viernes, 30 de octubre de 2009

Los asesinos, de Ernest Hemingway

La puerta del restaurante de Henry se abrió y entraron dos hombres que se sentaron al mostrador.
-¿Qué van a pedir? -les preguntó George.

-No sé -dijo uno de ellos-. ¿Tú qué tienes ganas de comer, Al?

-Qué sé yo -respondió Al-, no sé.

Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la calle entraban por la ventana. Los dos hombres leían el menú. Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams, quien había estado conversando con George cuando ellos entraron, los observaba.

-Yo voy a pedir costillitas de cerdo con salsa de manzanas y puré de papas -dijo el primero.

-Todavía no está listo.

-¿Entonces para qué carajo lo pones en la carta?

jueves, 29 de octubre de 2009

Podemos recordarlo todo por usted, de Philip K. Dick

Despertó... y deseó estar en Marte.
Pensó en los valles. ¿Qué se sentiría al caminar por ellos? Creciendo incesantemente, el sueño fue en aumento a medida que recuperaba sus sentidos: el sueño y el ansia. Casi llegaba a sentir la abrumadora presencia del otro mundo, que solamente habían visto los agentes del Gobierno y los altos funcionarios. ¿Y un empleado como él? No, no era probable.
- ¿Te levantas o no? - preguntó su esposa Kirsten, con tono soñoliento y con su nota habitual de malhumor -. Si estás ya levantado, oprime el botón del café caliente en el maldito horno.
- Está bien - respondió Douglas Quail.
Descalzo, se dirigió desde el dormitorio a la cocina. Allí, tras haber hecho presión, obedientemente, sobre el botón del café caliente, tomó asiento ante la mesa, extrajo un bote pequeño, de color amarillo, de buen Dean Swift. Inhaló profundamente y la mezcla Beau Nash le produjo picor en la nariz y al mismo tiempo le quemó el paladar. Pero continuó inhalando; el producto le despertó y permitió que sus sueños, sus nocturnos deseos, sus ansias esporádicas se condensaran en algo parecido a la racionalidad.
- ¡Iré! - se dijo a sí mismo -. Antes de morir, veré Marte.
Por supuesto, era imposible, y aun soñando, esto lo sabía muy bien. Pero la luz del día, el ruido habitual que hacía su esposa al cepillarse el cabello ante el espejo del tocador..., todas las cosas conspiraron repentinamente para recordarle lo que él era.
«Un miserable empleado asalariado», se dijo con amargura. Kirsten le recordaba tal circunstancia por lo menos una vez al día, y él no la culpaba por ello; era una labor de esposa lograr que el marido asentara los pies firmemente sobre la tierra. En la Tierra, pensó, y se echó a reír. La frase le hacia gracia.

miércoles, 28 de octubre de 2009

Pacheco no fue, de Eduardo Belgrano Rawson

Que de dónde sacaba yo esas basuras, me preguntó un día mi abuela. Que ella me había llenado de historias pero yo como si nada. Tal vez, se me ocurre ahora, porque eran demasiado redondas. Uno precisa más bien una idea que se vaya desplegando. ¿Acaso no decía el finado Chandler que a una novela se la destila? Las conversaciones ajenas tampoco te aportan mucho. La gente siempre dice lo mismo. Ni siquiera de un teléfono ligado se puede sacar algo bueno. Algunas conversaciones parecen calcadas, como las que sostienen aquellos matrimonios deshechos cuando se reúnen a intercambiar argumentaciones torcidas en cualquier confitería del centro. 

Lo que sobra son esos rumores de baja estofa que pueden oírse en el colectivo, como aquel de las ratas embandejadas que comenzaron a verse en las heladeras de los restaurantes chinos. O esa boda famosa que terminó en un escándalo. No sé si ustedes se acuerdan. Cuando el cura hizo la pregunta de práctica (que lo dijera o callara para siempre) un tipo de la última fila saltó como un escorpión, suponiendo que un escorpión haga eso. Después de tratarla de reputaza, le gritó de todo a la novia. A continuación intervino la parentela y hubo una batalla campal en el atrio. 

martes, 27 de octubre de 2009

Shushupe de Dante Castro Arrasco

Resbaló sobre la superficie húmeda del tronco que hacía de puente entre la trocha y el rocotal. Quiso sujetarse pero las manos también resbalaron. Crisóstomo cayó pesadamente en medio de la vegetación que cubría la acequia de aguas estancadas y uno de sus pies desnudos tocó aquel cuerpo blando, de escamas gruesas, cuyo contacto le hizo lanzar un alarido de pánico a la vez que se desesperaba por salir hacia el camino. El machete había desaparecido entre la hojarasca que formaba un colchón natural sobre la zanja y, en medio de la maraña de totorillas, ya se alzaba el cuerpo oscuro de dibujos perfectos en posición de ataque.
Crisóstomo logró cogerse del puente y salió por fin hacia la pampa recién quemada, esquivando las raíces ennegrecidas que obstaculizaban su fuga. Se dejó llevar por la bajada que lo traía acelerado, como su corazón, hacia el tambo donde acostumbraban descansar los jornaleros esperando el refrigerio de las seis. 
-Míralo al Crisóstomo, óe... -comentó Manuel, arrugando el rostro enjuto en gesto burlón. 
-Corriendo como endiablado viene ¿no?... ¿Qué habrá hecho con la herramienta? -habló Sebastián, chascando la lengua contra su bola de coca. 

lunes, 26 de octubre de 2009

Talpa, de Juan Rulfo

Natalia se metió entre los brazos de su madre y lloró largamente allí con un llanto quedito. Era un llanto aguantado por muchos días, guardado hasta ahora que regresamos a Zenzontla y vio a su madre y comenzó a sentirse con ganas de consuelo. 

Sin embargo, antes, entre los trabajos de tantos días difíciles, cuando tuvimos que enterrar a Tanilo en un pozo de la tierra de Talpa, sin que nadie nos ayudara, cuando ella y yo, los dos solos, juntamos nuestras fuerzas y nos pusimos a escarbar la sepultura desenterrando los terrones con nuestras manos —dándonos prisa para esconder pronto a Tanilo dentro del pozo y que no siguiera espantando ya a nadie con el olor de su aire lleno de muerte—, entonces no lloró. 

Ni después, al regreso, cuando nos vinimos caminando de noche sin conocer el sosiego, andando a tientas como dormidos y pisando con pasos que parecían golpes sobre la sepultura de Tanilo. En ese entonces, Natalia parecía estar endurecida y traer el corazón apretado para no sentirlo bullir dentro de ella. Pero de sus ojos no salió ninguna lágrima. 

Vino a llorar hasta aquí, arrimada a su madre; sólo para acongojarla y que supiera que sufría, acongojándonos de paso a todos, porque yo también sentí ese llanto de ella dentro de mí como si estuviera exprimiendo el trapo de nuestros pecados. 

viernes, 23 de octubre de 2009

En el sótano, de Ramsey Campbell

Arriba, en algún lugar, oyes a tu esposa y al joven conversando. Haces un esfuerzo para subir, tu músculos temblándote como el agua, y consigues llegar en equilibrio inestable al siguiente escalón. 

Deben pensar que han terminado contigo. Ni siquiera se han molestado en cerrar la puerta del sótano, e intentas llegar a la línea de luz oscilante a través de la abertura. Cualquier otro, excepto tú, estaría muerto. El joven debe de haberte transportado desde el laboratorio y arrojado al sótano escaleras abajo. Allí, sobre las losas polvorientas, has recobrado el conocimiento. Todavía tienes la sensación de que en tu mejilla izquierda, la que golpeó contra el suelo, han introducido una placa rígida en la carne. Descansas en el escalón al que has llegado y escuchas. 

Ahora guardan silencio. Debe de ser de noche, ya que han encendido la lámpara del pasillo, cuya luz penetra en el sótano. No pueden abandonar la casa hasta mañana, por lo menos. Sólo puedes conjeturar lo que hacen ahora, solos en la casa, pensando. Tus labios ateridos se abren de nuevo al sonreír. Que disfruten mientras puedan. 

jueves, 22 de octubre de 2009

La Señorita Cora, de Julio Cortázar

We'll send your love to college, all for a year or two,
And then perhaps in time the boy will do for you.
The trees that grow so high.
(Canción folclórica inglesa.) 

No entiendo por qué no me dejan pasar la noche en la clínica con el nene, al fin y al cabo soy su madre y el doctor De Luisi nos recomendó personalmente al director. Podrían traer un sofá cama y yo lo acompañaría para que se vaya acostumbrando, entró tan pálido el pobrecito como si fueran a operarlo en seguida, yo creo que es ese olor de las clínicas, su padre también estaba nervioso y no veía la hora de irse, pero yo estaba segura de que me dejarían con el nene. Después de todo tiene apenas quince años y nadie se los daría, siempre pegado a mí aunque ahora con los pantalones largos quiere disimular y hacerse el hombre grande. La impresión que le habrá hecho cuando se dio cuenta de que no me dejaban quedarme, menos mal que su padre le dio charla, le hizo poner el piyama y meterse en la cama. Y todo por esa mocosa de enfermera, yo me pregunto si verdaderamente tiene órdenes de los médicos o si lo hace por pura maldad. Pero bien que se lo dije, bien que le pregunté si estaba segura de que tenía que irme. No hay más que mirarla para darse cuenta de quién es, con esos aires de vampiresa y ese delantal ajustado, una chiquilina de porquería que se cree la directora de la clínica. Pero eso sí, no se la llevó de arriba, le dije lo que pensaba y eso que el nene no sabía donde meterse de vergüenza y su padre se hacía el desentendido y de paso seguro que le miraba las piernas como de costumbre. Lo único que me consuela es que el ambiente es bueno, se nota que es una clínica para personas pudientes; el nene tiene un velador de lo más lindo para leer sus revistas, y por suerte su padre se acordó de traerle caramelos de menta que son los que más le gustan. Pero mañana por la mañana, eso sí, lo primero que hago es hablar con el doctor De Luisi para que la ponga en su lugar a esa mocosa presumida. Habrá que ver si la frazada lo abriga bien al nene, voy a pedir que por las dudas le dejen otra a mano. Pero sí, claro que me abriga, menos mal que se fueron de una vez, mamá cree que soy un chico y me hace hacer cada papelón. Seguro que la enfermera va a pensar que no soy capaz de pedir lo que necesito, me miró de una manera cuando mamá le estaba protestando... Está bien, si no la dejaban quedarse qué le vamos a hacer, ya soy bastante grande para dormir solo de noche, me parece. Y en esta cama se dormirá bien, a esta hora ya no se oye ningún ruido, a veces de lejos el zumbido del ascensor que me hace acordar a esa película de miedo que también pasaba en una clínica, cuando a medianoche se abría poco a poco la puerta y la mujer paralítica en la cama veía entrar al hombre de la máscara blanca... 

miércoles, 21 de octubre de 2009

Mecánicos, de Osvaldo Soriano

Mi padre era muy malo al volante. No le gustaba que se lo dijera y no sé si ahora, en la serenidad del sepulcro, sabrá aceptarlo. En la ruta ponía las ruedas tan cerca de los bordes del pavimento que un día, indefectiblemente, tenía que volcar. Sucedió una tarde de 1963 cuando iba de Buenos Aires a Tandil en un Renault Gordini que fue el único coche que pudo tener en su vida. Lo había comprado a crédito y lo cuidaba tanto que estaba siempre reluciente y del motor salían arrullos de palomas. Me lo prestaba para que fuera al bosque con mi novia y creo que nunca se lo agradecí. A esa edad creemos que el mundo solo tiene obligaciones con nosotros. Y yo presumía de manejar bien, de entender de motores, cajas, distribuidores y diferenciales porque había pasado por el Industrial de Neuquén. 

Antes de que me fuera al servicio militar me preguntó que haría al regresar. Ni él ni yo servíamos para tener un buen empleo y le preocupaba que la plata que yo traía viniera del fútbol, que consideraba vulgar. A mi padre le gustaba la ópera aunque creo que nunca conoció el Teatro Colón. Venía de una lejana juventud antifascista que en 1930 le había tirado piedras a los esbirros del dictador Uriburu, y conservaba un costado romántico. Cuando le dije que quería seguir jugando al fútbol, lo tomó como un mal chiste. Me aconsejó que en la conscripción hiciera valer mi diploma de experto en motores para pasarla mejor. Siempre se equivocaba: fue como centro-delantero que evité las humillaciones en el regimiento. Cualquiera arregla un motor pero poca gente sabe acercarse al arco. La ambición de mi padre era que yo conociera bien los motores viejos para después inventar otros nuevos. Igual que Roberto Arlt, siempre andaba dibujando planos y haciendo cálculos. Una tarde en que me prestó el Gordini para ir al bosque me anunció que al día siguiente, aprovechando sus vacaciones, lo íbamos a desarmar por completo para poder armarlo de nuevo. 

martes, 20 de octubre de 2009

El ahogado más hermoso del mundo, de Gabriel García Márquez

Los primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar, se hicieron la ilusión de que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la playa le quitaron los matorrales de sargazos, los filamentos de medusas y los restos de cardúmenes y naufragios que llevaba encima, y sólo entonces descubrieron que era un ahogado.

Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la arena, cuando alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo. Los hombres que lo cargaron hasta la casa más próxima notaron que pesaba más que todos los muertos conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal vez había estado demasiado tiempo a la deriva y el agua se le había metido dentro de los huesos. Cuando lo tendieron en el suelo vieron que había sido mucho más grande que todos los hombres, pues apenas si cabía en la casa, pero pensaron que tal vez la facultad de seguir creciendo después de la muerte estaba en la naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la forma permitía suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba revestida de una coraza de rémora y de lodo.

lunes, 19 de octubre de 2009

Rashomon, de Ryūnosuke Akutagawa

Era un frío atardecer. Bajo Rashomon, el sirviente de un samurai esperaba que cesara la lluvia. No había nadie en el amplio portal. Sólo un grillo se posaba en una gruesa columna, cuya laca carmesí estaba resquebrajada en algunas partes. Situado Rashomon en la Avenida Sujaltu, era de suponer que algunas personas, como ciertas damas con el ichimegasa (1) o nobles con el momiebosh (2), podrían guarecerse allí; pero al parecer no había nadie fuera del sirviente. Y era explicable, ya que en los últimos dos o tres años la ciudad de Kyoto había sufrido una larga serie de calamidades: terremotos, tifones, incendios y carestías la habían llevado a una completa desolación. Dicen los antiguos textos que la gente llegó a destruir las imágenes budistas y otros objetos del culto, y esos trozos de madera, laqueada y adornada con hojas de oro y plata, se vendían en las calles como leña. Ante semejante situación, resultaba natural que nadie se ocupara de restaurar Rashomon. Aprovechando la devastación del edificio, los zorros y otros animales instalaron sus madrigueras entre las ruinas; por su parte ladrones y malhechores no lo desdeñaron como refugio, hasta que finalmente se lo vio convertido en depósito de cadáveres anónimos. Nadie se acercaba por los alrededores al anochecer, más que nada por su aspecto sombrío y desolado. 

viernes, 16 de octubre de 2009

Un agujero en la pared, de Etgar Keret

En la avenida Bernadotte, justamente al lado de la Estación Central de Autobuses, hay un agujero en la pared. Antes hubo ahí un cajero automático, pero se estropeó o algo parecido, o quizá es que simplemente no se usaba, así que vino una camioneta con personal del banco, se lo llevaron y nunca más lo han vuelto a poner. 
Alguien le dijo un día a Udi que si se pide a gritos un deseo en ese agujero de la pared, entonces se cumple, pero Udi no se lo creyó demasiado. La verdad es que una vez, cuando volvía del cine por la noche, gritó en el agujero que quería que Dafna Rimlet se enamorara de él, pero no pasó nada. Y en otra ocasión, cuando se sentía terriblemente solo, se desgañitó ante el agujero pidiendo que queriía tener un amigo ángel y, aunque es verdad que después apareció un ángel, no resultó ser precisamente un amigo, porque siempre desaparecia cuando Udi realmente lo necesitaba. El ángel era delgado, encorvado y siempre llevaba puesto un impermeable para que no se le vieran las alas. A veces, cuando se encontraban solos, se quitaba el impermeable y, en una ocasión, hasta permitió que Udi le tocara las plumas de las alas; pero cuando había otras personas en la habitación se lo dejaba siempre puesto. Los hijos de Klein le preguntaron un día qué es lo que tenia debajo del impermeable y él les dijo que llevaba una mochila con libros que no eran suyos, y que temía que se mojaran. La verdad es que se pasaba el día mintiendo. Le contaba a Udi unas historias que eran para morirse: de los distintos lugares del cielo, de personas que cuando se van por la noche a casa a dormir dejan las llaves en el contacto del coche, de gatos que no tienen miedo de nada y que ni siquiera saben lo que quiere decir "¡Vete!". 

jueves, 15 de octubre de 2009

La cosecha, de Amy Hempel

El año en que comencé a decir soireé en vez de suaré, un hombre que apenas conocía casi me mata por accidente.

El hombre no estaba herido cuando el otro coche impactó con el nuestro. El hombre que había conocido por una semana me llevó en brazos por la calle de una manera que implicaba que no podía ver mis piernas. Recuerdo haber sabido que no debía mirar, y sabiendo que me habría encantado mirar si no fuera porque no podía.

Mi sangre estaba sobre la ropa de este hombre.

Dijo, “estarás bien, pero este suéter está arruinado”.

Grité por miedo al dolor. Pero yo no sentía dolor alguno. En el hospital, después de inyecciones, sabía que había dolor en el cuarto – sólo que no sabía de quién era.

miércoles, 14 de octubre de 2009

¿Quién eres?, de Giovanni Papini

El asunto empezó de un modo muy sencillo. Una mañana no recibí ni siquiera una carta. Hacía muchísimos años que no me ocurría eso y quedé sorprendido y amoscado. Me importaba enormemente la correspondencia, ya que es una de las pocas posibilidades de lo imprevisto que permanecen en nuestra existencia, y todos los días la esperaba con una ansiedad que se volvía casi febril cuando esperaba alguna respuesta importante. Ya fuesen cartas de mujeres lejanas que solicitan un amor inútil, o de desconocidos entusiastas que intentan hacernos penetrar en sus vidas, o de amigos olvidados que de improviso surgen del pasado y nos exponen los deseos y los arrepentimientos de las últimas etapas de la vida, o de descubridores y profetas provincianos que nos quieren imponer sus tonterías o bien esperan que las refutemos, o incluso de insignificantes hombres de negocios o de parientes de tercer grado, yo las leía todas con una enorme avidez. El examen de mi correspondencia diaria, que en aquel tiempo era bastante voluminosa, se había convertido en uno de mis grandes placeres. ¡Y aquella mañana no recibí una sola carta, un solo diario! La impresión fue penosa pero breve. Supuse que se trataba de una casualidad y que al día siguiente recibiría muchas más cartas que de ordinario. 

martes, 13 de octubre de 2009

El Cerdito, de Juan Carlos Onetti

La señora estaba siempre vestida de negro y arrastraba sonriente el reumatismo del dormitorio a la sala. Otras habitaciones no había; pero sí una ventana que daba a un pequeño jardín parduzco. Miró el reloj que le colgaba del pecho y pensó que faltaba más de una hora para que llegaran los niños. No eran suyos. A veces dos, a veces tres que llegaban desde las casas en ruinas, más allá de la placita, atravesando el puente de madera sobre la zanja seca ahora, enfurecida de agua en los temporales de invierno.

Aunque los niños empezaran a ir a la escuela, siempre lograban escapar de sus casas o de sus aulas a la hora de pereza y calma de la siesta. Todos, los dos o tres; eran sucios, hambrientos y físicamente muy distintos. Pero la anciana siempre lograba reconocer en ellos algún rasgo del nieto perdido; a veces a Juan le correspondían los ojos o la franqueza de ojos y sonrisa; otras; ella los descubría en Emilio o Guido. Pero no trascurría ninguna tarde sin haber reproducido algún gesto, algún ademán de nieto.

viernes, 9 de octubre de 2009

Una rosa para Emilia, de William Faulkner

I

Cuando murió la señorita Emilia Grierson, casi toda la ciudad asistió a su funeral; los hombres, con esa especie de respetuosa devoción ante un monumento que desaparece; las mujeres, en su mayoría, animadas de un sentimiento de curiosidad por ver por dentro la casa en la que nadie había entrado en los últimos diez años, salvo un viejo sirviente, que hacía de cocinero y jardinero a la vez.

La casa era una construcción cuadrada, pesada, que había sido blanca en otro tiempo, decorada con cúpulas, volutas, espirales y balcones en el pesado estilo del siglo XVII; asentada en la calle principal de la ciudad en los tiempos en que se construyó, se había visto invadida más tarde por garajes y fábricas de algodón, que habían llegado incluso a borrar el recuerdo de los ilustres nombres del vecindario. Tan sólo había quedado la casa de la señorita Emilia, levantando su permanente y coqueta decadencia sobre los vagones de algodón y bombas de gasolina, ofendiendo la vista, entre las demás cosas que también la ofendían. Y ahora la señorita Emilia había ido a reunirse con los representantes de aquellos ilustres hombres que descansaban en el sombreado cementerio, entre las alineadas y anónimas tumbas de los soldados de la Unión, que habían caído en la batalla de Jefferson.

jueves, 8 de octubre de 2009

Margarita o el poder de la farmacopea, de Adolfo Bioy Casares

No recuerdo por qué mi hijo me reprochó en cierta ocasión:

-A vos todo te sale bien.

El muchacho vivía en casa, con su mujer y cuatro niños, el mayor de once años, la menor, Margarita, de dos. Porque las palabras aquellas traslucían resentimiento, quedé preocupado. De vez en cuando conversaba del asunto con mi nuera. Le decía:

-No me negarás que en todo triunfo hay algo repelente.

-El triunfo es el resultado natural de un trabajo bien hecho -contestaba.

-Siempre lleva mezclada alguna vanidad, alguna vulgaridad.

-No el triunfo -me interrumpía- sino el deseo de triunfar. Condenar el triunfo me parece un exceso de romanticismo, conveniente sin duda para los chambones.

miércoles, 7 de octubre de 2009

El hombrecito del azulejo, de Manuel Mujica Láinez

Los dos médicos cruzan el zaguán hablando en voz baja. Su juventud puede más que sus barbas y que sus levitas severas, y brilla en sus ojos claros. Uno de ellos, el doctor Ignacio Pirovano, es alto, de facciones resueltamente esculpidas. Apoya una de las manos grandes, robustas, en el hombro del otro, y comenta: 

-Esta noche será la crisis. 

-Sí -responde el doctor Eduardo Wilde-; hemos hecho cuanto pudimos. 

-Veremos mañana. Tiene que pasar esta noche... Hay que esperar... 

Y salen en silencio. A sus amigos del club, a sus compañeros de la Facultad, del Lazareto y del Hospital del Alto de San Telmo, les hubiera costado reconocerles, tan serios van, tan ensimismados, porque son dos hombres famosos por su buen humor, que en el primero se expresa con farsas estudiantiles y en el segundo con chisporroteos de ironía mordaz. 

martes, 6 de octubre de 2009

Las babas del Diablo, de Julio Cortázar

Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en primera persona o en segunda, usando la tercera del plural o inventando continuamente formas que no servirán de nada. Si se pudiera decir: yo vieron subir la luna, o: nos me duele el fondo de los ojos, y sobre todo así: tú la mujer rubia eran las nubes que siguen corriendo delante de mis tus sus nuestros vuestros sus rostros. Qué diablos. 
Puestos a contar, si se pudiera ir a beber un bock por ahí y que la máquina siguiera sola (porque escribo a máquina), sería la perfección. Y no es un modo de decir. La perfección, sí, porque aquí el agujero que hay que contar es también una máquina (de otra especie, una Cóntax 1.1.2) y a lo mejor puede ser que una máquina sepa más de otra máquina que yo, tú, ella —la mujer rubia— y las nubes. Pero de tonto sólo tengo la suerte, y sé que si me voy, esta Rémington se quedará petrificada sobre la mesa con ese aire de doblemente quietas que tienen las cosas movibles cuando no se mueven. Entonces tengo que escribir. Uno de todos nosotros tiene que escribir, si es que esto va a ser contado. Mejor que sea yo que estoy muerto, que estoy menos comprometido que el resto; yo que no veo más que las nubes y puedo pensar sin distraerme, escribir sin distraerme (ahí pasa otra, con un borde gris) y acordarme sin distraerme, yo que estoy muerto (y vivo, no se trata de engañar a nadie, ya se verá cuando llegue el momento, porque de alguna manera tengo que arrancar y he empezado por esta punta, la de atrás, la del comienzo, que al fin y al cabo es la mejor de las puntas cuando se quiere contar algo). 

lunes, 5 de octubre de 2009

Los pocillos, de Mario Benedetti

Los pocillos eran seis: dos rojos, dos negros, dos verdes, y además importados, irrompibles, modernos. Habían llegado como regalo de Enriqueta, en el último cumpleaños de Mariana, y desde ese día el comentario de cajón había sido que podía combinarse la taza de un color con el platillo de otro. "Negro con rojo queda fenomenal", había sido el consejo estético de Enriqueta. Pero Mariana, en un discreto rasgo de independencia, había decidido que cada pocillo sería usado con su plato del mismo color. 

"El café ya está pronto. ¿Lo sirvo?", preguntó Mariana. La voz se dirigía al marido, pero los ojos estaban fijos en el cuñado. Este parpadeó y no dijo nada, pero José Claudio contestó: "Todavía no. Esperá un ratito. Antes quiero fumar un cigarrillo." Ahora sí ella miró a José Claudio y pensó, por milésima vez, que aquellos ojos no parecían de ciego. 

viernes, 2 de octubre de 2009

El almohadón de plumas, de Horacio Quiroga

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer. 

Durante tres meses —se habían casado en abril— vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre. 


La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso —frisos, columnas y estatuas de mármol— producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia. 

jueves, 1 de octubre de 2009

El viudo Turmore, de Ambrose Bierce

Las circunstancias bajo las que Joram Turmore se convirtió en viudo nunca fueron popularmente comprendidas. Yo las conozco, naturalmente, pues yo soy Joram Turmore; mi mujer, la difunta Elizabeth Mary Turmore, tampoco las ignora, y aunque ella las cuente, aún permanecen en secreto ya que no hay un alma que le haya creído jamás.

Cuando me casé con Elizabeth Mary Johnin, era muy rica, de lo contrario yo no hubiese podido afrontar el casamiento puesto que no tenía un centavo y el Cielo no había puesto en mi corazón ninguna intención de ganar alguno. Tenía la Cátedra de Gatos en la Universidad de Graymaulkin y los ejercicios escolásticos me inhabilitaban para el peso de cualquier negocio u ocupación. Además, yo no podía olvidar que era un Turmore, un miembro de la familia cuyo lema desde el tiempo de Guillermo de Normandía había sido Laborare est errare. La única infracción que se conoce de la sagrada tradición familiar ocurrió cuando Sir Aldebarán Turmore de Peters-Turmore, ilustre ladrón del siglo XVII, asistió personalmente a una difícil operación llevada a cabo por algunos de sus empleados. Esa mancha sobre nuestro blasón no puede contemplarse sin sentir la más desgarrada mortificación.