos. Pat y yo preparábamos la espuma de leche y echábamos café como el equipo del hangar de un aeropuerto mientras Reesa se encargaba de la caja registradora. Si salíamos adelante era solo porque yo había trabajado antes en Starbucks y porque la mayoría de nuestros clientes eran asiduos, así que o bien ya tenían listo su pedido o bien Reesa se lo sabía y lo pedía antes de que pagaran. Nunca jamás subestimes a una buena cajera.

El sitio de Allan tiene algo peculiar, un programa para la fidelización de clientes, así que Reesa se sabe los nombres de los que vienen a menudo.

—Hola, Annie —dijo Reesa—. ¿Un capuchino mediano?

lunes, 22 de julio de 2019

Una herida esquemática, de Ana Blandiana

 


«De hecho, en el mismo instante en que oí el runrún violento de la chalupa, supe que tenía que morir», reconoció para sí el delfín, un tanto intimidado por la fuerza de la inmanencia. La posibilidad de alejarse sólo dependía de él, y ni siquiera habría necesitado hacerlo a una gran velocidad. No haberlo hecho era una prueba de que todo tenía que suceder tal como ocurrió. Y estaba incluso ligeramente encantado por ello. Si se hubiera atrevido a confesarlo todo, habría reconocido que experimentaba un sentimiento en cierto modo agradable, como si se hubiera sentido halagado por la importancia que se le concedía de repente, por el primer plano que iba a ocupar, aun cuando fuera sólo por unos instantes.

Ahora se dejaba llevar por las olas que antes solía romper sin haber tenido nunca tiempo de contemplarlas y descubría lo agradable que resultaba estar muerto y abandonarse a merced de unos elementos inesperadamente suaves. Cuando fue arrojado a la orilla —más exactamente, cuando después de depositarlo con delicadeza sobre la arena y de haberse asegurado de que lo podía abandonar tranquilo, el mar se retiró suavemente, deslizándose a lo largo de su cuerpo sólido y alargado, aureolado por un resplandor metálico—, sintió un momento de terror, como si hubiera querido volver a toda prisa, y solamente al descubrir que no era capaz de hacerlo, comprendió que tampoco tenía nada que temer. Permaneció así, inmóvil por primera vez en su vida, y por muy impropia que le pareciera la expresión, no renunció al posesivo aplicado a una realidad sobre la que ya no tenía derecho. «Inmóvil por primera vez» representaba tal revelación que el descubrimiento de la inmovilidad se incorporaba, paradójicamente, a la vida y se convertía en una sensación demasiado intensa como para poder considerarse fuera de ella. Luego, a excepción de la inmovilidad, no ocurrió nada más, y este «nada más» era uno de los estados más agradables que jamás había conocido.

viernes, 19 de julio de 2019

Te recuerdo como eras en el último otoño, de Bernardo Jobson

 


El problema es que el jefe no me lo va a creer. Le he hecho tragar ya tantas milanesas, tantas albóndigas supercondimentadas, que esto no me lo va a creer. Pienso en alguna excusa potable, pero me da un poco de bronca: ¿una vez que tengo una razón valedera para ausentarme de la oficina, voy a tener que apelar a una mentira? ¿Tan mal anda el mundo? me pregunto. Pero toda esta filosofía de apuro no me absuelve del dolor que tengo desde que me levanté y amenaza con la posibilidad de que la gente me crea un deforme o algo así, al margen de unos chillidos austeros pero evidentes que me transformaron en la máxima atracción del día en el subte. En ese momento vuelvo a sentarme y siento como si una tachuela me hubiese penetrado hasta la garganta. Por supuesto, las tachuelas se supone que lo pinchan a uno en el culo y ésta es una tachuela de lo más ortodoxa. No me puedo sentar, no me puedo quedar parado, no puedo quedarme un minuto más en ninguna posición. Y te guste o no, jefecito, allá voy. Con la verdad no temo ni ofendo y me paro frente al escritorio del salmónido.

–Plata no hay –me ataja–. Y si necesitás plata porque se te murió algún pariente, antes me traés el certificado de defunción. Mira, ni siquiera con el certificado. Únicamente contra presentación del cadáver.

–Jefe, no quiero plata… –por ahora, porque en ese momento pienso que en una de ésas voy a tener que comprar un remedio y ante presentación de receta no me va a decir que no. Mirá vos, me digo, ¿cómo no se me ocurrió antes este yeite?

jueves, 18 de julio de 2019

Un intento sencillo y voluntarioso, de Elizabeth Morton

 


Así que al final pensé en el doberman, el perro que me habría ahorrado las molestias si yo hubiera entendido realmente las condiciones.

Mi doberman se llama Titus, y lo compré para protección hace un año. La «protección» es un servicio importante en esta ciudad. La fe ha desaparecido igual que los trolebuses. La cuestión podría ser, naturalmente, quién nos protegerá de nosotros mismos, pero eso es puramente metafísica. En cualquier caso, la respuesta es que nos protegeremos a nosotros mismos y hago lo que debo.

Tengo a Titus.

Veamos a ese doberman. Cuando abrí la puerta, a las seis, Titus no acudió a saludarme, sino que siguió en el dormitorio pequeño, hacia la parte trasera, gimoteando. La brisa que entraba por una ventana abierta había desparramado algunas cosas del tocador junto a sus patas, pero él no parecía darse cuenta. Gimió de nuevo.

—¿Qué ocurre? —le pregunté.

Yo estaba ojo avizor desde el principio, quiero que eso quede claro. No fui tan ingenua. Una afina mucho su aprensión en esta ciudad, las circunstancias le hacen sospechar de todo.

—Dímelo Titus.

miércoles, 17 de julio de 2019

Bienvenido a Marte, de Tom Hanks


 Kirk Ullen todavía estaba dormido en la cama, bajo un edredón y una vieja manta del Ejército. Como siempre desde 2003, cuando él tenía cinco años, su habitación era también el trastero de la casa, de modo que contenía entre otras cosas la lavadora y la secadora Maytag, una vieja espineta desafinada, una máquina de coser que su madre no usaba desde el segundo mandato de Bush y una máquina de escribir eléctrica Olivetti-Underwood que había quedado inutilizada sin remedio desde que él había derramado en sus entrañas un vaso de zarzaparrilla. La habitación carecía de calefacción y estaba siempre helada, incluso esa mañana de finales de junio. Mantenía los ojos entornados y casi en blanco mientras soñaba que estaba todavía en secundaria y que no era capaz de marcar la combinación correcta de la taquilla del gimnasio. Ya iba por el séptimo intento, girando el disco a la derecha, luego dos veces a la izquierda y otra a la derecha, cuando un fogonazo inundó los vestuarios de una cegadora luz blanca. Después, repentinamente también, sobrevino una oscuridad que abarcaba el mundo entero.

Hubo más destellos, como bruscos relámpagos, y otra vez la oscuridad: primero todo blanco, acto seguido una negrura impenetrable, y así una y otra vez. Pero no se escuchaba el fragor de los truenos, los golpes del martillo de Thor resonando como cañonazos lejanos.

—¿Kirk? ¿Kirkwood? —Era su padre. Frank Ullen había estado pulsando una y otra vez el interruptor de la lámpara del techo: su manera «divertida» de despertarlo—. ¿Hablabas en serio anoche, muchacho? —Y canturreó—: «Kirkwood, Kirkwood, dame una respuesta, por favor»[6].

—¿Qué? —graznó Kirk.

martes, 16 de julio de 2019

Los ojos de Celina, de Bernardo Kordon


En la tarde blanca de calor, los ojos de Celina me parecieron dos pozos de agua fresca. No me retiré de su lado, como si en medio del algodonal quemado por el sol hubiese encontrado la sombra de un sauce. Pero mi madre opinó lo contrario: “Ella te buscó, la sinvergüenza”. Éstas fueron sus palabras. Como siempre no me atreví a contradecirle, pero si mal no recuerdo fui yo quien se quedó al lado de Celina con ganas de mirarla a cada rato. Desde ese día la ayudé en la cosecha, y tampoco esto le pareció bien a mi madre, acostumbrada como estaba a los modos que nos enseñó en la familia. Es decir, trabajar duro y seguido, sin pensar en otra cosa. Y lo que ganábamos era para mamá, sin quedarnos con un solo peso.

Siempre fue la vieja quien resolvió todos los gastos de la casa y de nosotros.

Mi hermano se casó antes que yo, porque era el mayor y también porque la Roberta parecía trabajadora y callada como una mula. No se metió en las cosas de la familia y todo siguió como antes. Al poco tiempo ni nos acordábamos que había una extraña en la casa. En cambio con Celina fue diferente. Parecía delicada y no resultó muy buena para el trabajo. Por eso mi mamá le mandaba hacer los trabajos más pesados del campo, para ver si aprendía de una vez.

lunes, 15 de julio de 2019

El anticipador, de Morley Roberts

 


—Admitiré, desde luego, que no se trata de un plagio —dijo ferozmente Carter Esplan—; será el destino, el demonio, pero ¿es menos irritante por eso? ¡No, no!

Y se pasó la mano por el cabello hasta erizarlo. Lo agitaba una febril excitación; una mancha roja ardía en cada una de sus mejillas; se mordía el labio tembloroso.

—¡Maldito Burford, sus padres y sus ascendientes! Las herramientas, para quien sabe manejarlas —añadió después de una pausa durante la cual su amigo Vincent lo estudió con curiosidad.

—La culpa es tuya, mi querido salvaje —dijo Vincent—. Eres demasiado indolente. Recuerda, además, que esas cosas (esas ideas, esos motivos) están en el aire. La originalidad no es más que el arte de atrapar tempranas larvas. ¿Por qué no escribes las cosas apenas las inventas?

—Hablas como un burgués, como un viajante de comercio —repuso Esplan, disgustado—. ¿Por qué un manzano no da manzanas apenas fecundadas sus flores? ¿A qué esperar el estío y las influencias del viento y el cielo? ¿Por qué no salen polluelos de huevos recién puestos? ¿Acaso el parto sigue inmediatamente a la concepción? ¿Y no sufrió dolores la montaña para dar a luz un ratón? ¿Y por ventura…?

viernes, 12 de julio de 2019

Tini, de Eduardo Wilde

 


-¿Cómo va la enferma? -dijo el médico, entrando a una pieza en la que varias personas hablaban en voz baja.

-No está bien -contestó una de ellas.

-Perfectamente -repuso el doctor y penetró con precaución en la habitación contigua, que era un espacioso dormitorio bien amueblado y dotado de cortinas dobles, alfombras blandas y lujosos adornos.

Una lámpara opaca alumbraba escasamente con su luz indecisa el aposento, cuya atmósfera denunciaba la presencia de perfumes y la permanencia de personas cuidadas; había olor a recinto habitado por dama distinguida.

La enferma se hallaba acostada de espalda, en un lecho limpio y acomodado.

Su semblante estaba pálido, sus labios algo descoloridos. Una cofia blanca aprisionaba sus cabellos, una bata bordada cubría su pecho; sus manos finas, blancas y suaves salían de entre un capullo de encajes que parecían un montón de espuma. Había en su persona un poco de esa coquetería permitida que tienen todas las mujeres de buena cuna y que ostentan aun cuando estén enfermas.

El doctor, mirando fijamente a la dama y tomándole la mano, medio en uso de su profesión, medio en forma de saludo, preguntó:

-¿Cómo ha pasado el día la señora?

-Mal, doctor, he sufrido mucho; me duele todo; déme algo que me calme: ¡qué falta de compasión venir a esta hora!

jueves, 11 de julio de 2019

Lección de cocina, de Rosario Castellanos

 


La cocina resplandece de blancura. Es una lástima tener que mancillarla con el uso. Habría que sentarse a contemplarla, a describirla, a cerrar los ojos, a evocarla. Fijándose bien esta nitidez, esta pulcritud carece del exceso deslumbrador que produce escalofríos en los sanatorios. ¿O es el halo de desinfectantes, los pasos de goma de las afanadoras, la presencia oculta de la enfermedad y de la muerte? Qué me importa. Mi lugar está aquí. Desde el principio de los tiempos ha estado aquí. En el proverbio alemán la mujer es sinónimo de Küche, Kinder, Kirche. Yo anduve extraviada en aulas, en calles, en oficinas, en cafés; desperdiciada en destrezas que ahora he de olvidar para adquirir otras. Por ejemplo, elegir el menú. ¿Cómo podría llevar al cabo labor tan ímproba sin la colaboración de la sociedad, de la historia entera? En un estante especial, adecuado a mi estatura, se alinean mis espíritus protectores, esas aplaudidas equilibristas que concilian en las páginas de los recetarios las contradicciones más irreductibles: la esbeltez y la gula, el aspecto vistoso y la economía, la celeridad y la suculencia. Con sus combinaciones infinitas: la esbeltez y la economía, la celeridad y el aspecto vistoso, la suculencia y… ¿Qué me aconseja usted para la comida de hoy, experimentada ama de casa, inspiración de las madres ausentes y presentes, voz de la tradición, secreto a voces de los supermercados? Abro un libro al azar y leo: «La cena de don Quijote.» Muy literario pero muy insatisfactorio. Porque don Quijote no tenía fama de gourmet sino de despistado. Aunque un análisis más a fondo del texto nos revela, etc., etc., etc. Uf. Ha corrido más tinta en torno a esa figura que agua debajo de los puentes. «Pajaritos de centro de cara.» Esotérico. ¿La cara de quién? ¿Tiene un centro la cara de algo o de alguien? Si lo tiene no ha de ser apetecible. «Bigos a la rumana.» Pero ¿a quién supone usted que se está dirigiendo? Si yo supiera lo que es estragón y ananá no estaría consultando este libro porque sabría muchas otras cosas. Si tuviera usted el mínimo sentido de la realidad debería, usted misma o cualquiera de sus colegas, tomarse el trabajo de escribir un diccionario de términos técnicos, redactar unos prolegómenos, idear una propedéutica para hacer accesible al profano el difícil arte culinario. Pero parten del supuesto de que todas estamos en el ajo y se limitan a enunciar. Yo, por lo menos, declaro solemnemente que no estoy, que no he estado nunca ni en este ajo que ustedes comparten ni en ningún otro. Jamás he entendido nada de nada. Pueden ustedes observar los síntomas: me planto, hecha una imbécil, dentro de una cocina impecable y neutra, con el delantal que usurpo para hacer un simulacro de eficiencia y del que seré despojada vergonzosa pero justicieramente.

miércoles, 10 de julio de 2019

Vida sexual angélica, de Pedro Gómez Valderrama


 Un teólogo tiene la visión de la discusión obstinada que mantuvieron en Constantinopla, a lo largo de todo el período del sitio turco, los cuatro teólogos que se ocupaban del arduo problema de definir el sexo de los ángeles. Permanecieron en el mismo sitio hasta que los turcos invadieron la plaza, y como la casa cercana a la Catedral, en la cual estaban sesionando, fue incendiada, no se sabe exactamente qué fue de ellos, aunque mientras unos sostienen que se quedaron viviendo en Turquía y abrazaron finalmente la fe musulmana, otros mantienen que se dispersaron y dos de ellos se hicieron soldados mercenarios.

       Pero la más verosímil solución del enigma, es la que dio el mismo teólogo obsesionado por su visión celestial, según la cual la tesis de los ángeles femeninos sería la adecuada, y que ante el peligro de muerte a manos turcas, los propios ángeles —ángelas, en su caso—, los llevaron a sus moradas secretas, donde al cabo de los años dieron origen a un aguerrido y especial pueblo oriental, que a lo largo del tiempo ha producido hechos históricos de inusitada categoría.

viernes, 5 de julio de 2019

La Pantera, de Sergio Pitol


 para Elena Poniatowska

Ninguna de las magias que atravesaron mi niñez puede equipararse con su aparición. Nada de lo hasta entonces concebido logró confundir tan soberbiamente refinamiento y fiereza. En las noches siguientes imploré, divertido, al final impaciente, casi con lágrimas, su presencia. Mi madre repetía que de tanto jugar a los bandidos acabaría por soñarlos. En efecto, al término de unas vacaciones la persecución y la infamia, el coraje y la sangre frecuentaron mis noches. En esa época ir al cine se reducía a disfrutar una sola película con ligeras variantes de función en función: el tema invariable lo proporcionaba la ofensiva aliada contra las huestes del Eje. Una tarde de programa triple (en que con indecible deleite vimos llover obuses sobre un fantasmagórico Berlín donde edificios, vehículos, templos, rostros y palacios se diluían en una inmensa vertiente de fuego; épicos juramentos de amor, penumbra de refugios antiaéreos en un Londres de obeliscos rotos y grandes inmuebles sin fachada, y el mechón de Veronica Lake resistiendo impasible la metralla nipona mientras un grupo de soldados heridos era evacuado de un rocoso islote del Pacífico) consiguió que por la noche el fragor de las balas se internara en mi cuarto y que una multitud de cuerpos despedazados y cráneos de enfermeras me lanzaran sobresaltado a buscar amparo en la habitación de mis hermanos mayores.

jueves, 4 de julio de 2019

La enemiga, de Virgilio Díaz Grullón


 Recuerdo muy bien el día en que papá trajo la primera muñeca en una caja grande de cartón envuelta en papel de muchos colores y atada con una cinta roja, aunque yo estaba entonces muy lejos de imaginar cuánto iba a cambiar todo como consecuencia de esa llegada inesperada.

         Aquel mismo día comenzaban nuestras vacaciones y mi hermana Esther y yo teníamos planeadas un montón de cosas para hacer en el verano, como, por ejemplo, la construcción de un refugio en la rama más gruesa de la mata de jobo, la cacería de mariposas, la organización de nuestra colección de sellos y las prácticas de béisbol en el patio de la casa, sin contar las idas al cine en las tardes  de domingo. Nuestro vecinito de enfrente se había ido ya con su familia a pasar las vacaciones en la playa y esto me dejaba a Esther para mí solo durante todo el verano.

         Esther cumplía seis años el día en que papá llegó a casa con el regalo. Mi hermana estaba excitadísima mientras desataba nerviosamente la cinta y rompía el envoltorio. Yo me asomé por encima de su hombro y observé cómo iba surgiendo de los papeles arrugados aquel adefesio ridículo vestido con un trajecito azul que le dejaba al aire una buena parte de las piernas y los brazos de goma. La cabeza era de un material duro y blanco y en el centro de la cara tenía una estúpida sonrisa petrificada que odié desde el primer momento.

miércoles, 3 de julio de 2019

Rata, de Jon Bilbao

 


El jefe tenía la costumbre de rezar. Se trataba de algo que no hacía con una frecuencia establecida, ni en un lugar concreto, cada noche antes de acostarse o en la iglesia. El momento venía dictado en cada caso por las circunstancias. Y en cuanto al lugar, este importaba poco, siempre que el jefe se hallara a solas y tuviera la certeza de que nadie podía interrumpirlo.

No confiaba en obtener respuesta a sus rezos. Ni siquiera era creyente. No acudía a los oficios. Tampoco conocía las oraciones del catecismo. La letanía que desgranaba era fruto exclusivo de su invención, depurada por la práctica de años y años.

Rezar lo ayudaba a definir sus deseos y necesidades, a valorarlos, a establecer una adecuada jerarquía entre ellos.

Había rezado antes de lograr su cargo en la Compañía, al frente de uno de los departamentos de mayor relevancia. Medio centenar de personas a su cargo. Un presupuesto anual cuyo desglose cubría más de mil páginas de papel reciclado. Toda una planta en la sede de la Compañía; una planta alta, elevada sobre los edificios circundantes. En los días nublados, al otro lado de las ventanas solo era posible distinguir una tupida masa gaseosa que dejaba el mundo reducido al espacio que ocupaban aquellas oficinas.

martes, 2 de julio de 2019

El negro, de Fernando Morales

  Al negro lo agarramos en plena calle, mirando la vidriera de una joyería. Ante esta evidente tentativa de asalto a mano armada (estoy seguro de que tenía el revólver oculto entre sus ropas), no tuvimos más remedio que llevarlo detenido.

El juicio fue sumamente simple, como deberían ser todos los juicios. Nos sentamos sobre cajones de manzana, en el sótano de la comisaría. Lo incómodo de la situación garantizaba la brevedad del acto. Y para el acusado preparamos una serie de delitos que no dejaban lugar a dudas sobre su culpabilidad. Me puse de pie.

—Honorable Señor Juez: le hemos traído a este nnnne-gro —dije mirándolo despectivamente— para que usted lo juzgue con toda equidad y luego lo condene.

—Ajá, ¿Qué hiciste, negro?

—Bueno, yo…

—¡Cállate! Y contesta: ¿qué hiciste?

—Nada, yo…

—¡Cállate! ¿Qué hizo, agente?

lunes, 1 de julio de 2019

Pájaros a punto de volar, de Patricia Highsmith

 


Todas las mañanas, Don miraba el buzón, pero nunca había carta de ella.

No habrá tenido tiempo, se decía. Repasaba mentalmente todas las cosas que ella tenía que hacer: llevar sus pertenencias de Roma a París, encontrar un apartamento al llegar a París y empezar su nuevo trabajo, antes de sentarse a escribirle una carta. Consideró todos los probables retrasos, al principio con rabia y humillación, y luego, a medida que pasaban los días, empezó a contemplarlos con lento cuidado, pues eran lo único que tenía.

Pero al final se agotó el plazo del máximo número de días que podía calcular como retraso. Ya pasaban tres días de su tope y seguía sin llegar carta de ella.

—Estará esperando a aclararse las ideas —se dijo—. Naturalmente, quiere estar segura de lo que siente antes de poner nada sobre el papel.

Trece días atrás, Don le había escrito que la amaba y quería casarse con ella. Y, por supuesto, no le importaba esperar. No quería presionarla.