viernes, 31 de julio de 2020

La invasión invisible, de Frederic Arnold Kummer, Jr.

 


El enorme vehículo traqueteaba hacia occidente, saltando sobre los baches, mientras su conductor, con el rostro enjuto, evitaba las columnas de refugiados.

Steve Ingram, llevándose los nudosos dedos a sus rojizos cabellos, se volvió hacia el hombre que iba al volante.

—Esto está peor, sir Geoffrey —murmuró—. Estos refugiar dos no tardarán en bloquear la carretera.

—Todo es culpa de los periódicos —repuso sir Geoffrey, meneando la cabeza—. ¡Callar tantos horrores, con la esperanza de evitar el pánico del público! Habrían debido comprender que las exageraciones de las murmuraciones y comentarlos son mucho peor. Es increíble que en pleno siglo XX, podamos pasar unas semanas en la Residencia Wicke, a menos de den kilómetros de Londres, y no nos enteremos siquiera de los terribles sucesos que ocurren en la capital.

Mona Wicke, una joven pálida y esbelta que estaba entre los dos hombres, miró una vez más el arrugado telegrama. Las ya familiares palabras volvieron a presentarse en su cerebro.

Plaga desconocida asola Londres. Situación aguda. Miles muertos ya, otros moribundos. Requerida su presencia en la conferencia de emergencia del Hospital San Lucas, S tarde, hoy, (firmado) Willis.

jueves, 30 de julio de 2020

Nunca sigas a tus hijos, de Berna González Harbour


 Metro de Madrid, línea 10

Cuando la encontré me costó unir lo que veían mis ojos, las señales que mi córnea, iris y retina enviaban al cerebro, a un pensamiento medianamente lógico. Es cierto que las neuronas se movilizaron a tiempo y señalaron: es una pistola, no tengo ningún reproche hacia ellas. Pero mi pensamiento, que yo suponía alojado en el mismo hemisferio que esa familia de neuronas avispadas que solo estaban haciendo su trabajo, no funcionaba tan rápido.
Miré el arma, ni siquiera me atrevía a tocarla, y mi pensamiento se detuvo estúpidamente en los calcetines sucios que compartían el mismo cajón del armario. Una madre siempre mira de vez en cuando en los armarios de los niños, aunque crezcan, en busca de gayumbos arrugados, restos de bocadillo, o quién sabe. Quién sabe. Pero lo que nunca espera encontrar es lo que vi: una pistola, un arma corta, negra y reluciente, con pinta de no haber sido estrenada jamás. O eso esperaba.
Y me he encontrado de todo en esas inspecciones esporádicas cuando los niños se han ido y me ha picado la curiosidad. Cosas que me han hecho reír, como chuletas con todas las declinaciones de latín que, al menos, les habrán servido de repaso mientras se concentraban en meter esas letras apretadas en un papel tan minúsculo. He visto declaraciones de amor en papeles estrujados que seguramente han volado como pelotas, de pupitre en pupitre, en un formato enternecedor en tiempos de WhatsApp.

miércoles, 29 de julio de 2020

El Terrible Anciano, de H.P. Lovecraft


 Fue la idea de Ángelo Ricci, Joe Czanek y Manuel Silva hacer una visita al Terrible Anciano. El anciano vive a solas en una casa muy antigua de la Calle Walter, próxima al mar, y se le conoce por ser un hombre extraordinariamente rico a la vez que por tener una salud extremadamente delicada… lo cual constituye un atractivo señuelo para hombres de la profesión de los señores Ricci, Czanek y Silva, pues su profesión era nada menos digno que el latrocinio de lo ajeno.

Los vecinos de Kingsport dicen y piensan muchas cosas acerca del Terrible Anciano, cosas que, generalmente, lo protegen de las atenciones de caballeros como el señor Ricci y sus colegas, a pesar de la casi absoluta certidumbre de que oculta una fortuna de incierta magnitud en algún rincón de su enmohecida y venerable mansión. En verdad, es una persona muy extraña, que al parecer fue capitán de veleros de las Indias Orientales en su día. Es tan viejo que nadie recuerda cuándo fue joven, y tan taciturno que pocos saben su verdadero nombre. Entre los nudosos árboles del jardín delantero de su vieja y nada descuidada residencia conserva una extraña colección de grandes piedras, singularmente agrupadas y pintadas de forma que semejan los ídolos de algún lóbrego templo oriental. Semejante colección ahuyenta a la mayoría de los chiquillos que gustan burlarse de su barba y cabello, largos y canosos, o romper las ventanas de pequeño marco de su vivienda con diabólicos proyectiles. Pero hay otras cosas que atemorizan a las gentes mayores y de talante curioso que en ocasiones se acercan a hurtadillas hasta la casa para escudriñar el interior a través de las vidrieras cubiertas de polvo. Estas gentes dicen que sobre la mesa de una desnuda habitación del piso bajo hay muchas botellas raras, cada una de las cuales tiene en su interior un trocito de plomo suspendido de una cuerda, como si fuese un péndulo. Y dicen que el Terrible Anciano habla a las botellas, llamándolas por nombres tales como Jack, Cara Cortada, Tom el Largo, Joe el Español, Peters y Mate Ellis, y que siempre que habla a una botella el pendulito de plomo que lleva dentro emite unas vibraciones precisas a modo de respuesta. A quienes han visto al alto y enjuto Terrible Anciano en una de esas singulares conversaciones, no se les ocurre volver a verlo más. Pero Ángelo Ricci, Joe Czanek y Manuel Silva no eran naturales de Kingsport. Pertenecían a esa nueva y heterogénea estirpe extranjera que queda al margen del atractivo círculo de la vida y tradiciones de Nueva Inglaterra, y no vieron en el Terrible Anciano otra cosa que un viejo achacoso y prácticamente indefenso, que no podía andar sin la ayuda de su nudoso cayado, y cuyas escuálidas y endebles manos temblaban de modo harto lastimoso. A su manera, se compadecían mucho del solitario e impopular anciano, a quien todos rehuían y a quien no había perro que no ladrase con especial virulencia. Pero los negocios, y, para un ladrón entregado de lleno a su profesión, siempre es tentador y provocativo un anciano de salud enfermiza que no tiene cuenta abierta en el banco, y que para subvenir a sus escasas necesidades paga en la tienda del pueblo con oro y plata españoles acuñados dos siglos atrás.

martes, 28 de julio de 2020

La Cafetera, de Théophile Gautier


 I

El año pasado fui invitado, igual que dos de mis compañeros de taller, Arrigo Cohic y Pedrino Borgnioli, a pasar unos días en una finca en lo más profundo de Normandía.
Al tiempo, que cuando partimos prometía ser magnífico, se le ocurrió cambiar de repente, y cayó tanta lluvia que las cañadas por las que avanzábamos eran como el lecho de un torrente.
Nos hundíamos en el barro hasta las rodillas, una espesa capa de tierra pringosa se había pegado a las suelas de nuestras botas, y su peso aminoraba tanto nuestros pasos que no llegamos al lugar de nuestro destino hasta una hora después de la puesta de sol.
Estábamos agotados; por eso, nuestro anfitrión, al ver los esfuerzos que hacíamos para reprimir nuestros bostezos y mantener los ojos abiertos, hizo que nos condujeran a cada uno a nuestra habitación en cuanto terminamos de cenar.
La mía era amplia; al entrar en ella sentí una especie de escalofrío febril, pues me pareció que entraba en un mundo nuevo.
De hecho, uno habría podido creerse en tiempos de la Regencia al ver los dinteles de Boucher[1] que representaban las cuatro estaciones, los muebles recargados con adornos de rocalla del peor gusto, y los tremós de los espejos torpemente esculpidos.

lunes, 27 de julio de 2020

Un sueño realizado, de Juan Carlos Onetti


 La broma la había inventado Blanes —venía a mi despacho en los tiempos en que yo tenía despacho y al café cuando las cosas iban mal y había dejado de tenerlo— y parado sobre la alfombra, con un puño apoyado en el escritorio, la corbata de lindos colores sujeta a la camisa con un broche de oro y aquella cabeza —cuadrada, afeitada, con ojos oscuros que no podían sostener la atención más de un minuto y se aflojaban en seguida como si Blanes estuviera a punto de dormirse o recordara algún momento limpio y sentimental de su vida que, desde luego, nunca había podido tener—, aquella cabeza sin una sola partícula superflua alzada contra la pared cubierta de retratos y carteles, me dejaba hablar y comentaba redondeando la boca:

—Porque usted, naturalmente, se arruinó dando el Hamlet.

O también:

—Sí, ya sabemos. Se ha sacrificado siempre por el arte y si no fuera por su enloquecido amor por el Hamlet…

viernes, 24 de julio de 2020

Oro, de Fernando Bogado

 


Como todo paisaje, el sol traza una línea relativamente pareja sobre el fondo de casitas pobres o coloniales de Ouro Preto demasiado temprano, como si hubiese algo abusivo en el astro, algo inhumano. Las campanas de la multitud de iglesias de la ciudad retumban con más fuerza que el canto de los pájaros, sumándose a este coro infame que despierta a todos por igual, tediosa justicia social de la naturaleza que imparte de manera equitativa la lluvia, el desastre y el amanecer. Alejandro Casciali piensa, apenas amanecido entre el calor que se anuncia y el manotazo ciego buscando el vaso de agua de la última noche, que si hay algo indiferente para ese mundo es el telegrama y su cuaderno. Lo que se escribe, en general, nada tiene que ver con el religioso orden de un universo obsesionado con hacer siempre lo mismo.

El duro primer sorbo apenas distingue el agua de la leve capa de tierra que la acompaña. Las gotas de sudor de su cara lo avejentan: apoya el pie derecho y luego el izquierdo cuidadosamente y va hacia el baño con la esperanza de encontrar otra cara en el reflejo, una más amable. Tarda un rato en acostumbrarse a lo que ve. Un tipo dejado, un poco más tostado que durante los primeros días de su llegada a la ciudad, pero con las mismas arrugas, la misma pelada que dejó de ser incipiente para convertirse en real y unas ojeras enormes. Cadenas montañosas: como si la comparación lo salvase de la pena del tiempo que pasa. Se cepilla como puede los dientes, se moja un poco el mapa desplegado, y se enfoca en desayunar.

jueves, 23 de julio de 2020

La nueva era, de Luis Felipe Lomelí

 


Ayer soñé que mi hijo me hablaba. Aquí mismo, con sus tres meses pero sin el granizo tras el ventanal de la caseta. Ahí viene otro pendejo. Otro pendejo marro que no ha querido poner el chip en su auto para que se levante automáticamente la pluma cuando vaya a pasar. Porque seamos sinceros, cualquiera que viva en este barrio tiene el dinero de sobra para comprarlo. Y más. Todas las casas tienen su jardín al frente, su cochera doble. Jardines y cocheras que ahora han de estar cubiertas por el granizo, blancas, hielo sobre pasto que golpea fuerte. Pero este cabrón será marro a huevo porque ni siquiera toca el claxon sino que me avienta las altas para que salga a abrirle. Lo miro de reojo, me escondo bajo la visera mientras sigo sentado frente al escritorio y hago como que reviso unos papeles. Ya traigo las botas encharcadas. Pero la culpa es mía: si ya sé que llueve todas las tardes aquí debería de haberme traído unas de repuesto desde antes. O por lo menos unas chanclas. Unas pantuflas de esas de peluchito que vi en la tienda de los chinos. Porque ésas no pesan. Cargar las pinches botas va a ser una hueva y ni modo de dejarlas aquí porque los otros guardias se las clavan, seguro. Otra vez las luces y es como si le tomaran una instantánea al granizo, como si pararan el tiempo en los pedregones de hielo a medio aire, levitando. ¿Así se verán las balas? ¿Así se detendrán cuando se acercan?: como luces navideñas, como las que hay en los centros comerciales que brillan por un instante y luego desaparecen. Que espere otro poco. Que aguante. Si me estiro por una de las revistas se va a dar cuenta de que ya lo vi. Allí dice que los recién nacidos son emisarios, que hace tan poco tiempo que llegaron a esta tierra que todavía recuerdan, que todavía nos pueden ilustrar sobre nuestro camino. Lo dicen los científicos y ayer soñé que mi hijo me hablaba. ¿Será una señal doble? Porque fue un sueño y los sueños son señales. Miro al conductor. Hago como que no distingo que ahí tiene pegada la calcomanía del fraccionamiento sobre el parabrisas. Revienta el hielo, se estrella en el vidrio y revienta. Me levanto de la silla. Siento cómo el agua sale de mis botas al ponerme de pie. Camino hacia la puerta. La abro pero me detengo y giro para tomar la tabla de visitas, porque sí, porque si por su puta codez tengo que salir a mojarme, por lo menos hay que hacerle la maldad: que se desespere. Estos cabrones creen que uno nomás es su perro. Su criado. Tomo la tabla de registro y vuelvo a mirarlo. El pendejo me sonríe. Me señala con el dedo la calcomanía. Muy sonriente. Pero no le voy a dar el gusto. Si por lo menos la administración nos proporcionara un paraguas para cubrirnos de los aguaceros. Hago como que no lo veo. Y en realidad no quiero verlo: quiero ver el granizo que se ha ido acumulando contra las banquetas, sobre el pasto de las jardineras y en los recovecos, quiero recordar lo que me dijo mi hijo en el sueño. Pero otra vez las altas, la sonrisa y doy dos pasos para acercarme, para que el tipo baje la ventanilla y se moje.

miércoles, 22 de julio de 2020

Quedan Liberados, de Joe Hill

 


GREGG HOLDER, CLASE PREFERENTE

Holder va por su tercer whisky y aguanta el tipo ante la mujer famosa que ocupa el asiento contiguo cuando todos los televisores de la cabina se funden en negro y en las pantallas aparece un aviso en letras mayúsculas blancas. MENSAJE A BORDO EN EMISIÓN.
De la megafonía brota un siseo de estática. El piloto tiene una voz joven, la voz de un adolescente inseguro que se dirige a una multitud en un funeral.
—Amigos, les habla el comandante Waters. He recibido un mensaje de nuestro equipo de tierra y, tras meditarlo, me parece apropiado que se lo transmita. Se ha producido un incidente en la base de las fuerzas aéreas de Guam y…
El mensaje se corta. Un largo silencio crea un cierto suspense.
—… me han dicho —prosigue Waters de repente—, el Mando Estratégico ha perdido el contacto con nuestras fuerzas allí y con la oficina del gobernador regional. Se han recibido informes desde la costa de… de que se ha visto un destello. Algún tipo de destello.

martes, 21 de julio de 2020

El hombre de hielo, de Haruki Murakami

 


Me casé con un hombre de hielo. Lo vi por primera vez en un hotel para esquiadores, que es quizá el sitio indicado para conocer a alguien así. El lobby estaba lleno de jóvenes bulliciosos pero el hombre de hielo permanecía sentado a solas en una butaca en la esquina más alejada de la chimenea, absorto en un libro. Pese a que era cerca de mediodía, la luz diáfana y fría de esa mañana de principios de invierno parecía demorarse a su alrededor.

      —Mira, un hombre de hielo —susurró mi amiga.

      En ese momento, sin embargo, yo no tenía la menor idea de lo que era un hombre de hielo. A mi amiga le sucedía lo mismo:

      —Debe estar hecho de hielo. Por eso lo llaman así —dijo esto con una expresión grave, como si hablara de un fantasma o de alguien que padeciera una enfermedad contagiosa.

      El hombre de hielo era alto y aparentemente joven pero en su cabello grueso, similar al alambre, había zonas de blancura que hacían pensar en parches de nieve sin derretir. Sus pómulos eran angulosos, como piedra congelada, y sus dedos estaban rodeados por una escarcha que daba la impresión de que nunca se fundiría. Por lo demás, no obstante, parecía un hombre común y corriente.

lunes, 20 de julio de 2020

Vera, de Auguste Villiers de L'Isle Adam


El Amor es más fuerte que la Muerte, ha dicho Salomón; sí, su misterioso poder es ilimitado.

Era un atardecer de otoño, en estos últimos años, en París. Algunos vehículos, ya iluminados, rodaban rezagados después de la hora del Bois hacia el sombrío barrio de Saint-Germain. Uno de ellos se detuvo ante el pórtico de un amplio palacete señorial rodeado de jardines seculares; la cintra estaba rematada por el escudo de piedra con las armas de la antigua familia de los condes de Athol a saber: campo de azur, con la estrella en abismo de plata, con la divisa «PALLIDA VICTRIX», bajo la corona recogida de armiño en el principesco gorro. Los pesados batientes se apartaron. Se apeó un hombre de treinta y cinco años, de luto, de rostro mortalmente pálido. En la escalinata, taciturnos criados levantaban unas antorchas. Sin mirarlos, subió los escalones y entró. Era el conde de Athol.

Vacilante, ascendió por las blancas escaleras que llevaban a la habitación donde, aquella misma mañana, había acostado en un ataúd de terciopelo y envuelto en violetas, entre olas de batista, a su dama de placer, a su pálida esposa, Vera, su desesperación.

Arriba, la suave puerta giró sobre la alfombra; apartó el cortinaje.

Todos los objetos estaban en el lugar donde la condesa los había dejado la víspera. La Muerte, súbita, había fulminado. La noche anterior, su bienamada se había desvanecido en goces tan profundos y se había perdido en abrazos tan exquisitos que su corazón, roto de delicias, había fallado: sus labios se habían mojado bruscamente con un púrpura mortal. Apenas había tenido tiempo de dar a su esposo un beso de despedida, sonriendo, sin una palabra. Luego, sus largas pestañas, como crespones, habían descendido sobre la bella noche de sus ojos.

La jornada sin nombre había pasado.

viernes, 17 de julio de 2020

Dos minutos y cuarenta y cinco segundos, de Dan Simmons

 


Roger Colvin cerró los ojos, la barra de acero se asentó con firmeza sobre su regazo y emprendieron la pronunciada ascensión. Oía el traqueteo de la pesada cadena y el chirrido de las ruedas de acero contra los raíles mientras subían la primera colina de la montaña rusa. A su espalda, alguien soltó una risa nerviosa. Pese a su vértigo y a que el corazón le martilleaba dolorosamente las costillas, Colvin echó una ojeada por entre los dedos extendidos.

Los raíles de metal y la estructura de madera blanca aparecían casi cortados a pico ante él. Colvin iba en el primer vagón. Bajó las manos y se aferró con fuerza a la barra de seguridad, donde notó el sudor seco de otras palmas pasadas. Alguien rio tontamente a su espalda. Volvió la cabeza solo lo suficiente para atisbar el borde de los raíles.

Estaban ya a mucha altura y continuaban ascendiendo. El paseo central de la feria y los aparcamientos menguaban por momentos, los individuos eran indistinguibles y las muchedumbres se convertían en simples alfombras de color que se fundían en un mosaico mayor de geometrías conformadas por calles y luces mientras se hacía visible la ciudad entera, luego todo el país. Ascendían con estrépito. El azul del cielo se oscureció. Colvin alcanzó a ver la curvatura de la tierra en la distancia brumosa. Se dio cuenta de que estaban muy por encima de la orilla de un lago cuando captó entre las traviesas de madera el reflejo de la luz en las crestas de las olas kilómetros por debajo. Colvin cerró los ojos mientras atravesaban por un instante el aliento frío de una nube y los abrió de golpe cuando el estruendo de la cadena cambió de tono, mientras la pendiente se reducía, mientras coronaban la cima.

Y la rebasaban.

jueves, 16 de julio de 2020

La sonrisa internacional, de Brian W. Aldiss

 


La habitación, con caricaturas de espías y óleos de los potentados, colgados sobre la campana de la chimenea, como la promesa de un mundo mejor, ofrecía un desordenado confort. Los dos hombres se arrellanaron en unos sillones; estaban cansados. La mujer también se sentía cansada pero su torso erguido y su coiffure no le permitían acomodarse. Sirvió el té con tanta autoridad como había mostrado frente a las cámaras de televisión.

Cuando oyeron sonar la puerta y aparecer a Tarver, los dos hombres se incorporaron en sus asientos, como si se sintieran culpables de algún delito.

El Primer Ministro frunció el ceño detrás de su taza y dijo:

—¿Qué ocurre, Tarver? ¿No podemos pasar cinco minutos en paz?

El mayordomo del n.º 10 de Downing Street dijo apesadumbrado:

—El coronel Quadroon ha venido a verle, señor.

—El gobernador de la cárcel de Pentonville. Más fugas, supongo… más preguntas en la Cámara de los Lores. Hágalo pasar.

El Primer Ministro se volvió hacia Lady Elizabeth y el Secretario de Asuntos Exteriores con una mueca de resignación.

—¿Recuerdas que ayer lo citaste, Herbert? —dijo Lady Elizabeth.

Manejaba a los hombres con la misma facilidad con que se desenvolvía ella misma.

—El coronel dijo que era un asunto de gran importancia nacional —añadió.

—No dudo que lo dijera. Quadroon presume demasiado, querida. Y sólo porque me ha puesto en apuros un par de… Oh, coronel, buenas tardes. Pase.

miércoles, 15 de julio de 2020

Informe sobre el planeta tres, de Arthur C. Clarke


El siguiente documento, que la Comisión Arqueológica Interplanetaria acaba de descifrar, es uno de los más importantes descubiertos en Marte, y arroja mucha luz sobre el conocimiento científico y los procesos mentales de nuestros vecinos desaparecidos. Data de la última Era de Uranio (la Era final), de la civilización marciana, habiendo sido escrito poco más de mil años antes de Cristo.

La traducción puede considerarse bastante exacta, aunque se señalan fragmentos como simples conjeturas. Donde ha sido necesario, los términos y las unidades Marianas se han sustituido por sus equivalentes terrestres para facilitar la comprensión. — El traductor.

El reciente acercamiento del planeta Tierra ha hecho revivir las especulaciones acerca de la posibilidad de que exista vida sobre el astro que es nuestro vecino más próximo en el espacio. Esta cuestión ha sido debatida durante siglos sin resultados concluyentes. En los últimos años, no obstante, el desarrollo de nuevos instrumentos astrológicos nos ha proporcionado una información mucho más precisa acerca de los otros planetas. Aunque todavía no podemos confirmar o negar la existencia de vida terrestre, hoy día poseemos un conocimiento mucho más exacto de las condiciones existentes en la Tierra, y podemos apoyar nuestra discusión sobre firmes fundamentos científicos.

martes, 14 de julio de 2020

Arena, de Francisco Urondo

 


Aquellos vascos nunca terminaban de despedirme. Primero, las vueltas de campari, después el vino durante el almuerzo y, por último, el cognac de la sobremesa. Me había estado alojando una semana en el hotel de los vascos, que me apreciaban a pesar de que eran agrios e intolerantes. Es más, podíamos asegurar que ya éramos algo así como amigos; en realidad sería más justo pensar en compinches, en camaradas.

Mientras tomaba el último cognac, antes de irme, pensé que seguramente volvería por esa ciudad perdida en el oeste de la provincia, rodeada de límites, casi integrada a los territorios de Santa Fe, o de Córdoba, o de La Pampa; diluida, como se diluye el tiempo en las conversaciones alentadas por el ocio.

Faltaban pocos minutos para que saliera mi tren y dudaba seriamente de que pudiera alcanzarlo, pese a que mi valija no era demasiado grande y la distancia hasta la estación, muy corta.

—Que lo acompañe el chico —propuso uno de los vascos.

—Lleva la valija del señor: ¡a moverse! —completó el otro: eran hermanos.

—¿Salgo ya? —consultó «el chico», un adolescente de catorce años.

—Espéralo… No sea que se pierda, o que tropiece. Rieron con ganas; incluso yo, que en ese entonces era muy susceptible. Pero en este caso no tenía motivos de prevenciones: si bien era cierto que podía caerme o extraviarme, también lo era que cualquiera de los presentes en aquella sobremesa, podían sufrir ese trance ya que habíamos bebido regular, prolijamente, porciones iguales y abundantes de alcohol durante tres horas.

lunes, 13 de julio de 2020

Impresiones de una directora de escuela, Hebe Uhart

 


Yo soy directora de una escuela de un barrio apartado. Por el barrio pasa el frutero y anuncia la mercadería con una corneta. Como es casi campo, se oye de lejos una voz que anuncia algo que parece emocionante: una fiesta, un baile. Se va acercando y se oye: «Papa, 4000 pesos, zapallitos, 5000 pesos». Todo dicho con entonación emocionada. En la escuela hicimos un festival y el frutero lo anunció; una señora nos dio la idea, porque como decía ella, el frutero tenía todo el equipo para anunciar. Al fondo de todo, cerca del campo, viven los japoneses que cultivan flores. Pasan en auto por la ruta siempre en auto y por la escuela jamás vi pasar ninguno.

Del otro lado está el campito para ir a retozar, que tiene una laguna que nosotros usamos para estudiar una cosa moderna, el ecosistema. El ecosistema es cómo se relacionan los seres vivos entre sí, cómo se comen unos a otros, por qué son útiles las arañas aunque parezcan inútiles, etc.

Las maestras me dicen:

—Vamos a la laguna para investigar los animalitos que hay dentro de ella.

Yo sé que en realidad van a retozar al campito que está al lado, pero van muy contentos. Además a los seres vivos que hay adentro de la laguna los conocen como si los hubiesen parido; son ranas, lombrices y cuando llueve más, pescaditos chicos. Cuando vuelven, colorados por haber corrido, les pregunto:

—¿Estudiaron el ecosistema?

—Sí —dicen entusiasmados—. Aquí trajimos la lumbrí.

—La lombriz —dice la maestra—. Cómo vas a decir la lumbrí.

miércoles, 8 de julio de 2020

Agenda suspendida, de Rosario Bléfari

 


La noche había sido insoportable. Como un seguidor, el led del televisor apagado me iluminaba la cara y mis párpados eran cada vez más delgados. La habitación demasiado chica, ese olor a humedad de hotel con baño mal ventilado, los grupos de estudiantes borrachos que pasaban gritando por la calle. Cuando por fin sentí que me relajaba y me dormía, estaba amaneciendo. Apenas toqué el fondo del sueño, Neve se despertó y quiso que bajáramos a desayunar; quería cumplir con el plan de ir al zoológico antes de volver. En el ascensor me miré en el espejo y me vi demacrada.

Todo el desayuno Neve se mantuvo callado y respondía a mis comentarios con frases cortas de asentimiento y nada más. El café era de filtro y estaba fuerte y la ensalada de frutas era de lata con mucha manzana añadida para disimular. Desde las otras mesas las familias y los viajantes nos miraban de reojo, creo que por nuestra ropa negra y el pelo de Neve que parecía cortado con un cuchillo mal afilado.

martes, 7 de julio de 2020

Mi jockey, de Lucia Berlin

 


Me gusta trabajar en Urgencias, por lo menos ahí se conocen hombres. Hombres de verdad, héroes. Bomberos y jockeys. Siempre vienen a las salas de urgencias. Las radiografías de los jinetes son alucinantes. Se rompen huesos constantemente, pero se vendan y corren la siguiente carrera. Sus esqueletos parecen árboles, parecen brontosaurios reconstruidos. Radiografías de San Sebastián.

Suelo atenderlos yo, porque hablo español y la mayoría son mexicanos. Mi primer jockey fue Muñoz. Dios. Me paso el día desvistiendo a la gente y no es para tanto, apenas tardo unos segundos. Muñoz estaba allí tumbado, inconsciente, un dios azteca en miniatura, pero con aquella ropa tan complicada fue como ejecutar un elaborado ritual. Exasperante, porque no se acababa nunca, como cuando Mishima tarda tres páginas en quitarle el kimono a la dama. La camisa de raso morada tenía muchos botones a lo largo del hombro y en los puños que rodeaban sus finas muñecas; los pantalones estaban sujetos con intrincados lazos, nudos precolombinos. Sus botas olían a estiércol y sudor, pero eran tan blandas y delicadas como las de Cenicienta. Entretanto él dormía, un príncipe encantado.

lunes, 6 de julio de 2020

La sirena de la niebla, de Ray Bradbury

 


Allá afuera, en el agua helada, lejos de la costa, esperábamos todas las noches la llegada de la niebla, y llegó, y aceitamos la maquinaria de bronce y encendimos el faro de niebla en lo alto de la torre. Sintiéndonos como dos pájaros en el cielo gris, McDunn y yo lanzábamos la luz que exploraba, roja, luego blanca, pero roja otra vez, en busca de los barcos solitarios. Y si ellos no veían nuestra luz, siempre estaba nuestra Voz, el grito alto y profundo de la sirena que temblaba entre los jirones de niebla y sobresaltaba a las gaviotas, que se alejaban como mazos de barajas desparramadas, y hacía que las olas crecieran y espumaran.

—Es una Vida solitaria, pero ya te has acostumbrado ¿no? —preguntó McDunn.

—Sí dije. —Gracias a Dios, usted es un buen conversador.

—Bueno, mañana te toca ir a tierra —dijo, sonriendo—, a bailar con las muchachas y tomar ginebra.

—McDunn, ¿en qué piensa cuando lo dejo solo aquí?

—En los misterios del mar.

McDunn encendió su pipa. Eran las siete y cuarto de una fría tarde de noviembre. La calefacción funcionaba, la luz movía su cola en doscientas direcciones y la sirena zumbaba en la alta garganta de la torre. No había ni un pueblo en ciento cincuenta kilómetros de costa; solamente un camino solitario que cruzaba los campos muertos y llegaba al mar llevando pocos autos, tres kilómetros de frías aguas hasta nuestra roca y unos pocos barcos.

viernes, 3 de julio de 2020

Pequeñas ofrendas, de Paolo Bacigalupi

 


Las cifras refulgen azules en los monitores conectados a los goteros que se hunden en la columna vertebral de Maya Ong. Está tumbada en la mesa de partos, con los ojos oscuros clavados en su marido mientras yo ocupo un taburete entre sus piernas y espero a su bebé. Maya se divide en dos mitades. Por encima de la sábana de quirófano azul, sostiene la mano de su marido, bebe agua a sorbitos y acepta sus palabras de aliento con una sonrisa cansada. Debajo, oculto a la vista e insensibilizado por dosis constantes de Sifusoft, su cuerpo yace desnudo, sujetas con correas sus piernas a los estribos de la mesa. El Purnate golpea su vientre en rítmicas oleadas, empujando al feto hacia abajo por el canal uterino, hacia mis manos expectantes.

Me pregunto si Dios sabrá perdonarme por el papel que he representado en sus cuidados prenatales. Si sabrá perdonarme por animarla a seguir el tratamiento hasta el final.

Toco el control remoto de mi cinturón y oprimo un botón con el pulgar para liberar otros 50 ml de Purnate. Las cifras parpadean y anuncian la nueva dosis mientras esta penetra con un siseo en el espinazo de Maya y se abre paso hasta su vientre. Maya aspira bruscamente, se recuesta y se relaja, respirando profundamente cuando amortiguo su respuesta al dolor con balsámicas capas de Sifusoft. El fantasma de las cifras parpadea y se desplaza en la periferia de mi visión: ritmo cardíaco, presión arterial, oxigenación, pulsaciones del feto, todo ello canalizado directamente a mi nervio óptico por el implante de MedAssist.

jueves, 2 de julio de 2020

Tejido, de Marc Laidlaw

 


—Aquí —dijo Daniel, ofreciendo a Paula la fotografía—. Mira esto y dime si todavía quieres conocer a mi padre.

Paula la cogió; estaba enmarcada en madera oscura y cubierta con un grueso rectángulo de vidrio. Una cenefa de polvo se adhería a los bordes del vidrio, debajo del marco, difuminando las esquinas de la fotografía, como si las cubriera una fina telaraña.

—¿Qué es esto? ¿Quién…?

—Nosotros. Mi familia.

—Pero sólo hay…

Las palabras de Paula se extinguieron mientras ella contemplaba la fotografía, tratando de comprender. Entrecerró los ojos y limpió el cristal, pero no consiguió aclarar la confusa imagen. Era una sola figura, una persona, pero tan manchada y moteada como una pared antigua, con un contorno mellado que inquietaba a Paula, la cual no podía concentrar la vista, como si mirase a través de un prisma. Además, en el interior de la figura había también una disparidad turbadora, unos abruptos cambios internos de tono y textura.

—¿Tu familia? —repitió.

Daniel asintió, con la mirada fija en la carretera. Las sombras se alargaban y la penumbra descendía. Entre la sucesión interminable de árboles que bordeaban la carretera, eran visibles campos y colinas.

—Es una composición —le dijo—. Ya sabes, como un collage.

Desvió la vista para mirar la foto y señaló la mano izquierda de la figura.

miércoles, 1 de julio de 2020

Richie a orillas del mar, de Greg Bear

 


Durante la noche se habían agotado las últimas energías de la tormenta. Un turbión violento y disperso había derribado el cobertizo de los Thomson, y la crecida de las aguas había vomitado montones de desperdicios sobre las rocas y la arena. Al oscurecer los desechos empezaban a oler, atrayendo a moscas y gaviotas. Había montones de algas, flotadores de vidrio y corcho, fragmentos de madera de barca, envases de aerosoles y una ballena. Ésta medía unos doce metros de longitud, y había muerto durante la noche tras su impacto contra las puntiagudas rocas de la cala. Parecía una babosa gigantesca, tendida sobre la rebalsa de aguas quietas, con la cabeza y la cola colgantes sobre los bordes.

Thomas Harker sintió cierta pena por el animal, pero estaba más preocupado que apenado. Su casa se encontraba a menos de medio kilómetro hacia el sur, y con el viento soplando en su dirección, el olor no tardaría en ser molesto.

El jeep del sheriff llegó rugiendo por la carretera del acantilado, entre la cala y los terrenos de la universidad. Thomas le saludó agitando la mano, y el sheriff le devolvió el saludo. La tarea de limpieza iba a ser ardua.

Thomas se apartó del borde del acantilado y regresó al sendero entre los árboles. Se había levantado de su mesa de dibujo hacía una hora, para estirar los músculos, y el paseo había durado más de lo que esperaba; por entonces Karen ya habría regresado a casa y estaría esperándole, fatigada tras el trabajo de matriculación de alumnos que se había prolongado durante una semana.