lunes, 8 de noviembre de 2010

¿Por qué no pueden decirte el porqué?, de James Purdy

Paul no supo casi nada de su padre hasta que encontró la caja de fotografías en el desván. Desde aquel momento se dedicó a mirarlas de día y de noche, y cada vez que Ethel, su madre, ha­blaba por teléfono con Edith Gainesworm. Asombrado, con­templaba a su padre en las diferentes fases de su vida: prime­ro, como un niño de su edad, luego como un joven, finalmen­te, antes de morir, vestido con el uniforme del Ejército.

Ethel siempre se había referido a él como tu padre, y ahora las fotografías lo mostraban bajo un aspecto muy dis­tinto del que se había imaginado.

Ethel nunca habló con Paul acerca de por qué había ve­nido enfermo de la escuela, y al principio fingió no saber que había encontrado las fotografías. Pero le decía a Edith Gainesworth por teléfono todo lo que ella pensaba y sentía por él; y Paul escuchaba todas las conversaciones desde su escondite en la escalera de servicio, donde se sentaba para mirar las fotografías, que había trasladado de la vieja caja de zapatos donde las encontró a dos grandes y limpias cajas de bombones.

—Seguro que no conoces a un muchacho enfermo como él, que le dé por las fotografías —dijo Ethel a Edith Gaines­worm—. En vez de juguetes o pelotas, viejas fotografías. Y eso que apenas si le he contado nada acerca de su padre.

viernes, 5 de noviembre de 2010

Dos son compañía, de John Rankine

El negro óvalo de la puerta de entrada disminuyó lentamente hasta convertirse en un punto y cuando en la enrarecida atmósfera del planeta Omega se oyó el chasquido definitivo de su cierre, la nave voladora surgió como una flecha de plata de la pista de despegue, mientras que Dag Fletcher observaba la cola de luz color naranja del aparato, antes de escuchar el sonido vibratorio que estremeció la plataforma rocosa del despegue.

Lentamente, con una gracia especial, el "Interestelar 2-7" comenzó a ascender, y después a situarse en una recta trayectoria. En los diez segundos que Dag había contado automáticamente, se hallaba en pleno cielo, teniendo frente a sí el vacío azul y sin manchas ni alteraciones, como lo había sido a través de toda una eternidad del tiempo.

A pesar de los largos cursos de aprendizaje y acondicionamiento, y de las muchas misiones previas, no pudo evitar un sentimiento de soledad y abandono en aquel remoto lugar del universo. Existía también un toque de lamentación por la combinación de circunstancias que hicieron que fuese Meryl Wingard su ayudante para un viaje de turno de tres meses, entonces. No es que hubiera nada malo en ello, sobre todo al tener que considerarlo y mirarlo. Ella, por lo visto, había elegido el ser moldeada con las líneas de la Venus Marina de Botticelli, resultando en carne viva tan bella y maravillosa como el propio original; pero era una belleza sin significado que, por lo demás, trabajaba con la escrupulosa frialdad de una máquina computadora. Ella era una matemática de superior calibre y entrenada hasta un fantástico nivel de competencia, por años de esfuerzo con la mente puesta en aquella sola dirección.

La perfecta persona para la misión debida, sin duda; pero que producía muy poca alegría en el entorno humano que la rodeaba.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Bajo el puente, de Augusto Roa Bastos

Por qué no come, le dijo taitá. Y el viejo: De noche no. Usted ya sabe, don Chiquito. Si no hay luz sobre mi comida, no puedo comer. Taitá se rió fuerte: Bajen el lampión y pónganle delante, dijo. El viejo miraba la oscuridad; casi sin mover los labios dijo: No. Tiene que ser luz del día, y si hay sol, mejor. De no, la comida es de otro gusto. Taitá lo miró con la boca llena. Enojado. Después le preguntó, burlón: Gusto a qué, si se puede saber, don. El viejo no contestó. No dijo nada más. Se levantó y se fue hasta que se emparejó con la oscuridad. Taitá volvió a masticar, rezongando: tiene la cabeza más dura que el recado. Capaz que un día va a enladrillar el río para vadearlo sin mojarse los pies.

Taitá y el maestro nunca se entendieron. Con el maestro nos pasó que lo empezamos a conocer cuando se desgració bajo el puente. Y ya para entonces tenía más de sesenta años. Un poco encorvado el espinazo no más; pero sabía ponerse derecho cuando quería. Mayormente en la fiesta de la Natividad, que en Itacuruví empieza un día antes del 24 y se alarga, a remezones, hasta la Epifanía. Muy guardador. Un hombre de orden, de trabajo. Flaquito. Inacabado. El redoblante y alférez mayor de la cofradía de mariscadores. Clavábamos la punta de los pies entre el gentío para verlo tocar. Despacito al principio. Ciego o dormido en el susurro del cuero. El cabello negro y lacio, pegado al cráneo con la goma del tártago. El pecho muy abombado en la figura pequeña. Reventaba en un tronido el redoble mientras el malón salvaje robaba al Niño-de-Cabellos-Rojos. Doscientos años después, jinetes de sudadas camisetas de fútbol lo traían a salvo. Sólo entonces el redoble paraba. Los mariscadores un rato de piedra sobre los caballos. Los brazos en alto. Florecidos ramos de palma. Por debajo pasaba la imagen. Un cuajito de leche, el pelo teñido de bermellón como el fleco del niño-azoté. La inmensa bola de polvo y ruido flotaba sobre el pueblo, y se iba en una nube a llover en otra parte, hasta el año que viene. Siempre igual.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Supervivencia, de Dennis Etchison

El renovado Isetta de Marber, tomó la esquina a toda velocidad zumbando suavemente en sus ruedas de miniatura. Virando hacia la derecha, sobrepasó de soslayo una enorme grieta que dividía en dos por entero lo que una vez había sido una calle con media docena de casas habitables de la población. ¿Cuándo comenzaron los equipos S.S. a la reconstrucción del suburbio?

Marber consideró de nuevo lo absurdo de aquella ilógica destrucción que se extendía por los hogares de viejo estilo español, hasta el final de la calle. Casas con torres y espiras, surgían de entre las ruinas y formas de ladrillo que proyectaban sombras largas como dedos engarfiados sobre la tierra fundida y requemada con el cemento deshecho por la muerte de cada día. Un fantasma, pensó, como algunos de esos desolados panoramas surrealistas que una vez vi en un cuadro...

Una especie de relámpago que se agitaba de arriba abajo, repetidamente, en frente de la segunda casa, al fondo, captó su atención.

¿Y sabes qué? Me voy acostumbrando. Esto es lo grotesco de la situación...

Reconoció a Darla, una niña de cuatro años, hija de un S.S., si recordaba correctamente. El sol temblón de las cuatro de la tarde ponía como una proyección de fondo desde atrás sobre los cabellos de la chiquilla, produciendo el efecto de un halo como la corona de un ángel en la criatura al aproximarse al pequeño automóvil.

martes, 2 de noviembre de 2010

El que jadea, de Juan José Millás

Descolgué el teléfono y escuché un jadeo venéreo otro lado de la línea.

      –¿Quién es? –pregunté.

      –Yo soy el que jadea –respondió una voz neutra, quizá algo cansada.

      Colgué, perplejo, y apareció mi mujer en la puerta del salón.

      –¿Quién era?

      –El que jadea –dije.

      –Habérmelo pasado.

      –¿Para qué?

      –No sé, me da pena. Para que se aliviara un poco.

      Continué leyendo el periódico y al poco volvió a sonar el aparato. Dejé que mi mujer se adelantara y sin despegar los ojos de las noticias de internacional, como si estuviera interesado en la alta política, la oí hablar con el psicópata.

      –No te importe –decía–, resopla todo lo que quieras, hijo. A mi no me das miedo. Si la gente fuera como tú, el mundo iría mejor. Al fin y al cabo, no matas, no atracas, no desfalcas. Y encima le das a ganar unas pesetas a la Telefónica. Otra cosa es que jadearas a costa del receptor. La semana pasada telefoneó un jadeador desde Nueva York a cobro revertido. Le dije que a cobro revertido le jadeara a su madre, hasta ahí podíamos llegar. Por cierto, que Madrid ya no tiene nada que envidiar a las grandes capitales del mundo en cuestión de jadeadores. Tú mismo eres tan profesional como uno americano. Enhorabuena, hijo.

lunes, 1 de noviembre de 2010

La debutante, de Leonora Carrington

En la época en que yo iba a ser presentada en sociedad, iba a menudo al zoo. Solía ir con tanta frecuencia que conocía mejor a los animales que a las chicas de mi propio grupo. De hecho, iba al zoo todos los días para evadirme de la sociedad. El animal que llegué a conocer mejor fue una joven hiena. Ella también me conocía; yo le enseñaba francés y ella a cambio me enseñaba su lenguaje. Así pasamos muy buenos ratos.

Mi madre había organizado un baile en mi honor para el primero de mayo. Me quitaba el sueño sólo pensarlo; siempre he detestado los bailes, sobre todo los que se celebran en mi honor.

El primer día de mayo fui a visitar a la hiena por la mañana muy temprano.

—¡Qué aburrimiento! —le dije—. Esta noche tengo que asistir a un baile en mi honor.
—Qué suerte tienes —me dijo ella—. A mí me encantaría ir. No sé bailar, pero, por lo menos, podría conversar un poco.
—Va a haber mucha comida —dije yo—. He visto camiones llenos de cosas en dirección a mi casa.
—¡Y tú aquí lamentándote! —dijo la hiena con expresión de desagrado—. A mí sólo me dan una comida al día y es una porquería.

viernes, 29 de octubre de 2010

El cuento envenenado, de Rosario Ferré

Y el rey le dijo al sabio Ruyán:

–Sabio, no hay nada escrito.

–Da la vuelta a unas hojas más.

El rey giró otras páginas más y no transcurrió mucho tiempo

sin que circulara el veneno rápidamente por su cuerpo, ya que el libro

estaba envenenado. Entonces el rey se estremeció, dio un grito y dijo:

–El veneno corre a través de mí.

Las mil y una noches



Rosaura vivía en una casa de balcones sombreados por enredaderas tupidas y se pasaba la vida ocultándose tras ellos para leer libros de cuentos. Rosaura. Rosaura. Era una joven triste, que casi no tenía amigos; pero nadie podía adivinar el origen de su tristeza. Como quería mucho a su padre, cuando éste se encontraba en la casa se la oía cantar y reír por pasillos y salones, pero cuando él se marchaba al trabajo desaparecía como por arte de magia y se ponía a leer cuentos.

Sé que debería levantarme y atender a los deudos, volver a pasar la bandeja de café por entre mis clientas y la del coñac por entre sus insufribles esposos, pero me siento agotada. Lo único que quiero ahora es descansar los pies, que tengo aniquilados; dejar que las letanías de mis vecinas se desgranen a mi alrededor como un interminable rosario de tedio. Don Lorenzo era un hacendado de caña venido a menos, que sólo trabajando de sol a sol lograba ganar lo suficiente para el sustento de la familia. Primero Rosaura y luego Lorenzo. Es una casualidad sorprendente. Amaba aquella casa que la había visto nacer, cuyas galerías sobrevolaban los cañaverales como las de un buque orzado a toda vela. La historia de la casa alimentaba su pasión por ella, porque sobre sus almenas había tenido lugar la primera resistencia de los criollos a la invasión hacía ya casi cien años. Al pasearse por sus salas y balcones, don Lorenzo sentía inevitablemente encendérsele la sangre y le parecía escuchar los truenos de los mosquetes y los gritos de guerra de quienes en ella habían muerto en defensa de la patria. En los últimos años, sin embargo, se había visto obligado a hacer sus paseos por la casa con más cautela, ya que los huecos que perforaban los pisos eran cada vez más numerosos, pudiéndose ver, al fondo abismal de los mismos, el corral de gallinas y puercos que la necesidad le obligaba a criar en los sótanos. A pesar de estas desventajas, a don Lorenzo jamás se le hubiese ocurrido vender su casa o su hacienda. Como la zorra del cuento, se encontraba convencido de que un hombre podía vender su piel, su pezuña y hasta sus ojos, pero que la tierra, como el corazón, jamás se vende.

jueves, 28 de octubre de 2010

Yzur, de Leopoldo Lugones

Compré el mono en el remate de un circo que había quebrado.La primera vez que se me ocurrió tentar la experiencia a cuyo relato están dedicadas estas líneas, fue una tarde, leyendo no sé dónde, que los naturales de Java atribuían la falta de lenguaje articulado en los monos a la abstención, no a la incapacidad. "No hablan, decían, para que no los hagan trabajar".

Semejante idea, nada profunda al principio, acabó por preocuparme hasta convertirse en este postulado antropológico:

Los monos fueron hombres que por una u otra razón dejaron de hablar. El hecho produjo la atrofia de sus órganos de fonación y de los centros cerebrales del lenguaje; debilitó casi hasta suprimirla la relación entre unos y otros, fijando el idioma de la especie en el grito inarticulado, y el humano primitivo descendió a ser animal.

Claro es que si llegara a demostrarse esto quedarían explicadas desde luego todas las anomalías que hacen del mono un ser tan singular; pero esto no tendría sino una demostración posible: volver el mono al lenguaje.

Entre tanto había corrido el mundo con el mío, vinculándolo cada vez más por medio de peripecias y aventuras. En Europa llamó la atención, y de haberlo querido, llego a darle la celebridad de un Cónsul; pero mi seriedad de hombre de negocios mal se avenía con tales payasadas.

Trabajado por mi idea fija del lenguaje de los monos, agoté toda la bibliografía concerniente al problema, sin ningún resultado apreciable. Sabía únicamente, con entera seguridad, que no hay ninguna razón científica para que el mono no hable. Esto llevaba cinco años de meditaciones.

miércoles, 27 de octubre de 2010

El pequeño tesoro de cada cual, de Liliana Heker

La puerta cancel abriéndose apenas. Asomada en la rendija, la cara de una mujer de pelo gris. Sonreía. Inesperadamente, el dibujo de un libro fulguró en la cabeza de Ana, ¿Alicia en el País de las Maravillas? Un gato sonriente que se borraba. No de golpe: se desdibujaba paso a paso, primero la cola, después el cuerpo, por fin la cabeza, hasta que sólo permanecía la sonrisa, rígida, descomunal, suspendida de la nada. Esto era lo mismo pero al revés. Como si la sonrisa hubiese estado allí antes de que la puerta se entreabriera. Esperándola.

-Qué se le ofrece, señorita.

La pregunta de la mujer, en cambio, no indicaba que la esperase. Curioso, con tanta propaganda como había habido, pero en fin. Ana adoptó (le parecía) cierta inflexión de funcionaria.

-Es por el censo nacional, señora. Yo soy la censista.

-¡Ay, la censista! -la exclamación de la mujer fue sorprendente: una mezcla de saludo entusiasta y de lamento- Le dije a mi hija que usted iba a venir al mediodía, pero ella...

Dejó la frase suspendida en el aire. Esta mujer deja todo suspendido en el aire, se le ocurrió a Ana.

-Lo siento- dijo-, una llega a la hora que puede.

-Por supuesto, mi hijita- la mujer abrió la puerta. Pase, por favor, se la va a llevar el viento con ese cuerpito.

Así enflaquecida por la mujer, Ana notó que tenía hambre. ¿O era por el olor? Olor a comida sustanciosa seduciéndola apenas dejó atrás el zaguán.

La estrella sobre el bosque, de Stefan Zweig

Un día, cuando el diligente y apuesto camarero François se inclinó sobre el hombro de la bella condesa polaca Ostrovska, sucedió algo extraño. Sólo duró un segundo y no fue un estremecimiento o un sobresalto, un temblor o una emoción. Y, sin embargo, fue uno de esos segundos que abarcan miles de horas y de días llenos de júbilo y tormento, como el vigor vehemente de los grandes y fragorosos robles con todas sus ramas que se mecen y sus copas que se inclinan está contenido en un solo granito de semilla. En ese segundo no sucedió nada visible. François, el dúctil camarero del gran hotel de la Riviera se inclinó aún más, para presentar con mayor comodidad la fuente al cuchillo indeciso de la condesa. Pero su rostro descansó ese momento a pocos centímetros de las ondas dulcemente rizadas y perfumadas de su cabeza, y, cuando instintivamente alzó la mirada devota, sus ojos turbados vieron la suave y luminosa línea blanca con la que su cuello surgía de esa marea oscura y se perdía en el vestido rojo oscuro abullonado. Una llamarada color púrpura lo invadió. Y el cuchillo vibró suavemente en la fuente, presa de un imperceptible temblor. Aunque en ese segundo François intuyó las graves consecuencias de este repentino hechizo, dominó hábilmente su agitación y siguió sirviendo con el entusiasmo reservado y un poco galante de un garçon de buen gusto. Alargó la fuente con movimiento medido al acompañante habitual de la condesa, un aristócrata maduro dotado de una imperturbable elegancia, que relataba cosas indiferentes con entonación refinadamente acentuada y en un francés cristalino. Luego se apartó de la mesa sin alterar su mirada y su gesto. Estos minutos fueron el comienzo de un estado de ensueño muy extraño y ferviente, de un sentimiento tan impetuoso y exaltado que apenas le corresponde el término grave y noble de amor. Era ese amor, de fidelidad canina y desprovisto de deseos, que los seres humanos generalmente no experimentan en la flor de su vida, que sólo sienten las personas muy jóvenes o muy ancianas. Un amor sin reflexión, que sólo sueña y no piensa. Olvidó por completo ese injusto y, sin embargo, inalterable desprecio que incluso personas inteligentes y circunspectas manifiestan hacia seres humanos que visten el frac de camarero; no especuló sobre posibilidades y casualidades, sino que aumentó en su sangre esa extraña inclinación hasta que su profundidad escapó a toda burla y crítica. Su ternura no era la de las miradas secretamente alusivas y al acecho, la temeridad de los gestos atrevidos que de repente se desata, la pasión sin sentido de labios sedientos y manos temblorosas; era una aplicación silenciosa, un prevalecer de aquellos pequeños servicios que son tanto más excelsos y sagrados en su modestia cuanto que permanecen a sabiendas ocultos. Después de la cena alisaba las arrugas del mantel delante de la silla de la condesa con dedos tan tiernos y dulces como quien acaricia las manos queridas y plácidas de una mujer; colocaba las cosas en su proximidad con simetría devota, como si las dispusiera para una fiesta. Con el mayor cuidado llevaba las copas que habían tocado sus labios a su estrecha y poco aireada buhardilla y de noche las dejaba relucir a la luz perlada de la luna como si fueran joyas preciosas. Constantemente era, desde cualquier rincón, el secreto observador de sus movimientos y actividades. Bebía sus palabras como quien paladea lascivamente un vino dulce y de perfume embriagador. y recogía las palabras y las órdenes ávido como los niños la rápida pelota en el juego. Así su alma embelesada introdujo en su pobre e indiferente vida un brillo cambiante y opulento. Nunca se le ocurrió la sabia necesidad de trasponer todo el episodio a las palabras frías y destructivas de la realidad de que el miserable camarero François amaba a una condesa exótica y eternamente inalcanzable. Porque él no la sentía como realidad, sino como algo excelso, muy lejano, que bastaba con su reflejo de la vida. Amaba el imperioso orgullo de sus órdenes, el ángulo dominante de sus cejas negras que casi se tocaban, el pliegue indómito alrededor de la boca fina, la gracia segura de sus gestos. La sumisión le parecía a François algo natural y sentía como dicha la proximidad humillante del servicio modesto, porque gracias a ella podía entrar tan a menudo en el círculo seductor que rodeaba a su amada.

martes, 26 de octubre de 2010

La madre de Ernesto, de Abelardo Castillo

Si Ernesto se enteró de que ella había vuelto (cómo había vuelto), nunca lo supe, pero el caso es que poco después se fue a vivir a El Tala, y, en todo aquel verano, sólo volvimos a verlo una o dos veces. Costaba trabajo mirarlo de frente. Era como si la idea que Julio nos había metido en la cabeza -porque la idea fue de él, de Julio, y era una idea extraña, turbadora: sucia- nos hiciera sentir culpables. No es que uno fuera puritano, no. A esa edad, y en un sitio como aquél, nadie es puritano. Pero justamente por eso, porque no lo éramos, porque no teníamos nada de puros o piadosos y al fin de cuentas nos parecíamos bastante a casi todo el mundo, es que la idea tenía algo que turbaba. Cierta cosa inconfesable, cruel. Atractiva. Sobre todo, atractiva.      

Fue hace mucho. Todavía estaba el Alabama, aquella estación de servicio que habían construido a la salida de la ciudad, sobre la ruta. El Alabama era una especie de restorán inofensivo, inofensivo de día, al menos, pero que alrededor de medianoche se transformaba en algo así como un rudimentario club nocturno. Dejó de ser rudimentario cuando al turco se le ocurrió agregar unos cuartos en el primer piso y traer mujeres. Una mujer trajo.      

–¡No!      

–Sí. Una mujer.      

–¿De dónde la trajo?      

sábado, 23 de octubre de 2010

La condición inhumana, de Clive Barker

—¿Has sido tú, eh? —inquirió Red, sujetando al vagabundo por el hombro de la escuálida gabardina.

—¿A qué te refieres? —repuso la cara cubierta de mugre.

Analizaba al cuarteto de jóvenes que lo habían arrinconado con ojos de roedor. El túnel en el que lo habían pescado orinando se encontraba alejado de toda esperanza de ayuda; todos lo sabían, y él también.

—No sé de qué me estás hablando —aseguró.

—Te has estado mostrando a los niños —le dijo Red.

El hombre meneó la cabeza; un hilillo de baba se le escurrió por el labio y fue a caer a la mata apelotonada de barba.

—Yo no he hecho nada —insistió.

Brendan se aproximó al hombre; sus pesados pasos resonaron huecos en el túnel.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó con engañosa amabilidad.

Aunque no poseía la actitud imponente de Red y era mas bajo, la cicatriz que marcaba la mejilla de Brendan desde la sien hasta la mandíbula sugería que conocía el sufrimiento, tanto por haberlo recibido como por haberlo infligido.

viernes, 22 de octubre de 2010

Los donguis, de Juan Rodolfo Wilcock

I

Suspendida verticalmente del gris como esas cortinas de cadenitas que impiden la entrada de las moscas en las lecherías sin cerrar el paso al aire que las sustenta ni a las personas, la lluvia se elevaba entre la Cordillera y yo cuando llegué a Mendoza, impidiéndome ver la montaña aunque presentía su presencia en las acequias que parecían bajar todas de la misma pirámide.

Al día siguiente por la mañana subí a la terraza del hotel y comprobé que efectivamente las cumbres eran blancas bajo las aberturas del cielo entre las nubes nómades. No me asombraron en parte por culpa de una tarjeta postal con una vista banal de Puente del Inca comprada al azar en un bazar que luego resultó ser distinta de la realidad; como a muchos viajeros de lejos me parecieron las montañas de Suiza.

El día del traslado me levanté antes de la aurora y me pertreché en la humedad con luz de eclipse. Partimos a las siete en automóvil; me acompañaban dos ingenieros, Balsa y Balsocci, realmente incapaces de distinguir un anagrama de un saludo. En los arrabales el alba empezaba a alumbrar cactos deformes sobre montículos informes: crucé el río Mendoza, que en esta época del año se destaca más que nada por su estruendo bajo el rayo azul que enfocan hacia el fondo del valle las luces nítidas de verano, sin mirarlo, y luego penetramos en la montaña.

jueves, 21 de octubre de 2010

La Casa de los Deseos, de Rudyard Kipling

La nueva visitadora de la iglesia acababa de marcharse tras pasar veinte minutos en la casa. Mientras estuvo ella, la señora Ashcroft había hablado con el acento propio de una cocinera anciana, experimentada y con una buena jubilación que había vivido mucho en Londres. Por eso ahora estaba tanto más dispuesta a recuperar su forma de hablar de Sussex, que le resultaba más fácil, cuando llegó en el autobús la señora Fettley, que había recorrido cincuenta kilómetros para verla aquel agradable sábado de marzo. Eran amigas desde la infancia, pero últimamente el destino había hecho que no se pudieran ver sino de tarde en tarde.

Ambas tenían mucho que decirse, y había muchos cabos sueltos que atar desde la última vez, antes de que la señora Fettley, con su bolsa de retazos para hacer una colcha., ocupara el sofá bajo la ventana que daba al jardín y al campo de fútbol del valle de abajo.

-Casi todos se han apeado en Bush Tye para el partido de hoy -explicó-, de manera que me quedé sola la última legua y media. ¡Anda que no hay baches!

-Pero a ti no te pasa nada -dijo su anfitriona-. Por ti no pasan los años, Liz.

La señora Fettley sonrió e intentó combinar dos retazos a su gusto.

-Sí., y si no ya me habría roto la columna hace veinte años. Seguro que ni te acuerdas cuando me decían que estaba bien fuerte. ¿A que no?

miércoles, 20 de octubre de 2010

Los amos, de Juan Bosch

Cuando ya Cristino no servía ni para ordeñar una vaca, don Pío lo llamó y le dijo que iba a hacerle un regalo.

      -Le voy a dar medio peso para el camino. Usté esta muy mal y no puede seguir trabajando. Si se mejora, vuelva.

      Cristino extendió una mano amarilla, que le temblaba.

      -Mucha gracia, don. Quisiera coger el camino ya, pero tengo calentura.

      -Puede quedarse aquí esta noche, si quiere, y hasta hacerse una tisana de cabrita. Eso es bueno.

      Cristino se había quitado el sombrero, y el pelo abundante, largo y negro le caía sobre el pescuezo. La barba escasa parecía ensuciarle el rostro, de pómulos salientes.

      -Ta bien, don Pío -dijo-; que Dio se lo pague.

      Bajó lentamente los escalones, mientras se cubría de nuevo la cabeza con el viejo sombrero de fieltro negro. Al llegar al último escalón se detuvo un rato y se puso a mirar las vacas y los críos.

      -Que animao ta el becerrito -comentó en voz baja.

      Se trataba de uno que él había curado días antes. Había tenido gusanos en el ombligo y ahora correteaba y saltaba alegremente.

martes, 19 de octubre de 2010

La mosca, de Katherine Mansfield

-Pues sí que está usted cómodo aquí -dijo el viejo señor Woodifield con su voz de flauta. Miraba desde el fondo del gran butacón de cuero verde, junto a la mesa de su amigo el jefe, como lo haría un bebé desde su cochecito. Su conversación había terminado; ya era hora de marchar. Pero no quería irse. Desde que se había retirado, desde su... apoplejía, la mujer y las chicas lo tenían encerrado en casa todos los días de la semana excepto los martes. El martes lo vestían y lo cepillaban, y lo dejaban volver a la ciudad a pasar el día. Aunque, la verdad, la mujer y las hijas no podían imaginarse qué hacía allí. Suponían que incordiar a los amigos... Bueno, es posible. Sin embargo, nos aferramos a nuestros últimos placeres como se aferra el árbol a sus últimas hojas. De manera que ahí estaba el viejo Woodifield, fumándose un puro y observando casi con avidez al jefe, que se arrellanaba en su sillón, corpulento, rosado, cinco años mayor que él y todavía en plena forma, todavía llevando el timón. Daba gusto verlo.

Con melancolía, con admiración, la vieja voz añadió:

-Se está cómodo aquí, ¡palabra que sí!

-Sí, es bastante cómodo -asintió el jefe mientras pasaba las hojas del Financial Times con un abrecartas. De hecho estaba orgulloso de su despacho; le gustaba que se lo admiraran, sobre todo si el admirador era el viejo Woodifield. Le infundía un sentimiento de satisfacción sólida y profunda estar plantado ahí en medio, bien a la vista de aquella figura frágil, de aquel anciano envuelto en una bufanda.

viernes, 15 de octubre de 2010

¡Magia!, de Sergio Bizzio

—Yo leo el pensamiento —dijo Julián.

Hacía media hora que Ronnie estaba sentado en el borde de la barranca, con las piernas colgando y la vista clavada en el río. Eran las once de la mañana de un día de fines de ene­ro y hacía mucho calor, tanto que se veía. El muelle al final de la playa, el isleño que cruzaba el río en canoa, los juncos al otro lado de la barranca, todo ondulaba impreso en una delgadísima tela inexistente (pero transparente). Ronnie al­zó la vista y vio a un chico de su misma edad (12 años). Era el chico que había estado observándolo de lejos un rato an­tes. Un chico con cara de nada, regordete y de pelo lacio, con un flequillo que le cubría las cejas. Ronnie no lo había oído llegar. Durante un segundo se mostró sorprendido, pe­ro enseguida lo descartó y volvió a mirar el río. El chico le dijo entonces que leía el pensamiento.

—¿Por qué decís que tengo cara de boludo? —añadió.

—¿Yo dije eso?

—No, bueno, no lo dijiste, lo pensaste —dijo Julián.

jueves, 14 de octubre de 2010

El armario viejo, de Charles Dickens

Eran las diez de la noche. En la hostería de los Tres Pichones, de Abbeylands, un viajero, joven aún, se había retirado a su cuarto, y de pie, cruzados los brazos contra el pecho, contemplaba el contenido de un baúl que acababa de abrir.

-Bueno, todavía debo sacar algún partido de lo que me queda -dijo-. Sí; en este baúl puedo invocar un genio no menos poderoso que el de Las mil y una noches: el genio de la venganza..., y quizá también el de la riqueza... ¿Quién sabe?... Empecemos antes por el primero.

Quien hubiese visto el contenido del baúl, más bien habría pensado que su dueño no debería hacer mejor cosa que llevárselo a un trapero, pues todo eran ropas, en su mayor parte pertenecientes, por su tela y forma, a las modas de otro siglo, excepto uno o dos vestidos de mujer; pero ¿qué podía hacer de un traje de mujer el joven cuya imaginación se exaltaba de ese modo ante aquel guardarropa híbrido? No eran días de Carnaval...

-¡Alto! Dan las diez -repuso de pronto-. Tengo que apresurarme, no vaya a cerrar la tienda ese bribón.

Y hablando consigo mismo se abrochó el frac, se echó encima un capote de caza, bajó, franqueó la puerta, siguió por la calle Mayor hasta recorrerla casi toda, torció por una calleja y se detuvo ante el escaparate de un comercio.

miércoles, 13 de octubre de 2010

La recompensa, de Félix Pita Rodríguez

Los ojos de Marta se clavaron en el cuerpecito arrugado y empequeñecido por la fiebre. ¿Dónde estaría aquella bolita que corría por dentro y era el mal? Nicolasa había vuelto a ponerle en el costado la mano grande y obscura, como quemada.

—Cuando el mal se encarama por encima en la enjundia de las costillas, ya una no tiene fuerzas para atajarlo, Marta. Eso es lo que pasa.

—¿Y ya le va por ahí?

—Tócale aquí y lo sentirás.

—¿Dónde?

—Aquí, por el filo de las costillas. Es como una bolita que se mueve.

—Yo no la siento. Pero debe ser la ignorancia, Nicolasa.

—Eso debe ser.

Volvió a apoyar el índice, levantándolo un poco para que la uña sucia no se le hundiera en la piel de la niña, pero la bolita del mal se deslizaba, negándosele.

—No, no la siento.

—No importa. Ahí está subiendo. Se agarra a las costillas para llegar al corazón.

—¿Eso quiere decir que se va a morir?

martes, 12 de octubre de 2010

El pescador y su alma, de Oscar Wilde

Todas las tardes el joven Pescador se internaba en el mar, y arrojaba sus redes al agua.

Cuando el viento soplaba desde tierra, no lograba pescar nada, porque era un viento malévolo de alas negras, y las olas se levantaban empinándose a su encuentro. Pero en cambio, cuando soplaba el viento en dirección a la costa, los peces subían desde las verdes honduras y se metían nadando entre las mallas de la red y el joven Pescador los llevaba al mercado para venderlos.

Todas las tardes el joven Pescador se internaba en el mar. Un día, al recoger su red, la sintió tan pesada que no podía izarla hasta la barca. Riendo , se dijo:

-O bien he atrapado todos los peces del mar, o bien es algún monstruo torpe que asombrará a los hombres, o acaso será algo espantoso que la gran Reina tendrá deseos de contemplar.

Haciendo uso de todas sus fuerzas fue izando la red, hasta que se le marcaron en relieve las venas de los brazos. Poco a poco fue cerrando el círculo de corchos, hasta que, por fin, apareció la red a flor de agua.

Sin embargo no había cogido pez alguno, ni monstruo, ni nada pavoroso; sólo una sirenita que estaba profundamente dormida.

Su cabellera parecía vellón de oro, y cada cabello era como una hebra de oro fino en una copa de cristal. Su cuerpo era del color del marfil, y su cola era de plata y nácar. De plata y nácar era su cola y las verdes hierbas del mar se enredaban sobre ella; y como conchas marinas eran sus orejas, y sus labios eran como el coral. Las olas frías se estrellaban sobre sus fríos senos, y la sal le resplandecía en los párpados bajos.

viernes, 8 de octubre de 2010

Una de Terror, Pablo De Santis

Tengo una caja de cartón a la que llamo “la caja de los tesoros”. Seguramente a nadie le podrían parecer tesoros más que a mí. Hay un soldado de plomo del ejército napoleónico al que le falta un brazo, un yo­yo “profesional” Russell, un cortaplumas roto, una brú­jula con el cristal astillado, una figurita de El Zorro (la única que me quedó de las miles que junté cuando era chico) y una postal que me envió una novia desde algu­na playa. En la postal solamente se ve una ola, y nada más, y en el reverso ella me escribió: “¿Viste alguna vez una postal más estúpida que ésta?” Si cualquier persona se asomara a esa caja (desde luego, ese acto se­ría castigado con la pena de muerte) no podría advertir cuál es el objeto más extraño de todos, y quizás el más precioso: un pedacito de papel viejo, quebradizo, casi quemado, encerrado en un sobre. En el papel no puede leerse casi nada. Es apenas una huella.

Cuando tenía doce años empecé a dibujar his­torietas. En ese momento la mayoría de los chicos leían las revistas mexicanas de Batman, Superman, Fanto­mas, La Pequeña Lulú, y las chicas Susy, Secretos del corazón; a mí me gustaban, en cambio, las de terror. Era difícil conseguirlas, no estaban en todos los quioscos sino en ferias de plazas o en viejas librerías. Había dos: Doctor Tetrick y Doctor Mortis. En una de ellas vi una página —en la revista decía que era la única que se conservaba— de un dibujante llamado Ashton Forbes. A partir de ahí empecé a seguir los pasos de Forbes y pude conocer su historia, aunque de poco me sirvió.

jueves, 7 de octubre de 2010

Los ojos de Lina, de Clemente Palma

El teniente Jym de la Armada inglesa era nues­tro amigo. Cuando entró en la Compañía Inglesa de Vapores le veíamos cada mes y pasábamos una o dos noches con él en alegre francachela. Jym había pasado gran parte de su juventud en Norue­ga, y era un insigne bebedor de wisky y de ajenjo; bajo la acción de estos licores le daba por cantar con voz estentórea lindas baladas escandinavas, que después nos traducía. Una tarde fuimos a despedirnos de él a su camarote, pues al día si­guiente zarpaba el vapor para San Francisco. Jym no podía cantar en su cama a voz en cuello, como tenía costumbre, por razones de disciplina naval, y resolvimos pasar la velada refiriéndonos histo­rias y aventuras de nuestra vida, sazonando las relaciones con sendos sorbos de licor. Serían las dos de la mañana cuando terminamos los visitan­tes de Jym nuestras relaciones; sólo Jym faltaba y le exigimos que hiciera la suya. Jym se arre­llanó en un sofá; puso en una mesita próxima una pequeña botella de ajenjo y un aparato para des­tilar agua; encendió un puro y comenzó a hablar del modo siguiente:

No voy a referiros una balada ni una leyenda del Norte, como en otras ocasiones; hoy se trata de una historia verídica, de un episodio de mi vida de novio. Ya sabéis que, hasta hace dos años, he vivido en Noruega; por mi madre soy noruego, pero mi padre me hizo súbdito inglés. En Norue­ga me casé. Mi esposa se llama Axelina o Lina, como yo la llamo, y cuando tengáis la ventolera de dar un paseo por Christhianía, id a mi casa, que mi esposa os hará con mucho gusto los ho­nores.

miércoles, 6 de octubre de 2010

Jeffty tiene cinco años, de Harlan Ellison

Cuando yo tenía cinco años, había un niño con quien solía jugar: Jeffty. Su verdadero nombre era Jeff Kinzer, pero todos los que jugábamos con él le llamábamos Jeffty. Los dos teníamos cinco años y pasamos muy buenos ratos juntos.

Cuando yo tenia cinco años, un helado de chocolate Clark era tan grueso como una barra de Louisville. Tenía unos quince centímetros de longitud, y utilizaban verdadero chocolate para recubrirlo, y crujía de un modo muy agradable al morderlo por el centro; además, el papel en que lo envolvían olía a cosa fresca y buena cuando se lo pelaba sosteniendo el palo de modo que el helado no se derritiera en los dedos. Hoy, un helado de chocolate Clark es tan delgado como una tarjeta de crédito, y emplean algo artificial y de un sabor terriblemente malo en lugar del chocolate puro; el helado es blanco y esponjoso y cuesta quince o veinte centavos en lugar de la decente y correcta moneda de cinco centavos que costaba, y lo envuelven como para que uno crea que tiene el mismo tamaño que tenía hace veinte años, aunque no lo tiene; es delgado, de aspecto feo, gusto nauseabundo y no vale ni un centavo, cuanto mucho menos quince o veinte.

Cuando yo tenía esa edad, cinco años, fui enviado a casa de mi tía Patricia, en Buffalo, Nueva York, durante dos años. Mi padre estaba pasando «malos tiempos» y tía Patricia era muy hermosa y se había casado con un agente de Bolsa. Ellos se hicieron cargo de mí durante cinco años. A los siete años, regresé a casa y fui a ver a Jeffty para jugar con él.

martes, 5 de octubre de 2010

Rock Springs, de Richard Ford

Edna y yo salimos de Kalispell camino de Tampa-St. Pete, donde todavía me quedaban algunos amigos de los buenos tiempos, gente que jamás me entregaría a la policía. Me las había arreglado para tener algunos roces con la ley en Kalispell, todo por culpa de unos cheques sin fondos, que en Montana son delito penado con la cárcel. Yo sabía que a Edna le rondaba la cabeza la idea de dejarme, porque no era la primera vez en mi vida que tenía líos con la justicia. Edna también había tenido sus problemas, la pérdida de sus hijos y evitar día tras día que Danny, su ex marido, se colara en su casa y se lo llevara todo mientras ella trabajaba, que era el verdadero motivo por el cual me fui a vivir con ella al principio; eso y la necesidad de darle a mi hija Cheryl una vida algo mejor.

No sé muy bien qué había entre Edna y yo; tal vez eran unas corrientes confluyentes las que nos habían hecho acabar varados en la misma playa. Aunque —como sé muy bien— a veces el amor se construye sobre cimientos aún más frágiles. Y cuando aquella tarde entré en casa, me limité a preguntarle si quería venirse a Florida conmigo y dejarlo todo tal como estaba, y ella me dijo: «¿Por qué no? Tampoco tengo la agenda tan llena.»

lunes, 4 de octubre de 2010

Cine Prado, de Elena Poniatowska

Señorita:

A partir de hoy, debe usted borrar mi nombre de la lista de sus admiradores. Tal vez convendría ocultarte esta deserción, pero callándome, iría en contra de una integridad personal que jamás ha eludido las exigencias de la verdad. Al apartarme de usted, sigo un profundo viraje de mi espíritu, que se resuelve en el propósito final de no volver a contarme entre los espectadores de una película suya.

Esta tarde, más bien, esta noche, usted me destruyó. Ignoro si le importa saberlo, pero soy un hombre hecho pedazos. ¿Se da usted cuenta? Soy un aficionado que persiguió su imagen en la pantalla de todos los cines de estreno y de barrio, un crítico enamorado que justificó sus peores actuaciones morales y que ahora jura de rodillas separarse para siempre de usted aunque el simple anuncio de Fruto Prohibido haga vacilar su decisión. Lo ve usted, sigo siendo un hombre que depende de una sombra engañosa.

Sentado en una cómoda butaca, fui uno de tantos, un ser perdido en la anónima oscuridad, que de pronto se sintió atrapado en una tristeza individual, amarga y sin salida. Entonces fui realmente yo, el solitario que sufre y que le escribe. Porque ninguna mano fraterna se ha extendido para estrechar la mía. Cuando usted destrozaba tranquilamente mi corazón en la pantalla, todos se sentían inflamados y fieles. Hasta hubo en canalla que rió descaradamente, mientras yo la veía desfallecer en brazos de ese galán abominable que la condujo a usted al último extremo de la degradación humana.

Y un hombre que pierde de golpe todos sus ideales ¿no cuenta para nada, señorita?

viernes, 1 de octubre de 2010

Cuánto se divertían, de Isaac Asimov

Margie incluso lo escribió aquella noche en su diario, en la página encabezada con la fecha 17 de mayo de 2157. «¡Hoy, Tommy ha encontrado un libro auténtico!» 

Era un libro muy antiguo. El abuelo de Margie le había dicho una vez que, siendo pequeño, su abuelo le contó que hubo un tiempo en que todas las historias se imprimían en papel.

Volvieron las páginas, amarillas y rugosas, y se sintieron tremendamente divertidos al leer palabras que permanecían inmóviles, en vez de moverse como debieran, sobre una pantalla. Y cuando se volvía a la página anterior, en ella seguían las mismas palabras que se habían leído por primera vez.

-¡Será posible! -comentó Tommy-. ¡Vaya despilfarro! Una vez acabado el libro, sólo sirve para tirarlo, creo yo. Nuestra pantalla de televisión habrá contenido ya un millón de libros, y todavía le queda sitio para muchos más. Nunca se me ocurriría tirarla.

 -Ni a mí la mía -asintió Margie.

Tenía once años y no había visto tantos libros de texto como Tommy, que ya había cumplido los trece.

-¿Dónde lo encontraste? -preguntó la chiquilla.

-En mi casa -respondió él sin mirarla, ocupado en leer-. En el desván.

-¿Y de qué trata?

-De la escuela.

Margie hizo un mohín de disgusto.

-¿De la escuela? ¡Mira que escribir sobre la escuela! Odio la escuela.

Margie siempre había odiado la escuela, pero ahora más que nunca. El profesor mecánico le había señalado tema tras tema de geografía, y ella había respondido cada vez peor, hasta que su madre, meneando muy preocupada la cabeza, llamó al inspector.

Se trataba de un hombrecillo rechoncho, con la cara encarnada y armado con una caja de instrumental, llena de diales y alambres. Sonrió a Margie y le dio una manzana, llevándose luego aparte al profesor. Margie había esperado que no supiera recomponerlo. Sí que sabía. Al cabo de una hora poco más o menos, allí estaba de nuevo, grande, negro y feo, con su enorme pantalla, en la que se inscribían todas las lecciones y se formulaban las preguntas. Pero eso, al fin y al cabo no era tan malo. Margie detestaba sobre todo la ranura donde tenía que depositar los deberes y los ejercicios. Había que transcribirlos siempre al código de perforaciones que la obligaron a aprender cuando tenía seis años. El profesor mecánico calculaba la nota en menos tiempo que se precisa para respirar.

El inspector sonrió una vez acabada su tarea y luego, dando una palmadita en la cabeza de Margie, dijo a su madre:

-No es culpa de la niña, señora Jones. Creo que el sector geografía se había programado con demasiada rapidez. A veces ocurren estas cosas. Lo he puesto más despacio, a la medida de diez años. Realmente, el nivel general de los progresos de la pequeña resulta satisfactorio por completo...

Y volvió a dar una palmadita en la cabeza de Margie. Ésta se sentía desilusionada. Pensaba que se llevarían al profesor. Así lo habían hecho con el de Tommy, por espacio de casi un mes, debido a que el sector de historia se había desajustado.

-¿Por qué iba a escribir alguien sobre la escuela? -preguntó a Tommy.

El chico la miró con aire de superioridad.

-Porque es una clase de escuela muy distinta a la nuestra, estúpida. El tipo de escuela que tenían hace cientos y cientos de años. -Y añadió campanudamente, recalcando las palabras-: Hace siglos.

Margie se ofendió.

-De acuerdo, no sé qué clase de escuela tenían hace tanto tiempo. -Leyó por un momento el libro por encima del hombro de Tommy y comentó-: De todos modos, había un profesor.

-¡Pues claro que había un profesor! Pero no se trataba de un maestro normal. Era un hombre.

-¿Un hombre? ¿Cómo podía ser profesor un hombre?

-Bueno... Les contaba cosas a los chicos y a las chicas y les daba deberes para casa y les hacía preguntas.

-Un hombre no es lo bastante listo para eso.

-Seguro que sí. Mi padre sabe tanto como mi maestro.

-No lo creo. Un hombre no puede saber tanto como un profesor.

-Apuesto a que mi padre sabe casi tanto como él.

Margie no estaba dispuesta a discutir tal aserto. Así que dijo:

-No me gustaría tener en casa a un hombre extraño para enseñarme.

Tommy lanzó una aguda carcajada.

-No tienes ni idea, Margie. Los profesores no vivían en casa de los alumnos. Trabajaban en un edificio especial, y todos los alumnos iban allí a escucharles.

-¿Y todos los alumnos aprendían lo mismo?

-Claro. Siempre que tuvieran la misma edad...

-Pues mi madre dice que un profesor debe adaptarse a la mente del chico o la chica a quien enseña y que a cada alumno hay que enseñarle de manera distinta.

-En aquella época no lo hacían así. Pero si no te gusta, no tienes por qué leer el libro.

-Yo no dije que no me gustara -respondió con presteza Margie.

Todo lo contrario. Ansiaba enterarse de más cosas sobre aquellas divertidas escuelas. Apenas habían llegado a la mitad, cuando la madre de Margie llamó:

-¡Margie! ¡La hora de la escuela!

-Todavía no, mamá -suplicó Margie, alzando la vista.

-¡Ahora mismo! -ordenó la señora Jones-. Probablemente es también la hora de Tommy.

-¿Me dejarás leer un poco más del libro después de la clase? -pidió Margie a Tommy.

-Ya veremos -respondió él con displicencia.

Y se marchó acto seguido, silbando y con su polvoriento libro bajo el brazo. Margie entró en la sala de clase, próxima al dormitorio. El profesor mecánico ya la estaba esperando. Era la misma hora de todos los días, excepto el sábado y el domingo, pues su madre decía que las pequeñas aprendían mejor si lo hacían a horas regulares.

Se iluminó la pantalla y una voz dijo:

-La lección de aritmética de hoy tratará de la suma de fracciones propias. Por favor, coloque los deberes señalados ayer en la ranura correspondiente.

Margie obedeció con un suspiro. Pensaba en las escuelas antiguas, cuando el abuelo de su abuelo era un niño, cuando todos los chicos de la vecindad salían riendo y gritando al patio, se sentaban juntos en clase y regresaban en mutua compañía a casa al final de la jornada. Y como aprendían las mismas cosas, podían ayudarse mutuamente en los deberes y comentarlos.

Y los maestros eran personas...

El profesor mecánico destelló sobre la pantalla:

-Cuando sumamos las fracciones una mitad y un cuarto.

Margie siguió pensando en lo mucho que tuvo que gustarles la escuela a los chicos en los tiempos antiguos. Siguió pensando en cómo se divertían.

jueves, 30 de septiembre de 2010

Puertas marrones, de Ricardo Sumalavia

Mi padre nunca ansió tener muchos amigos, pero los pocos que llegaron a frecuentar la casa lo hacían con un gran respeto y consideración a sus años como agente municipal. Y este aprecio siempre les fue devuelto como era debido. No era de extrañarse, entonces, que lo buscaran para comunicarle que don Félix, su amigo, había muerto. Le contaron que había sido arrollado por un auto en el jirón Carabaya, frente a su taller de imprenta, justo cuando salía acompañado por sus operarios. «Fue absurdo», repetían estos mirando a mi padre y viéndose entre sí, como sobrevivientes de una inadvertida batalla. Agregaron que don Félix murió mientras era llevado dentro del taller. La ambulancia ya había sido llamada, pero solo llegó para certificar la muerte de quien aún yacía sobre una mesa, entre letras de molde y pliegos de papel, a la espera del fiscal de turno.

Le dijeron a mi padre que por su condición de amigo él era el indicado para darle la noticia a doña Lucía y sus hijos. La familia de don Félix vivía en la calle siguiente, al final de una larga cuadra elevada, semejante a una pendiente, que se truncaba en una plazoleta frente a la Iglesia Santa Ana. Mi padre se mantuvo sereno. Aceptó el encargo y luego muy cortésmente les pidió a aquellos hombres que se retiraran. Mi madre y yo lo vimos caminar hacia su cuarto y reaparecer con una casaca azul encima. Mi madre no lloró, pero su tristeza era evidente. Ambos intercambiaron una rápida mirada. Cuando mi padre subía el cierre de su casaca, se dirigió a mí y ordenó que me alistara, que iba a acompañarlo a la casa de la señora Lucía. Mi madre intervino y le sugirió que no era una buena idea; pero él ya estaba junto a la puerta marrón de nuestra casa, esperándome. Me alisté lo más pronto posible y, antes de cruzar la puerta, mi madre me pasó la mano por el cabello, alisándomelo, y me dijo que no peleara con los hijos de Lucía. Asentí y fui a reunirme con mi padre, quien tenía un par de metros avanzados.

miércoles, 29 de septiembre de 2010

El visitante, de Dylan Thomas

Las manos le pesaban, aunque toda la no­che las había tenido posadas sobre las sába­nas y no las había movido más que para lle­várselas a la boca y al alborotado corazón. Las venas, insalubres, torrentes azules, se precipi­taban hacia un blanco mar. A su lado una taza desportillada despedía un vaho de leche. Ol­fateó la mañana y supo entonces que los gallos volvían a asomar las crestas y cacareaban al Sol. ¿Qué eran aquellas sábanas que le envol­vían sino un sudario? ¿Y qué era aquel fati­goso tictac del reloj, situado entre los retra­tos de su madre y su difunta esposa, sino la voz de un viejo enemigo? El tiempo era lo su­ficientemente generoso como para dejar que el Sol llegara a la cama y lo bastante misericorde como para arrancárselo por sorpresa cuando se cernía la noche y más necesitado estaba él de luz roja y claro calor.

Rhiana estaba al cuidado de un muerto: acercó a aquellos labios muertos el borde des­cascarillado de la taza. Aquello que latía bajo las costillas era imposible que fuera el cora­zón. Los corazones de los muertos no laten. Mientras esperaba a ser amortajado y embal­samado, Rhiana le había abierto el pecho con una plegadora, le había extirpado el corazón y lo había metido en el reloj. La oyó decir por tercera vez: «Bébete la leche.» Y al sentir que su amargor se le deslizaba por la lengua y que las manos de ella le acariciaban la frente, supo que no estaba muerto. Aún vivía. Los meses, serpenteando entre secos días, seguían su cau­ce de millas y millas en pos de los años.

martes, 28 de septiembre de 2010

La mujer de Liñares, de Vlady Kociancich

Daisy A. de Liñares despertó una noche de junio para no dormirse nunca más. La muerte del sueño llegaría tarde a su conciencia, día tras día, hora tras hora, por negros pasadizos de angustia, pero ocurrió esa noche, como la voladura de un puente: primero la explosión, luego el humo, finalmente el vacío.

    Se encontró sentada en la cama, sin aire y temblando de estupor. Instintivamente había puesto una mano sobre la espalda de Liñares. La retiró con una brusquedad no menos instintiva. Espantada, comprendió que el primer movimiento en busca del cuerpo de Liñares pertenecía al pasado y al amor, el segundo a la repugnancia. Y se sintió caer en esa leve raya trazada por la fatalidad como en una grieta cuya hondura alcanzaba el centro de la tierra.

    Cuando pudo salir, vio que ya había prendido el velador, ya se deslizaba fuera de la cama, del dormitorio, hacia la sala, apretando llaves de luz, tiritando de frío en un camisón demasiado liviano, rogando que Liñares no se despertara.

lunes, 27 de septiembre de 2010

El nadador, de John Cheever

Era uno de esos domingos de mediados del verano, cuando todos se sientan y comentan:

-Anoche bebí demasiado. –Quizá uno oyó la frase murmurada por los feligreses que salen de la iglesia, o la escuchó de labios del propio sacerdote, que se debate con su casulla en el vestiarium, o en las pistas de golf y de tenis, o en la reserva natural donde el jefe del grupo Audubon sufre el terrible malestar del día siguiente.

-Bebí demasiado –dijo Donald Westerhazy.

-Todos bebimos demasiado –dijo Lucinda Merrill.

-Seguramente fue el vino –dijo Helen Westerhazy-. Bebí demasiado clarete.

Esto sucedía al borde de la piscina de los Westerhazy. La piscina, alimentada por un pozo artesiano que tenía elevado contenido de hierro, mostraba un matiz verde claro. El tiempo era excelente. Hacía el oeste se dibujaba un macizo de cúmulos, desde lejos tan parecido a una ciudad –vistos desde la proa de un barco que se acercaba- que incluso hubiera podido asignársele nombre. Lisboa. Hackensack. El sol calentaba fuerte. Neddy Merrill estaba sentado al borde del agua verdosa, una mano sumergida, la otra sosteniendo un vaso de ginebra. Era un hombre esbelto –parecía tener la especial esbeltez de la juventud- y, si bien no era joven ni mucho menos, esa mañana se había deslizado por su baranda y había descargado una palmada sobre el trasero de bronce de Afrodita, que estaba sobre la mesa del vestíbulo, mientras se enfilaba hacia el olor del café en su comedor. Podía habérsele comparado con un día estival, y si bien no tenía raqueta de tenis ni bolso de marinero, suscitaba una definida impresión de juventud, deporte y buen tiempo. Había estado nadando, y ahora respiraba estertorosa, profundamente, como si pudiese absorber con sus pulmones los componentes de ese momento, el calor del sol, la intensidad de su propio placer. Parecía que todo confluía hacia el interior de su pecho. Su propia casa se levantaba en Bullet Park, unos trece kilómetros hacia el sur, donde sus cuatro hermosas hijas seguramente ya habían almorzado y quizá ahora jugaban a tenis. Entonces, se le ocurrió que dirigiéndose hacia el suroeste podía llegar a su casa por el agua.

viernes, 24 de septiembre de 2010

El anillo, de Elena Garro

Siempre fuimos pobres, señor, y siempre fuimos desgraciados, pero no tanto como ahora en que la congoja campea por mis cuartos y corrales. Ya sé que el mal se presenta en cualquier tiempo y que toma cualquier forma, pero nunca pensé que tomara la forma de un anillo. Cruzaba yo la Plaza de los Héroes, estaba oscureciendo y la boruca de los pájaros en los laureles empezaba a calmarse. Se me había hecho tarde. "Quién sabe qué estarán haciendo mis muchachos", me iba yo diciendo. Desde el alba me había venido para Cuernavaca. Tenía yo urgencia de llegar a mi casa, porque mi esposo, como es debido cuando uno es mal casada, bebe, y cuando yo me ausento se dedica a golpear a mis muchachos. Con mis hijos ya no se mete, están grandes señor, y Dios no lo quiera, pero podrían devolverle el golpe. En cambio con las niñas se desquita. Apenas salía yo de la calle que baja del mercado, cuando me cogió la lluvia. Llovía tanto, que se habían formado ríos en las banquetas. Iba yo empinada para guardar mi cara de la lluvia cuando vi brillar a mi desgracia en medio del agua que corría entre las piedras. Parecía una serpientita de oro, bien entumida por la frescura del agua. A su lado se formaban remolinos chiquitos. .

"¡Ándale, Camila, un anillo dorado!" y me agaché y lo cogí. No fue robo. La calle es la calle y lo que pertenece a la calle nos pertenece a todos. Estaba bien frío y no tenía nin­guna piedra: era una alianza. Se secó en la palma de mi ma­no y no me pareció que extrañara ningún dedo, porque se me quedó quieto y se entibió luego. En el camino a mi casa me iba yo diciendo: "Se lo daré a Severina, mi hijita mayor".

jueves, 23 de septiembre de 2010

A cajón cerrado, de Marcelo Birmajer

Me había pasado el día intentando escribir esa bibliográfica. Pretendía leer el libro en las tres primeras horas de la mañana y escribir el comentario pasado el mediodía. Pero había logrado finalizar la lectura cuando se iba la luz de la tarde, a duras penas, salteándome varias páginas.

Me jacto de ser un comentarista que lee completos los libros que reseña; y si el libro es tan arduo que me aparta de este principio, sencillamente no lo reseño.

No podía cargar sobre el autor la entera culpa de que aquella breve novela no permitiera ser leída de un tirón. En los últimos meses había ido desarrollando una suerte de afección simbólica: sin importar la calidad del texto, me costaba más leer cuando me pagaban por hacerlo.

Este libro en particular no era malo, pero se notaba que el autor había perdido las riendas de un cuento, finalmente convertido en novela corta. Los editores habían creído conveniente presentarlo como una novela a secas. Lo cierto es que aquello no era un cuento largo sino alargado, y la diferencia entre estas dos palabras se advertía, desventajosamente, en la factura última del relato. Se llamaba La señora de Osmany, y trataba de una viuda que recurría a la policía tras escuchar durante días, a altas horas de la noche, violentos golpes de martillo en el piso de abajo. El incidente derivaba en una historia policial de homicidio, enigma y, quizá, fantasmas.

Recién pude sentarme frente al libro con ánimo crítico y productivo cuando mi hijo se hubo dormido, cerca de las doce de la noche. Y aún tuve que esperar una buena media hora a que mi mujer se quitara el maquillaje y se metiera en la cama, para comenzar a tipear las primeras letras sin temor a ruidos imprevistos.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Noche de póquer, de John Updike

La fábrica había estado trabajando hasta muy tarde, ya que los detallistas tenían prisa por proveerse de existencias para la Navidad, aunque todavía estábamos en agosto; por consiguiente, tomé un tentempié de camino hacia la casa del médico, y proyecté ir directamente después a jugar al póquer. En realidad, a mi esposa le gusta que de vez en cuando no vuelva a casa por la tarde; esto le da la oportunidad de prescindir de la cena y remediar un poco el problema de su peso.

El doctor se había trasladado de su viejo consultorio de Poblar a uno de esos nuevos centros médicos emplazados justo detrás del parque en el que hubo un campo durante muchos años, cuando yo era niño, y en el que recuerdo que los italianos cultivaban alubias escarlata, miles y miles de estas robustas plantas. El nuevo centro tiene iluminación indirecta en todos los techos, alfombras de pared a pared, y aire acondicionado en la sala de espera; pero las puertas son tan delgadas que podrían romperse fácilmente con el puño, y se puede oír a los otros médicos y pacientes a través de las paredes, todo lo que dicen, incluso su respiración.

Lo que me dijo el médico no me satisfizo mucho. En realidad, cada vez que yo trataba de hacerme ilusiones la cosa parecía empeorar.

martes, 21 de septiembre de 2010

La voz del enemigo, de Juan Villoro

Cuando existía la ciudad de México yo usaba un hermoso casco amarillo. En lo alto de un poste escuchaba conversaciones telefónicas. El cielo era una maraña de cables; la electricidad vibraba, envuelta en plásticos suaves. De vez en cuando una chispa gorda, azul, caía a la calle. Ese momento me justificaba en el poste. Mi cinturón estaba repleto de herramientas pero yo prefería unas pinzas cortas, con dientes de perico. Su mordisco corregía la herida, la luz volvía a correr.

Enfrente había un cine; sobre la marquesina se alzaba un castillo de cartón. Al fondo, un edificio encendía sus focos rojos para protegerlo de los aviones. Los motores hacían ruido pero resultaba imposible verlos en el cielo espeso.

El Supervisor Eléctrico exigía una oreja atenta a los cables. Los enemigos avanzaban hacia nosotros. Yo no sabía quiénes eran pero sabía que avanzaban: había que oír llamadas, buscar en ellas algo raro. Una tarde de lluvia, atado al poste, escuché una voz peculiar. La mujer hablaba como si quisiera esconderse; en tono suave, asustado, pronunció “alpiste”, “fulgor”, “magnolia”, “balcón roto”. Yo estaba ahí para seguir conversaciones y garantizar que fluyeran sin sorpresas. Oí esas palabras sueltas, que vibraban como una clave insensata. Tenía que denunciarlas, pero no hice nada; dejé que alguien, en otra parte, entendiera lo que a mí se me escapaba.

A los pocos días supe de las palmeras carbonizadas. Los enemigos incendiaron un barrio donde aún quedaban plantas. Fijo en mi poste, ignoraba si la ciudad se dilataba o encogía. A veces las tropas leales hablaban por los cables, entre cornetas y clarines; luego una bomba, la áspera voz de otra milicia.

En la esquina de enfrente sucedió algo raro; el casco amarillo no se movió en muchas horas. Traté de avisar que mi colega había muerto; los dedos me sangraron marcando números ocupados. Mientras veía el casco inerte, volví a escuchar las palabras suaves, temerosas: “alcoba”, “canela”, “estatua”. Imaginé, con minuciosa envidia, que esas palabras significaban un mensaje para otra gente. Para mí sólo era tristes. Tampoco entonces hablé con el Supervisor Eléctrico.

Una madrugada me sacudió una explosión. Abrí la caja de registros; los sensores fotoeléctricos despedían humo pútrido. Encendí mi linterna; me quedaban pilas para unas semanas pero algo me hizo saber que no duraría tanto en el poste.

El Supervisor decía en sus llamadas: “quien domina los cables domina la ciudad”. Los enemigos habían cortado la luz, el cine ardía en una nube rojiza, pero los teléfonos funcionaban. Oí a la mujer decir “fragancia”, “planetas”, “caramelos”, “piedras lisas”. No pude delatarla. Lentamente, con terror, con precisa crueldad, entendí cuán maravillosa era la voz del enemigo.

Debo haber dormido cuando bajaron al colega del poste de enfrente. Luego llegó mi turno; una mano enguantada me jaló por la espalda. Estaba intoxicado de tanto respirar aquel aire maligno y no supe cómo salí de la ciudad incendiada.

Desde hace semanas, tal vez meses, vivo en un cuarto con paredes metálicas. En una computadora me mostraron una foto terrible. Se llama Ciudad de los palacios y registra el cine con su castillo de cartón, el alto edificio al fondo, los cables que una vez cuidé. “Son 67”, dijo la voz de mi captor. Era cierto. Tuve a mi cargo 67 cables y los protegí de nuestros imprecisos enemigos. Durante días indistinguibles de las noches salvé la luz y las llamadas. Sólo una vez dañé un cable a propósito. Ocurrió unos días antes de bajar del poste.

De la ciudad sólo quedan fotografías. Si indicara el cable dañado, mis guardianes podrían entrar al laberinto, seguir el hilo hasta otra fotografía, hasta la casa donde vivió esa voz distinta. Frente a mí están los 67 cables que formaron mi vida. Uno de ellos puede llevarlos a la mujer. Sé cuál es. Pero no voy a decirlo.