miércoles, 30 de septiembre de 2020

La piedra de las estrellas, de Valentina Zhuravleva

 


Hace cinco siglos, un meteorito cayó cerca de la ciudad de Ensisheim, en el Alto Rin. Para que el cielo no volviera a llevárselo lo ataron con cadenas al muro de la iglesia. Un hábil artesano grabó en él estas palabras: «a propósito de esta piedra, son numerosos los que saben mucho, todos saben algo, pero nadie sabe lo suficiente».

Cuando pienso en el meteorito de Pamir, acuden involuntariamente a mi recuerdo aquellas palabras. A propósito de él, yo sé mucho; sin duda más que cualquier otra persona. Pero estoy lejos de saberlo todo. Sin embargo, me acuerdo perfectamente de lo esencial. Tan perfectamente como si datara de ayer.

Hace seis meses, los periódicos anunciaron la caída de un meteorito en el Pamir. Aquella breve información, apenas media docena de líneas, retuvo inmediatamente mi atención.

Tal vez penséis qué podía haber de interesante en un meteorito para un bioquímico. Debo aclarar que los bioquímicos siguen con mucha atención todo lo que concierne a los meteoritos. En los fragmentos de esas «piedras celestes» buscamos el secreto de la aparición de la vida sobre la Tierra. Para ser menos romántico y más concreto, digamos que estudiamos los hidrocarburos contenidos en los meteoritos.

Un poco más tarde, el meteorito del Pamir fue objeto de una segunda información. Una expedición lo había descubierto a cuatro mil metros de altitud, y un helicóptero pudo descolgarlo de aquella percha. Se trataba, decíase, de un bloque de piedra de casi tres metros de longitud que pesaba más de cuatro toneladas.

Al leerlo, pensé que al día siguiente tendría que llamar por teléfono a Nikonov. En aquel preciso instante – a veces se producen esas coincidencias – resonó el timbre del teléfono. Empuñé el receptor. Era Nikonov.

martes, 29 de septiembre de 2020

Smee, A.M. Burrage


—No —dijo Jackson con una sonrisa de desprecio—; lo siento. No quiero ser el molesto que arruina la velada, pero no voy a jugar a las escondidas.
Era Nochebuena, y éramos un grupo de catorce con la levadura adecuada de la juventud. Habíamos cenado bien; y era la temporada de los juegos infantiles. Todos estábamos de humor para jugar, es decir, todos, excepto Jackson.

Cuando alguien sugirió las escondidas, hubo una aprobación entusiasta y casi unánime. La suya era la única voz disidente. No era propio de Jackson estropear el día o negarse a hacer lo que otros quisieran. Alguien le preguntó si se sentía mal.

—No —respondió—, me siento perfectamente en forma, gracias. Pero —agregó con una sonrisa que se suavizó sin retractarse de la rotunda negativa—, no voy a jugar a las escondidas.

—¿Por qué no ? —preguntó alguien.

Dudó por un momento antes de responder.

—Estuve en una casa donde murió una chica. Ella estaba jugando a las escondidas en la oscuridad, y no conocía muy bien la casa. Había una puerta que conducía a la escalera de servicio, pero ella pensaba que conducía a un dormitorio. Abrió la puerta y cayó; aterrizó al pie de las escaleras. Se rompió el cuello, por supuesto.

Todos lucimos muy serios.

La señora Fernley dijo:

—¡Qué terrible! ¿Y estabas allí cuando sucedió?

Jackson negó con la cabeza con tristeza.

—No —dijo—, pero yo estaba allí cuando sucedió algo más. Algo peor.

—¿Qué podría ser peor que eso?

lunes, 28 de septiembre de 2020

Thanatopía, de Rubén Darío


 —Mi padre fue el célebre doctor John Leen, miembro de la Real Sociedad de Investigaciones Psíquicas, de Londres, y muy conocido en el mundo científico por sus estudios sobre el hipnotismo y su célebre Memoria sobre el Old. Ha muerto no hace mucho tiempo. Dios lo tenga en gloria.

(James Leen vació en su estómago gran parte de su cerveza y continuó).

—Os habéis reído de mí y de los que llamáis mis preocupaciones y ridiculeces. Os perdono, porque, francamente, no sospecháis ninguna de las cosas que no comprende nuestra filosofía en el cielo y en la tierra, como dice nuestro maravilloso William.

No sabéis que he sufrido mucho, que sufro mucho, aun las más amargas torturas, a causa de vuestras risas… Sí, os repito: no puedo dormir sin luz, no puedo soportar la soledad de una casa abandonada; tiemblo al ruido misterioso que en horas crepusculares brota de los boscajes en un camino; no me agrada ver revolar un mochuelo o un murciélago; no visito en ninguna ciudad adonde llego, los cementerios; me martirizan las conversaciones sobre asuntos macabros, y cuando las tengo, mis ojos aguardan para cerrarse, al amor del sueño, que la luz aparezca.

jueves, 24 de septiembre de 2020

La caja de vidrio, de Ricardo Piglia


 a Juan José Saer

Después del accidente Rinaldi y yo estamos siempre juntos. Ahora, por ejemplo, está sentado ahí, hundido en la sillita baja, respirando con dificultad. No habla pero estudia mis reacciones. Un poco sofocado me apunta con su perfil de pájaro. Huele a tabaco y a agua estancada. Estoy convencido de que ha visto todo. La noticia salió en los diarios: no dicen nada de mí, apenas una referencia imprecisa. Fue un accidente. Las cosas hubieran sucedido igual de no haber estado yo. El chico jugaba en la plaza y la torre ardía bajo el sol. Recuerdo los hechos como en un sueño. Un momento de debilidad y la vida de un hombre pierde todo su sentido. La tarde es clara y suave. En las macetas el olor de los claveles hace pensar en la muerte. Nos miramos en silencio. Ningún remordimiento, sólo un vago temor, impersonal, casi anónimo. Hablo en presente, es tan fácil hablar en presente cuando ya nada se puede cambiar. “Anoche”, dice Rinaldi de pronto, “me pareció que usted se quejaba en sueños”. Yo le sonrío con mi rostro más dulce. Una música dócil viene de la azotea; se entrevera y se pierde en el rumor de la ciudad. En la pieza hace demasiado calor. Aquí el aire es apacible. ¿Qué es lo que realmente ha visto Rinaldi? Eso no lo sé. En la plaza Genz, el gentil, distendido sobre el banco de madera adopta un tono distante. Conozco sus maneras y no me sorprende esa expresión ladina, como de alguien que ha tendido una trampa. Cuando comprendo lo que va a hacer ya es demasiado tarde. La oscuridad está en nuestros corazones. Cito de memoria; no hay otra cosa. Puedo estar tranquilo. ¿Puedo estar tranquilo? Me engaño adrede. ¿Por qué se empeña, si no, en registrar los acontecimientos? Guarda el cuaderno en una caja sin llave. Anota pensamientos, situaciones turbias, opiniones sobre mi persona. Hoy salimos a caminar. Él con aires de importancia, yo dúctil y suave. Vamos al salón de baile que está en Rodríguez Peña y Sarmiento. Piso encerado, espejos que se multiplican en las paredes. Mujeres que huelen a perfume barato, a madreselva. Se compran tikes. Cada baile cuesta mil pesos. Genz elige las canciones melódicas para lucirse. Aire soñador. Baila toda la noche con una mujer altiva, de pelo renegrido.

miércoles, 23 de septiembre de 2020

Devanando para el imperio, de Karen Russell

 


Algunas de mis compañeras aseguran ser hijas de samuráis, pero evidentemente ahora ya no hay modo de que nadie lo verifique. El nuevo anonimato es, hasta cierto punto, un consuelo. Aquí venimos altas y esbeltas, nobles mujeres de Yamaguchi, gráciles como trazos caligráficos; bajitas y pobres, muchachas de Hida con los pies ensangrentados, con voces de cuervo, ordinarias; entregadas al Taller Modelo por nuestras llorosas madres; alquiladas por nuestros menesterosos tíos; pero en uno o dos días el brebaje que el Reclutador nos da a beber comienza a surtir efecto. Y cuanto más se van asemejando nuestros cuerpos kaiko, mayor es la desesperación con que toda obrera de este taller se empeña en reinventar su pasado. Una de las consecuencias de nuestro cautiverio en este Taller Fantasma, y de la oscuridad que encharca el suelo sobre el que trabajamos y de la borra polar que nos cubre el rostro, hermanándonos a todas bajo su manto, es que todas podemos haber sido en el pasado quienes queramos. A veces nuestras mentiras resultan bastante rocambolescas: Yuna dice que su tío abuelo conserva un retal de vela de las Naves Negras. Dai asegura que se postró de hinojos junto a su padre samurái en la batalla de Shiroyama. Nishi pretende hacernos creer que una vez viajó como polizón en el furgón de cola imperial desde la estación de Shimbashi hasta Yokohama, y que vio al emperador Meiji comiendo pastel rosa. Yo, cuando vivía en Gifu, tenía el pelo enmarañado como la cola de un burro y la boca como una habichuelita roja, pero a mis compañeras les digo que era muy hermosa.

—¿De dónde eres? —me preguntan.

—Del castillo de Gifu, quizá lo conozcáis por las famosas xilografías. Mi bisabuelo era un guerrero.

—¡Ah! Pero, Kitsune, ¿no nos dijiste que tu padre era quien hacía esas xilografías? ¿Que era el famoso artista de ukiyo-e, Utagawa Kuniyoshi?…

—Sí. Lo era, ayer.

martes, 22 de septiembre de 2020

La sábana a los pies de la cama, de Ardath Mayhar


 —¡Mamá!

—¿Qué quieres, cariño?

Lo había dicho con un tono muy inocente.

—¡Arrópame con la sábana, por favor!

Dos ojos oscuros y redondos miraban acusadoramente por encima del borde de la sábana.

Con un suspiro, la madre la arropó estirando la sábana con fuerza por debajo del lado del extremo inferior del colchón.

—No comprendo por qué te empeñas siempre en que te arrope estirando la sábana de ese modo.

Pero ahora ya lo había hecho, y los ojos de la niña se cerraron, vencidos por el sueño.

—Bárbara, sabes que quieres ir. Todas las demás niñas van a ir…, la hija del doctor Jarvi, la hija del juez. Y también las hijas de las mejores familias. ¡No te entiendo!

—Es que no me sentiré cómoda. No me gusta dormir en el suelo. Y se pasan toda la noche hablando. De todos modos, ninguna de ellas me resulta especialmente simpática. Y tú no quieres que Annie Wimple pase la noche conmigo.

—¡Pero si los de su familia son aparceros!

lunes, 21 de septiembre de 2020

Y sin embargo llaman a la puerta, de Dino Buzzati


 La señora María Gron entró con su cesta de costura en la sala de la planta baja de la villa. Echó un vistazo a su alrededor para comprobar que todo estaba en orden, dejó el cesto encima de una mesa, se acercó a un jarrón lleno de rosas y las olió delicadamente. En la sala, sentados al lado de la chimenea, se encontraban su marido, Stefano, y su hijo, Federico, al que llamaban Fedri; también estaban su hija Giorgina, leyendo, y el viejo amigo de la casa, el médico Eugenio Martora, que fumaba absorto un cigarro.

—Están todas fanées, todas estropeadas —murmuró hablando consigo misma, y acarició las flores con la mano. Varios pétalos se desprendieron y cayeron.

Desde el sillón donde estaba leyendo, Giorgina la llamó:

—¡Mamá!

Ya era de noche y, como de costumbre, habían cerrado los postigos de los altos ventanales. Sin embargo, de afuera llegaba el sonido de un continuo aguacero. En el fondo de la sala, hacia el vestíbulo, un solemne cortinaje rojo cubría una ancha abertura en forma de arco: a esa hora la cortina parecía negra por la poca luz que entraba.

—¡Mamá! —dijo Giorgina—. ¿Te acuerdas de los dos perros de piedra que están en el fondo de la avenida de los robles, en el parque?

—¿Qué te ha hecho acordarte ahora de los perros de piedra, querida? —respondió la madre con cortés indiferencia, volviendo a coger su cesto de costura y sentándose en su sitio de costumbre, junto a una lámpara.

—Esta mañana —explicó la bonita joven—, cuando volvía en el coche, los he visto en el carro de un campesino, muy cerca del puente.

viernes, 18 de septiembre de 2020

Cuatro días, de Vsévolod Garshin

 


Recuerdo cómo corríamos por el bosque, cómo silbaban las balas, cómo caían las ramas arrancadas por ellas, cómo nos arañábamos entre los espinos. Los tiroteos se hicieron más frecuentes. A través del lindero del bosque apareció algo rojo, centelleante acá y allá. Sídorov, un jovencísimo soldado de la primera compañía (se me pasó por la cabeza preguntarme cómo había venido a parar a nuestra fila), de pronto se sentó en la tierra y en silencio me miró con enormes ojos asustados. De la boca le salía un chorro de sangre. Sí, eso lo recuerdo perfectamente. Recuerdo incluso cómo casi en la linde, en los arbustos tupidos, vi…, le vi a él. Era un turco muy corpulento, pero corrí directamente hacia él, a pesar de que yo era débil y flaco. Algo hizo ruido, algo enorme pasó volando, según me pareció a mí. Empezaron a zumbarme los oídos. «Eso es que me ha disparado», pensé. Y él, con un grito de espanto, pegó la espalda a un frondoso espino. Podría haber rodeado el arbusto, pero el miedo le ofuscó y trepó a las espinosas ramas. De un golpe le arranqué el arma, de otro clavé en alguna parte mi bayoneta. Algo comenzó a rugir, o a gemir. Después seguí corriendo. Los nuestros gritaban «¡hurra!», caían, disparaban. Recuerdo que yo también hice algunos disparos ya fuera del bosque, en la campa. De pronto, un «hurra» se oyó más fuerte, e inmediatamente nos movimos hacia delante. O sea, no nosotros, sino los nuestros, porque yo me quedé. A mí esto me pareció raro. Y fue todavía más raro que inesperadamente todo desapareciera; todos los gritos y disparos callaron. No oía nada, sólo veía algo azul; debía de ser, era, el cielo. Después, incluso él desapareció.

jueves, 17 de septiembre de 2020

Los almendrones de enero, de José Balza

 

Consideró todo aquello como un regalo personal: desde el andén vio pasar los trenes, con infantil alegría; observó la desconcertada y feliz multitud, y finalmente también él hizo un viaje sin sentido, desde el centro de la ciudad hacia el oeste. Siglos sin tener un día tan agradable como este: por recibir el gran juguete que la ciudad estrenaba hoy: los trenes subterráneos, la posibilidad de un transporte preciso. Cuando abandonó la estación venía seguro de un cambio para los habitantes algo que reduciría las inmensas colas de autos, el mal humor, la móvil violencia de las calles.

Buscó su automóvil, detenido en una lateral, y regresó a las zonas donde el tráfico vive su abuso normal. Embistió él también, maldiciendo a ratos e ingresó a un canal más rápido en la autopista: pero seguía contento, nada podría quitarle la satisfacción de este regalo descomunal: los trenes para una zona de la ciudad. Guardaría tal exaltación hasta tomar una cerveza, más tarde, en un bar cerca de su casa. Sería su celebración privada. Porque desde hace veinte años la ciudad es suya. Pasados los cuarenta, alejado del llano durante más de veinte, él ya no pertenece sino a lo de aquí.

Salió de la autopista y quiso alcanzar rápidamente el bar deseado. Una abrupta tranca de autos lo retuvo, y decidió calmarse, no maldecir. Quince minutos para recorrer las seis cuadras que faltaban. Y entonces comenzó a subir la colina llena de viejas quintas y edificios recientes; su auto respondió con firmeza, habituado a la ruta familiar. Seis años juntos, el Dart había sido fiel. Aquí todo cambiaba: poca gente, árboles en las aceras, una sensación de limpieza. Al girar un poco vio la honda montaña lejana y sintió el aire de enero, bastante frío.

miércoles, 16 de septiembre de 2020

Crimen premeditado, de Witold Gombrowicz

 


En el invierno pasado tuve que visitar a un hidalgo, Ignacy K., con el propósito de ayudarle a resolver algunos problemas referentes a sus propiedades. Tan pronto como obtuve una licencia de unos días, confíe mis asuntos a un colega, un juez suplente, y telegrafié: «Martes seis tarde favor enviar calesa». Sin embargo, cuando llegué a la estación no encontré ni calesa ni caballos. Hice algunas averiguaciones. Mi telegrama había sido, por supuesto, entregado; el destinatario en persona lo había recogido el día anterior. Me gustara o no, tuve que alquilar un primitivo cabriolé, deposité en él mi maletín y mi bolsa de mano. En la bolsa de mano guardaba un pequeño frasco de colonia, una lima para las uñas y unas tijeras. Avancé durante cuatro horas, campo a través, de noche, en silencio, en medio del deshielo. Temblaba bajo mi abrigo urbano, los dientes me castañeteaban. Observaba la espalda del conductor y pensaba: «Arriesgar la espalda de esta manera… Siempre sentado, casi siempre por lugares solitarios, con la espalda vuelta hacia los otros y expuesto a cualquier capricho de quienes se sientan detrás».

Al final llegamos frente a un portón de madera. Oscuridad, salvo en la parte superior donde se veía una ventana iluminada. Golpeé en la puerta; estaba cerrada. Golpeé con mayor energía. Nada, sólo silencio. Los perros me atacaron y tuve que volver a la calesa. Luego le llegó al cochero el turno de llamar a la puerta.
«Su hospitalidad», me dije, «no es muy estimulante».

martes, 15 de septiembre de 2020

La soledad del vacío, de Francesc Marí

 


Después de que una luz cegadora atravesara sus párpados, se despertó repentinamente, sintiendo como si le faltara el aire. Abrió la boca de par en par, respirando tan fuerte como si ningún hálito de aire hubiera llegado a sus pulmones durante mucho tiempo. Al mismo tiempo, abrió los ojos descubriendo el más vacío e infinito espacio. Ante él se extendía un oscuro manto cubierto por millones de pequeños puntos luminosos. Estaba en el espacio. Asustado, alargó las manos y tocó la fría y transparente superficie cóncava del cristal de una ventana.

Al otro lado flotaba un hombre en un harapiento mono azul. Era tan escuálido como si no hubiera comido en semanas, un débil vello surcaba su mandíbula, y un pelo frágil y lacio caía sobre su frente. Lo miraba con una pavorosa expresión a través de unos ojos hundidos y circundados por unas oscuras ojeras, casi tan negras como el vacío que lo rodeaba. Al mirar sus manos, comprendió estupefacto que aquel era su reflejo, pero no se reconocía.

lunes, 14 de septiembre de 2020

Más allá de la tormenta, de William Hope Hodgson

 


—¡Silencio! —dijo mi amigo el científico mientras yo pasaba al interior de su laboratorio. Había abierto los labios para comentar algo, pero, ante su demanda, permanecí callado unos minutos más.

Se hallaba sentado delante de su instrumento; la máquina, en esos momentos, estaba recibiendo un mensaje de una manera extraña e irregular: se paraba un poquito y enseguida volvía a ponerse en marcha a toda velocidad.
Durante una de aquellas pausas, más larga de lo habitual, no pude resistir la impaciencia que se iba apoderando de mí y me aventuré a dirigirle la palabra.
—¿Es algo importante? —pregunté.
—¡Por el amor de Dios, cállate! —respondió nervioso, casi gritando.
Me quedé desconcertado. Estaba bastante acostumbrado a sus modales cortantes y secos, sobre todo cuando se traía entre manos algún experimento fuera de lo corriente, pero aquello estaba yendo demasiado lejos, y así se lo dije.
Estaba escribiendo algo y su única réplica fue poner delante de mí varias hojas, que mostraban una escritura irregular, y pronunciar un lacónico:
—¡Lee!

viernes, 11 de septiembre de 2020

El margen, de Orson Scott Card

 


El trabajo que LaVon había hecho sobre el libro era una tontería, por supuesto. Carpenter lo sabía incluso antes de preguntarle. Después de la advertencia de Carpenter la semana anterior, sabía que LaVon lo haría, pues su padre nunca hubiera permitido que el muchacho suspendiera. Pero LaVon era demasiado obstinado y muy descarado, y era líder en la actitud desafiante de los alumnos del sexto grado; su desacato a la autoridad no permitiría que Carpenter obtuviera una victoria completa.

—A mí me ha gustado mucho, me ha encantado «Los hombrecitos» —dijo LaVon—. Me puso piel de gallina.
La clase se rió. Una pausa cómicamente perfecta, dijo Carpenter para sus adentros. Pero el único lugar donde la comedia es provechosa aquí, en el país Nueva Tierra, es en los carros de los comediantes gitanos. Para eso te estás preparando tú, LaVon, para una carrera como parásito ambulante, que vive de sorber la risa de los cansados agricultores.
—En este libro todos los buenos tienen un nombre que empieza por D. Demi es un dulce muchachito que nunca hace nada malo. Daisy es tan buena que podría tener siete hijos y seguir siendo virgen.

jueves, 10 de septiembre de 2020

Triste Idiota, de Lucia Berlin

 


La soledad es un concepto anglosajón. En Ciudad de México, si eres el único pasajero en un autobús y alguien sube, no solo se sentará a tu lado sino que se recostará en ti.

Cuando mis hijos vivían en casa, si entraban a mi habitación normalmente había un motivo concreto. ¿Has visto mis calcetines? ¿Qué hay para cenar? Incluso ahora, cuando suena la campana de la verja, será: ¡Eh, mamá, vamos al partido de los Atléticos!, o: ¿Puedes cuidar a los niños esta noche? En México, en cambio, las hijas de mi hermana subirán tres pisos de escaleras y cruzarán tres puertas solo porque estoy ahí. Para recostarse a mi lado o decir: ¿Qué onda?
Su madre, Sally, está profundamente dormida. Ha tomado calmantes para el dolor y una pastilla para dormir. No me oye pasar las páginas, toser, acostada en la cama junto a la suya. Cuando llega su hijo de quince años, Tino, me da un beso, va hasta la cama de su madre y se tumba a su lado, le da la mano. Se despide con un beso de buenas noches y se va a su cuarto.

miércoles, 9 de septiembre de 2020

El estuario, de Margaret St. Clair

 


Lo mejor de aquello era que, en realidad, no había robo. Todo el mundo sabía que los barcos permanecían en el estuario porque su estancia allí era mucho más económica que convertirlos en chatarra. Por la noche había un guardián y una patrulla, pero ambas cosas eran superficiales y negligentes. Eludirlos era tan fácil como hacer que los hurtos pareciesen casi más legítimos de lo que hubieran sido si los barcos hubiesen estado completamente abandonados. No es extraño que Pickard pensase que sus robos eran una especie de «salvamento» loable.

Noche tras noche escarbaba en las entrañas de los podridos barcos Liberty y se largaba con chapas de metal, partes de instrumentos y largos tubos de latón y de cobre. Tenía un amigo en el negocio de la construcción de barcos que le compraba la mayoría de lo que él se apropiaba, pagándole a un precio muy por debajo del normal. En cierta ocasión, el cuadro de lo que le sucedería si le echaban mano, trastornó un poco a Pickard... Él creía que los barcos eran propiedad del Estado y el robo conduciría a un castigo proporcionado... Pero aquellos orangutanes de la patrulla hacían tanto ruido durante sus rondas que habría de ser sordo, mudo y ciego para que le cogieran a uno.

martes, 8 de septiembre de 2020

Sujeto a Registro, de Lorrie Moore

 


Tom llegó con su maleta. Su pegatina de John Kerry no decía siquiera «Presidente», y parecía que John Kerry fuera el dueño o el diseñador de la maleta. «Tengo que irme», dijo Tom al sentarse, raspando la silla sobre el pavimento y colocando la maleta bajo la mesa.

—¿Antes de comer? —preguntó ella.

—No. —Se miró el reloj.

—Entonces pide. Pide rápido si hace falta. O toma mi ensalada, si quieres. —Señaló la húmeda lechuga romana de su plato.

Él miró el menú, luego lo soltó. «Ahora no puedo ni leer. ¿Hay cuscús? Pídeme el cuscús de cordero. Vuelvo enseguida. —Cogió el móvil—. Voy al baño.» Su cara tenía un gesto de preocupación bajo la piel curtida por el sol: su cuerpo era larguirucho y su zancada amplia pero brusca cuando entró. La maleta se quedó bajo la mesa, como una bomba.

Convocó al garçon con un gesto que era como el movimiento de la mano rápidamente retirada por temor a que el profesor te llamara. No tenía oído para los idiomas: en eso se parecía a su madre, que en su luna de miel en Francia, al ver «L’École des Garçons», había señalado: «¡No me extraña que los restaurantes sean tan buenos! ¡Todos los camareros van a la escuela de camareros!».

lunes, 7 de septiembre de 2020

Las sombras, de Henry S. Whitehead

 


No empecé a ver las sombras hasta que hube llevado más de una semana viviendo en la casa del viejo Morris. El viejo Morris, muerto y desaparecido desde hacía tantos años, había sido el primer descendiente de un colono irlandés en Santa Cruz, perteneciente a una familia que había llegado a la isla cuando los daneses, tras fracasar en el intento de colonizar sus ricos acres, habían abierto sus puertas a los colonos a mediados del siglo XVIII; y los hijos más jóvenes de la pequeña burguesía irlandesa, escocesa e inglesa habían tomado los cañaverales y comenzado aquella vida de barones que duró durante un siglo, hasta que empezó a declinar a causa de la abolición de la esclavitud y del descubrimiento por parte de los alemanes del filón del azúcar de remolacha, iniciando así el largo proceso de decadencia comercial de las Pequeñas Antillas. El señor Morris había pasado su juventud en las islas francesas.

Al principio, las sombras eran tan vagas que las atribuí por completo a una ligera debilidad que había empezado a afectar a mi vista desde la temprana infancia, y que, aunque nunca ha interferido materialmente en el disfrute de la vida en general, sí convirtieron en obligatorio el uso de unas gafas para leer y escribir. Mi primera experiencia con ellas fue a eso de la una de la mañana. Había estado en una «fiesta para caballeros» en casa de Hacker, «Esmeralda», tal y como algún poético antepasado de Hacker había bautizado la propiedad de la familia, situada a tres millas de distancia de Christiansted, la ciudad del norte, construida sobre la antigua y abandonada ciudad francesa de Bassin.

viernes, 4 de septiembre de 2020

Elisa, de Flavio Lo Presti

 


Mi viejo nunca toleró tener un jefe. Como era un vendedor ambulante extraordinario, y como mi vieja ponía su cabeza de esclava en la guillotina para ilotas del capitalismo, él mantenía la suya fuera del agua. Cuando yo era muy chico vendía juguetes en los colectivos. En los 80, una pyme de tejidos a máquina inventada por mi vieja le permitió no hacer nada hasta mediados de los 90, o sostener sus vicios (básicamente, café y cigarrillos) a través de microestafas. Andaba por la ciudad a dedo porque odiaba el transporte público de Córdoba, garroneaba plata de las formas más inverosímiles (fingiendo ser un húngaro exiliado tras la caída del comunismo, por ejemplo) pero después de la debacle del 2001 ya no se pudo vivir del aire y volvió a la venta ambulante con un producto diseñado por él: condimentos fraccionados en bolsas de celofán, enganchados con una engrampadora en una tira celeste de cartulina. Mi vieja los fabricaba, y cada bolsa estaba rematada por un marbete de cartón grabado con una marca que la mente de mi viejo, misteriosamente enlazada al pulso ancestral y berreta del comercio, había inventado también: Especias Artesanales El sabor.

jueves, 3 de septiembre de 2020

El milagro invertido, de Guillermo Martinez

 


Lo más difícil es explicar cómo llegó la estatuita fosforescente de Ceferino a nuestro hogar marxista y ateo. Tuvo que ser, por supuesto, alguno de los inventos de mi papá. Pero ¿cuál de ellos? ¿La bujía-luciérnaga que pudiera ubicarse en la oscuridad al abrir el capot del auto? ¿Los anzuelos lumínicos para la rueda de arado que hundiría en el mar como novísima máquina nocturna de pesca? Les pregunté a mis hermanas mayores y ninguna de las dos pudo recordar exactamente para qué la quería. Pero sí recuerdo que la primera vez que se habló de la estatuita estaba Miguela sirviendo el almuerzo. Miguela era el descubrimiento reciente y más preciado de mi madre. Desde que había quedado otra vez embarazada y el médico le había recomendado reposo, una procesión de chicas y mujeres habían pasado fugazmente por nuestra casa, sin resistir ninguna una semana entera. Mi padre se burlaba al verlas partir raudamente: muchas serán las llamadas, ninguna la elegida. Pero de pronto, como una roca, callada y segura, ahí estaba Miguela. Había llegado de Trenque Lauquen, tenía rasgos aindiados, era muy silenciosa y reservada y casi no sabíamos nada de ella, salvo que era infalible con la escoba y el plumero, aún en el caos de papeles de mi padre. Venía a limpiar todos los días sin faltar ni una vez desde hacía casi seis meses y mi madre tenía que luchar duramente con intrigas y aumentos para que las otras vecinas de la cuadra no se la quitaran. Durante ese almuerzo mi padre contó que había visto la estatuita de Ceferino en una santería del centro. Pero no habían querido vendérsela, se lamentó, porque era la que protegía la tienda. Los dueños la habían traído de Fortín Mercedes, donde estaba el santuario de Ceferino. Le habían ofrecido otras, pero sólo tenían un barniz de pintura. Mi padre trató de explicarnos, con migas de pan alrededor del salero, sobre la excitación de los electrones bajo la luz y la irradiación hacia el reposo en el principio físico de la fosforescencia. Él quería una exactamente como aquella que había visto, maciza, de luz verde esmeralda perdurable. En ese momento intervino Miguela, y creo que fue la primera vez que la escuchamos decir dos frases seguidas. Ella era devota del santo, dijo, y pensaba ir el fin de semana hasta Fortín Mercedes para cumplir una promesa. Había visto esas estatuitas luminosas y si el señor quería, no tendría problemas en traerle una. Mi padre, tomado de sorpresa, le agradeció efusivamente y enseguida pareció ocurrírsele una idea mejor. ¿Por qué no ir todos? Sacaría el auto y si nos apretábamos un poco habría lugar también para Miguela. No eran más de dos horas de viaje. Y podríamos traer de regreso un poco de miel y ese vino dulce, libre de pecados,que hacían los salesianos. Yo me entusiasmé a la par de él: ¿Fortín Mercedes era verdaderamente un fortín? ¿Habría un foso y restos de indios y calaveras? Mis hermanas se unieron a la expectativa feliz e inesperada de un viaje y todos miramos en dirección a la segunda cabecera de la mesa. Mi madre no ejerció su derecho de veto y la expedición quedó tácitamente aprobada. Pero el viernes, un día antes de la partida, ocurrió lo imprevisto: escuché durante la siesta el resoplido imperioso del auto puesto en marcha en el garaje, gritos ahogados, puertas que se abrían y cerraban de golpe. Mi madre había tenido una pérdida. Hubo un viaje de urgencia al sanatorio, y quedamos al cuidado de Miguela. Alcancé a escuchar cuchicheos en voz baja como contraseñas sigilosas entre mis hermanas, pero al parecer yo era demasiado chico como para que nadie me dijera nada. Mis padres volvieron dos horas después. Mi madre, muy pálida, caminaba lentamente sostenida del brazo, con una mano bajo la panza, y se recluyó a oscuras en el dormitorio. Mi padre se quedó con ella hasta que se durmió. Cuando reapareció, tenía una expresión grave. El bebé estaba vivo, nos dijo, pero el último mes mi madre debería pasarlo en cama, en absoluto reposo. Todos teníamos que colaborar para que hubiera tranquilidad y silencio: la vida del nuevo hermanito pendía de un hilo. Yo imaginé esto literalmente: el bebé colgado de un hilo, con una oscilación de péndulo, sobre un precipicio vertiginoso de nada. Miguela se ofreció a prepararnos la cena. Mi padre le dijo que se fuera tranquila y que ya lo ayudarían mis hermanas. La expedición a Fortín Mercedes, por supuesto, quedaba cancelada. Miguela insistió en traer de todos modos la estatuita y mi padre, frente a mí, le dio el dinero. Al ver mi cara de desconsuelo pareció pensar algo y se acuclilló a mi altura: ¿Te animarías a ir solo con Miguela hasta Fortín Mercedes? Asentí y me volvió la sonrisa. ¿Qué le parece, Miguela? Así no tiene que quedarse encerrado aquí adentro y ve algo de campo en el camino. Claro que sí, señor, dijo Miguela, y también parecía contenta, es un viaje cortito y se lo traigo antes de la noche. Eso sí, pasaría a buscarlo temprano para salir con la fresca.

miércoles, 2 de septiembre de 2020

El crimen del otro, de Horacio Quiroga

 


Las aventuras que voy a contar datan de cinco años atrás. Yo salía entonces de la adolescencia. Sin ser lo que se llama un nervioso, poseía en el más alto grado la facultad de gesticular, arrastrándome a veces a extremos de tal modo absurdos que llegué a inspirar mientras hablaba, verdaderos sobresaltos. Este desequilibrio entre mis ideas —las mas naturales posibles— y mis gestos —los más alocados posibles—, divertían a mis amigos, pero sólo a aquellos que estaban en el secreto de esas locuras sin igual. Hasta aquí mis nerviosismos y no siempre. Luego entra en acción mi amigo Fortunato, sobre quien versa todo lo que voy a contar.

Poe era en aquella época el único autor que yo leía. Ese maldito loco había llegado a dominarme por completo, no había sobre la mesa un solo libro que no fuera de él. Toda mi cabeza estaba llena de Poe, como si la hubieran vaciado en el molde de Ligeia ¡Ligeia! ¡Qué adoración tenía por este cuento! Todos e intensamente Valdemar, que murió siete meses después, Dupin, en procura de la carta robada, las Sras. de Espanaye, desesperadas en su cuarto piso, Bereníce, muerta a traición, todos, todos me eran familiares. Pero entre todos, el Tonel del Amontillado me había seducido como una cosa íntima mía. Montresor, El Carnaval, Fortunato, me eran tan comunes que leía ese cuento sin nombrar ya a los personajes; y al mismo tiempo envidiaba tanto a Poe que me hubiera dejado cortar con gusto la mano derecha por escribir esa maravillosa intriga. Sentado en casa, en un rincón, pasé más de cuatro horas leyendo ese cuento con una fruición en que entraba sin duda mucho de adverso para Fortunato. Dominaba todo el cuento, pero todo, todo, todo. Ni una sonrisa por ahí, ni una premura en Fortunato se escapaba a mi perspicacia. ¿Qué no sabía ya de Fortunato y su deplorable actitud?

martes, 1 de septiembre de 2020

A las puertas del reino animal, de Amy Hempel


Diez velas en una croqueta de pescado indican que es el cumpleaños de Gully. La muchachita que cumple años es el centro de atención. Entorna los ojos ante el estallido de los flashes. La gata negra parece conocer las más refinadas poses gatunas. Ardiendo en celo por mostrar sus habilidades ante la cámara.
Gully es de la señora Carlin. Está con ella desde que la gata tenía seis semanas y dormía dentro del horno, ovillada en una cacerola que se caldeaba gracias a la luz del piloto. La señora Carlin ha celebrado todos y cada uno de los cumpleaños de Gully: envolviendo en papel de regalo los ratones de fieltro azul llenos de hierba gatera, envolviendo en papel de regalo la selección de comida congelada de la marca Mrs. Paul’s y fotografiando a la muchachita junto a sus invitados.
Este año, los hijos de los Patterson, Pierson y Bret, de catorce y diez años, se cuentan entre los invitados, además de su gato Bert. Aunque sería más apropiado decir que la señora Carlin y Gully son los invitados de los niños, ya que la fiesta se celebra en casa de los Patterson.

viernes, 7 de agosto de 2020

El próximo lunes, de Juan Madrid

 


Leo tenía cincuenta y cinco años y era camarero en el restaurante del Hotel Sur desde hacía quince años. Todos los lunes, su día libre, solía ir al cine de su barrio. Además de los lunes, Leo tenía derecho a otro día libre a la semana, pero el administrador del hotel, el señor Dueñas, le había pedido que acudiese a trabajar. Se lo pagaban aparte, como horas extras, y aquello representaba un ingreso suplementario que le venía muy bien.

Los lunes se levantaba tarde, vestía un pantalón deshilachado y una camisa vieja, y con sus herramientas arreglaba los pequeños desperfectos de la casa: sillas que se movían, grifos que goteaban, los enchufes de la luz o la cisterna del retrete. Mientras, le gustaba pensar en la película que iría a ver después.

Leo estaba convencido de que ser camarero no era fácil. Y se refería a ser un auténtico camarero. No como esos chicos jóvenes de las hamburgueserías, ni de los bares de copas, ni siquiera como su hijo Javier, que acababa de ser ascendido a jefe de sección en la cafetería del Vips de la calle Fuencarral.

jueves, 6 de agosto de 2020

Vertical, de Jordi Puntí

 


Sale del metro en la plaza Joanic y, mientras sube por la escalera, oye que en algún campanario cercano dan las diez de la noche. Tal vez sean unas campanadas imaginarias que solo resuenan en su cabeza, pero da igual, lo que cuenta es el aquí y ahora. Se lo repite mentalmente: el aquí y ahora, ¿estamos? Enciende un cigarrillo y baja a paso ligero hacia el paseo de Sant Joan. En la calle hay poca gente, pocos coches, o tal vez se lo parece porque la luz de las farolas, anaranjada, esparce a su alrededor un arabesco de sombras mortecinas. Pasa por delante de la churrería de Escorial, que hoy está cerrada, y ahuyenta un recuerdo agridulce. Ahora no, todavía no. Poco después, cuando está en lo alto del paseo, delante de la estatua medio escondida de un fraile y un niño, se detiene unos segundos y piensa en ella. Es un pensamiento rebosante de dolor y, sin embargo, inconcreto. Hace unos días, no puede precisarlo más, el rostro de Mai empezó a borrársele de la memoria… Pero no es exactamente eso, no quiere usar verbos negativos. Más bien se le ha ido desdibujando con suavidad, como una nube de humo vaporoso que se eleva y se desvanece poco a poco, muy despacio, y luego pasan los días y lo sigues viendo pese a que ya no está, y llega un momento en que solo lo ves porque te lo puedes imaginar, porque lo has visto antes y sabes que estuvo allí.

miércoles, 5 de agosto de 2020

En una ciudad llamada San Juan, de René Marqués

 


Las campanas de San Agustín sonaron nítidas bajo la noche adormecida de estrellas: las tres de la madrugada. Le dio un tirón a los faldones de la chaqueta, respiró hondo y miró al cielo. A sus espaldas languidecía el cornetín del combo en el Palladium.

Había bebido mucho, pero estaba sereno. Sería mejor decir sobrio. Sereno no. No podía estarlo sintiendo otra vez la urgencia de no comprometerse en un mundo angustiosamente comprometedor. E hizo un esfuerzo por no preocuparse demasiado.
Lástima que de día no brillen las estrellas. (La noche es buena.) Deberían brillar siempre las estrellas. (La noche es libre.) El sol es cruel matando las estrellas. (La noche es vida.)

martes, 4 de agosto de 2020

Inspiración, de Isaak Bábel

 


Tenía sueño, y estaba de mal humor. Justo en ese momento entró Mishka para leerme su cuento.

—Cierra la puerta —dijo, sacando de su bolsillo una botella de vino—. Hoy es mi día. He terminado el cuento, y creo que ésta es la versión definitiva. Brindemos por ello, amigo mío.

El rostro de Mishka estaba pálido y sudoroso.

—Los que dicen que la felicidad no existe están locos —exclamó—. La felicidad es la inspiración. He escrito durante toda la noche: ni siquiera me di cuenta que amanecía. Después me fui a pasear por la ciudad. Es extraordinaria al amanecer: silenciosa, cubierta de rocío, y casi sin gente. Todo es transparente, y puedes ver asomar el alba: fría y azul, espectral y apacible. Bebamos, amigo. Nunca he estado más seguro de nada: este cuento marca una etapa en mi vida.

Llenó un vaso de vino y se lo bebió de un trago. Le temblaban los dedos. Sus manos eran de una belleza extraordinaria: esbeltas, blancas y suaves, con dedos gráciles.

lunes, 3 de agosto de 2020

Adivinanzas, de Poli Délano

 


—El caso no tiene explicación —dice el informe del Inspector Salinas—, si consideramos, por un lado, que los esposos Barrenechea nunca, desde que llegaron a este distrito hace varios años, mostraron un comportamiento que se apartara de lo normal y, por otro, que según vecinos, amigos y parientes, no se les conocían enemistades de ninguna índole. Los hechos parecen indicar que el Dr. Barrenechea padeció un ataque repentino de cierto tipo de locura que lo llevó a comportarse de la forma en que lo hizo.


I
Cuando tras un golpe de ventana el hombre alto se dejó caer, con un hacha en la mano, un morral colgando del hombro y una media de mujer cubriéndole toda la cabeza, el vaso whiskero del Dr. Barrenechea se le soltó de los dedos y rodó por el suelo esparciendo su contenido sobre la alfombra, a la vez que un agudo grito de Ritta Klein de Barrenechea perforó lo que hasta ese segundo había sido una tranquila velada hogareña.
—No se muevan —dijo el hombre alto—. Sé que están solos, ya conozco sus costumbres. Nadie vendrá esta noche, tendremos tiempo de sobra para lo que vamos a hacer. Usted, señora, siéntese acá, al lado de su marido. Ningún movimiento en falso: soy un maestro con el hacha.

viernes, 31 de julio de 2020

La invasión invisible, de Frederic Arnold Kummer, Jr.

 


El enorme vehículo traqueteaba hacia occidente, saltando sobre los baches, mientras su conductor, con el rostro enjuto, evitaba las columnas de refugiados.

Steve Ingram, llevándose los nudosos dedos a sus rojizos cabellos, se volvió hacia el hombre que iba al volante.

—Esto está peor, sir Geoffrey —murmuró—. Estos refugiar dos no tardarán en bloquear la carretera.

—Todo es culpa de los periódicos —repuso sir Geoffrey, meneando la cabeza—. ¡Callar tantos horrores, con la esperanza de evitar el pánico del público! Habrían debido comprender que las exageraciones de las murmuraciones y comentarlos son mucho peor. Es increíble que en pleno siglo XX, podamos pasar unas semanas en la Residencia Wicke, a menos de den kilómetros de Londres, y no nos enteremos siquiera de los terribles sucesos que ocurren en la capital.

Mona Wicke, una joven pálida y esbelta que estaba entre los dos hombres, miró una vez más el arrugado telegrama. Las ya familiares palabras volvieron a presentarse en su cerebro.

Plaga desconocida asola Londres. Situación aguda. Miles muertos ya, otros moribundos. Requerida su presencia en la conferencia de emergencia del Hospital San Lucas, S tarde, hoy, (firmado) Willis.

jueves, 30 de julio de 2020

Nunca sigas a tus hijos, de Berna González Harbour


 Metro de Madrid, línea 10

Cuando la encontré me costó unir lo que veían mis ojos, las señales que mi córnea, iris y retina enviaban al cerebro, a un pensamiento medianamente lógico. Es cierto que las neuronas se movilizaron a tiempo y señalaron: es una pistola, no tengo ningún reproche hacia ellas. Pero mi pensamiento, que yo suponía alojado en el mismo hemisferio que esa familia de neuronas avispadas que solo estaban haciendo su trabajo, no funcionaba tan rápido.
Miré el arma, ni siquiera me atrevía a tocarla, y mi pensamiento se detuvo estúpidamente en los calcetines sucios que compartían el mismo cajón del armario. Una madre siempre mira de vez en cuando en los armarios de los niños, aunque crezcan, en busca de gayumbos arrugados, restos de bocadillo, o quién sabe. Quién sabe. Pero lo que nunca espera encontrar es lo que vi: una pistola, un arma corta, negra y reluciente, con pinta de no haber sido estrenada jamás. O eso esperaba.
Y me he encontrado de todo en esas inspecciones esporádicas cuando los niños se han ido y me ha picado la curiosidad. Cosas que me han hecho reír, como chuletas con todas las declinaciones de latín que, al menos, les habrán servido de repaso mientras se concentraban en meter esas letras apretadas en un papel tan minúsculo. He visto declaraciones de amor en papeles estrujados que seguramente han volado como pelotas, de pupitre en pupitre, en un formato enternecedor en tiempos de WhatsApp.

miércoles, 29 de julio de 2020

El Terrible Anciano, de H.P. Lovecraft


 Fue la idea de Ángelo Ricci, Joe Czanek y Manuel Silva hacer una visita al Terrible Anciano. El anciano vive a solas en una casa muy antigua de la Calle Walter, próxima al mar, y se le conoce por ser un hombre extraordinariamente rico a la vez que por tener una salud extremadamente delicada… lo cual constituye un atractivo señuelo para hombres de la profesión de los señores Ricci, Czanek y Silva, pues su profesión era nada menos digno que el latrocinio de lo ajeno.

Los vecinos de Kingsport dicen y piensan muchas cosas acerca del Terrible Anciano, cosas que, generalmente, lo protegen de las atenciones de caballeros como el señor Ricci y sus colegas, a pesar de la casi absoluta certidumbre de que oculta una fortuna de incierta magnitud en algún rincón de su enmohecida y venerable mansión. En verdad, es una persona muy extraña, que al parecer fue capitán de veleros de las Indias Orientales en su día. Es tan viejo que nadie recuerda cuándo fue joven, y tan taciturno que pocos saben su verdadero nombre. Entre los nudosos árboles del jardín delantero de su vieja y nada descuidada residencia conserva una extraña colección de grandes piedras, singularmente agrupadas y pintadas de forma que semejan los ídolos de algún lóbrego templo oriental. Semejante colección ahuyenta a la mayoría de los chiquillos que gustan burlarse de su barba y cabello, largos y canosos, o romper las ventanas de pequeño marco de su vivienda con diabólicos proyectiles. Pero hay otras cosas que atemorizan a las gentes mayores y de talante curioso que en ocasiones se acercan a hurtadillas hasta la casa para escudriñar el interior a través de las vidrieras cubiertas de polvo. Estas gentes dicen que sobre la mesa de una desnuda habitación del piso bajo hay muchas botellas raras, cada una de las cuales tiene en su interior un trocito de plomo suspendido de una cuerda, como si fuese un péndulo. Y dicen que el Terrible Anciano habla a las botellas, llamándolas por nombres tales como Jack, Cara Cortada, Tom el Largo, Joe el Español, Peters y Mate Ellis, y que siempre que habla a una botella el pendulito de plomo que lleva dentro emite unas vibraciones precisas a modo de respuesta. A quienes han visto al alto y enjuto Terrible Anciano en una de esas singulares conversaciones, no se les ocurre volver a verlo más. Pero Ángelo Ricci, Joe Czanek y Manuel Silva no eran naturales de Kingsport. Pertenecían a esa nueva y heterogénea estirpe extranjera que queda al margen del atractivo círculo de la vida y tradiciones de Nueva Inglaterra, y no vieron en el Terrible Anciano otra cosa que un viejo achacoso y prácticamente indefenso, que no podía andar sin la ayuda de su nudoso cayado, y cuyas escuálidas y endebles manos temblaban de modo harto lastimoso. A su manera, se compadecían mucho del solitario e impopular anciano, a quien todos rehuían y a quien no había perro que no ladrase con especial virulencia. Pero los negocios, y, para un ladrón entregado de lleno a su profesión, siempre es tentador y provocativo un anciano de salud enfermiza que no tiene cuenta abierta en el banco, y que para subvenir a sus escasas necesidades paga en la tienda del pueblo con oro y plata españoles acuñados dos siglos atrás.

martes, 28 de julio de 2020

La Cafetera, de Théophile Gautier


 I

El año pasado fui invitado, igual que dos de mis compañeros de taller, Arrigo Cohic y Pedrino Borgnioli, a pasar unos días en una finca en lo más profundo de Normandía.
Al tiempo, que cuando partimos prometía ser magnífico, se le ocurrió cambiar de repente, y cayó tanta lluvia que las cañadas por las que avanzábamos eran como el lecho de un torrente.
Nos hundíamos en el barro hasta las rodillas, una espesa capa de tierra pringosa se había pegado a las suelas de nuestras botas, y su peso aminoraba tanto nuestros pasos que no llegamos al lugar de nuestro destino hasta una hora después de la puesta de sol.
Estábamos agotados; por eso, nuestro anfitrión, al ver los esfuerzos que hacíamos para reprimir nuestros bostezos y mantener los ojos abiertos, hizo que nos condujeran a cada uno a nuestra habitación en cuanto terminamos de cenar.
La mía era amplia; al entrar en ella sentí una especie de escalofrío febril, pues me pareció que entraba en un mundo nuevo.
De hecho, uno habría podido creerse en tiempos de la Regencia al ver los dinteles de Boucher[1] que representaban las cuatro estaciones, los muebles recargados con adornos de rocalla del peor gusto, y los tremós de los espejos torpemente esculpidos.

lunes, 27 de julio de 2020

Un sueño realizado, de Juan Carlos Onetti


 La broma la había inventado Blanes —venía a mi despacho en los tiempos en que yo tenía despacho y al café cuando las cosas iban mal y había dejado de tenerlo— y parado sobre la alfombra, con un puño apoyado en el escritorio, la corbata de lindos colores sujeta a la camisa con un broche de oro y aquella cabeza —cuadrada, afeitada, con ojos oscuros que no podían sostener la atención más de un minuto y se aflojaban en seguida como si Blanes estuviera a punto de dormirse o recordara algún momento limpio y sentimental de su vida que, desde luego, nunca había podido tener—, aquella cabeza sin una sola partícula superflua alzada contra la pared cubierta de retratos y carteles, me dejaba hablar y comentaba redondeando la boca:

—Porque usted, naturalmente, se arruinó dando el Hamlet.

O también:

—Sí, ya sabemos. Se ha sacrificado siempre por el arte y si no fuera por su enloquecido amor por el Hamlet…

viernes, 24 de julio de 2020

Oro, de Fernando Bogado

 


Como todo paisaje, el sol traza una línea relativamente pareja sobre el fondo de casitas pobres o coloniales de Ouro Preto demasiado temprano, como si hubiese algo abusivo en el astro, algo inhumano. Las campanas de la multitud de iglesias de la ciudad retumban con más fuerza que el canto de los pájaros, sumándose a este coro infame que despierta a todos por igual, tediosa justicia social de la naturaleza que imparte de manera equitativa la lluvia, el desastre y el amanecer. Alejandro Casciali piensa, apenas amanecido entre el calor que se anuncia y el manotazo ciego buscando el vaso de agua de la última noche, que si hay algo indiferente para ese mundo es el telegrama y su cuaderno. Lo que se escribe, en general, nada tiene que ver con el religioso orden de un universo obsesionado con hacer siempre lo mismo.

El duro primer sorbo apenas distingue el agua de la leve capa de tierra que la acompaña. Las gotas de sudor de su cara lo avejentan: apoya el pie derecho y luego el izquierdo cuidadosamente y va hacia el baño con la esperanza de encontrar otra cara en el reflejo, una más amable. Tarda un rato en acostumbrarse a lo que ve. Un tipo dejado, un poco más tostado que durante los primeros días de su llegada a la ciudad, pero con las mismas arrugas, la misma pelada que dejó de ser incipiente para convertirse en real y unas ojeras enormes. Cadenas montañosas: como si la comparación lo salvase de la pena del tiempo que pasa. Se cepilla como puede los dientes, se moja un poco el mapa desplegado, y se enfoca en desayunar.

jueves, 23 de julio de 2020

La nueva era, de Luis Felipe Lomelí

 


Ayer soñé que mi hijo me hablaba. Aquí mismo, con sus tres meses pero sin el granizo tras el ventanal de la caseta. Ahí viene otro pendejo. Otro pendejo marro que no ha querido poner el chip en su auto para que se levante automáticamente la pluma cuando vaya a pasar. Porque seamos sinceros, cualquiera que viva en este barrio tiene el dinero de sobra para comprarlo. Y más. Todas las casas tienen su jardín al frente, su cochera doble. Jardines y cocheras que ahora han de estar cubiertas por el granizo, blancas, hielo sobre pasto que golpea fuerte. Pero este cabrón será marro a huevo porque ni siquiera toca el claxon sino que me avienta las altas para que salga a abrirle. Lo miro de reojo, me escondo bajo la visera mientras sigo sentado frente al escritorio y hago como que reviso unos papeles. Ya traigo las botas encharcadas. Pero la culpa es mía: si ya sé que llueve todas las tardes aquí debería de haberme traído unas de repuesto desde antes. O por lo menos unas chanclas. Unas pantuflas de esas de peluchito que vi en la tienda de los chinos. Porque ésas no pesan. Cargar las pinches botas va a ser una hueva y ni modo de dejarlas aquí porque los otros guardias se las clavan, seguro. Otra vez las luces y es como si le tomaran una instantánea al granizo, como si pararan el tiempo en los pedregones de hielo a medio aire, levitando. ¿Así se verán las balas? ¿Así se detendrán cuando se acercan?: como luces navideñas, como las que hay en los centros comerciales que brillan por un instante y luego desaparecen. Que espere otro poco. Que aguante. Si me estiro por una de las revistas se va a dar cuenta de que ya lo vi. Allí dice que los recién nacidos son emisarios, que hace tan poco tiempo que llegaron a esta tierra que todavía recuerdan, que todavía nos pueden ilustrar sobre nuestro camino. Lo dicen los científicos y ayer soñé que mi hijo me hablaba. ¿Será una señal doble? Porque fue un sueño y los sueños son señales. Miro al conductor. Hago como que no distingo que ahí tiene pegada la calcomanía del fraccionamiento sobre el parabrisas. Revienta el hielo, se estrella en el vidrio y revienta. Me levanto de la silla. Siento cómo el agua sale de mis botas al ponerme de pie. Camino hacia la puerta. La abro pero me detengo y giro para tomar la tabla de visitas, porque sí, porque si por su puta codez tengo que salir a mojarme, por lo menos hay que hacerle la maldad: que se desespere. Estos cabrones creen que uno nomás es su perro. Su criado. Tomo la tabla de registro y vuelvo a mirarlo. El pendejo me sonríe. Me señala con el dedo la calcomanía. Muy sonriente. Pero no le voy a dar el gusto. Si por lo menos la administración nos proporcionara un paraguas para cubrirnos de los aguaceros. Hago como que no lo veo. Y en realidad no quiero verlo: quiero ver el granizo que se ha ido acumulando contra las banquetas, sobre el pasto de las jardineras y en los recovecos, quiero recordar lo que me dijo mi hijo en el sueño. Pero otra vez las altas, la sonrisa y doy dos pasos para acercarme, para que el tipo baje la ventanilla y se moje.

miércoles, 22 de julio de 2020

Quedan Liberados, de Joe Hill

 


GREGG HOLDER, CLASE PREFERENTE

Holder va por su tercer whisky y aguanta el tipo ante la mujer famosa que ocupa el asiento contiguo cuando todos los televisores de la cabina se funden en negro y en las pantallas aparece un aviso en letras mayúsculas blancas. MENSAJE A BORDO EN EMISIÓN.
De la megafonía brota un siseo de estática. El piloto tiene una voz joven, la voz de un adolescente inseguro que se dirige a una multitud en un funeral.
—Amigos, les habla el comandante Waters. He recibido un mensaje de nuestro equipo de tierra y, tras meditarlo, me parece apropiado que se lo transmita. Se ha producido un incidente en la base de las fuerzas aéreas de Guam y…
El mensaje se corta. Un largo silencio crea un cierto suspense.
—… me han dicho —prosigue Waters de repente—, el Mando Estratégico ha perdido el contacto con nuestras fuerzas allí y con la oficina del gobernador regional. Se han recibido informes desde la costa de… de que se ha visto un destello. Algún tipo de destello.

martes, 21 de julio de 2020

El hombre de hielo, de Haruki Murakami

 


Me casé con un hombre de hielo. Lo vi por primera vez en un hotel para esquiadores, que es quizá el sitio indicado para conocer a alguien así. El lobby estaba lleno de jóvenes bulliciosos pero el hombre de hielo permanecía sentado a solas en una butaca en la esquina más alejada de la chimenea, absorto en un libro. Pese a que era cerca de mediodía, la luz diáfana y fría de esa mañana de principios de invierno parecía demorarse a su alrededor.

      —Mira, un hombre de hielo —susurró mi amiga.

      En ese momento, sin embargo, yo no tenía la menor idea de lo que era un hombre de hielo. A mi amiga le sucedía lo mismo:

      —Debe estar hecho de hielo. Por eso lo llaman así —dijo esto con una expresión grave, como si hablara de un fantasma o de alguien que padeciera una enfermedad contagiosa.

      El hombre de hielo era alto y aparentemente joven pero en su cabello grueso, similar al alambre, había zonas de blancura que hacían pensar en parches de nieve sin derretir. Sus pómulos eran angulosos, como piedra congelada, y sus dedos estaban rodeados por una escarcha que daba la impresión de que nunca se fundiría. Por lo demás, no obstante, parecía un hombre común y corriente.

lunes, 20 de julio de 2020

Vera, de Auguste Villiers de L'Isle Adam


El Amor es más fuerte que la Muerte, ha dicho Salomón; sí, su misterioso poder es ilimitado.

Era un atardecer de otoño, en estos últimos años, en París. Algunos vehículos, ya iluminados, rodaban rezagados después de la hora del Bois hacia el sombrío barrio de Saint-Germain. Uno de ellos se detuvo ante el pórtico de un amplio palacete señorial rodeado de jardines seculares; la cintra estaba rematada por el escudo de piedra con las armas de la antigua familia de los condes de Athol a saber: campo de azur, con la estrella en abismo de plata, con la divisa «PALLIDA VICTRIX», bajo la corona recogida de armiño en el principesco gorro. Los pesados batientes se apartaron. Se apeó un hombre de treinta y cinco años, de luto, de rostro mortalmente pálido. En la escalinata, taciturnos criados levantaban unas antorchas. Sin mirarlos, subió los escalones y entró. Era el conde de Athol.

Vacilante, ascendió por las blancas escaleras que llevaban a la habitación donde, aquella misma mañana, había acostado en un ataúd de terciopelo y envuelto en violetas, entre olas de batista, a su dama de placer, a su pálida esposa, Vera, su desesperación.

Arriba, la suave puerta giró sobre la alfombra; apartó el cortinaje.

Todos los objetos estaban en el lugar donde la condesa los había dejado la víspera. La Muerte, súbita, había fulminado. La noche anterior, su bienamada se había desvanecido en goces tan profundos y se había perdido en abrazos tan exquisitos que su corazón, roto de delicias, había fallado: sus labios se habían mojado bruscamente con un púrpura mortal. Apenas había tenido tiempo de dar a su esposo un beso de despedida, sonriendo, sin una palabra. Luego, sus largas pestañas, como crespones, habían descendido sobre la bella noche de sus ojos.

La jornada sin nombre había pasado.

viernes, 17 de julio de 2020

Dos minutos y cuarenta y cinco segundos, de Dan Simmons

 


Roger Colvin cerró los ojos, la barra de acero se asentó con firmeza sobre su regazo y emprendieron la pronunciada ascensión. Oía el traqueteo de la pesada cadena y el chirrido de las ruedas de acero contra los raíles mientras subían la primera colina de la montaña rusa. A su espalda, alguien soltó una risa nerviosa. Pese a su vértigo y a que el corazón le martilleaba dolorosamente las costillas, Colvin echó una ojeada por entre los dedos extendidos.

Los raíles de metal y la estructura de madera blanca aparecían casi cortados a pico ante él. Colvin iba en el primer vagón. Bajó las manos y se aferró con fuerza a la barra de seguridad, donde notó el sudor seco de otras palmas pasadas. Alguien rio tontamente a su espalda. Volvió la cabeza solo lo suficiente para atisbar el borde de los raíles.

Estaban ya a mucha altura y continuaban ascendiendo. El paseo central de la feria y los aparcamientos menguaban por momentos, los individuos eran indistinguibles y las muchedumbres se convertían en simples alfombras de color que se fundían en un mosaico mayor de geometrías conformadas por calles y luces mientras se hacía visible la ciudad entera, luego todo el país. Ascendían con estrépito. El azul del cielo se oscureció. Colvin alcanzó a ver la curvatura de la tierra en la distancia brumosa. Se dio cuenta de que estaban muy por encima de la orilla de un lago cuando captó entre las traviesas de madera el reflejo de la luz en las crestas de las olas kilómetros por debajo. Colvin cerró los ojos mientras atravesaban por un instante el aliento frío de una nube y los abrió de golpe cuando el estruendo de la cadena cambió de tono, mientras la pendiente se reducía, mientras coronaban la cima.

Y la rebasaban.