miércoles, 31 de marzo de 2010

Telefonía celular, de Antonio Skármeta

Los días de pago, Pedro Pablo Salcedo apartaba de su sueldo dos billetes azules y almorzaba en el mismo restaurant que sus patrones. Allí se ofrecía un "menú ejecutivo", expresión que le causaba melancolía, pues como contador de la editorial lo único que "ejecutaba" eran órdenes de sus superiores: básicamente atrasar lo inhumanamente posible los pagos a los acreedores. Doce veces al año se daba el placer de inaugurar ese almuerzo con el tequila de un "Margarita Jumbo" y de redondearlo con un cognac "Remy Martin". El trayecto entre ambos licores lo cubría mediante una botella de vino tinto cuya marca variaba de menos a más. En diciembre había puesto el colofón gastronómico del año pagando por un "Don Melchor", el mosto más caro que ofrecía la plaza.

Estos almuerzos finales lo reconciliaban con las asperezas de su trabajo y con esos sueños de grandeza inhibidos o secretos que larvados asomaban en sus ojos en chispas de envidia o resentimiento. Para su mala suerte, justo en lo que debiera haber sido su plácido balance mensual con el mundo y sus frustraciones, un episodio que se desarrollaba en la mesa vecina consiguió desestabilizarlo.

martes, 30 de marzo de 2010

Recomendaciones a Sebastián para la compra de un espejo, de Eduardo Gudiño Kieffer


Mire, Sebastián, es en la calle Juncal. Venga, acérquese; voy a decirle el número al oído -es mejor que nadie lo sepa, hay secretos que conviene guardar muy bien-. Bueno. Usted entra en la boutique y pregunta por la señora Hipólita. Le dirán que no está. Pero no se aflija, Sebastián. Sugiera que va de parte de mistress Murphy y ponga cara de inteligente. Le harán un gesto de complicidad y lo llevarán a la trastienda. Abrirán una puertecita escondida entre los brillantes vestidos que cuelgan, inmóviles pero vivos, de una increíble cantidad de perchas doradas. Podrá entonces ingresar al cuarto de los espejos. La señora Hipólita, que adora a los muchachos desgarbados como usted, le ofrecerá un cigarrillo. Acéptelo, Sebastián, acéptelo y aspírelo con delectación, porque sin duda será un cigarrillo egipcio con una pizquita de opio. Después contemple atentamente la colección de espejos, emitiendo de vez en cuando una interjección oportuna y discreta. Nada de exclamaciones altisonantes, a pesar del asombro. Y tenga en cuenta que en ningún momento hay que pronunciar la palabra "mágico", porque se supone que usted ya sabe que todos los espejos lo son, y en especial los de la señora Hipólita.

lunes, 29 de marzo de 2010

La pata de mono, de W. W. Jacobs



La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea. 

-Oigan el viento -dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera. 

-Lo oigo -dijo éste moviendo implacablemente la reina-. Jaque.

-No creo que venga esta noche -dijo el padre con la mano sobre el tablerro. 

-Mate -contestó el hijo. 

-Esto es lo malo de vivir tan lejos -vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia-. De todos los suburbios, este es el peor. El camino es un pantano. No se qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa. 

-No te aflijas, querido -dijo suavemente su mujer-, ganarás la próxima vez. 

El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio. 

viernes, 26 de marzo de 2010

En la estepa, de Samanta Schweblin


No es fácil la vida en la estepa, cualquier sitio se encuentra a horas de distancia, y no hay otra cosa más para ver que esta gran mata de arbustos secos. Nuestra casa está a varios kilómetros del pueblo, pero está bien: es cómoda y tiene todo lo que necesitamos. Pol va al pueblo tres veces por semana, envía a las revistas de agro sus notas sobre insectos e insecticidas y hace las compras siguiendo las listas que preparo. En esas horas en las que él no está, llevo adelante una serie de actividades que prefiero hacer sola. Creo que a Pol no le gustaría saber sobre eso, pero cuando uno está desesperado, cuando se ha llegado al límite, como nosotros, entonces las soluciones más simples, como las velas, los inciensos y cualquier consejo de revista parecen opciones razonables. Como hay muchas recetas para la fertilidad, y no todas parecen confiables, yo apuesto a las más verosímiles y sigo rigurosamente sus métodos. Anoto en el cuaderno cualquier detalle pertinente, pequeños cambios en Pol o en mí. 
Oscurece tarde en la estepa, lo que no nos deja demasiado tiempo. Hay que tener todo preparado: las linternas, las redes. Pol limpia las cosas mientras espera a que se haga la hora. Eso de sacarles el polvo para ensuciarlas un segundo después le da cierta ritualidad al asunto, como si antes de empezar uno ya estuviera pensando en la forma de hacerlo cada vez mejor, revisando atentamente los últimos días para encontrar cualquier detalle que pueda corregirse, que nos lleve a ellos, a uno al menos: el nuestro. 

jueves, 25 de marzo de 2010

Cuando todo brille, de Liliana Heker


Todo empezó con el viento. Cuando Margarita le dijo a su marido aquello del viento. El ni atinó a cerrar la puerta de su casa. Se quedó como conge­lado en la actitud de empujar, el brazo extendido hacia el picaporte, los ojos clavados en los ojos de su mujer. Pareció que iba a perpetuarse en esta si­tuación pero al fin aulló. Fue sorprendente. Du­rante varios segundos los dos permanecieron estáticos, estudiándose, como si trataran de confirmar en la presencia del otro lo que acababa de suceder. Hasta que Margarita rompió el sortilegio. Con fa­miliaridad, casi con ternura, como si en cierto mo­do nada hubiera pasado, apoyó una mano en el brazo de su marido para mantener el equilibrio mientras con la otra mano daba un suave empujón a la puerta y, con el pie derecho y un patín de fiel­tro, eliminaba del piso el polvo que había entrado. 

—¿Cómo te fue hoy, querido? —preguntó. 

Y lo preguntó menos por curiosidad (dadas las circunstancias no esperaba una respuesta, y tam­poco la obtuvo) que por restablecer un rito. Nece­sitaba comunicarse cifradamente con él, transmitirle un mensaje mediante su pregunta habitual de todos los atardeceres. Todo está en orden sin embar­go. Nada ha pasado. Nada nuevo puede pasar.

Acabó de limpiar la entrada y soltó el brazo de su marido. El se alejó muy rápido camino del dor­mitorio y le dejó la impresión que deja en los dedos una mariposa a la que se ha tenido sujeta por las alas y a la que de pronto se libera. No había usado los patines para desplazarse; así pudo verificar Margari­ta que su marido estaba furioso. Sin duda exageraba: ella no le había pedido que se arrojara desnudo desde lo alto del obelisco al fin y al cabo. Pero no le dijo nada. Con sus propios patines fue limpiando las marcas de zapatos que él había dejado. Sin embargo al dormitorio no entró: sabía que mejor es no echarle leña al fuego. Justo en la puerta desvió su trayectoria hacia la cocina; más tarde encontraría el momento oportuno para hablarle del viento. 

martes, 23 de marzo de 2010

Un elefante ocupa mucho espacio, de Elsa Bornemann


Que un elefante ocupa mucho espacio lo sabemos todos. Pero que Víctor, un elefante de circo, se decidió una vez a pensar "en elefante", esto es, a tener una idea tan enorme como su cuerpo... ah... eso algunos no lo saben, y por eso se los cuento:
Verano. Los domadores dormían en sus carromatos, alineados a un costado de la gran carpa. Los animales velaban desconcertados. No era para menos: cinco minutos antes el loro había volado de jaula en jaula comunicándoles la inquietante noticia. El elefante había declarado huelga general y proponía que ninguno actuara en la función del día siguiente.
-¿Te has vuelto loco, Víctor?- le preguntó el león, asomando el hocico por entre los barrotes de su jaula. -¿Cómo te atreves a ordenar algo semejante sin haberme consultado? ¡El rey de los animales soy yo!
La risita del elefante se desparramó como papel picado en la oscuridad de la noche:
-Ja. El rey de los animales es el hombre, compañero. Y sobre todo aquí, tan lejos de nuestras selvas...
- ¿De qué te quejas, Víctor? -interrumpió un osito, gritando desde su encierro. ¿No son acaso los hombres los que nos dan techo y comida?

lunes, 22 de marzo de 2010

Matar a un niño, de Stig Dagerman


Es un día suave y el sol esta oblicuo sobre la llanura. Pronto sonarán las campanas, porque es domingo. Entre dos campos de centeno, dos jóvenes han hallado una senda por la que nunca fueron antes, y en los 3 pueblos de la planicie resplandecen los vidrios de las ventanas. Algunos hombres se afeitan frente a los espejos en las mesas de las cocinas, las mujeres cortan pan para el café, canturreando, y los niños están sentados en el suelo y abrochan sus blusas. Es la mañana feliz de un día desgraciado, porque este día un niño será muerto, en el tercer pueblo, por un hombre feliz. Todavía el niño está sentado en el suelo y abrocha su camisa, y el hombre que se afeita dice que hoy harán un paseo en bote por el riachuelo, y la mujer canturrea y coloca el pan, recién cortado, en un plato azul. Ninguna sombra atraviesa la cocina, y, sin embargo, el hombre que matará al niño está al lado de la bomba de bencina roja, en el primer pueblo. Es un hombre feliz que mira en una cámara, y en el cristal ve un pequeño carro azul, y a su lado a una muchacha que ríe. Mientras la muchacha ríe y el hombre toma la hermosa fotografía, el vendedor de bencina ajusta la tapa del tanque y asegura que tendrán un bonito día. La muchacha se sienta en el carro, y el hombre que matará al niño saca su billetera del bolsillo y comenta que viajarán hasta el mar, y en el mar pedirán prestado un bote y remarán lejos, muy lejos. A través de los vidrios bajados, oye la muchacha, en el asiento delantero, lo que él habla; ella cierra los ojos, ve el mar y al hombre junto a sí en el bote. No es ningún hombre malo, es alegre y feliz, y antes de entrar en el carro se detiene un instante frente al radiador que centellea al sol, y se goza del brillo y del olor de bencina y de ciruelo silvestre. No cae ninguna sombra sobre el carro, y el refulgente parachoques no tiene ninguna abolladura y no está rojo de sangre. 

viernes, 19 de marzo de 2010

Un hombre con manías, de Robert Bloch


Serían más o menos las diez cuando salí del hotel. La noche era cálida y necesitaba beber algo. Era insensato probar en el bar del hotel porque el lugar era como un manicomio. La Convención de jugadores de bolos también lo había invadido.
Bajando por Euclid Avenue tuve la impresión de que todo Cleveland estaba lleno de jugadores de bolos. Y lo curioso es que la mayoría de ellos parecían ir en busca de algo que beber. Cada taberna que pase estaba abarrotada de hombres en mangas de camisa, con sus
distintivos. Y no porque necesitaran identificación, la mayor parte llevaba en la mano la característica bolsa con la bola dentro.
Cuando Washington Irving escribió sobre Rip van Winkle y los enanos, demostró que entendía perfectamente a los jugadores de bolos. 
Bueno, en esta Convención no había enanos..., solo bebedores de tamaño natural. Cualquier zumbido de truenos de las distantes montañas hubiera sido ahogado por los gritos y las carcajadas.
Yo deseaba quedar al margen. Así que dejé Euclid y seguí andando al azar, en busca de un lugar tranquilo. Mi propia bolsa empezaba a pesarme. En realidad, me proponía llevarla a la estación y dejarla en consigna hasta la hora del tren, pero antes necesitaba beber.
Por fin encontré un lugar. Era un local oscuro, tétrico, pero también desierto. El encargado de la barra estaba completamente solo, en un extremo, escuchando un partido por radio.
Me senté cerca de la puerta y deposité la bolsa sobre el taburete, a mi lado. Pedí una cerveza:
-Traigame una botella - dije - , así no tendré que interrumpirle.
Lo hacía solo por mostrarme amable, pero podía haberme evitado la molestia. Antes de tener la oportunidad de volver a su partido, entro otro cliente.
-Whisky doble, olvídese del agua.
Levanté la cabeza.

jueves, 18 de marzo de 2010

La perfecta señorita, de Patricia Highsmith


Theodora, o Thea como la llamaban, era la perfecta señorita desde que nació. Lo decían todos los que la habían visto desde los primeros meses de su vida, cuando la llevaban en un cochecito forrado de raso blanco. Dormía cuando debía dormir. Al despertar, sonreía a los extraños. Casi nunca mojaba los pañales. Fue facilísimo enseñarle las buenas costumbres higiénicas y aprendió a hablar extraordinariamente pronto. A continuación, aprendió a leer cuando apenas tenía dos años. Y siempre hizo gala de buenos modales. A los tres años empezó a hacer reverencias al ser presentada a la gente. Se lo enseñó su madre, naturalmente, pero Thea se desenvolvía en la etiqueta como un pato en el agua. 

–Gracias, lo he pasado maravillosamente –decía con locuacidad, a los cuatro años, inclinándose en una reverencia de despedida al salir de una fiesta infantil. Volvía a su casa con su vestido almidonado tan impecable como cuando se lo puso. Cuidaba muchísimo su pelo y sus uñas. Nunca estaba sucia, y cuando veía a otros niños corriendo y jugando, haciendo flanes de barro, cayéndose y pelándose las rodillas, pensaba que eran completamente idiotas. Thea era hija única. Otras madres más ajetreadas, con dos o tres vástagos que cuidar, alababan la obediencia y la limpieza de Thea, y eso le encantaba. Thea se complacía también con las alabanzas de su propia madre. Ella y su madre se adoraban. 

miércoles, 17 de marzo de 2010

Encender un fuego, de Jack London



Acababa de amanecer un día gris y frío, enormemente gris y frío, cuando el hombre abandonó la ruta principal del Yukón y trepó el alto terraplén por donde un sendero apenas visible y escasamente transitado se abría hacia el este entre bosques de gruesos abetos. La ladera era muy pronunciada, y al llegar a la cumbre el hombre se detuvo a cobrar aliento, disculpándose a sí mismo el descanso con el pretexto de mirar su reloj. Eran las nueve en punto. Aunque no había en el cielo una sola nube, no se veía el sol ni se vislumbraba siquiera su destello. Era un día despejado y, sin embargo, cubría la superficie de las cosas una especie de manto intangible, una melancolía sutil que oscurecía el ambiente, y se debía a la ausencia de sol. El hecho no le preocupaba. Estaba hecho a la ausencia de sol. Habían pasado ya muchos días desde que lo había visto por última vez, y sabía que habían de pasar muchos más antes de que su órbita alentadora asomara fugazmente por el horizonte para ocultarse prontamente a su vista en dirección al sur.
Echó una mirada atrás, al camino que había recorrido. El Yukón, de una milla de anchura, yacía oculto bajo una capa de tres pies de hielo, sobre la que se habían acumulado otros tantos pies de nieve. Era un manto de un blanco inmaculado, y que formaba suaves ondulaciones. Hasta donde alcanzaba su vista se extendía la blancura ininterrumpida, a excepción de una línea oscura que partiendo de una isla cubierta de abetos se curvaba y retorcía en dirección al sur y se curvaba y retorcía de nuevo en dirección al norte, donde desaparecía tras otra isla igualmente cubierta de abetos. Esa línea oscura era el camino, la ruta principal que se prolongaba a lo largo de quinientas millas, hasta llegar al Paso de Chilcoot, a Dyea y al agua salada en dirección al sur, y en dirección al norte setenta millas hasta Dawson, mil millas hasta Nulato y mil quinientas más después, para morir en St. Michael, a orillas del Mar de Bering.

martes, 16 de marzo de 2010

Cabecita negra, de Germán Rozenmacher


El señor Lanari no podía dormir. Eran las tres y media de la mañana y fumaba enfurecido, muerto de frío, acodado en ese balcón del tercer piso, sobre la calle vacía, temblando, encogido dentro del sobretodo de solapas levantadas. Después de dar vueltas y vueltas en la cama, de tomar pastillas y de ir y venir por la casa frenético y rabioso como un león enjaulado, se había vestido como para salir y hasta se había lustrado los zapatos.

Y ahí estaba ahora, con los ojos resecos, los nervios tensos, agazapado escuchando el invisible golpeteo de algún caballo de carro verdulero cruzando la noche, mientras algún taxi daba vueltas a la manzana con sus faros rompiendo la neblina, esperando turno para entrar al amueblado de la calle Cangallo, y un tranvía 63 con las ventanillas pegajosas, opacadas de frío, pasaba vacío de tanto en tanto, arrastrándose entre las casas de uno o dos a siete pisos y se perdía, entre los pocos letreros luminosos de los hoteles, que brillaban mojados, apenas visibles, calle abajo.

lunes, 15 de marzo de 2010

El amor propio de Juanito Osuna, de Miguel Delibes



Eso sí, Juanito Osuna es amigo de sus amigos; créame, es un tipo estupendo. Le contaría de él y no acabaría. Juanito Osuna se entera en París de que uno está en un aprieto en Madrid y se coge el primer avión. Eso, fijo. Nada le digo en lo tocante a dinero. Ya de chico era igual. Mi amistad con Juanito Osuna viene desde que éramos así. Es un caso de voluntad este muchacho. ¿Qué? Sí, ahora andará por los cincuenta y uno. Es un tipo estupendo, Juanito. Y habrá usted notado que es fuerte. De muchacho ya era así. De un mamporro tumbaba al más guapo. ¡Qué manos! Son como mazas. Lo habrá usted advertido. En el Colegio, el profesor de gimnasia se sentía disminuido. Ejercicio que proponía, Juanito Osuna lo mejoraba. ¡Había que verle en las salidas de paralelas! Ahora ha engordado un poco, pero sigue fuerte el condenado. Se habrá usted fijado en las manos. Dan miedo. Eso sí, nunca las empleó con ventaja. Juanito tiene un exacto sentido de la justicia. Pero por encima de todo, incluso de la justicia, pone Juanito Osuna la amistad. Juanito Osuna se entera en París de que está usted en un aprieto en Madrid y se agarra, sin más, el primer avión. Yo con Juanito Osuna, qué le voy a decir, una amistad fraternal. Anduvimos juntos desde que nacimos. Juanito Osuna es hijo de uno de los más grandes terratenientes extremeños, don Donato Osuna. Ella era hija de la Marquesa de Encina; un Osuna con una Castro-Bembibre; dos fortunas. Ella era una mujer original, pero estaba completamente loca; le daba miedo dormirse; era capaz de traer en jaque a toda la casa con tal de no acostarse. Así ha salido Juanito.

viernes, 12 de marzo de 2010

La noche de los feos, de Mario Benedetti



Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia. 

Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro. 

Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos —de la mano o del brazo— tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas. 

jueves, 11 de marzo de 2010

Nuestra señora de las golondrinas, de Marguerite Yourcenar


El monje Therapion había sido en su juventud el discípulo más fiel del gran Atanasío; era brusco, austero, dulce tan sólo con las criaturas en quienes no sospechaba la presencia de demonios. En Egipto había resucitado y evangelizado a las momias; en Bizancio había confesado a los Emperadores que había venido a Grecia obedeciendo a un sueño, con la intención de exorcizar a aquella tierra aún sometida a los sortilegios de Pan. Se encendía de odio cuando veía los árboles sagrados donde los campesinos, cuando enferman de fiebre, cuelgan unos trapos encargados de temblar en su lugar al menor soplo de viento de la noche; se indignaba al ver los faros erigidos en los campos para obligar al suelo a producir buenas cosechas, y los dioses de arcilla escondidos en el hueco de los muros y en la concavidad de los manantiales. Se había construido con sus propias manos una estrecha cabaña a orillas del Cefiso, poniendo gran cuidado en no emplear más que materiales bendecidos. Los campesinos compartían con él sus escasos alimentos y aunque aquellas gentes estaban macilentas, pálidas y desanimadas, debido al hambre y a las guerras que les habían caído encima, Therapion no conseguía acercarlos al cielo. Adoraban a Jesús, Hijo de María, vestido de oro como un sol naciente, mas su obstinado corazón seguía fiel a las divinidades que viven en los árboles o emergen del burbujeo de las aguas; todas las noches depositaban, al pie del plátano consagrado a las Ninfas, una escudilla de leche de la única cabra que les quedaba; los muchachos se deslizaban al mediodía bajo los macizos de árboles para espiar a las mujeres de ojos de ónice, que se alimentan de tomillo y miel. Pululaban por todas partes y eran hijas de aquella tierra seca y dura donde, lo que en otros lugares se dispersa en forma de vaho, adquiere en seguida figura y sustancia reales. Se veían las huellas de sus pasos en la greda de sus fuentes, y la blancura de sus cuerpos se confundía desde lejos con el espejo de las rocas. Incluso sucedía a veces que una Ninfa mutilada sobreviviese todavía en la viga mal pulida que sostenía el techo y, por la noche, se la oía quejarse o cantar. Casi todos los días se perdía alguna cabeza de ganado, a causa de sus hechicerías, allá en la montaña, y hasta meses más tarde no lograban encontrar el mantoncito que formaban sus huesos. Las Malignas cogían a los niños de la mano y se los llevaban a bailar al borde de los precipicios: sus pies ligeros no tocaban la tierra, pero en cambio el abismo se tragaba los pesados cuerpecillos de los niños. 0 bien alguno de los muchachos jóvenes que les seguían la pista regresaba al pueblo sin aliento, tiritando de fiebre y con la muerte en el cuerpo tras haber bebido agua de un manantial. Cuando ocurrían estos desastres, el monje Therapion mostraba el puño en dirección a los bosques donde se escondían aquellas malditas, pero los campesinos continuaban amando a las frescas hadas casi invisibles y les perdonaban sus fecharías igual que se le perdona al sol cuando descompone el cerebro de los locos, y al amor que tanto hace sufrir. 

miércoles, 10 de marzo de 2010

Las fotografías, de Silvina Ocampo


Llegué con mis regalos. Saludé a Adriana. Estaba sentada en el centro del patio, en una silla de mimbre, rodeada por los invitados. Tenía una falda muy amplia, de organdí blanco, con un viso almidonado, cuya puntilla se asomaba al menor movimiento, una vincha de metal plegadizo, con flores blancas, en el pelo, unos botines ortopédicos de cuero y un abanico rosado en la mano. Aquella vocación por la desdicha que yo había descubierto en ella mucho antes del accidente no se notaba en su rostro.

Estaban la Clara, estaba Rossi, el Cordero, Perfecto y Juan, Albina Renato, María, la de los anteojos, el Bodoque Acevedo, con su nueva dentadura, los tres pibes de la finada, un rubio que nadie me presentó y la desgraciada de Humberta. Estaban Luqui, el Enanito y el chiquilín que fue novio de Adriana, y que ya no le hablaba. Me mostraron los regalos: estaban dispuestos en una repisa del dormitorio. En el patio, debajo de un toldo amarillo, habían puesto la mesa, que era muy larga: la cubrían dos manteles. Los sandwiches de verdura y de jamón y las tortas muy bien elaboradas, despertaron mi apetito. Media docena de botellas de sidra, con sus vasos correspondientes, brillaban sobre la mesa. Un florero con gladiolos naranjados y otro con claveles blancos, adornaban las cabeceras. Esperábamos la llegada de Spirito, el fotógrafo; no teníamos que sentarnos a la mesa ni destapar las botellas de sidra, ni tocar las tortas, hasta que él llegara.

martes, 9 de marzo de 2010

Un día después, de Vicente Battista


Miré una vez más la foto: un rostro juvenil, de ojos grandes, labios sensuales y pelo agresivamente negro. Era una belleza insolente, a mitad de camino entre la inocencia y la perversidad. 
Se llama Mercedes Gasset y va a estar en el hotel Los Faraones, el sábado, al mediodía. 
Asentí con un movimiento de cabeza. Me entregaron el cincuenta por ciento de lo pactado y el pasaje de ida y vuelta. Dijeron que confiaban en mi, que el resto lo recibiría al final del trabajo. Asentí otra vez y pregunté si habían pensado en un sitio en especial. Uno de ellos dijo que la Cueva de los Verdes podría ser el lugar adecuado y agregó que no me costaría mucho llevarla hasta ahí. Realmente me tenían confianza. Supe que era hora de despedirse. En un par de días tendría que volar a Lanzarote para encontrarme con Mercedes Gasset. 
El vuelo fue tranquilo, debí soportar un compañero de asiento que había resuelto mitigar su soledad, o el miedo a las alturas, contándome el encanto de las Islas Canarias. Le concedí un par de aprobaciones y simulé un sueño reparador. No me interesaban las islas y jamás había estado en Lanzarote, sólo tenía una vaga referencia por un cuento, o cierto capítulo de novela, en donde un hombre se encontraba con una mujer joven, para disfrutar del fin de semana. También yo iba a encontrarme con una mujer joven, pero no iba a disfrutar del fin de semana; iba a matarla. 

lunes, 8 de marzo de 2010

La pira , de Anayansi Acevedo González



Cuando él le prendió fuego a las cosas de ella, yo estaba escondida detrás del viejo y “turulato” pilón que acompaña, desde siempre, las venturas y desventuras de los habitantes de nuestro rancho.

Ya ella se había ido durante la noche, sola, sin más equipaje que el alma llena de incertidumbre y la cara plena de moretones negri-azules, vestigio inminente, de la última paliza propinada por él. 

Recuerdo clarito que antes de irse, ella me abrazó y me dijo, en un tono firme y seco, uno que no le conocía: “pórtate bien”. No me besó, no me dijo más nada. Sólo me miró, se sonrió un poco, como siempre, sin ganas; y me llenó la vida con esa mirada mojada, esa que tenía en los últimos tiempos. No la vi más.

El arrastró, de debajo del catre, que hasta la anoche anterior ella había ocupado, con una facilidad increíble, una pesada caja, que más parecía el ataúd de un bebe muerto, que la caja de Pandora guardiana de los tesoros más queridos de la mujer ya ausente. Del interior de la caja, el hombre sacó primero un estuche redondo de talco con olor a azahares. Lo miró embelezado, como recordando algo; y como si de ello dependiera su vida, rápidamente destapó el envase, aspiró el olor de aquella mota con residuos perfumados, cerró el envase y colocó en el suelo, de un golpe, con rabia. Después, sacó doblada, de entre bolitas de alcanfor, la falda de dacrón azul con flores amarillas y blancas que ella se ponía en esos raros domingos en los que él la dejaba ir a misa. Esa misma falda que irremediablemente acompañaba a la camisa de poplin blanco, que de tanto usarse tenía gastada la parte interna del cuello.

viernes, 5 de marzo de 2010

El criminal, de Joe Gores


Todo comenzó con un informe de rutina acerca de una falla en un transmisor personal. No son habituales, pero estas piezas a veces se desgastan. Cuando aparece una falla así en el circuito miniaturizado del transmisor subcutáneo de algún ciudadano, el monitor de la com­putadora informa acerca de la pérdida de contacto y se pone en mar­cha un procedimiento de seguridad. Yo me comuniqué con el sar­gento 1418; un momento después su imagen aparecía en mi pantalla. 

—Haciendo contacto por el informe número 31 acerca de falla en un transmisor. ¿Tiene ya la cinta personal del sospechoso? 

—Estaba a punto de transmitírsela a usted, señor controlador. 

El segmento estadístico de una cinta personal apareció en la pan­talla. El sospechoso era repulsivamente fornido, de cabello y ojos os­curos, cara cuadrada y cuello ancho y feo. Peso, 85 kilos; altura, 1, 87 metros; nombre 36/204/GS/8219. Un ciudadano del estado 36, de la ciudad 204, empleado en el Centro de Comunicaciones. 

jueves, 4 de marzo de 2010

Santa Clo va a La Cuchilla, de Abelardo Díaz Alfaro


El rojo de una bandera tremolando sobre una bambúa señalaba la escuelita de Peyo Mercé. La escuelita tenía dos salones separados por un largo tabique. En uno de esos salones enseñaba ahora un nuevo maestro: Mister Johnny Rosas. 

Desde el lamentable incidente en que Peyo Mercé lo hizo quedar mal ante Mr. Juan Gymns, el supervisor creyó prudente nombrar otro maestro para el barrio La Cuchilla que enseñara a Peyo los nuevos métodos pedagógicos y llevara la luz del progreso al barrio en sombras. 

Llamó a su oficina al joven y aprovechado maestro Johnny Rosas, recién graduado y que había pasado su temporadita en los Estados Unidos, y solemnemente le dijo: "Oye, Johnny, te voy a mandar al barrio La Cuchilla para que lleves lo último que aprendiste en pedagogía. Ese Peyo no sabe ni jota de eso; está como cuarenta años atrasado en esa materia. Trata de cambiar las costumbres y, sobre todo, debes enseñar mucho inglés, mucho inglés." 

Y un día Peyo Mercé vio repechar en viejo y cansino caballejo la cuesta de la escuela al nuevo maestrito. No hubo en él resentimiento. Sintió hasta un poco de conmiseración y se dijo: "Ya la vida le irá trazando surcos como el arado a la tierra." 

miércoles, 3 de marzo de 2010

La ventana abierta, de Saki



Mi tía bajará dentro de un momento, Sr. Nuttel – dijo una niña de 15 años muy dueña de si-. Mientras tanto le tocará conformarse conmigo.

Framton Nuttel se esforzó por decir algo que halagara apropiadamente a la sobrina presente sin descartar de modo desconsiderado a la tía por venir. Personalmente dudaba más que nunca de que esas visitas formales a una serie de personas completamente extrañas sirvieran mayor cosa para ayudar a la cura de nervios que, según se suponía, estaba siguiendo.
- Yo sé qué va a pasar – le dijo su hermana cuando él se estaba preparando para emigrar a ese retiro rural -; te vas a enterrar allá abajo sin hablar con un ser viviente, y con el atontamiento vas a tener los nervios peor que nunca. Te voy a dar cartas de presentación para todas las personas que conozco allá. Algunas hasta donde me acuerdo, eran muy agradables.
Framton se preguntaba si la Sra. Sappleton, a quien le traía una de las cartas de presentación, entraría en el departamento de las agradables. 
- ¿Conoce mucha gente de por aquí? – le preguntó la sobrina cuando le pareció que ya habían tenido suficiente comunicación silenciosa.

martes, 2 de marzo de 2010

La caída del Rey Nan, de Alberto Laiseca


El rey Nan se despertó solo, naturalmente. ¿Quién iba a despertarlo si sus sirvientes habían huido? Siempre fue un hombre muy animoso que por las mañanas revisaba decenas de expedientes, aun cuando ello no tuviera utilidad alguna ya que sus órdenes no se cumplían, incluso en aquella época. Obligábase a ello para evitar desmoralizaciones, propias y ajenas. Siempre se levantó de un salto, el último soberano de la dinastía Chou. El protocolo establecía que su sueño fuese interrumpido por el Mandarín del Despertar. Esto lo hacía, en efecto, claro que con miles de cuidados y gestos de disculpas: agitaba una campanilla de jade en su oreja, si esto no daba resultado apelaba a una campanilla más grande, y luego a otra aún mayor, hasta llegar a la súper, gigante y de bronce, idónea para príncipes parranderos y remolones. Como es lógico, aquel instrumento de broncíneo acento no podía usarse así como así: este acto dramático requería poco menos que una consulta de Estado. Se recordaban por lo menos tres casos de Mandarines del Despertar que debieron —absolutamente horrorizados y lívidos— poner en funciones tan fastidioso e impopular instrumento. Uno de los Mandarines fue enterrado vivo. Otro debió padecer el suplicio de la Arena del Viento de Mongolia y el tercero sufrió la legendaria Muerte de las Mil Heridas, ya citada por Confucio. Esta última constituye un fin de naturaleza tan atroz que evitaré detallarlo, a fin de que el lector no se horrorice por anticipado. Claro que todo esto no ocurrió con el rey Nan sino con otros monarcas Chou, sus predecesores; en primer lugar porque Nan siempre fue muy humano y jamás dio suplicio sin motivos o por un arrebato o un ataque de furia inspirado por faltas insignificantes (ni siquiera lo daba, muchas veces, cuando el otro lo merecía de sobra). En segundo lugar digamos que tenía el sueño muy ligero y acostumbraba levantarse solo, sin ayuda del Mandarín del Despertar, ni del de la Primera Colación, ni del Horóscopo del Día, ni de la Lectura de las Audiencias, ni del Ayudante de las Babuchas Imperiales u otras estupideces. Tales protocolos le parecían estúpidos, al menos. Sus faltas contra el ceremonial de la madrugada le trajeron no pocos problemas. 

lunes, 1 de marzo de 2010

Estás perdiendo la cabeza, Viskovitz, de Alessandro Boffa


—¿Cómo era papá? —le pregunté a mi madre. 

—Crujiente, un poco salado, rico en fibra. 

—Quiero decir antes de comértelo. 

—Era un mequetrefe inseguro, angustiado, neurótico, un poco como todos vosotros, los machitos, Visko. 

Me sentía más cercano que nunca a aquel genitor al que no había llegado a conocer, que se había descompuesto en el estómago de mamá mientras yo era concebido. De quien no había recibido calor, sino calorías. Gracias, papá, pensé. Sé lo que significa, para una mantis macho, sacrificarse por la familia. 

Me detuve un instante, en grave recogimiento, ante su tumba, es decir, ante mi madre, y entoné un miserere.