miércoles, 30 de junio de 2010

Después del amor, de Hernán Lara Zavala

Luego de muchos años de no verse se encontraron un día por casualidad. Los dos habían ido solos a la exposición de una amiga común. Se miraron sin saludarse. Él iba vestido con esa mezcla rara de informalidad y refinamiento que la mayor parte de la gente considera como evidencia de una vida excéntrica; ella llevaba un vestido escotado de terciopelo negro, evidencia de una clase social privilegiada. Cada quien recorrió la galería por su parte observando los lienzos. A la hora del brindis, él se acercó a ella y le propuso:

-Vámonos. Te invito una copa.

Se pusieron de acuerdo. Salieron juntos. Ya estaban sentados en el bar de un hotel de la ciudad, ambos bebiendo whisky, cuando él preguntó sin mayor preámbulo:

-¿Y qué fue de nuestro amor? ¿Qué quedó de toda esa pasión? ¿En qué se transformaron? ¿Se desvanecieron en el tiempo, en el recuerdo, en la memoria? ¿Los actos del corazón se pierden en cuanto cesan los actos fisicos? ¿Será verdad que en nuestra época ya no hay pecados sino meras transgresiones? ¿Que el perdón no existe y que ya no nos queda más remedio que rechazar la culpa y el remordimiento para sumirnos en el vacío? El amor moderno, ¿será tan complejo que ya no admite una sola línea de acción, una incógnita, un misterio? ¿Puede seguir siendo, como se consideró alguna vez, de una sola pieza, refractario, indivisible y siempre fiel? ¿Cuántos vértices tiene el amor? Esos mismos vértices muchas veces nos lastiman y lastiman a los que amamos y, sin embargo, los agradecemos porque son los que nos hacen sentir y nos hacen vivir. ¿Pero es posible hablar de amor? ¿Se puede ser tan cínico o tan ingenuo como para decir te amo con total impunidad? ¿Hay alguien que logre vivir una gran pasión que no parezca un remedo insulso de una vieja película en la que ya nos sabemos de memoria todos los parlamentos? La enormidad de la ciudad de México les permitía llevar dos y hasta tres vidas paralelas e independientes sin que una se cruzara jamás con la otra. Se hicieron amantes: se veían cada vez que podían, tres o cuatro veces a la semana, en ocasiones en la calle, solamente a conversar, a besarse, a decirse cuánto se amaban, para después retirarse cada quien a cumplir con sus obligaciones, con sus trabajos, con sus familias; fueron pareja durante años aunque nunca se planteó la posibilidad de vivir juntos. Ella tenía familia. Él era libre aunque tenía novia. Se veían clandestinamente. La mujer le contestó:

martes, 29 de junio de 2010

Sencilla mujer de mediodía, de Guillermo Samperio

Esta sencilla mujer de mediodía, además de largos pasadores naranja en su cabello, tiene el extraño nombre de Violeta. Se puede encontrar a Violeta entre paredes caseras, saliendo de alguna puerta color tabaco, detrás de sus ojos azules y un vestido amarillo suelto, con ese vuelo discreto que le ofrecerá al inocente viento de abril. Pero su ámbito originario son las calles arboladas bajo un sol oriente que calienta y hace oblicuas las sombras de la mañana. Y Violeta transita hacia la lejana frescura de telas blancas, cruzando su paso con los sinceros lilas y morados de la bugambilia y las hirsutas cabelleras en flor de la jacarandá. Se dice Violeta, eucalipto, azalea y trueno y es hablar de un mismo espacio que lanza al cielo silenciosas voces de tonalidades diversas, sencillas y jocosas. Violeta entra naturalmente en sus pasos, su cuerpo se mueve como el imperceptible crecimiento de las plantas de sombra que un día nos sorprenden con su presencia de fuego, ni mustio ni pretencioso. La misma luminosidad azarosa surge en las mejillas de Violeta; en ella está también el principio que explica las flamas que se posan en las grandes ramas cuando el viento se ha ido. El pelo ámbar a la altura de la barbilla y recogido apenas a los lados se balancea con la misma modulada cadencia del vuelo de su vestido. Forman una simetría contrapendular, ordenada por el ir pausado de Violeta y el asimétrico vaivén de sus brazos, cuyos ambarinos vellos a veces brillan en la temperatura cálida que baja a la tierra y se levanta de las banquetas. La mujer camina hacia la exactitud porque sus largas piernas avanzan por un camino de certezas, apenas demorándose para que ella mire una enredadera esponja, o para dar paso a los automóviles que cruzan su viaje solitario por la avenida arbolada. Reinicia su andar entonces apoyándose segura en los zapatos color dorado mate, de punta redondeada y tacón a media altura, felices y discretos. Ellos sugieren las relaciones de la mujer con el sol, ese noble pariente que la acompañará a lo largo de la primavera y el verano, ofreciéndole sugerentes consejos de luz y sombra, de tibiezas y ardores, de flores sutiles e insectos galantes. Espíritu del sol calzando sus pies, puntas de llamas en el vestido y el cabello, detalles de fuego rojo en sus labios, amplia habitación del sol en su mirada, Violeta mueve las líneas de sus pantorrillas, libres bajo la tela volante que termina donde principian los muslos. Su piel ha ido cobrando la tonalidad ligeramente sepia de algunos crepúsculos de mayo que maduran hacia los amaneceres siena de junio y julio. Mientras tanto, la mujer va cubierta con ese sepia musitado, camino a la blancura y la tibieza. Elige una calle empedrada e introduce la lumbre de su cuerpo y su vestir entre una vegetación un poco más apretada, entre edificaciones antiguas que han guardado en sus piedras el paso de centenares de abriles, y sus altos muros han permitido que las trepadoras depositen lo verde y broten de ellas minúsculos peces blancos, azules, colorados. Se podría afirmar sin duda que la mujer se ha desprendido de ese ambiente y ha vivido siempre bajo esos eucaliptos y colorines que nunca alcanzarán los brazos extendidos del sol. Por este vericueto estrecho de antaño los olores entran en desnuda plática, revuelan lentos y se meten al cabello de Violeta, se estrechan a su rostro y se introducen bajo el escote oval; las palabras aromáticas le platican historias de mujeres tan hermosas como ella que han transitado la misma leyenda. Violeta, sin proponérselo, responde con el lenguaje del aroma de su cuerpo y devuelve frases táctiles que se mezclan con los olores eternos de ese mediodía. En el momento en que la mujer da vuelta en un callejón todavía más apretado, su ausencia resulta evidente en el camino que abandonó. Pero la nueva calleja se abrillanta y ahora es difícil distinguir entre la luz de la vegetación y la de Violeta, pues se reconocen, comprenden y confunden. Mencionar lumbre, abril, pirul, sitio del sol es decir que Violeta avanza sobre los bordes del ardor permitiendo que la noble humedad de los muros roce sus labios apenas gruesos. Esa caricia desciende a sus hombros que van al aire y de allí a los brazos y a sus senos frutales, a la cintura y a la cadera, hasta detenerse sobre sus piernas. Violeta lo agradece porque la humedad representa el mensaje mustio de la penumbra consentida, de los giros primeros de la ternura, de esa otra vegetación donde también existe una plática de aromas, colores, formas. La mujer cambia el ritmo y se pone ágil, semejante a gloria que echa a volar sus menudas flores. Así son sus movimientos, decididos, irreversibles, semejantes al cambio de invierno en primavera. Y Violeta lo comprende en el palpitar de sus flexibles músculos, como se entienden entre sí la música y una mujer que duerme, el ciervo y la encina, el carbón encendido y el incienso. Llega al fondo de la calleja y se detiene ante una puerta pequeña de cedro; toca ligero, la puerta después se abre de manera automática y Violeta entra cerrando tras de sí. En una débil sombra, aparece una escalera de color tabaco rubio, sube con plenitud produciendo percusivos ecos que la acompañan. Llega a una estancia donde hay muebles bajos de pino, objetos de límpido cristal, espigas de trigo multicolores explotando en lugares discretos, cojines de floreadas telas hindúes, viejas figurillas de bronce y latón, ceniceros de vidrio azul; todo ello sobre una alfombra blanca con manchones canela semejante a la pelambre de las cabras. La pieza es apacible y la mujer levanta los brazos, gira lentamente sobre sí misma danzando para el silencio y se detiene poniendo sus brazos sobre los muslos. Se despoja los zapatos, sus pies reciben la caricia de la alfombra; da vuelta alrededor de la mesita de centro gozando las pisadas. Ahora se encuentra detenida frente a una puerta entornada que da a otra habitación, se acerca y percibe una penumbra más densa, cadenciosamente la penetra. Ante la frescura de un lecho verde limón, el cuerpo y el vestir de Violeta son el fuego: los pasadores, su cabellera, el rostro, sus hombros, los vellos de sus brazos, el vestido, sus piernas, los pies descalzos. La sencilla mujer de mediodía se decide y deja totalmente libre su pelo y lo agita con lentitud produciendo brillos en la sombra. Se aproxima a la cama, lleva sus manos al lienzo, lo acaricia largamente: luego lo retira dejando descubiertas las sábanas. Mientras Violeta se despoja las llamas que la cubren y un fuego mayor ilumina la recámara, Abril entra a la pieza desnudo. Se tienden sobre las telas blancas, en la exactitud de la penumbra consentida, entre las complicidades del silencio, y empieza otra plástica de aromas, colores, formas, juegos de luz y sombra, flores sutiles e insectos galantes, donde sobrevendrán nuevas humedades.

lunes, 28 de junio de 2010

Elsa, de Felisberto Hernández

I

Yo no quiero decir cómo es ella. Si digo que es rubia se imaginarán una mujer rubia, pero no será ella. Ocurrirá como con el nombre: si digo que se llama Elsa se imaginarán cómo es el nombre Elsa; pero el nombre Elsa de ella es otro nombre Elsa. Ni siquiera podrían imaginarse cómo es una peinilla que ella se olvidó en mi casa; aunque yo dijera que tiene 26 dientes, el color, más aun, aunque hubieran visto otra igual, no podrían imaginarse cómo es precisamente, la peinilla que ella se olvidó en mi casa.

II

Yo quiero decir lo que me pasa a mí. ¿Y saben para qué?, pues, para ver si diciendo lo que me pasa, deja de pasarme. Pero entiéndase bien; me pasa una cosa mala, horrible: ya lo verán. Sé que por más bien que yo llegara a decirla, ocurrirá como con la peinilla y lo demás; no se imaginarán exactamente, cómo es lo malo que me pasa; pero el interés que yo tengo es ver si deja de pasarme tanto lo malo que se imaginarán, lo malo que en realidad me pasa.

viernes, 25 de junio de 2010

La falsa moneda, de Charles Baudelaire

Cuando nos alejábamos del estanco, mi amigo hizo una minuciosa distribución de sus monedas; en el bolsillo izquierdo del chaleco introdujo varias pequeñas monedas de oro; en el derecho las pequeñas monedas de plata; en el bolsillo del pantalón un puñado de monedas de cobre y, finalmente, en el de la derecha una moneda de plata de dos francos que había examinado atentamente.

—¡Singular y minuciosa distribución! —dije para mis adentros.

Encontramos a un pobre que nos tendió su gorra temblando. No conozco nada más inquietante que la elocuencia muda de esos ojos suplicantes que contienen, para el hombre sensible que sabe leer en ellos, a la vez tanta humildad y tantos reproches. Se encuentra algo similar a esta profundidad de sentimientos en los ojos lacrimosos de los perros a los que se azota.

jueves, 24 de junio de 2010

Tom, de Antonio Lobo Antunes

Hay sorpresas así: he recibido una carta de amor anónima.

Un hombre que firma Solitario Orgulloso. Dice que me ve todos los días en el autobús cuando voy al trabajo, me sigue de lejos sin atreverse a hablarme, se da cuenta de que trabajo en Monteiro & Seabra, espera hasta las seis, en una esquina discreta (es Solitario y Orgulloso, de ahí la esquina discreta), a que yo salga por la puerta de cristal camino del autobús otra vez, me acompaña desde el otro extremo del vehículo, solitaria y orgullosamente, en el viaje hasta casa, mirándome en los momentos en que no miro a nadie, baja en la parada siguiente y viene a espiarme por la ventana iluminada de la cocina donde empiezo a preparar la cena. En cuanto llega mi marido y me da un beso en el cuello se marcha muerto de celos. Es también casado pero no duerme con su mujer en la misma habitación y por tanto besos en el cuello ni en sueños. No hay nada entre ellos. No se separa por los hijos y porque ella le da pena. Dos hijos, el segundo minusválido: algo en la columna, ingresos, medicinas carísimas. Una vida sin sentido y en esto yo que le doy sentido a su vida, sujeta a la barra del 46. No entiendo cómo una mujer de mi edad, sujeta a una barra, puede darle sentido a la vida de un Solitario Orgulloso, yo que no soy guapa, soy bajita, uso gafas y sufro horrores con este pelo tan frágil, que siempre se me queda en el cepillo. Mirando con atención, se nota la piel al trasluz. Mi marido no es un Solitario Orgulloso sino un Solitario Indiferente.

miércoles, 23 de junio de 2010

Los gatos de Ulthar, de H. P. Lovecraft

Se dice que en Ulthar, que se encuentra más allá del río Skai, ningún hombre puede matar a un gato; y ciertamente lo puedo creer mientras contemplo a aquel que descansa ronroneando frente al fuego. Porque el gato es críptico, y cercano a aquellas cosas extrañas que el hombre no puede ver. Es el alma del antiguo Egipto, y el portador de historias de ciudades olvidadas en Meroe y Ophir. Es pariente de los señores de la selva, y heredero de los secretos de la remota y siniestra África. La Esfinge es su prima, y él habla su idioma; pero es más antiguo que la Esfinge y recuerda aquello que ella ha olvidado.

En Ulthar, antes de que los ciudadanos prohibieran la matanza de los gatos, vivía un viejo campesino y su esposa, quienes se deleitaban en atrapar y asesinar a los gatos de los vecinos. Por qué lo hacían, no lo sé; excepto que muchos odian la voz del gato en la noche, y les parece mal que los gatos corran furtivamente por patios y jardines al atardecer. Pero cualquiera fuera la razón, este viejo y su mujer se deleitaban atrapando y matando a cada gato que se acercara a su cabaña; y, a partir de los ruidos que se escuchaban después de anochecer, varios lugareños imaginaban que la manera de asesinarlos era extremadamente peculiar. Pero los aldeanos no discutían estas cosas con el viejo y su mujer; debido a la expresión habitual de sus marchitos rostros, y porque su cabaña era tan pequeña y estaba tan oscuramente escondida bajo unos desparramados robles en un descuidado patio trasero. La verdad era, que por más que los dueños de los gatos odiaran a estas extrañas personas, les temían más; y, en vez de confrontarlos como asesinos brutales, solamente tenían cuidado de que ninguna mascota o ratonero apreciado, fuera a desviarse hacia la remota cabaña, bajo los oscuros árboles. Cuando por algún inevitable descuido algún gato era perdido de vista, y se escuchaban ruidos después del anochecer, el perdedor se lamentaría impotente; o se consolaría agradeciendo al Destino que no era uno de sus hijos el que de esa manera había desaparecido. Pues la gente de Ulthar era simple, y no sabía de dónde vinieron todos los gatos.

martes, 22 de junio de 2010

Los destiladores de naranjas, de Horacio Quiroga

El hombre apareció un mediodía, sin que se sepa cómo ni por dónde. Fue visto en todos los bolichea de Iviraromí, bebiendo como no se había visto beber a nadie, si se exceptúan Rivet y Juan Brown. Vestía bombachas de soldado paraguayo, zapatillas sin medias y una mugrienta boina blanca terciada sobre el ojo. Fuera de beber, el hombre no hizo otra cosa que cantar alabanzas a su bastón -un nudoso palo sin cáscara-, que ofrecía a todos los peones para que trataran de romperlo. Uno tras otro los peones probaron sobre las baldosas de piedra el bastón milagroso que, en efecto, resista a todos los golpes. Su dueño, recostado de espaldas al mostrador y cruzado de piernas, sonreía satisfecho. Al día siguiente el hombre fue visto a la misma hora y en los mismos boliches, con su famoso bastón. Desapareció luego, hasta que un mes más tarde se lo vio desde el bar avanzar al crepúsculo por entre las ruinas, en compañía del químico Rivet. Pero esta vez supimos quién era.
Hacia 1800, el gobierno del Paraguay contrató a un buen número de sabios europeos, profesores de universidad, los menos, e industriales, los más. Para organizar sus hospitales, el Paraguay solicitó los servicios del doctor Else, joven y brillante biólogo sueco que en aquel país nuevo halló ancho campo para sus grandes fuerzas de acción. Dotó en cinco años a los hospitales y sus laboratorios de una organización que en veinte años no hubieran conseguido otros tantos profesionales- Luego, sus bríos se aduermen. El ilustre sabio paga al país tropical el pesado tributo que quema como en alcohol la actividad de tantos extranjeros, y el derrumbe no se detiene ya. Durante quince o veinte años nada se sabe de él. Hasta que por fin se lo halla en Misiones, con sus bombachas de soldado y su boina terciada, exhibiendo como única finalidad de su vida el hacer comprobar a todo el mundo la resistencia de su palo.
Este hombre cuya presencia decidió al manco a realizar el sueño de sus últimos meses: la destilación alcohólica de naranjas.

viernes, 18 de junio de 2010

El cuento de la isla desconocida, de José Saramago

Un hombre llamó a la puerta del rey y le dijo, Dame un barco. La casa del rey tenía muchas más puertas, pero aquélla era la de las peticiones. Como el rey se pasaba todo el tiempo sentado ante la puerta de los obsequios (entiéndase, los obsequios que le entregaban a él), cada vez que oía que alguien llamaba a la puerta de las peticiones se hacía el desentendido, y sólo cuando el continuo repiquetear de la aldaba de bronce subía a un tono, más que notorio, escandaloso, impidiendo el sosiego de los vecinos (las personas comenzaban a murmurar, Qué rey tenemos, que no atiende), daba orden al primer secretario para que fuera a ver lo que quería el impetrante, que no había manera de que se callara. Entonces, el primer secretario llamaba al segundo secretario, éste llamaba al tercero, que mandaba al primer ayudante, que a su vez mandaba al segundo, y así hasta llegar a la mujer de la limpieza que, no teniendo en quién mandar, entreabría la puerta de las peticiones y preguntaba por el resquicio, Y tú qué quieres. El suplicante decía a lo que venía, o sea, pedía lo que tenía que pedir, después se instalaba en un canto de la puerta, a la espera de que el requerimiento hiciese, de uno en uno, el camino contrario, hasta llegar al rey. Ocupado como siempre estaba con los obsequios, el rey demoraba la respuesta, y ya no era pequeña señal de atención al bienestar y felicidad del pueblo cuando pedía un informe fundamentado por escrito al primer secretario que, excusado será decirlo, pasaba el encargo al segundo secretario, éste al tercero, sucesivamente, hasta llegar otra vez a la mujer de la limpieza, que opinaba sí o no de acuerdo con el humor con que se hubiera levantado.

jueves, 17 de junio de 2010

Paquete turístico, de Moacyr Scliar

Primer día: presentación en el aeropuerto. Los excursionistas contarán con la asistencia del personal de la agencia de viajes en todo lo que se refiere a embarque de equipajes, verificación de pasaportes, etc. Usted —sólo usted— recibirá un sobre cerrado. En él, un mensaje: “El nombre de ella es Eugenia”.

Segundo día: llegada a Puerto Balladero. En el aeropuerto estará aguardando a los excursionistas la guía, muchacha bellísima. Sonriendo, se acercará a usted y dirá: “Soy Eugenia”.

Mañana libre. La tarde, paseo por la ciudad, visita al antiguo mercado y a la catedral de San Carlos, Eugenia siempre sonriendo para usted.

Tercer día: libre para compras. Eugenia ofrecerá acompañarlo al barrio de artesanos. Usted le comprará regalos y la convidará a cenar al célebre El Hueco. Después ella volverá con usted al hotel. Tórrida noche de amor.

Cuarto día: visita al lago Huatzli-Cucho. Usted y Eugenia pasearán tomados de las manos, sin ocuparse de los cuchicheos y las sonrisas irónicas de los otros excursionistas.

Quinto día: viaje a las cataratas de Tronado. Incomprensiblemente, la guía Eugenia se mostrará esquiva, enigmática. En el almuerzo (Paradero del León, famoso por sus asados) ella se sentará lejos de usted. A la noche, hospedado en el Hotel Alhambra (cuatro estrellas), usted la aguardará en vano.

Sexto día: visita al antiguo Castillo de los Leopardos, con sus ingeniosos puentes levadizos. Junto a la muralla, usted, angustiado, intentará agarrarla: ¿Qué tienes, Eugenia, qué pasa? No pasa nada, responderá ella soltándose.

Por la noche, espectáculo de danzas folclóricas con el conjunto Águilas del Sol. De vuelta al hotel, usted se encerrará en su cuarto, llorando mucho.

Séptimo día: visita al monasterio de San Ignacio. Almuerzo al aire libre. Visita al Museo de Cerrajeros. Paseo por la playa. Por la noche: fiesta de despedida. Eugenia no irá.

Octavo día: regreso y fin de nuestros servicios.

miércoles, 16 de junio de 2010

Los justos, de Alberto Chimal

Una vez, amables escuchas, un comerciante llamado Basat fue a la ciudad de Tashne. Un viejo amigo suyo, magistrado de aquel lugar, lo recibió en su casa, con muchas ceremonias y muestras de afecto, y la más grande fue un obsequio: un pájaro qush tallado en madera, pintado de rojo y púrpura, que era el símbolo de su ministerio: de honor y justicia.

Basat, por un momento, no supo qué decir, pues era una pieza, así lo pensó, muy rica y muy costosa. Pese a ser del tamaño de un qush verdadero, estaba llena de detalles sutiles: las plumas de las alas podían contarse, y tocarlas semejaba tocar plumas verdaderas; el pico tenía los agujeros diminutos por los que un pájaro respira, las garras parecían de hueso, los ojos eran negros y relucían... Por fin, Basat murmuró algunas palabras de agradecimiento, aseguró al juez su estima y su lealtad, y los dos se abrazaron, con mucha gravedad y respeto.

Más tarde, en su dormitorio, Basat envolvió la estatuilla en una tela suave, para evitar que se dañara en el largo viaje de regreso, y la puso cerca de las bolsas de su equipaje, para guardarla con prontitud cuando llegara el momento. Luego pasaron varios días, y Basat tal vez cumplió el propósito de su viaje a Tashne, tal vez no, pero lo que importa es que una noche, la víspera de su partida, volvió a su alcoba e hizo su equipaje: guardó su ropa sucia, sus útiles de limpieza, algunos recuerdos, y primero se sintió confundido, después irritado, por último furioso.

martes, 15 de junio de 2010

La revolución, de Sławomir Mrożek

En mi habitación la cama estaba aquí, el armario allá y en medio la mesa.
Hasta que esto me aburrió. Puse entonces la cama allá y el armario aquí.
Durante un tiempo me sentí animado por la novedad. Pero el aburrimiento acabó por volver.
Llegué a la conclusión de que el origen del aburrimiento era la mesa, o mejor dicho, su situación central e inmutable.
Trasladé la mesa allá y la cama en medio. El resultado fue inconformista.
La novedad volvió a animarme, y mientras duró me conformé con la incomodidad inconformista que había causado. Pues sucedió que no podía dormir con la cara vuelta a la pared, lo que siempre había sido mi posición favorita.
Pero al cabo de cierto tiempo, la novedad dejó de ser tal y no quedó más que la incomodidad. Así que puse la cama aquí y el armario en medio.
Esta vez el cambio fue radical. Ya que un armario en medio de una habitación es más que inconformista. Es vanguardista.
Pero al cabo de cierto tiempo… Ah, si no fuera por “ese cierto tiempo”. Para ser breve, el armario en medio también dejó de parecerme algo nuevo y extraordinario.
Era necesario llevar a cabo una ruptura, tomar una decisión terminante. Si dentro de unos límites determinados no es posible ningún cambio verdadero, entonces hay que traspasar dichos límites. Cuando el inconformismo no es suficiente, cuando la vanguardia es ineficaz, hay que hacer una revolución.
Decidí dormir en el armario. Cualquiera que haya intentado dormir en un armario, de pie, sabrá que semejante incomodidad no permite dormir en absoluto, por no hablar de la hinchazón de pies y de los dolores de columna.
Sí, esa era la decisión correcta. Un éxito, una victoria total. Ya que esta vez, “cierto tiempo” también se mostró impotente. Al cabo de cierto tiempo, pues, no sólo no llegué a acostumbrarme al cambio -es decir, el cambio seguía siendo un cambio-, sino que al contrario, cada vez era más consciente de ese cambio, pues el dolor aumentaba a medida que pasaba el tiempo.
De modo que todo habría ido perfectamente a no ser por mi capacidad de resistencia física, que resultó tener sus límites. Una noche no aguanté más. Salí del armario y me metí en la cama.
Dormí tres días y tres noches de un tirón. Después puse el armario junto a la pared y la mesa en medio, porque el armario en medio me molestaba.
Ahora la cama está de nuevo aquí, el armario allá y la mesa en medio. Y cuando me consume el aburrimiento, recuerdo los tiempos en que fui revolucionario.




Traducción de B. Zaboklicka y F. Miravitlles

lunes, 14 de junio de 2010

Entre tus dedos helados, de Francisco Tario

Preparaba yo, por aquellos días, el último examen de mi carrera y, de ordinario, no me acostaba antes de las tres o las tres y media de la madrugada. Esta vez acababan de sonar las cuatro cuando me metí en la cama. Me sentía rendido por la fatiga y apagué la luz. Inmediatamente después me quedé dormido y empecé a soñar.

Caminaba yo por un espeso bosque durante una noche increíblemente estrellada. Debía de ser el otoño, pues el viento era muy suave y tibio, y caía de los árboles gran cantidad de hojas. En realidad, las hojas eran tan abundantes que me impedían prácticamente avanzar, ya que mis pies se sumergían en ellas y quedaban temporalmente apresados. Tan luego arreciaba el viento, otras nuevas hojas se desprendían de las ramas, formando una densa cortina que yo me esforzaba por apartar. Despedían un fuerte olor a humedad, como si se tratara de hojas muy antiguas que llevasen allí infinidad de años. Llevaba yo varias horas caminando sin que el bosque variara en lo más mínimo, cuando me pareció ver la sombra de un alto edificio, con una sola ventana iluminada. Tenía un tejado muy empinado y una negra chimenea de ladrillo, que se recortaba en el cielo. Casi simultáneamente, escuché a unos perros ladrar. Ladraban todos a un mismo tiempo y sospeché que se me acercaban, aunque no conseguí verlos. A poco los vi venir corriendo por entre los árboles, saltando sobre las hojas. Debían ser no menos de una docena y advertí qué gran esfuerzo llevaban a cabo para no quedar también apresados entre aquellas hojas. Posiblemente estuvieran ya a punto de darme alcance, cuando llegaba yo a la orilla de un viejo estanque, cuyas aguas se mantenían inmóviles. Eran unas aguas pesadas y negras, sobre las cuales se reflejaba la luna. Los perros se detuvieron de pronto, aunque no cesaron de ladrar. Así transcurrió un tiempo, sin que yo me resolviera a tomar una decisión.

viernes, 11 de junio de 2010

El corazón delator, de Edgar Allan Poe

¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.

Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.

jueves, 10 de junio de 2010

La muchacha del tiempo, de Emilio Díaz Valcárcel

Todas las tardes, la pareja de ancianos esperaba en la pantalla del televisor a la muchacha del tiempo, sentados en el decrépito sofá que olía a orina de perro: era ése el más claro recordatorio de Blaqui; con su muerte, ocurrida hacía cuatro años, habían sufrido más que nunca el vacío de la soledad, el cansancio de los años que sobrevivían con resignación; hasta que un buen día tocó en su puerta el hombre joven que habían mimado de niño con irreprimible vocación de abuelos. Su última carta —incomprensible, incoherente— había arribado hacía diez, quince años: imposible recordarlo con certeza. A los pocos meses se fueron acostumbrando a las curiosidades de la nueva experiencia: algunos días, cuando amanecía murmurando palabras raras, el nieto vestía uniforme de campaña verde olivo con diseños que simulaban ramas y hojas, y lucía en la muñeca derecha un brazalete plateado con su nombre, número de soldado y un nombre de mujer en lengua desconocida. Los abuelos le reservaron un sitio ante el televisor y, desde entonces, los tres permanecían mudos frente a la pantalla, con excepción de breves comentarios sobre la implacable sequía de ese año. Pasaban horas contemplando programas que se sucedían entre innumerables comerciales, pero el momento que con leve ansiedad esperaban era el noticiario de la tarde, donde la muchacha del tiempo se compadecía de su público cuando tenía que informarle, programa tras programa, que no habría en los próximos días la más mínima señal de lluvia; pelinegra, de ojos rasgados, la muchacha no tendría más de veinte años. Los meses de sequía habían provocado una crisis: la multitud languidecía entre la sed, el calor y los malos olores; el ganado moría en los campos secos que se encendían de nada; los frutos se secaban en las ramas ya sin hojas; los ríos exhibían sus lechos de piedras y barro cuarteado; ahora que los embalses habían bajado sus niveles hasta alcanzar el ras de tierra y la gente temía desaparecer bajo las llamas del sol, la muchacha del tiempo parecía más atribulada que nunca, avergonzada y dolida de no poder ofrecerle a la ansiosa multitud las esperadas buenas nuevas. Una tarde, la muchacha no pudo soportar las malas noticias que debía comunicarle a su público, así que, saliéndose del libreto, exclamó: "¡Juro que yo no tengo la culpa, simplemente les comunico los informes que recibo del Servicio Meteorológico!", y su rostro se plegó a punto de llorar. "Sufre mucho", dijo el abuelo. "Sí", contestó la abuela; permanecían inmóviles en la penumbra de la sala, que olía a orina de perro, sin mirarse. Como otros días, el nieto se había levantado murmurando palabras raras, y andaba por esas calles de Dios con su uniforme de combate (regresaba generalmente antes de los noticiarios); él tampoco tenía muchas cosas que decir: se limitaba a un sí o un no a veces repetía las palabras del abuelo, inmóvil detrás de ellos: "Sufre mucho". Ese jueves —pudo ser otro día, desde luego, puesto que nada habría evitado los hechos— los abuelos se enteraron en silencio de múltiples accidentes en las carreteras, actos de pillaje, asesinatos, ciudadanos que solicitaban ayuda para sus enfermos, corrupción en el Gobierno; casi sin que los abuelos se dieran cuenta, la muchacha del tiempo había comenzado su informe; tenía los ojos enrojecidos llenos de lágrimas: no se vería alivio en los próximos meses, las reservas de agua de los embalses durarían sólo cuatro días...; de pronto, la muchacha miró espantada hacia su izquierda —derecha de la pantalla— y retrocedió un paso seguida por la cámara; solitarios, quietos en la oscuridad de la sala —que olía a la orina de Blaqui— los ancianos vieron cómo un revólver niquelado entraba por el lado izquierdo de la pantalla. De primera instancia no pudieron comprender esa absurda composición de objetos —había elementos que no pertenecían a la rutina de tantos años televisivos, era como ver un bolígrafo dentro de un zapato— y mecánicamente acercaron sus rostros a la pantalla; pero fue la detonación y la visión del rostro destrozado de la muchacha —que se desplomaba fuera de pantalla— lo que los alertó definitivamente y los obligó a ver que la mano que esgrimía el revólver mostraba en su muñeca un brazalete plateado con inscripciones imposibles de leer a esa distancia.

miércoles, 9 de junio de 2010

El tío Facundo, de Isidoro Blaisten

Para que se den cuenta de cómo era mi familia antes de que matásemos al tío Facundo, mejor dicho, antes de que llegase el tío Facundo, les voy a contar lo que decía cada uno de nosotros.

Mamá decía: Los perros presienten cuando se está por morir el dueño, no hay cosa peor que operar con fiebre, la penicilina consume los glóbulos rojos, decía los chicos se deshidratan en verano, decía los varones tiran más para el lado de la madre y las nenas para el padre, decía los chicos de matrimonios separados siempre están tristes, decía los médicos israelitas son los mejores, decía siempre el peor hijo es el que la madre más quiere, decía los que más tienen son los que menos gastan y a lo mejor un pobre, decía pensar que ya tenía el cáncer adentro, decía el empapelado junta bichos, decía antes la gente se moría de gripe.

Papá decía: La natación es el deporte más completo, los alemanes perdieron la guerra en Rusia por el frío, los militares y los marinos son todos cornudos, los viajantes también, la verdad que lo mejor para afeitarse es la navaja, no hay como un buen vaso de vino tinto en invierno, y una cervecita en verano, las flacas suelen ser tremendas, el vino tinto no se toma frío, fumar negros es mucho más sano que fumar rubios, ningún médico opera a su propia señora, si al final todo lo que quiere el obrero es su churrasquito y su vaso de vino, piden limosna y tienen una cuenta en el banco, a los ladrones habría que cortarles las manos y colgarlos en Plaza de Mayo, el mejor abono es la bosta de caballo, la plata está en el campo, al asado hay que comerlo de parado, los del campo no tienen problemas: unos choclos, un par de huevos, matan un pollo y listo.

martes, 8 de junio de 2010

La mano, de Juan Carlos Onetti

A los pocos días de entrar en la fábrica, cuando pasaba para ir al baño, oyó que algunas compañeras murmuraban y del murmullo le quedó el desprecio:
–La leprosa.
Por su mano enguantada, la que durante años anteriores al guante supo esconder en la espalda o en la falda o en la nuca de algún compañero de baile.
No era lepra, no había caído ningún dedo y la intermitente picazón desaparecía pronto con el ungüento recetado. Pero era su mano enferma, a veces roja, otras con escamas blancas, era su mano y ya era costumbre quererla y mimarla como a un hijo débil, desvalido, que exigía un exceso de cariño.
Dermatitis, había dicho el médico del Seguro. Era un hombre tranquilo, con anteojos de vidrios muy gruesos. "Le dirán muchas palabras y le recetarán nombres raros. Pero nadie sabe nada de eso para curarla. Para mí, no es contagioso. Y hasta diría que es psíquico".
Y ella pensó que el viejo tenía razón porque, sin ser enana, su altura no correspondía a su edad; y su cara no llegaba a la fealdad, se detenía en lo vulgar, chata, redonda, ojos tan pequeños que su color desteñido no lograba mostrarse.
Así que para el baile de fin de año que ofreció el dueño de la fábrica para que los asalariados olvidaran por un tiempo sus salarios, consiguió comprarse un par de guantes que escondían las manos y trepaban hasta los codos.
Pero por miedo o desinterés nadie se acercó a invitarla a bailar y pasó la noche sentada y mirando.
Al amanecer, ya en su casa, tiró los largos guantes a un rincón y se desnudó, se lavó una y otra vez la mano enferma y en la cama, antes de apagar la luz, la estuvo sonriendo y besando. Y es posible que dijera en voz baja las ternuras y los apodos cariñosos que estuvo pensando.
Se acomodó para el sueño y la mano, obediente y agradecida, fue resbalando por el vientre, acarició el vello y luego avanzó dos dedos para ahuyentar la desgracia y acompañar y provocar la dicha que le estaban dando.

lunes, 7 de junio de 2010

Continuidad de los parques, de Julio Cortázar

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

viernes, 4 de junio de 2010

El cuento de la tinaja, de Giovanni Boccaccio


(...) Carísimas señoras mías, son tantas las burlas que los hombres os hacen y especialmente los maridos, que cuando alguna vez sucede que alguna al marido se la haga, no debíais vosotras solamente estar contentas de que ello hubiera ocurrido, o de enteraros de ello o de oírlo decir a alguien, sino que deberíais vosotras mismas irla contando por todas partes, para que los hombres conozcan que si ellos saben, las mujeres por su parte, saben también; lo que no puede sino seros útil porque cuando alguien sabe que otro sabe, no se pone a querer engañarlo demasiado fácilmente. ¿Quién duda, pues, que lo que hoy vamos a decir en torno a esta materia, siendo conocido por los hombres, no sería grandísima ocasión de que se refrenasen en burlaros, conociendo que vosotras, si queréis, sabríais burlarlos a ellos? Es, pues, mi intención contaros lo que una jovencita, aunque de baja condición fuese, casi en un momento, para salvarse hizo a su marido.


No hace casi nada de tiempo que un pobre hombre, en Nápoles, tomó por mujer a una hermosa y atrayente jovencita llamada Peronella; y él con su oficio, que era de albañil, y ella hilando, ganando muy escasamente, su vida gobernaban como mejor podían. Sucedió que un joven galanteador, viendo un día a esta Peronella y gustándole mucho, se enamoró de ella, y tanto de una manera y de otra la solicitó que llegó a intimar con ella. Y para estar juntos tomaron el acuerdo de que, como su marido se levantaba temprano todas las mañanas para ir a trabajar o a buscar trabajo, que el joven estuviera en un lugar de donde lo viese salir; y siendo el barrio donde estaba, que Avorio se llama, muy solitario, que, salido él, éste a la casa entrase; y así lo hicieron muchas veces. Pero entre las demás sucedió una mañana que, habiendo el buen hombre salido, y Giannello Scrignario , que así se llamaba el joven, entrado en su casa y estando con Peronella, luego de algún rato (cuando en todo el día no solía volver) a casa se volvió, y encontrando la puerta cerrada por dentro, llamó y después de llamar comenzó a decirse: -Oh, Dios, alabado seas siempre, que, aunque me hayas hecho pobre, al menos me has consolado con una buena y honesta joven por mujer. Ve cómo enseguida cerró la puerta por dentro cuando yo me fui para que nadie pudiese entrar aquí que la molestase.

jueves, 3 de junio de 2010

Ondina, de Carmen Naranjo

Cuando me invitaron para aquel lunes a las cinco de la tarde, a tomar un café informal, que no sabía lo que era, si café negro con pastel de limón o con pan casero o café con sorbos de cognac espeso, todo lo pensé, todo, menos la sorpresa de alguien que se me fue presentando en retazos: Ondina.

Ondina siempre me llegó con intuiciones de rompecabezas, de cien mil piezas. Aún en época de inflación, realmente agotan las cifras tan altas. No sabía su nombre ni su estilo, pero la presentía en cada actitud, en cada frase.

Mi relación con los Brenes fue siempre de tipo lineal. Ese tipo se define por la cortesía, las buenas maneras, el formalismo significado y significante en los cumpleaños, la noche buena y el felíz año nuevo. Nunca olvidé una tarjeta oportuna en cada ocasión y hasta envié flores el día del santo de la abuela. Los Brenes me mantuvieron cortésmente en el corredor, después de vencer el portón de la entrada, los pinos del camino hacia la casa y el olor de las reinas de la noche que daban un preámbulo de sacristía a la casa de cal y de verdes, que se adivinaba llena de recovecos y de antesalas después del jardín de margaritas y de crisantemos con agobios de abejas y colibríes.
Suponía y supongo que ellos también supusieron que cortejaba a la Merceditas, sensual y bonita, con aire de coneja a punto de cría. Pero ella se me iba de las manos inmediatas, quizás porque la vi demasiado tocar las teclas de una máquina IBM eléctrica, en que se despersonalizaba en letras y parecía deleitarse en él querido señor dos puntos gracias por su carta del cuatro del presente mes en que me plantea inteligentemente ideas tan positivas y concretas coma pero...

miércoles, 2 de junio de 2010

La Ley del Talión, del Marqués de Sade

Un honesto burgués de la Picardía, descendiente tal vez de uno de aquellos ilustres trovadores de las riberas del Oise o del Somme, cuya olvidada existencia acaba de ser rescatada de las tinieblas apenas hace diez o doce años por un gran escritor de este siglo; un burgués bueno y honrado, repito, vivía en la ciudad de San Quintín, tan célebre por los grandes hombres que ha dado a la literatura, y vivían allí honradamente él, su mujer y una prima en tercer grado, religiosa en un convento de la ciudad. La prima en tercer grado era una muchacha morena, de ojos vivaces, nariz respingona y esbelto talle. Fastidiada por tener veintidós años y por ser religiosa desde hacía ya cuatro, la hermana Petronila, pues ese era su nombre, poseía además una bonita voz y mucho más temperamento que religión. En cuanto a Esclaponville, que así se llamaba nuestro burgués, era un joven gordinflón de unos veintiocho años a quien por encima de todo le gustaba su prima y no tanto, ni muchísimo menos, la señora de Esclaponville, pues venía acostándose con ella desde hacía ya diez años y un hábito de diez años resulta verdaderamente funesto para el fuego del himeneo. La señora de Esclaponville -hay que hacer su descripción, pues, ¿qué ocurriría si no cuidásemos las descripciones en un siglo en el que sólo hay demanda de cuadros, en el que incluso una tragedia puede no ser aceptada si los vendedores de telones no ven en ella seis cambios de decorado, por lo menos-; la señora de Esclaponville, repito, era una rubianca algo insípida pero blanca como la nieve, con unos ojos bastante bonitos, algo entrada en carnes y con esos mofletes que se suelen atribuir a una buena vida.

martes, 1 de junio de 2010

Coger en castellano, de Pedro Mairal

No están desnudas. Pero casi. Algunas sonriendo, o serias en pose hot, o con anteojos de sol, boca abajo en la cama, casi pegándose el culo con los talones, mostrando las marcas del bronceado, o con bombachas de corazones rojos o de estrellitas, en esos cuartos que todavía tienen las cortinas rosas elegidas por la madre. A veces están en el baño, de frente al espejo, o se sacan la foto por sobre el hombro, de espaldas al espejo, mostrando el culo para ver cómo les queda de atrás la bikini nueva. Me gustan todas. Deben tener entre 16 y 19 años, no más. Y así, descalzas en sus casas, tienen una sinceridad, un grado de realidad, que no encuentro a mi alrededor. Están posando, jugando a posar, probando su sensualidad, viendo si son capaces de calentar, como preguntando: ¿Te caliento? Yo susurro, les contesto, a todas, a nadie.

No puedo cerrar con traba la puerta del escritorio. Sería demasiado sospechoso para Sharon. A veces, a pesar de su Alprazolam y su Prozac, se despierta de golpe paranoica preguntando si cerré la puerta del garaje: “Did you close the garage door, Gus?”. Le contesto que sí, que tengo un poco de trabajo atrasado (“paperwork”, le digo) y se vuelve a dormir. Escucho que entra al cuarto de los chicos para ver si están bien tapados y después se vuelve a la cama.