martes, 30 de junio de 2020

El cinco por ciento, de Laura Galarza

 


Bety lleva puestas las Crocs que le traje la última vez para sus sobrinos. A veces le paso ropa que a mi hijo le queda chica. Mirá, me las quedé yo, perfectas, dice levantando el pie como una modelo. Su monoambiente dividido por un biombo huele a cera y desodorante. Una vez arriba de la camilla, le pregunto por su madre que tiene noventa y vive en un pueblo de Paraguay. Bety va cada verano a verla, limpia a fondo la casa, le cocina y al mes, vuelve cansada. Pero este año, después de que su madre la acusara de robarle, Bety decidió no ir.

Mirá a vos te lo puedo decir, estoy tan aliviada. Viste que hay cosas que no se pueden hablar con todo el mundo. Cambié, antes dejaba que ella comande, estaba entregada, ahora se acabó, nena. Bety hunde la paleta de madera en la cera parecida a las que uso para cocinar y hace un movimiento envolvente como mezclando un bizcochuelo, después sopla encima y unta mis piernas. Me depilo desde los doce años así que no me parece insólito que ese chicle marrón, hirviendo, se endurezca sobre mi piel y después alguien tire y me haga ver las estrellas. La primera vez fue para mi confirmación. Mamá me llevó a lo de esa vecina que depilaba sobre la mesa de su cocina y hervía la cera en un jarro de aluminio sin colar, así que en cada pasada se veían los pelos como si la cera fuese papel de calcar. Cuando a los dieciocho llegué a la capital para estudiar en la universidad, me parecía increíble que existieran locales con boxes, depiladoras con delantal y cera cocinándose en aparatos con botonera. En uno de esos locales, conocí a Bety, hasta que años después ella empezó a depilar en su casa y se llevó a todas sus clientas, como hace la mayoría en algún momento porque en esos lugares las tienen en negro, a comisión y trabajan doce horas paradas.

lunes, 29 de junio de 2020

Francisca y la muerte, de Onelio Jorge Cardoso


 —Santos y buenos días —dijo la muerte, y ninguno de los presentes la pudo reconocer.

¡Claro!, venía la parca con su trenza retorcida bajo el sombrero y su mano amarilla en el bolsillo.

—Si no molesto —dijo—, quisiera saber dónde vive la señora Francisca.

—Pues mire —le respondieron, y asomándose a la puerta, un hombre señaló con su dedo rudo de labrador—: Allá por los matorrales que bate el viento, ¿ve?, hay un camino que sube la colina. Arriba hallará la casa.

“Cumplida está” pensó la muerte, y dando las gracias echó a andar por el camino aquella mañana que, precisamente, había pocas nubes en el cielo y todo el azul resplandecía de luz.

Andando pues, miró la muerte la hora y vio que eran las siete de la mañana. Para la una y cuarto, pasado el meridiano, estaba en su lista cumplida ya la señora Francisca.

viernes, 26 de junio de 2020

Asesinato en Regent’s Park, de Emma Orczy

 


Para entonces Miss Polly Burton se había acostumbrado a su extraordinario vis-à-vis en el rincón[1].

Él siempre estaba allí cuando ella llegaba, en el mismo rincón, vestido con uno de esos extraordinarios trajes de mezclilla a cuadros; casi nunca decía los buenos días y, cuando ella aparecía, invariablemente él empezaba a juguetear, cada vez más nervioso, con un trozo de cuerda hecho jirones y enredado.

—¿Le interesó a usted alguna vez el asesinato en Regent’s Park? —le preguntó él un día.

Polly le respondió que había olvidado la mayor parte de los detalles relacionados con aquel curioso asesinato, pero que recordaba perfectamente el revuelo y alboroto que había causado en cierto sector de la sociedad londinense.

—Se refiere usted al círculo de las carreras de caballos y el juego —le dijo él—. Todas las personas implicadas, directa o indirectamente, en el asesinato eran del tipo llamado comúnmente «hombres de la alta sociedad» o «grandes vividores», mientras que el Harewood Club de Hanover Street, alrededor del cual se centró todo el escándalo relacionado con el asesinato, era uno de los clubes más elegantes de Londres.

Seguramente las actividades del Harewood Club, que era básicamente un club de juego, nunca habrían llamado la atención «oficialmente» de las autoridades policiales a no ser por el asesinato en Regent’s Park y las revelaciones que salieron a relucir a propósito de él.

Supongo que usted conoce la tranquila plaza situada entre Portland Place y Regent’s Park, que llaman Park Crescent en su extremo sur, y posteriormente Park Square East y Park Square West. Marylebone Road, con su tráfico pesado, cruza en línea recta la gran plaza separando sus preciosos jardines, los cuales se comunican a través de un túnel bajo la calle; y por supuesto debe usted recordar que la nueva estación de metro en la parte sur de la plaza todavía no había sido planeada.

jueves, 25 de junio de 2020

El sacerdote, de William Faulkner

 


Había casi terminado sus estudios eclesiásticos. Mañana sería ordenado, mañana alcanzaría la unión completa y mística con el Señor que apasionadamente había deseado. Durante su estudiosa juventud había sido aleccionado para esperarla día tras día; él había tenido la esperanza de alcanzarla a través de la confesión, a través de la charla con aquellos que parecían haberla alcanzado; mediante una vida de expiación y de negación de sí mismo hasta que los fuegos terrenales que lo atormentaban se extinguieran con el tiempo. Deseaba apasionadamente la mitigación y cesación del hambre y de los apetitos de su sangre y de su carne, los cuales, según le habían enseñado, eran perniciosos: esperaba algo como el sueño, un estado que habría de alcanzar y en el cual las voces de su sangre serían aquietadas. 0, mejor aún, domeñadas. Que, cuando menos, no lo conturbaran más; un plano elevado en el que las voces se perderían, sonarían cada vez más débiles y pronto no serían sino un eco carente de sentido entre los desfiladeros y las cumbres mayestáticas de la Gloria de Dios.

miércoles, 24 de junio de 2020

Casas abandonadas, de Edgardo Scott

 


Siempre me atrajeron las casas y en especial las casas abandonadas. Cada tanto suelo toparme con alguna que me genera una profunda curiosidad. La última fue una casa en Quilmes, sobre la avenida Calchaquí. Detenido en un semáforo, miré hacia la izquierda y vi, como si fuera un fantasma, una singular construcción. Era una casa bastante grande, hecha toda de madera, completamente arruinada. La casa parecía ajena al paisaje; parecía no pertenecer ni a esa esquina, ni a ese barrio, tal vez ni siquiera a este país. Pero eso no se debía a que la zona tuviera algún rasgo o motivo uniforme. No. La avenida Calchaquí amontona por igual comercios, chalets, lotes baldíos, industrias, barrios obreros, un shopping, casas de familia, supermercados mayoristas. La casa no encajaba porque su aspecto evocaba de inmediato ese tipo de construcciones estadounidenses; una de esas casas prefabricadas que muestran las películas, cuando buscan cristalizar el estilo de vida del sur de Estados Unidos, como un estilo huraño y decadente. Tenía un porche en galería al que se llegaba después de una escalera de tres o cuatro escalones, y al que sólo parecía faltarle un perro grande y sucio echado o un negro viejo o quizá una negra muy gorda mascando tabaco o abanicándose en una mecedora. Ver aquella casa en aquel paisaje había sido tan inesperado para mí que por un instante me había hecho dudar de la realidad misma (no de la realidad de la casa, su materialidad palpable y definitiva, sino de la realidad entera, aquella en la que yo y mis pensamientos también estábamos incluidos).

martes, 23 de junio de 2020

Vanka, de Antón Chéjov


 Vanka Chukov, un muchacho de nueve años, a quien habían colocado hacía tres meses en casa del zapatero Alojin para que aprendiese el oficio, no se acostó la noche de Navidad.

Cuando los amos y los oficiales se fueron, cerca de las doce, a la iglesia para asistir a la misa del Gallo, cogió del armario un frasco de tinta y un portaplumas con una pluma enrobinada, y, colocando ante él una hoja muy arrugada de papel, se dispuso a escribir.

Antes de empezar dirigió a la puerta una mirada en la que se pintaba el temor de ser sorprendido, miró el icono oscuro del rincón y exhaló un largo suspiro.

El papel se hallaba sobre un banco, ante el cual estaba él de rodillas.

«Querido abuelo Constantino Makarich -escribió-: Soy yo quien te escribe. Te felicito con motivo de las Navidades y le pido a Dios que te colme de venturas. No tengo papá ni mamá; sólo te tengo a ti...

lunes, 22 de junio de 2020

Pista 12, de J. G. Ballard


 —Adivine otra vez —dijo Sheringham.

Maxted se apretó los auriculares, colocados cuidadosamente sobre las orejas. Se concentró, y cuando el disco empezó a girar trató de percibir algún eco identificativo.

El sonido era un ruido metálico rápido, como limaduras de hierro cayendo por un embudo. Duró diez segundos, se repitió una docena de veces, y luego terminó abruptamente con una serie de sonidos intermitentes.

—¿Y bien? —preguntó Sheringham—. ¿Qué es?

Maxted se quitó los auriculares y se frotó una oreja. Llevaba horas escuchando discos y tenía las orejas entumecidas, lastimadas.

—Podría ser cualquier cosa. ¿Cubitos de hielo derritiéndose?

Sheringham negó con la cabeza, y sacudió la barba.

Maxted se encogió de hombros.

—¿Dos galaxias colisionando?

—No. Las ondas sonoras no viajan por el espacio. Le daré una pista. Es uno de esos sonidos proverbiales.

viernes, 19 de junio de 2020

Gertrudis pide un consejo, de Clarice Lispector

 


Se sentó de manera que su propio peso «planchara» la falda arrugada. Se arregló el pelo, la blusa. Ahora, era sólo esperar.

Afuera, todo estaba muy bien. Podía ver los tejados de las casas, las flores rojas en una ventana, el sol amarillo desparramado sobre todas las cosas. No había hora mejor que las dos de la tarde.

No quería esperar porque le entraría miedo. Y así no daría a la doctora la impresión que deseaba causar. No pensar en la entrevista, no pensar. Inventaría rápidamente una historia, contaría hasta mil, se acordaría de cosas buenas. Lo peor es que sólo recordaba la carta que había mandado. «Muy señora mía, tengo diecisiete años y quería…». Idiota, absolutamente idiota. «Estoy cansada de andar de un lado para otro. A veces no logro dormir, incluso porque mis hermanas duermen en la misma habitación y son muy inquietas. Pero no logro dormir porque me quedo pensando en cosas. Ya decidí suicidarme, pero no quiero ya. ¿Usted no me podría ayudar?, Gertrudis».

miércoles, 17 de junio de 2020

La vuelta en redondo, de Humberto Arenal

 


“…todo me llega tarde hasta la muerte, como si uno pudiera decidir lo que le gusta, esta gente que me rodea, ya es muy tarde, la muerte no será tan mala después de todo si lo que uno deja está tan podrido, siempre ahí callada cuando no está así me mira con sus ojos desconfiados y duros siempre igual, treinta años mira que tener que haberla aguantado treinta años a mi lado, antes siquiera…”

El viejo tosió dos veces. La mujer que iba sentada a su lado preguntó abriendo de repente los ojos:

-¿Qué te pasa, viejo?

Y la hija que estaba junto a la madre:

-¿Qué le pasa a papá?

El viejo se llevó a la boca los dedos huesudos, largos, azulados, venosos, pálidos y temblones.

No les contestó.

“…nunca dice nada más que esas boberías porque es más hipócrita que el carajo, antes siquiera me iba para el ingenio durante la zafra pero desde que me vino esta bronquitis, nunca dice nada porque es muy hipócrita pero sé que tiene muchas ganas de largarme eso hace tiempo que lo sé lo sé lo sé, todavía me acuerdo de aquel viaje que dio a La Habana la conozco como si la hubiera parido volvió tan contenta y tan habladora y después en la cama buscándome aquella noche, a mí hasta la muerte me llega tarde, lo que he tenido que aguantar, allí mismo delante de todos los muchachos sin esperar que se fueran a dormir me empezó a pasar las manos por los muslos entonces decía que yo tenía unos muslos muy bonitos y fue subiendo y subiendo y yo de pendejo caí en la trampa aunque yo lo sabía todo ¿por qué estaba tan contenta entonces? Esa fue la noche que hicimos a Neyo por eso he tenido siempre atravesado a ese condenado muchacho y después…”

viernes, 12 de junio de 2020

Sol, de Arturo Barea

 


A las siete de la mañana me despierta el sol. Comienza a inundar la habitación y constituye una ducha de luz que obliga a tirarse de la cama. No entra directamente en mi cuarto; pega en el muro de enfrente de la calle y forma allí un espejo que reverbera violento. Molesta casi más que si diera directamente en los ojos.

Mi habitación está en el Hotel Gran Vía de Madrid, y el espejo es la Telefónica: cemento, cristal, piedras pulidas. Cuando abro la ventana, la Telefónica mira desde enfrente con la cara lavada por el sol.

A esta hora se riega Madrid. Existe un grupo de obreros del ayuntamiento que tiene a su cargo regar la ciudad y barrer sus basuras todos los días. Y siempre es un espectáculo en las mañanas de sol, ver lavar las piedras de la calle. La evaporación provoca un olor fresco de tierra mojada.

Los barrenderos son una de las últimas categorías de obreros madrileños. Barrer una calle o empuñar una manga y dirigir un chorro de agua no se considera oficio muy distinguido. Sin embargo, la plaza es segura, están relativamente bien pagados y era necesario una recomendación eficaz para lograr un puesto. Casi todos están ocupados por gentes de pueblo que fracasaron en Madrid.

jueves, 11 de junio de 2020

Julie, de Mariana Enriquez

 


La trajeron de Estados Unidos directo a mi casa en Buenos Aires. No querían que pasara tiempo en un hotel mientras buscaban un departamento para alquilar. Mi prima gringa Julie: había nacido en Argentina pero, cuando tenía dos años, sus padres, mis tíos, habían migrado. Se instalaron en Vermont: mi tío trabajaba en Boeing, mi tía —la hermana de mi padre— paría hijos, decoraba la casa y secretamente hacía reuniones espiritistas en su amplio y hermoso living. Latinos ricos, rubios, de apellido alemán: sus vecinos no sabían muy bien cómo ubicarlos porque venían de Sudamérica pero se apellidaban Meyer. De todas maneras, la primera hija delataba la sangre morena infiltrada, la de mi abuela india: Julie tenía los ojos oscuros y muertos de un ratón, el pelo implacable siempre erizado, la piel color arena mojada.

La comunicación con mi familia gringa, aunque frecuente, era trivial. Fotos en la nieve. Esos horribles retratos que les gustan a los norteamericanos con las sonrisas anchas, el fondo azul cielo de verano, las ropas domingueras. Charlas sobre los logros familiares, todos económicos: el nuevo auto, los viajes a Nueva York y Florida, las aplicaciones a universidades —siempre de los varones: Julie elegía «otros caminos»—, las Navidades blancas, los animalitos del bosque cercano que arruinaban el jardín, la permanente renovación de cuartos y cocina. Por supuesto nadie podía ser tan feliz como ellos y nosotros teníamos muy claro que mentían, pero apenas nos importaba. Vivían lejos en ese otro mundo rico al que jamás nos invitaban: nunca dijeron «les compramos pasajes» o «vengan a pasar un Año Nuevo en la nieve». En las fotos que enviaban Julie siempre aparecía seria, mal vestida y, sinceramente fea. Hinchada quizá y con el pelo enmarañado y débil. Parecía una enferma grave.

martes, 9 de junio de 2020

Pato, de Sergio Galindo

 


PATO PENSABA en una caja grande con un moño rojo. Chocolates de cereza. Contó su dinero.

Diez centavos que dio la del 7 por el mandado. Cinco de Conchita por lo de las flores. Veinte centavos de la señora del 14. Total: treinta y cinco centavos, ¡y en jueves!

Las monedas habían pasado repetidas veces por sus pequeños mugrosos dedos, como si con aquel continuo repaso fueran de pronto a reproducirse. Treinta y cinco centavos. Era bueno haber tenido viruelas y que en la escuela no lo recibieran. Más bueno porque muchas criadas del edificio se habían ido y muchos inquilinos necesitaban alguien que hiciera esto o aquello.

Con la cabeza recargada en el barandal del pasillo de criadas, Patricio contemplaba los cuatro pisos del edificio que serpenteaban escaleras abajo. Escupió. Tardó algunos segundos para escuchar el chocar de su escupitajo sobre las baldosas de la entrada. Pero siempre acababa por sonar.

El pelo recién crecía en su oblonga cabeza. Ya no tenía piojos, pero por manía seguía rascando. Y además (había dicho su madre) era preferible que se rascara el coco y no la jeta. Si te arrancas las costras quedarás más feo de lo que ya eres. Con huecos acá y allá, como la Tomasa.

Deseaba que alguien lo llamara. Tal vez a la señora del 4, que era muy bruta (lo decían todas las criadas), se le quemara de nuevo la comida. Lo enviaría a última hora a comprar enlatados. Diez o quince centavos. Eso haría… treinta y cinco…, cuarenta… y cinco…, ¡cincuenta centavos! O a doña Aleja se le podía ocurrir mandar sus medias a reparar. O quizá a Celedonio, el plomero, se le acabaran los cigarrillos. O puede que…

lunes, 8 de junio de 2020

El poeta, de Adelheid Duvanel

 


Hace algunos meses todavía me esforzaba por ser sociable. Atraía hasta mi casa a gente desconocida; como flores sangrientas brillaba el vino en las copas que les ofrecía. En la madrugada, los ojos de hombres y mujeres jóvenes se derramaban, rezumaban cálidos por sus cuellos, retozaban por encima de las clavículas y seguían bajando. Pero yo me sentaba, con una sobriedad de celofán, en un sillón desgastado a un lado de la calefacción, y observaba sus bailes; se despegaban de los muros de los que se habían agarradoy se meneaban como la hiedra en el viento.

      En mi niñez había tratado de entrar en contacto con otras personas por medio de pequeños gestos, de palabras alusivas, pero ellos amaban el ruido, las cosas demasiado vistosas que yo aborrecía. No podían comprenderme. Mi hermana mayor y yo crecimos sin madre. Recuerdo que nuestro padre amaba las palabras «abstinencia» y «sacrificio»: pertenecía a una secta abstrusa, a la que teníamos que pertenecer también. Sin embargo, cuando llegué a los dieciséis años, me volaba las reuniones piadosas que me provocaban dolor de estómago. Cuando me aquejaba la sed durante la comida, mi padre solía decir: «¡Come ensalada!»; beber, incluso agua, era una aberración ante sus ojos; nuestro paladar y nuestro corazón tenían que permanecer secos.

viernes, 5 de junio de 2020

Mirándola dormir, de Elvio Gandolfo

 


Mi vida, como la de todos, es infinita. Pero guarda docenas de momentos que sólo le pertenecen a ella, esa mujer. Se me ocurrió pensar por ejemplo en las numerosas ocasiones en que se quedó a dormir la noche del sábado.

Tengo que hacer un aparte acerca de mi cabeza. También, como la de todos, es una máquina insaciable de Caos y Orden. Y también de Clasificación. Después de varias veces en que me desperté bastante antes y mi mirada se paseó con rapidez sobre la forma cubierta por la sábana o semidescubierta, empecé a demorarme un poco. Hasta quedarme un rato abstraído, maravillado incluso, mirándola dormir: un rato cada vez más largo.

No saqué conclusiones agudas o profundas. Me dije, por ejemplo, ¡qué hermosa es, por favor! Luego la seguí mirando en silencio. Después de varias veces (o semanas, porque en esta nueva relación de los dos lo común era que nos viéramos los sábados y parte del domingo) la máquina insaciable de Clasificar de la cabeza en Domingos de Mañana trajo del archivo las varias ocasiones en que había leído en la Literatura, en los Relatos, una escena de hombre que miraba dormir a una mujer y, una y otra vez, ese personaje la veía como si ella hubiera muerto. Y seguían unos párrafos con no muchas variantes, con consideraciones filosóficas al respecto.

jueves, 4 de junio de 2020

La última bravata, de Dorothy M. Johnson

 


Cuando les llegó la hora de morir, Pete Gossard maldijo y Knife Hilton lloró, pero Wolfer Joe Kennedy bostezó ante la cara del verdugo.

Lo que quería haber hecho era escupir para demostrar que no tenía miedo, porque sabía que los hombres hablarían después sobre él y describirían cómo había sido su fin. Pero ni siquiera Wolfer Joe podía acumular suficiente saliva para escupir cuando tenía una cuerda alrededor del cuello. El bostezo era lo más parecido.

Barney Gallagher, el marshal de los Estados Unidos, acabó de ajustar el nudo y preguntó, medio admirado:

—¿Le estamos impidiendo dormir?

—Me habían dicho que me iban a colgar —contestó Wolfer Joe.

Subido a un cajón entre sus compañeros, permaneció mirando con ojos vidriosos a la multitud de mineros, con los labios apretados mostrando los dientes en su característica sonrisa. Se había imaginado la hora de su muerte, pero no el modo. Había sentido la sacudida de la bala, había oído el zumbido de la flecha cheyenne, había caído gritando bajo las garras de un grizzly… Todas aquellas eran probabilidades para un hombre que había vivido como lo había hecho él, y uno tenía que morir en algún momento.

Pero siempre se había visto luchando hasta el fin. No había soñado en un final por ahorcamiento, indefenso, con las manos atadas a la espalda. No pensaba darles a sus verdugos la satisfacción de saber que estaba asombrado. Ya iban a conseguir satisfacción suficiente sin aquello.

miércoles, 3 de junio de 2020

Ese templo, de Mariana Travacio


 I.

Esta historia ocurrió en uno de esos lugares donde solo se atreve Dios. Me la refirió Miranda, hace demasiados años, y ahí quedó, hasta hoy.

He aquí lo que Miranda me contó: Hay un templo, río abajo. No es un templo, en realidad, pero la gente lo llama El templo. Lo levantaron en el exacto lugar donde el río Maracaípe se une al mar. Está hecho de maderas flacas y tiene techo de palmera. Un viento fuerte podría volarlo, pero no hay vientos fuertes en ese lugar. De hecho, salvo El templo, en ese paraje no hay nada. O hay poco. Hay el río, más o menos ancho, de aguas cristalinas, y hay el mar, cálido y transparente. Hay unas pocas matas, de troncos retorcidos y apuradas hojas verdes, y se puede ver el atardecer si se mira río arriba a eso de las cinco. Hay arena, también, muy blanca, y poco más. Yo estaba con Bernardette esa mañana. Me dijo que tenía que ir al templo, por Yamile. Así me dijo. Y me preguntó si quería acompañarla. Acepté; no tenía nada mejor que hacer. Llegar al templo no fue fácil. Me advirtió que iríamos caminando. Pensé que estaba en el pueblo. O cerca. Pero no. Caminamos dos horas, descalzos, a la orilla del mar, y todavía no habíamos llegado. En eso le pregunté si faltaba mucho. Me dijo que no, que ya llegábamos y señaló hacia adelante. Yo no lograba ver nada en particular: la miré desconcertado. No me respondió, solo me hizo señas de seguir. Una hora más tarde estábamos frente a frente en el paraíso. O eso creí. La unión del río Maracaípe con el mar es el edén, pensé. Las pocas palmeras se habían interrumpido. Había solo arena y un mar pacífico, completamente ajeno a la fuerza del río que se inmolaba en él. Era la hora exacta del poniente y todo era oro: daba trabajo distinguir el dorado de las aguas del de las arenas o del de las nubes. Eran simples formas radiantes que apenas peleaban sus límites. Quedé absorto, contemplando eso que no tenía nombre porque era solo luz. Bernardette siguió caminando, en dirección al templo. Acercarnos me resultó demoledor. El santuario no tenía más de cinco metros por siete, tal vez ocho. Largas filas lo anticipaban: tan largas que costaba trabajo pensar que todos entrarían allí. Poco después comprendí que no se trataba de eso. Bernardette era bien conocida, por lo visto, porque pudo acercarse hasta la puerta del recinto para saludar a alguien, sobreponiéndose a las largas filas. Lo que alcancé a ver me resultó incomprensible: había siete mesas detrás de las cuales siete personas vestidas de blanco estaban sentadas. Sobre las mesas había papeles. Las filas se metían por el lateral izquierdo y salían por el derecho, solo se detenían unos instantes frente a las mesas. Les dictaban algo a las personas de blanco y seguían su camino hasta salir por la otra puerta. Eso era todo. Las filas avanzaban a una velocidad constante. Bernardette saludó a una mujer de carnes generosas que la miró con afecto. Luego salió a hacer la fila. Yo la seguí. Volví a mirarla, sorprendido, como pretendiendo que me explicara algo, pero no hablábamos el mismo idioma: apenas lográbamos comunicarnos. Se mantuvo en silencio. Quince minutos más tarde, entramos. Bernardette se detuvo frente a una de las mesas. Me pareció entender que hablaba sobre Yamile. La mujer anotó con cuidado lo que le decía: una frase, o dos. No más. Cuando terminó de hablar, ambas asintieron con sus cabezas y Bernardette siguió camino a la playa. Parecía amansada. Una mueca apenas perceptible asomó de sus labios: creo que era de alivio. Quizás fuera de satisfacción. O de desahogo. Cuando salimos del templo era noche certera: en Maracaípe todo negrea pasado el fulgor de las cinco. Nos recibió un cielo rutilante. Nunca imaginé que una noche pudiera brillar tanto: las estrellas eran tantas y tan grandes que costaba trabajo aceptar que ese cielo fuera cierto. Me pregunté si acaso Bernardette pretendía volver caminando. Yo estaba exhausto. Tenía mucha sed y la sola idea de desandar el camino me encogía el ánimo. No tuve tiempo de preguntar: Bernardette se lanzó corriendo a la orilla del mar; me pareció que caminaba más liviana. De hecho, tardamos menos a la vuelta. Acabamos despidiéndonos en la puerta del albergue donde yo me alojaba. Ella siguió sola hasta su casa. No hubiera podido acompañarla. Tenía mis piernas acalambradas y una sed incontenible. Eran cerca de las once: Tulio estaba despierto, por suerte. Le quedaba una botella de agua que me ofreció sin dilaciones. Me recosté en la hamaca del patio y debo haberme dormido de inmediato porque no tengo más recuerdos de ese día. A Bernardette no la volví a ver. Sí anduve preguntando en el pueblo qué era el templo ese, pero no me contestaban y hasta me miraban como sugiriéndome que la respuesta no me concernía. Regresé aún sin saberlo. Por momentos siento que no quisiera salirme de este mundo sin averiguar lo que he visto ese día. He soñado con ese templo incontables noches. Me veo en largas filas, tenebrosas, retorcidas; nunca llego al templo. Otras noches las filas avanzan hasta el momento preciso en que ingreso: basta que mi cuerpo traspase el umbral para que las filas se detengan para siempre; quedo atrapado, como en una foto, congelado en su interior; solo respiro, pero mi cuerpo no responde, estoy en sus fauces que me aprietan hasta que me despierto envuelto en sudor. Mis sueños son tan aterradores, Peirano, que no tuve el valor de regresar. Pero téngalo presente: ese templo acobarda.

martes, 2 de junio de 2020

La Casa Tellier, de Guy de Maupassant

 


I

Se iba allá, cada noche, alrededor de las once, como se va a un café, simplemente.

Se encontraban seis a ocho, siempre los mismos, no eran juerguistas sino hombres honorables, comerciantes, jóvenes funcionarios de gobierno; tomaban su chartreuse alegremente con alguna de las muchachas, o bien charlaban seriamente con “Madame”, a quien todos respetaban.

Luego se recogían a dormir antes de la media noche. Los jóvenes algunas veces se quedaban.

La casa era de familia, pequeñita, pintada de amarillo, en la esquina de una calle detrás de la iglesia de Saint-Etienne; por las ventanas se veía la bahía llena de barcos que descargaban y el gran pantano salado llamado “La traba”; detrás, el costado de la Virgen con su vieja capilla completamente gris.

Madame provenía de una buena familia de campesinos del departamento del Eure. Había aceptado esta profesión igualmente como hubiera sido modista o sirvienta. El prejuicio de deshonra asociado a la prostitución, tan violento y tan vivo en las ciudades, no existe en la campiña Normanda. El campesino dice “Es una buena profesión” y enviarían a sus hijos a mantener un harén de mujeres como los enviarían a dirigir un internado de señoritas.

Esta casa, por lo demás, provenía de herencia de un viejo tío de la cual era propietario. Monsieur y Madame, anteriormente proxenetas cerca de Yvetot, lo habían inmediatamente liquidado pensando que el negocio de Fécamp era más ventajoso para ellos; habían llegado una bonita mañana a tomar la dirección de la empresa que colapsaba en ausencia de sus dueños.

lunes, 1 de junio de 2020

El buque negro, de Abraham Valdelomar


 I

NUESTRA casa, en Pisco, era un rincón delicioso: a una cuadra del mar, con una valla de toñuces por oriente, en una plazuela destartalada y salitrosa, desde la puerta se veía pasar el convoy que iba a Ica. Iba adelante de la enorme locomotora pujante, arrojando bocanadas de humo espeso y negruzco, le seguían los carros «de primera clase», luego los de segunda y por fin las bodegas, en las que iba el pescado cogido la víspera en la ribera. Teníamos dentro un jardín que protegía una higuerilla sembrada por mi hermano Roberto. Medraban a su sombra violetas raquíticas, buenas tardes olorosas, malvas y resedas. Junto al tronco gris de la higuerilla el pozo abrió su boca negra y peligrosa y en los bordes crecían trigos y maíces abandonados a su propia cuenta. Un pallar, de enormes hojas verdes y blanquecinas, se enredaba con delicadeza en el enrejado que limitaba el jardinillo. Sobre la quincha que marcaba el fin de nuestro jardín y colindaba con el vecino, se había recostado con gran desenfado un ñorbo en cuyos obscuros enramajes hacían nido los gorriones. Al fondo había pozas donde cada uno de nosotros, por consejo y bajo la dirección de mi padre, sembrábamos y teníamos la responsabilidad de la cosecha. A Roberto, el mayor, que hoy es casado, le placía sembrar algodón para llevarlo a Ica y con sus blancas madejas limpiar el rostro sudoroso del Señor de Luren; a Rosa, la siguiente, gustábale simplemente coger las flores de todas las pozas; Anfiloquio placía de sembrar maíz que una vez cosechado, él mismo comíase; y a mí y a Jesús, mi hermana menor, nos encantaban las violetas y una higuera apenas crecida. Así mis padres nos enseñaron a sembrar la tierra, a pulir nuestras manos con el roce noble de los surcos; a conocer los misterios de la naturaleza y la bondad sublime de Dios Nuestro Señor y amar todo lo que es sencillo bueno, útil y bello.