viernes, 30 de agosto de 2019

El Veredicto, de Edith Wharton

Siempre pensé que, aunque buen tipo, Jack Gisburn era un genio mediocre, por lo que no me sorprendió enterarme de que había abandonado la pintura en la cima de su gloria, que se había casado con una viuda rica y se había establecido en la Riviera. (A mi entender, Roma o Florencia habrían sido más idóneas).

«La cima de su gloria…», así lo expresaban las mujeres. Me parecía estar oyendo a la señora de Gideon Thwing, su última modelo en Chicago, deplorando su inexplicable abdicación. «Indudablemente mi retrato se revalorizará, pero yo no pienso en eso, señor Rickham… En lo único que puedo pensar es en la pérdida que supone para el Arrrrte». En labios de la señora Thwing la palabra multiplicaba sus erres como si se reflejaran sobre un infinito paisaje de espejos. Y no eran exclusivamente señoras Thwing quienes lamentaban tamaña pérdida. ¿Acaso no se había detenido junto a mí, ante las Bailarinas bajo la luna, de Gisburn, durante la última exposición en la Galería Grafton, la sofisticada Hermia Croft para comentar con los ojos arrasados de lágrimas que «ya no volveremos a ver algo así»?

Pero… incluso a través del prisma de las lágrimas de Hermia, me sentía capaz de abordar el asunto de forma ecuánime. ¡Pobre Jack Gisburn! Las mujeres lo habían creado, era natural que le llorasen. Entre los de su propio sexo se escucharon escasos lamentos, y entre sus compañeros de profesión, apenas un murmullo. ¿Celos profesionales? Tal vez. Por si acaso, el honor corporativo fue convenientemente defendido por el enjuto Claude Nutley, que, con su mejor voluntad, escribió en el Burlington un bonito «obituario» sobre Jack —uno de esos artículos rimbombantes, saturado de arbitrarios tecnicismos que también he escuchado (no diré a quién) en relación a la pintura de Gisburn—. Así pues, como su veredicto parecía incontestable, la polémica fue languideciendo gradualmente y, tal como había vaticinado la señora Thwing, se disparó el precio de los Gisburn.

jueves, 29 de agosto de 2019

La aventura de un matrimonio, de Italo Calvino

El obrero Arturo Massolari hacía el turno de noche, el que termina a las seis. Para volver a su casa tenía un largo trayecto que recorría en bicicleta con buen tiempo, en tranvía los meses lluviosos e invernales. Llegaba entre las siete menos cuarto y las siete, a veces un poco antes, otras un poco después de que sonara el despertador de Elide, su mujer.

      A menudo los dos ruidos, el sonido del despertador y los pasos de él al entrar, se superponían en la mente de Elide, alcanzándola en el fondo del sueño, ese sueño compacto de la mañana temprano que ella trataba de seguir exprimiendo unos segundos con la cara hundida en la almohada. Después se levantaba repentinamente de la cama y ya estaba metiendo a ciegas los brazos en la bata, el pelo sobre los ojos. Elide se le aparecía así, en la cocina, donde Arturo sacaba los recipientes vacíos del bolso que llevaba al trabajo: la fiambrera, el termo, y los depositaba en el fregadero. Ya había encendido el calentador y puesto el café. Apenas la miraba, Elide se pasaba una mano por el pelo, se esforzaba por abrir bien los ojos, como si cada vez se avergonzase un poco de esa primera imagen que el marido tenía de ella al regresar a casa, siempre tan en desorden, con la cara medio dormida. Cuando dos han dormido juntos es otra cosa, por la mañana los dos emergen del mismo sueño, los dos son iguales.

miércoles, 28 de agosto de 2019

El pasajero compasivo, de Evelyn Waugh

Cuando el señor James salió de su casa por la puerta lateral, de cada una de las ventanas brotaba música de radio. Agnes tenía una emisora sintonizada en la cocina; su esposa, que estaba lavándose el pelo en el cuarto de baño, tenía sintonizada otra.

Los programas rivalizaron para seguirlo hasta el garaje y luego por el camino particular.

Eran casi veinte kilómetros hasta la estación, y los primeros ocho condujo de un humor aciago.

Se tomaba la mayoría de las cosas con buen talante; es decir, todas excepto una: no soportaba la radio.

Era algo más que el nulo placer que le proporcionaba; de hecho, le producía un dolor físico y, con el paso de los años, había llegado a pensar que el artefacto había sido inventado expresamente para fastidiarlo a él, fruto de una conspiración de sus enemigos para amargarle lo que debería haber sido la plácida recta final de su vida.

martes, 27 de agosto de 2019

Circe, de Julio Cortázar

And one kiss I had of her mouth,
 as I took the apple from her hand.
But while I bit it, my brain whirled
and my foot stumbled; and I felt
my crashing fall through the tangled
boughs beneath her feet, and saw the dead
white faces that welcomed me in the pit.

DANTE GABRIEL ROSSETTI,
The Orchard-Pit.

Porque ya no ha de importarle, pero esa vez le dolió la coincidencia de los chismes entrecortados, la cara servil de Madre Celeste contándole a tía Bebé, la incrédula desazón en el gesto de su padre. Primero fue la de la casa de altos, su manera vacuna de girar despacio la cabeza, rumiando las palabras con delicia de bolo vegetal. Y también la chica de la farmacia —«no porque yo lo crea, pero si fuese verdad qué horrible»— y hasta don Emilio, siempre discreto como sus lápices y sus libretas de hule. Todos hablaban de Delia Mañara con un resto de pudor, nada seguros de que pudiera ser así, pero en Mario se abría paso a puerta limpia un aire de rabia subiéndole a la cara. Odió de improviso a su familia con un ineficaz estallido de independencia. No los había querido nunca, sólo la sangre y el miedo a estar solo lo ataban a su madre y a los hermanos. Con los vecinos fue directo y brutal, a don Emilio lo puteó de arriba abajo la primera vez que se repitieron los comentarios. A la de la casa de altos le negó el saludo como si eso pudiera afligirla. Y cuando volvía del trabajo entraba ostensiblemente para saludar a los Mañara y acercarse — a veces con caramelos o un libro— a la muchacha que había matado a sus dos novios. 

lunes, 26 de agosto de 2019

Terapia, de Lydia Davis

Me mudé a la ciudad justo antes de Navidad. Estaba sola, algo nuevo para mí. ¿Dónde había acabado mi marido? Vivía en una habitación minúscula al otro lado del río, en una zona de naves industriales.
Me había trasladado desde el campo, donde la gente, pálida y calmosa, me miraba como a una extraña, y donde hablar no servía de mucho.

Después de Navidad la nieve cubrió las aceras. Luego la nieve se derritió. Incluso así, me costaba mucho trabajar, aunque después, por unos días, me resultó más fácil. Mi marido se mudó al mismo barrio que yo, para poder ver a nuestro hijo más a menudo.

Aquí, en la ciudad, también pasé mucho tiempo sin amigos. Al principio, lo único que hacía era sentarme en una silla y quitarme pelos y polvo de la ropa. Luego me levantaba, me desperezaba y volvía a sentarme. Por la mañana tomaba café y fumaba. Por la tarde tomaba té y fumaba y me acercaba a la ventana e iba y venía de un cuarto a otro.

viernes, 23 de agosto de 2019

Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, de Jorge Luis Borges


I
Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar. El espejo inquietaba el fondo de un corredor en una quinta de la calle Gaona, en Ramos Mejía; la enciclopedia falazmente se llama The Anglo-American Cyclopaedía (New York, 1917) y es una reimpresión literal, pero también morosa, de la Encyclopaedia Britannica de 1902. El hecho se produjo hará unos cinco años. Bioy Casares había cenado conmigo esa noche y nos demoró una vasta polémica sobre la ejecución de una novela en primera persona, cuyo narrador omitiera o desfigurara los hechos e incurriera en diversas contradicciones, que permitieran a unos pocos lectores -a muy pocos lectores- la adivinación de una realidad atroz o banal. Desde el fondo remoto del corredor, el espejo nos acechaba. Descubrimos (en la alta noche ese descubrimiento es inevitable) que los espejos tienen algo monstruoso. Entonces Bioy Casares recordó que uno de los heresiarcas de Uqbar había declarado que los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres. Le pregunté el origen de esa memorable sentencia y me contestó que The Anglo-American Cyclopaedia la registraba, en su artículo sobre Uqbar. La quinta (que habíamos alquilado amueblada) poseía un ejemplar de esa obra. En las últimas páginas del volumen XLVI dimos con un artículo sobre Upsala; en las primeras del XLVII, con uno sobre Ural-Altaic Languages, pero ni una palabra sobre Uqbar. Bioy, un poco azorado, interrogó los tomos del índice. Agotó en vano todas las lecciones imaginables: Ukbar, Ucbar, Ookbar, Oukbahr… Antes de irse, me dijo que era una región del Irak o del Asia Menor. Confieso que asentí con alguna incomodidad. Conjeturé que ese país indocumentado y ese heresiarca anónimo eran una ficción improvisada por la modestia de Bioy para justificar una frase. El examen estéril de uno de los atlas de Justus Perthes fortaleció mi duda.

jueves, 22 de agosto de 2019

Fénix, de Chuck Palahniuk

El lunes por la noche Rachel pone una conferencia a larga distancia desde un motel de Orlando. Escucha los timbrazos del otro lado de la línea, coge el mando a distancia del televisor y se pone a cambiar de canal con el sonido apagado. Cuenta quince timbrazos. Dieciséis. Ted contesta al vigesimosexto, jadeante, y ella le pide que le pase el auricular a la hija de ambos.

—Voy a buscarla —dice Ted—. Pero no te puedo prometer milagros.

Rachel oye un golpe cuando su marido deja el teléfono en la encimera de la cocina y luego la voz de él sube y baja de volumen mientras se pasea por la casa gritando:

—¿April, cariño? ¡Ven a hablar con mamá!

Rachel oye el chirrido de los muelles de la puerta corredera. Los pasos de Ted aparecen y desaparecen cada vez que pasa del suelo de madera del pasillo a las escaleras enmoquetadas.

Rachel espera. Se sienta en la cama. La moqueta y las cortinas de la habitación del motel huelen un poco a tienda de ropa de segunda mano: tela mohosa en abundancia, un poco de sudor rancio y humo de cigarrillos. Su trabajo casi nunca la obliga a viajar; este es el primer viaje que hace desde que April nació, hace tres años. De los partidos de fútbol silenciosos pasa a los vídeos musicales sin música.

miércoles, 21 de agosto de 2019

Baby Götterdämmerung, de Ariel Urquiza

Hace unos años, en un curso de primer año de alemán conocí a una chica que quería estudiar el idioma de Nietzsche para leer sus obras prescindiendo de las traducciones. Usaba remeras de Rammstein, tenía media docena de piercings en cada oreja, varios tatuajes por todo el cuerpo y la cara más hermosa que he visto. A veces, con los compañeros de alemán solíamos ir a tomar algo a la salida de la clase, pero a ella empezaron a evitarla porque decía cosas como que tenía un tío millonario que le había comprado una isla en la Polinesia, o que podía leer doscientas páginas en una hora, o que durante un verano en California se había entrenado con los Marines. A mí, los comentarios extravagantes que hacía no llegaron a disuadirme. Un día me dejé tentar por sus tremendos ojos verdes y la invité a tomar algo. Después de varias cervezas fuimos a su loft en Palermo. La pared junto a la cama parecía la del cuarto de una adolescente, a pesar de que andaba cerca de los treinta. Estaba cubierta de afiches de bandas de rock, de El anillo del nibelungo en la Ópera de Viena, de Nietzsche en sus últimos años, cuando ya no había navaja de afeitar que se atreviera a medirse con su bigote. También había un retrato de ella. Alguien la había dibujado desnuda junto a un dragón. Le pregunté quién había hecho el dibujo. Pasó por alto el nombre, pero me contó que al terminar, el tipo se había arrancado los ojos y se había tirado al vacío. Me lo dijo señalándome una ventana y soltando una de sus típicas carcajadas que tenían algo de infantil pero que también eran muy sensuales.

martes, 20 de agosto de 2019

Repudiados, de Osamu Dazai



Entonces ella dijo, susurrando con una extraña voz:

—No te preocupes. Yo me encargo de todo. Cuando lo hice ya sabía que esto acabaría ocurriendo. De verdad.

—No, no lo hagas. Sé qué piensas. Imaginas que morirás sola, o que te irás de aquí para acabar tu vida consumiéndote en soledad. No puedo permitir que hagas lo que quieras sabiendo cómo pretendes poner fin a todo esto. Piensa en tu familia, en tus padres y en tu hermano. Son buena gente. —Lo que decía Kashichi tenía sentido, pero, mientras hablaba, se dio cuenta de que él también quería morir—. Bueno, está bien, hagámoslo juntos. En ese caso, seguro que Dios nos perdonará.

Y entonces comenzaron con los preparativos.

Aquella esposa que acarició a otro hombre y aquel marido que destrozó su vida, arrastrándola a ella hasta llegar a aquella situación, decidieron poner punto y final a sus existencias mediante el suicidio. Ocurrió a principios de primavera. Cogieron los catorce o quince yenes que tenían ahorrados y toda la ropa de la que disponían; el dotera[14] de Kashichi, un kimono de primavera y otoño de Kazue y sus dos obi, todo envuelto con mucho cuidado en un furoshiki[15] que ella misma se encargó de llevar. Acto seguido, los dos salieron de casa juntos, algo que llevaban mucho tiempo sin hacer. A pesar del frío, él no iba con capa. No tenía. Llevaba un kimono de kasuri y una boina inglesa sobre la cabeza. Ella tampoco tenía abrigo. Su haori[16] y su kimono eran de meisen[17], ambos con bordados idénticos en forma de flecha. El chal que llevaba encima era de una tela de color rojo pálido que venía del extranjero. Le quedaba muy grande y le cubría casi toda la parte superior del cuerpo.

viernes, 16 de agosto de 2019

Elvira, de Eduardo Muslip

El taxi me lleva desde el centro de la ciudad de Tucumán hacia la zona de casas y veredas amplias, arbolada, en el que vive Elvira. Es de noche, las nueve, y los barrios que se alejan del centro siguen igualmente animados, en toda la ciudad se disfruta de un clima que guarda cualidades del día: en Tucumán las noches de verano nunca son noches del todo, algo en el aire recuerda siempre la luz y la calidez del sol.

Voy a estar una semana en Tucumán, por trabajo, le dije hace unos días a mi tía Rosa, y voy a visitar a los tíos. Hace más de treinta años que no voy a Tucumán, agregué, pero la cuestión del tiempo no la impresionó. Tenés que ver a Elvira, le vas a dar una gran alegría, me dijo. Me dio el número de teléfono; la llamé enseguida. A Elvira le llevó unos largos segundos manifestar esa gran alegría, como si no recordara bien quién era yo; estaba durmiendo la siesta, dijo, sin tono de disculpa ni de reproche. ¿Podría visitarte? Claro, hijo, me vas a dar una gran alegría.

jueves, 15 de agosto de 2019

La ventana indiscreta, de Cornell Woolrich

No sabía sus nombres. Jamás oí sus voces. A decir verdad, no los conocía siquiera de vista, puesto que con la distancia que nos separaba me era imposible distinguir sus facciones de un modo preciso. Y, sin embargo, hubiese podido establecer un horario exacto de sus idas y venidas, registrar sus actividades cotidianas y repetir cualquiera de sus hábitos. Me refiero a los inquilinos que veía en torno al patio.

Evidentemente, no resultaba muy discreto por mi parte, e incluso hubieran podido acusarme de espionaje. Pero yo no era del todo responsable, no podía comportarme de otro modo por la sencilla razón de que en aquella época estaba inmovilizado. Trasladarme del lecho a la ventana y de la ventana al lecho era casi lo único que podía hacer. Y, a causa del calor que entonces reinaba, lo que más me atraía de la habitación era, sin la menor duda, su amplio ventanal. Por la noche, como no tenía persianas, debía quedarme a oscuras para escapar a los ataques de los insectos. No había ni que pensar en dormir, porque, acostumbrado a hacer mucho ejercicio, mi forzada inactividad me privó del sueño. En cuanto a buscar un refugio a mi tedio en la lectura, me hubiese resultado muy difícil, puesto que jamás me sentí atraído por esta clase de entretenimientos. Por tanto, ¿qué hacer en esta situación? ¿Podía quedarme allí, inmóvil, con los ojos siempre cerrados?

miércoles, 14 de agosto de 2019

Como absolutamente nada en el mundo, de Vicente Battista

Atendí sin ganas. Preguntó por mí. No quiso decir quién era y dijo que me iba a costar descubrirlo. Parecía la voz de Jorge, pero Jorge no hace esas bromas y menos en mitad de una tarde de diciembre, con el termómetro marcando casi cuarenta grados. Arriesgué.

–Sos Jorge.

Oí una risa fuerte. No era la risa de Jorge.

–Frío, frío –dijo, sin dejar de reír.

Dije que no estaba para juegos y que iba a cortar. Dejó de reír.

–Pará, pará –dijo–. Habla El Ruso.

–El Ruso –repetí.

–Sí, El Ruso. No me digás que te olvidaste –reprochó.

–No, cómo me voy a olvidar –mentí.

–¡Grande Tete! –gritó, feliz–. Sabía que te ibas a acordar.

Hacía más de treinta y cinco años que no me llamaban así. Era un apodo que había quedado enterrado, junto a mi infancia, en el viejo barrio. El Ruso tendría que ser alguien de aquella época.

martes, 13 de agosto de 2019

Cuando escuche la señal, de Thomas N. Scortia

 


—Oiga —dijo ruidosamente, como suelen hacerlo las personas mayores—. Oiga. Oiga, habla Fleiker. Oiga.

—Cuando oiga la señal…

—Demonios —dijo jadeando—. No he marcado el…

—…serán las…

—¿Diga? —dijo una voz, una voz de mujer de edad indeterminada, pero evidentemente no joven.

—¿Oiga? —dijo él—. Oiga. Walter, ¿por qué no contestas?

—Oh, cuánto me alegro de que me llames —dijo la voz—. Es muy amable de tu parte llamarme.

—¿Quién es? —preguntó él—. ¿Quién es usted?

—Sí, sí, feliz Año Nuevo, Michael. Sí, ha sido un buen año.

—¿Qué insensatez es ésta? —preguntó él airado.

—Un buen año, sí, un año muy bueno…, el mejor desde que me jubilé. El mes pasado fui a la reunión de Denver, antes de Navidades.

—¿Es esto acaso una especie de juego? —preguntó él—. ¿Año Nuevo? ¿Navidad el mes pasado? Estamos en pleno verano.

—¿Oye? Sí, sí, feliz Año Nuevo, querido. Feliz mil novecientos sesenta y tres.

lunes, 12 de agosto de 2019

Horas de visita, de Ariel Dorfman


¿Te han hablado acerca del número 55?, dijo ella. Es un nuevo servicio. Ven. Ven, que te lo muestro.

Levantó el teléfono. El no se había dado cuenta de que el aparato estaba ahí, escondido, casi como acunado, en medio del revoltijo de las sábanas, un modelo viejo, de ésos que ya nadie fabrica, con la serpiente negra de un cordón colgándole umbilicalmente, o tal vez como el tentáculo de una enredadera, porque se meció suavemente cuando ella se puso a discar.

Hola, dijo ella, se lo dijo al teléfono. Hola. Una madre y su chico, sí. Ambos decapitados en una accidente de automóvil. En la última media hora. Me gustaría que se me informara de quién se trata, los nombres, eso.

Ella esperó y le sonrió, extendió sus piernas sobre la cama. El notó de nuevo cuán sucio estaba su camisón, tenía que tomar cartas en el asunto. Pero no era lo de que de veras estaba pensando. Estaba pensando: así que en esto se pasa, en esto se entretiene durante el día, durante la noche, ésta es la última novedad.

viernes, 9 de agosto de 2019

Fin de curso, de Mariana Enríquez


Nunca le habíamos prestado demasiada atención. Era una de esas chicas que hablan poco, que no parecen demasiado inteligentes ni demasiado tontas y que tienen esas caras olvidables, esas caras que, aunque una las ve todos los días en el mismo lugar, es posible que no las reconozca en un ámbito distinto, y mucho menos pueda ponerles un nombre. Lo único que la diferenciaba era que se vestía mal, feo y algo más: la ropa que usaba parecía elegida para ocultar su cuerpo. Dos o tres talles más grande, camisas cerradas hasta el último botón, pantalones que no dejaban adivinar sus formas. Sólo la ropa hacía que nos fijáramos en ella, apenas para comentar su mal gusto o dictaminar que se vestía como una vieja. Se llamaba Marcela. Podría haberse llamado Mónica, Laura, María José, Patricia, cualquiera de esos nombres intercambiables, que suelen tener las chicas en las que nadie se fija. Era mala alumna, pero rara vez recibía la desaprobación de los profesores. Faltaba mucho, pero nadie comentaba su ausencia. No sabíamos si tenía plata, de qué trabajaban los padres, en qué barrio vivía.

No nos importaba.

jueves, 8 de agosto de 2019

Las hamburguesas del mal, de Carlos Gamerro


Todo comenzó con un desmayo en la cola de McDonald’s. Incapaz de decidirme entre el Combo 1 (Big Mac, papas fritas mediana, coca mediana) o el 3 (McDlt, el resto igual), advertí que la pizarra luminosa sobrevolaba amenazadora mi cabeza, que mareada perdió el equilibrio y cayó como pelota al suelo. Lo último que vieron mis ojos fueron las facciones metálicas de Ray A. Kroc y su sonrisa benévola velando sobre mí y sobre un mundo confiable, en cuyos brazos podía desmayarme sin temor.

No desperté en el lugar de mi caída, seguramente me habían corrido hacia el costado para no entorpecer la circulación. Un empleado diligente se afanaba en limpiar con un espeso fajo de servilletas de papel los restos de lechuga y mayonesa de mi rostro y ropas: reconocí los sabores combinados del menú porteño y el Combo 2, que nunca hubiera pedido, y me reconfortó al menos saber que no había caído sin llevarme a varios conmigo. Agradecido me aferré por un momento al brazo de mi salvador, cuyo rostro me sonreía desde el retrato en la pared, campeando sobre la leyenda “empleado del mes”. Varias veces, desde mi mesa de siempre, lo había contemplado en su imperturbable eficiencia, su altiva frente de adulto sobresaliendo sobre las sudorosas nucas de los indiscernibles adolescentes malpagos, como un capitán en la cubierta de un barco arrostrando la tormenta –la tormenta de clientes del mediodía, oleadas, avalanchas, vorágines de clientes abatiéndose sobre las cajas que apenas sostienen sus embates– infundiendo por su sola presencia la serenidad necesaria para salir a flote. Y a pesar de que todo contacto personal entre empleados y clientes estaba vedado –salvo la amabilidad, dulzona como la mayonesa y los pepinillos del Big Mac, que se les debe dispensar a todos los clientes por igual–, a pesar de que haciéndolo desafiaba una prohibición que podía costarle si no su puesto al menos sus honores como empleado del mes desde hace tres meses seguidos y por lo tanto sus chances cada vez más seguras de convertirse en empleado del año, siempre disponía de ese segundo para responder a mi mirada con una sonrisa breve, fugaz, que era casi un guiño de complicidad. Cualquiera puede reconocerse con el mozo en un restaurant tradicional, pero reconocer a un empleado de McDonald’s, y lo que es más, ser reconocido por él, es algo de lo que pocos, creo, pueden jactarse. Su sonrisa me daba todo lo que necesitaba, todo lo que había venido a buscar; me aseguraba que mientras él estuviera allí todo seguiría funcionando como siempre, que aplastando la cara contra el vidrio de los ventanales el mundo impredecible podía hacer muecas y rugir pero aquí dentro estábamos a cubierto, protegidos, salvados en suma. No puedo, parecía decirme, hacerme cargo de lo que suceda allá –la palabra contenía entero el terror vago que debieron sentir los primeros navegantes que se acercaban al horizonte en un mundo plano– pero una vez franqueado el doble arco dorado nada malo puede sucederte. Bastaba sentarme con mi Big Mac y mi Coca-Cola y mis papas fritas en mi mesa de siempre y recibir la bendición de su sonrisa – sólo entonces podía empezar– para que el mundo desde siempre hostil a cualquier sentimiento humano e indiferente a cualquier súplica quedara anulado como por un conjuro que sólo yo, saliendo al exterior, era dueño de romper –las puertas de McDonald’s, como las de una embajada en un país atroz, abiertas a todo refugiado que consiguiera llegar hasta ellas y no quiera volver a salir–.

miércoles, 7 de agosto de 2019

El infierno está en el espejo, de Ranpō Edogawa

 


Mi amigo K. comenzó el relato que ponía fin a la reunión:

—¿Queréis que os cuente un relato misterioso? ¿Qué os parece este?

Cinco o seis personas nos habíamos reunido para contar por tumos distintas historias de miedo o, en su defecto, sucesos extraños. No sé si lo que nos contó ocurrió realmente o fue invención suya, pues no se lo pregunté después, pero lo cierto era que parecía creíble. Era una noche nublada de finales de primavera y el ambiente estaba cargado, como si estuviéramos en el fondo del mar. En tales condiciones, tanto los que contábamos como los que escuchábamos nos sentíamos ya medio chiflados, y quizá fue esa la razón por la que aquel último relato impactó en mi alma de una manera extraña. La historia decía más o menos así:

“Voy a hablaros de mi infeliz amigo. No quiero decir su nombre, así que hablaré de él sin dar detalles. Esta persona padecía, no sé desde cuándo, una enfermedad extraña, sobrenatural. Puede que la heredara de sus ancestros, no era una idea descabellada. No conocí a su abuelo ni a su bisabuelo, pero eso es lo de menos. Lo importante es que alguien de su familia se convirtió al cristianismo y había en su casa varios textos antiguos escritos en sentido occidental. También había estatuas de la Virgen María y pinturas de Jesucristo. Junto a todo esto se encontraban algunos artefactos dignos de Igagoe Dōchū Sugoruku, la famosa obra de teatro kabuki que seguramente conocéis. Había, por ejemplo, un telescopio de hace un siglo, un imán de forma extraña, así como unos preciosos ornamentos de cristal que en esa época se conocían con el nombre de gyaman o bidoro. Desde niño había jugado con todas esas cosas.

martes, 6 de agosto de 2019

Muerte y resurrección de un padre, de Elvio E. Gandolfo


Temprano en la mañana me llamó el Jilguero y me dijo: “Mataron a tu padre en el Corredor”. Sentí un golpe en el pecho. Después lancé la Onda y pasó algo raro: no me llegó de vuelta que mi viejo ya no estuviera. Ni tampoco que estuviera. Hace mucho que me trasladé a Malvín Norte con mis cajones curativos y el gato, así que me iba a llevar un buen rato llegar al Corredor.

En la Guerra Ultima el ataque fue fulminante y completo. En pocas horas quedaron apenas 7.000 y pico de sobrevivientes en Montevideo. Las bombas nuevas, que no tenían el efecto nuclear de radiación posterior pero desarrollaban un calor sin límites, liquidaron cientos de manzanas. En el tramo de la avenida 18 de julio desde Ejido hasta la plaza Independencia la abundancia de edificios altos con mucho material y de alturas parecidas hizo que se fundieran entre sí y quedara esa especie de tubo raro del Corredor.

Los efectos de la Guerra Ultima, tanto aquí como en el resto del mundo, fueron totales. Unos meses antes de empezar se había acabado la electricidad. Del todo. Nunca se supo bien por qué. Decían que era un súper pulso electromagnético, pero consulté hacia adentro y algo me contestó que se trataba de otra cosa.

viernes, 2 de agosto de 2019

No había café en Brasil, de María Rosa Lojo


 Para Antônio, Miguel y João


Mucha gente va al Brasil solo para tomar café en lugares imaginarios. Las mujeres maduras se sueñan envueltas en chales, a cierta hora, en terrazas que dan hacia el mar, cuando las luces se difuminan. Las arrugas se borran suavemente bajo ese resplandor apagado y compasivo que presta brillos a las cabelleras teñidas. Entretanto, el aroma llega desde el interior de los bares. Embriaga pero no atonta. Por el contrario, despierta los sentidos hacia la expectativa de otra vida feliz. El olor del café y el paisaje marino son el fondo sobre el que esa vida se proyecta.

jueves, 1 de agosto de 2019

El golpe estupendo, de E. C. Bentley

 


—No, entonces estaba en el extranjero, casualmente —dijo Philip Trent—. Como no tenía acceso a los periódicos ingleses, no supe nada de su misterio hasta que volví esta semana.

El capitán Royden, un hombre pequeño, enjuto, de rostro cetrino, estaba embebido en la delicada —y prohibida— tarea de desmontar su instrumento telefónico automático. En ese momento, detuvo su labor y cogió la tabaquera. La enorme ventana de su oficina en la sede del club de Kempshill daba al hoyo dieciocho del fabuloso campo de golf, y su mirada recorrió las colinas recubiertas de tojo que se alzaban más allá, al tiempo que hacía memoria.

—Bueno, si para usted es un misterio… —dijo, mientras llenaba la pipa—. Para algunos lo es, porque les gustan los misterios, me imagino. Por ejemplo, para Colin Hunt, el tipo que lo aloja. Otros dicen que de ninguna manera y que había una explicación totalmente natural. Creo que podría contarle más del caso que nadie.

—¿Como secretario del club, quiere decir?

—No solo por eso. Fui una de las dos personas que asistieron a la muerte, por así decir…, o casi —respondió el capitán Royden. Se acercó cojeando al hogar y cogió una caja de plata con el escudo y los lemas del Cuerpo de Ingenieros Reales repujados en la tapa—. Pruebe un cigarrillo de estos, señor Trent. Si quiere escuchar la historia, se la cuento. Imagino que habrá oído hablar de Arthur Freer.