viernes, 29 de octubre de 2010

El cuento envenenado, de Rosario Ferré

Y el rey le dijo al sabio Ruyán:

–Sabio, no hay nada escrito.

–Da la vuelta a unas hojas más.

El rey giró otras páginas más y no transcurrió mucho tiempo

sin que circulara el veneno rápidamente por su cuerpo, ya que el libro

estaba envenenado. Entonces el rey se estremeció, dio un grito y dijo:

–El veneno corre a través de mí.

Las mil y una noches



Rosaura vivía en una casa de balcones sombreados por enredaderas tupidas y se pasaba la vida ocultándose tras ellos para leer libros de cuentos. Rosaura. Rosaura. Era una joven triste, que casi no tenía amigos; pero nadie podía adivinar el origen de su tristeza. Como quería mucho a su padre, cuando éste se encontraba en la casa se la oía cantar y reír por pasillos y salones, pero cuando él se marchaba al trabajo desaparecía como por arte de magia y se ponía a leer cuentos.

Sé que debería levantarme y atender a los deudos, volver a pasar la bandeja de café por entre mis clientas y la del coñac por entre sus insufribles esposos, pero me siento agotada. Lo único que quiero ahora es descansar los pies, que tengo aniquilados; dejar que las letanías de mis vecinas se desgranen a mi alrededor como un interminable rosario de tedio. Don Lorenzo era un hacendado de caña venido a menos, que sólo trabajando de sol a sol lograba ganar lo suficiente para el sustento de la familia. Primero Rosaura y luego Lorenzo. Es una casualidad sorprendente. Amaba aquella casa que la había visto nacer, cuyas galerías sobrevolaban los cañaverales como las de un buque orzado a toda vela. La historia de la casa alimentaba su pasión por ella, porque sobre sus almenas había tenido lugar la primera resistencia de los criollos a la invasión hacía ya casi cien años. Al pasearse por sus salas y balcones, don Lorenzo sentía inevitablemente encendérsele la sangre y le parecía escuchar los truenos de los mosquetes y los gritos de guerra de quienes en ella habían muerto en defensa de la patria. En los últimos años, sin embargo, se había visto obligado a hacer sus paseos por la casa con más cautela, ya que los huecos que perforaban los pisos eran cada vez más numerosos, pudiéndose ver, al fondo abismal de los mismos, el corral de gallinas y puercos que la necesidad le obligaba a criar en los sótanos. A pesar de estas desventajas, a don Lorenzo jamás se le hubiese ocurrido vender su casa o su hacienda. Como la zorra del cuento, se encontraba convencido de que un hombre podía vender su piel, su pezuña y hasta sus ojos, pero que la tierra, como el corazón, jamás se vende.

jueves, 28 de octubre de 2010

Yzur, de Leopoldo Lugones

Compré el mono en el remate de un circo que había quebrado.La primera vez que se me ocurrió tentar la experiencia a cuyo relato están dedicadas estas líneas, fue una tarde, leyendo no sé dónde, que los naturales de Java atribuían la falta de lenguaje articulado en los monos a la abstención, no a la incapacidad. "No hablan, decían, para que no los hagan trabajar".

Semejante idea, nada profunda al principio, acabó por preocuparme hasta convertirse en este postulado antropológico:

Los monos fueron hombres que por una u otra razón dejaron de hablar. El hecho produjo la atrofia de sus órganos de fonación y de los centros cerebrales del lenguaje; debilitó casi hasta suprimirla la relación entre unos y otros, fijando el idioma de la especie en el grito inarticulado, y el humano primitivo descendió a ser animal.

Claro es que si llegara a demostrarse esto quedarían explicadas desde luego todas las anomalías que hacen del mono un ser tan singular; pero esto no tendría sino una demostración posible: volver el mono al lenguaje.

Entre tanto había corrido el mundo con el mío, vinculándolo cada vez más por medio de peripecias y aventuras. En Europa llamó la atención, y de haberlo querido, llego a darle la celebridad de un Cónsul; pero mi seriedad de hombre de negocios mal se avenía con tales payasadas.

Trabajado por mi idea fija del lenguaje de los monos, agoté toda la bibliografía concerniente al problema, sin ningún resultado apreciable. Sabía únicamente, con entera seguridad, que no hay ninguna razón científica para que el mono no hable. Esto llevaba cinco años de meditaciones.

miércoles, 27 de octubre de 2010

El pequeño tesoro de cada cual, de Liliana Heker

La puerta cancel abriéndose apenas. Asomada en la rendija, la cara de una mujer de pelo gris. Sonreía. Inesperadamente, el dibujo de un libro fulguró en la cabeza de Ana, ¿Alicia en el País de las Maravillas? Un gato sonriente que se borraba. No de golpe: se desdibujaba paso a paso, primero la cola, después el cuerpo, por fin la cabeza, hasta que sólo permanecía la sonrisa, rígida, descomunal, suspendida de la nada. Esto era lo mismo pero al revés. Como si la sonrisa hubiese estado allí antes de que la puerta se entreabriera. Esperándola.

-Qué se le ofrece, señorita.

La pregunta de la mujer, en cambio, no indicaba que la esperase. Curioso, con tanta propaganda como había habido, pero en fin. Ana adoptó (le parecía) cierta inflexión de funcionaria.

-Es por el censo nacional, señora. Yo soy la censista.

-¡Ay, la censista! -la exclamación de la mujer fue sorprendente: una mezcla de saludo entusiasta y de lamento- Le dije a mi hija que usted iba a venir al mediodía, pero ella...

Dejó la frase suspendida en el aire. Esta mujer deja todo suspendido en el aire, se le ocurrió a Ana.

-Lo siento- dijo-, una llega a la hora que puede.

-Por supuesto, mi hijita- la mujer abrió la puerta. Pase, por favor, se la va a llevar el viento con ese cuerpito.

Así enflaquecida por la mujer, Ana notó que tenía hambre. ¿O era por el olor? Olor a comida sustanciosa seduciéndola apenas dejó atrás el zaguán.

La estrella sobre el bosque, de Stefan Zweig

Un día, cuando el diligente y apuesto camarero François se inclinó sobre el hombro de la bella condesa polaca Ostrovska, sucedió algo extraño. Sólo duró un segundo y no fue un estremecimiento o un sobresalto, un temblor o una emoción. Y, sin embargo, fue uno de esos segundos que abarcan miles de horas y de días llenos de júbilo y tormento, como el vigor vehemente de los grandes y fragorosos robles con todas sus ramas que se mecen y sus copas que se inclinan está contenido en un solo granito de semilla. En ese segundo no sucedió nada visible. François, el dúctil camarero del gran hotel de la Riviera se inclinó aún más, para presentar con mayor comodidad la fuente al cuchillo indeciso de la condesa. Pero su rostro descansó ese momento a pocos centímetros de las ondas dulcemente rizadas y perfumadas de su cabeza, y, cuando instintivamente alzó la mirada devota, sus ojos turbados vieron la suave y luminosa línea blanca con la que su cuello surgía de esa marea oscura y se perdía en el vestido rojo oscuro abullonado. Una llamarada color púrpura lo invadió. Y el cuchillo vibró suavemente en la fuente, presa de un imperceptible temblor. Aunque en ese segundo François intuyó las graves consecuencias de este repentino hechizo, dominó hábilmente su agitación y siguió sirviendo con el entusiasmo reservado y un poco galante de un garçon de buen gusto. Alargó la fuente con movimiento medido al acompañante habitual de la condesa, un aristócrata maduro dotado de una imperturbable elegancia, que relataba cosas indiferentes con entonación refinadamente acentuada y en un francés cristalino. Luego se apartó de la mesa sin alterar su mirada y su gesto. Estos minutos fueron el comienzo de un estado de ensueño muy extraño y ferviente, de un sentimiento tan impetuoso y exaltado que apenas le corresponde el término grave y noble de amor. Era ese amor, de fidelidad canina y desprovisto de deseos, que los seres humanos generalmente no experimentan en la flor de su vida, que sólo sienten las personas muy jóvenes o muy ancianas. Un amor sin reflexión, que sólo sueña y no piensa. Olvidó por completo ese injusto y, sin embargo, inalterable desprecio que incluso personas inteligentes y circunspectas manifiestan hacia seres humanos que visten el frac de camarero; no especuló sobre posibilidades y casualidades, sino que aumentó en su sangre esa extraña inclinación hasta que su profundidad escapó a toda burla y crítica. Su ternura no era la de las miradas secretamente alusivas y al acecho, la temeridad de los gestos atrevidos que de repente se desata, la pasión sin sentido de labios sedientos y manos temblorosas; era una aplicación silenciosa, un prevalecer de aquellos pequeños servicios que son tanto más excelsos y sagrados en su modestia cuanto que permanecen a sabiendas ocultos. Después de la cena alisaba las arrugas del mantel delante de la silla de la condesa con dedos tan tiernos y dulces como quien acaricia las manos queridas y plácidas de una mujer; colocaba las cosas en su proximidad con simetría devota, como si las dispusiera para una fiesta. Con el mayor cuidado llevaba las copas que habían tocado sus labios a su estrecha y poco aireada buhardilla y de noche las dejaba relucir a la luz perlada de la luna como si fueran joyas preciosas. Constantemente era, desde cualquier rincón, el secreto observador de sus movimientos y actividades. Bebía sus palabras como quien paladea lascivamente un vino dulce y de perfume embriagador. y recogía las palabras y las órdenes ávido como los niños la rápida pelota en el juego. Así su alma embelesada introdujo en su pobre e indiferente vida un brillo cambiante y opulento. Nunca se le ocurrió la sabia necesidad de trasponer todo el episodio a las palabras frías y destructivas de la realidad de que el miserable camarero François amaba a una condesa exótica y eternamente inalcanzable. Porque él no la sentía como realidad, sino como algo excelso, muy lejano, que bastaba con su reflejo de la vida. Amaba el imperioso orgullo de sus órdenes, el ángulo dominante de sus cejas negras que casi se tocaban, el pliegue indómito alrededor de la boca fina, la gracia segura de sus gestos. La sumisión le parecía a François algo natural y sentía como dicha la proximidad humillante del servicio modesto, porque gracias a ella podía entrar tan a menudo en el círculo seductor que rodeaba a su amada.

martes, 26 de octubre de 2010

La madre de Ernesto, de Abelardo Castillo

Si Ernesto se enteró de que ella había vuelto (cómo había vuelto), nunca lo supe, pero el caso es que poco después se fue a vivir a El Tala, y, en todo aquel verano, sólo volvimos a verlo una o dos veces. Costaba trabajo mirarlo de frente. Era como si la idea que Julio nos había metido en la cabeza -porque la idea fue de él, de Julio, y era una idea extraña, turbadora: sucia- nos hiciera sentir culpables. No es que uno fuera puritano, no. A esa edad, y en un sitio como aquél, nadie es puritano. Pero justamente por eso, porque no lo éramos, porque no teníamos nada de puros o piadosos y al fin de cuentas nos parecíamos bastante a casi todo el mundo, es que la idea tenía algo que turbaba. Cierta cosa inconfesable, cruel. Atractiva. Sobre todo, atractiva.      

Fue hace mucho. Todavía estaba el Alabama, aquella estación de servicio que habían construido a la salida de la ciudad, sobre la ruta. El Alabama era una especie de restorán inofensivo, inofensivo de día, al menos, pero que alrededor de medianoche se transformaba en algo así como un rudimentario club nocturno. Dejó de ser rudimentario cuando al turco se le ocurrió agregar unos cuartos en el primer piso y traer mujeres. Una mujer trajo.      

–¡No!      

–Sí. Una mujer.      

–¿De dónde la trajo?      

sábado, 23 de octubre de 2010

La condición inhumana, de Clive Barker

—¿Has sido tú, eh? —inquirió Red, sujetando al vagabundo por el hombro de la escuálida gabardina.

—¿A qué te refieres? —repuso la cara cubierta de mugre.

Analizaba al cuarteto de jóvenes que lo habían arrinconado con ojos de roedor. El túnel en el que lo habían pescado orinando se encontraba alejado de toda esperanza de ayuda; todos lo sabían, y él también.

—No sé de qué me estás hablando —aseguró.

—Te has estado mostrando a los niños —le dijo Red.

El hombre meneó la cabeza; un hilillo de baba se le escurrió por el labio y fue a caer a la mata apelotonada de barba.

—Yo no he hecho nada —insistió.

Brendan se aproximó al hombre; sus pesados pasos resonaron huecos en el túnel.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó con engañosa amabilidad.

Aunque no poseía la actitud imponente de Red y era mas bajo, la cicatriz que marcaba la mejilla de Brendan desde la sien hasta la mandíbula sugería que conocía el sufrimiento, tanto por haberlo recibido como por haberlo infligido.

viernes, 22 de octubre de 2010

Los donguis, de Juan Rodolfo Wilcock

I

Suspendida verticalmente del gris como esas cortinas de cadenitas que impiden la entrada de las moscas en las lecherías sin cerrar el paso al aire que las sustenta ni a las personas, la lluvia se elevaba entre la Cordillera y yo cuando llegué a Mendoza, impidiéndome ver la montaña aunque presentía su presencia en las acequias que parecían bajar todas de la misma pirámide.

Al día siguiente por la mañana subí a la terraza del hotel y comprobé que efectivamente las cumbres eran blancas bajo las aberturas del cielo entre las nubes nómades. No me asombraron en parte por culpa de una tarjeta postal con una vista banal de Puente del Inca comprada al azar en un bazar que luego resultó ser distinta de la realidad; como a muchos viajeros de lejos me parecieron las montañas de Suiza.

El día del traslado me levanté antes de la aurora y me pertreché en la humedad con luz de eclipse. Partimos a las siete en automóvil; me acompañaban dos ingenieros, Balsa y Balsocci, realmente incapaces de distinguir un anagrama de un saludo. En los arrabales el alba empezaba a alumbrar cactos deformes sobre montículos informes: crucé el río Mendoza, que en esta época del año se destaca más que nada por su estruendo bajo el rayo azul que enfocan hacia el fondo del valle las luces nítidas de verano, sin mirarlo, y luego penetramos en la montaña.

jueves, 21 de octubre de 2010

La Casa de los Deseos, de Rudyard Kipling

La nueva visitadora de la iglesia acababa de marcharse tras pasar veinte minutos en la casa. Mientras estuvo ella, la señora Ashcroft había hablado con el acento propio de una cocinera anciana, experimentada y con una buena jubilación que había vivido mucho en Londres. Por eso ahora estaba tanto más dispuesta a recuperar su forma de hablar de Sussex, que le resultaba más fácil, cuando llegó en el autobús la señora Fettley, que había recorrido cincuenta kilómetros para verla aquel agradable sábado de marzo. Eran amigas desde la infancia, pero últimamente el destino había hecho que no se pudieran ver sino de tarde en tarde.

Ambas tenían mucho que decirse, y había muchos cabos sueltos que atar desde la última vez, antes de que la señora Fettley, con su bolsa de retazos para hacer una colcha., ocupara el sofá bajo la ventana que daba al jardín y al campo de fútbol del valle de abajo.

-Casi todos se han apeado en Bush Tye para el partido de hoy -explicó-, de manera que me quedé sola la última legua y media. ¡Anda que no hay baches!

-Pero a ti no te pasa nada -dijo su anfitriona-. Por ti no pasan los años, Liz.

La señora Fettley sonrió e intentó combinar dos retazos a su gusto.

-Sí., y si no ya me habría roto la columna hace veinte años. Seguro que ni te acuerdas cuando me decían que estaba bien fuerte. ¿A que no?

miércoles, 20 de octubre de 2010

Los amos, de Juan Bosch

Cuando ya Cristino no servía ni para ordeñar una vaca, don Pío lo llamó y le dijo que iba a hacerle un regalo.

      -Le voy a dar medio peso para el camino. Usté esta muy mal y no puede seguir trabajando. Si se mejora, vuelva.

      Cristino extendió una mano amarilla, que le temblaba.

      -Mucha gracia, don. Quisiera coger el camino ya, pero tengo calentura.

      -Puede quedarse aquí esta noche, si quiere, y hasta hacerse una tisana de cabrita. Eso es bueno.

      Cristino se había quitado el sombrero, y el pelo abundante, largo y negro le caía sobre el pescuezo. La barba escasa parecía ensuciarle el rostro, de pómulos salientes.

      -Ta bien, don Pío -dijo-; que Dio se lo pague.

      Bajó lentamente los escalones, mientras se cubría de nuevo la cabeza con el viejo sombrero de fieltro negro. Al llegar al último escalón se detuvo un rato y se puso a mirar las vacas y los críos.

      -Que animao ta el becerrito -comentó en voz baja.

      Se trataba de uno que él había curado días antes. Había tenido gusanos en el ombligo y ahora correteaba y saltaba alegremente.

martes, 19 de octubre de 2010

La mosca, de Katherine Mansfield

-Pues sí que está usted cómodo aquí -dijo el viejo señor Woodifield con su voz de flauta. Miraba desde el fondo del gran butacón de cuero verde, junto a la mesa de su amigo el jefe, como lo haría un bebé desde su cochecito. Su conversación había terminado; ya era hora de marchar. Pero no quería irse. Desde que se había retirado, desde su... apoplejía, la mujer y las chicas lo tenían encerrado en casa todos los días de la semana excepto los martes. El martes lo vestían y lo cepillaban, y lo dejaban volver a la ciudad a pasar el día. Aunque, la verdad, la mujer y las hijas no podían imaginarse qué hacía allí. Suponían que incordiar a los amigos... Bueno, es posible. Sin embargo, nos aferramos a nuestros últimos placeres como se aferra el árbol a sus últimas hojas. De manera que ahí estaba el viejo Woodifield, fumándose un puro y observando casi con avidez al jefe, que se arrellanaba en su sillón, corpulento, rosado, cinco años mayor que él y todavía en plena forma, todavía llevando el timón. Daba gusto verlo.

Con melancolía, con admiración, la vieja voz añadió:

-Se está cómodo aquí, ¡palabra que sí!

-Sí, es bastante cómodo -asintió el jefe mientras pasaba las hojas del Financial Times con un abrecartas. De hecho estaba orgulloso de su despacho; le gustaba que se lo admiraran, sobre todo si el admirador era el viejo Woodifield. Le infundía un sentimiento de satisfacción sólida y profunda estar plantado ahí en medio, bien a la vista de aquella figura frágil, de aquel anciano envuelto en una bufanda.

viernes, 15 de octubre de 2010

¡Magia!, de Sergio Bizzio

—Yo leo el pensamiento —dijo Julián.

Hacía media hora que Ronnie estaba sentado en el borde de la barranca, con las piernas colgando y la vista clavada en el río. Eran las once de la mañana de un día de fines de ene­ro y hacía mucho calor, tanto que se veía. El muelle al final de la playa, el isleño que cruzaba el río en canoa, los juncos al otro lado de la barranca, todo ondulaba impreso en una delgadísima tela inexistente (pero transparente). Ronnie al­zó la vista y vio a un chico de su misma edad (12 años). Era el chico que había estado observándolo de lejos un rato an­tes. Un chico con cara de nada, regordete y de pelo lacio, con un flequillo que le cubría las cejas. Ronnie no lo había oído llegar. Durante un segundo se mostró sorprendido, pe­ro enseguida lo descartó y volvió a mirar el río. El chico le dijo entonces que leía el pensamiento.

—¿Por qué decís que tengo cara de boludo? —añadió.

—¿Yo dije eso?

—No, bueno, no lo dijiste, lo pensaste —dijo Julián.

jueves, 14 de octubre de 2010

El armario viejo, de Charles Dickens

Eran las diez de la noche. En la hostería de los Tres Pichones, de Abbeylands, un viajero, joven aún, se había retirado a su cuarto, y de pie, cruzados los brazos contra el pecho, contemplaba el contenido de un baúl que acababa de abrir.

-Bueno, todavía debo sacar algún partido de lo que me queda -dijo-. Sí; en este baúl puedo invocar un genio no menos poderoso que el de Las mil y una noches: el genio de la venganza..., y quizá también el de la riqueza... ¿Quién sabe?... Empecemos antes por el primero.

Quien hubiese visto el contenido del baúl, más bien habría pensado que su dueño no debería hacer mejor cosa que llevárselo a un trapero, pues todo eran ropas, en su mayor parte pertenecientes, por su tela y forma, a las modas de otro siglo, excepto uno o dos vestidos de mujer; pero ¿qué podía hacer de un traje de mujer el joven cuya imaginación se exaltaba de ese modo ante aquel guardarropa híbrido? No eran días de Carnaval...

-¡Alto! Dan las diez -repuso de pronto-. Tengo que apresurarme, no vaya a cerrar la tienda ese bribón.

Y hablando consigo mismo se abrochó el frac, se echó encima un capote de caza, bajó, franqueó la puerta, siguió por la calle Mayor hasta recorrerla casi toda, torció por una calleja y se detuvo ante el escaparate de un comercio.

miércoles, 13 de octubre de 2010

La recompensa, de Félix Pita Rodríguez

Los ojos de Marta se clavaron en el cuerpecito arrugado y empequeñecido por la fiebre. ¿Dónde estaría aquella bolita que corría por dentro y era el mal? Nicolasa había vuelto a ponerle en el costado la mano grande y obscura, como quemada.

—Cuando el mal se encarama por encima en la enjundia de las costillas, ya una no tiene fuerzas para atajarlo, Marta. Eso es lo que pasa.

—¿Y ya le va por ahí?

—Tócale aquí y lo sentirás.

—¿Dónde?

—Aquí, por el filo de las costillas. Es como una bolita que se mueve.

—Yo no la siento. Pero debe ser la ignorancia, Nicolasa.

—Eso debe ser.

Volvió a apoyar el índice, levantándolo un poco para que la uña sucia no se le hundiera en la piel de la niña, pero la bolita del mal se deslizaba, negándosele.

—No, no la siento.

—No importa. Ahí está subiendo. Se agarra a las costillas para llegar al corazón.

—¿Eso quiere decir que se va a morir?

martes, 12 de octubre de 2010

El pescador y su alma, de Oscar Wilde

Todas las tardes el joven Pescador se internaba en el mar, y arrojaba sus redes al agua.

Cuando el viento soplaba desde tierra, no lograba pescar nada, porque era un viento malévolo de alas negras, y las olas se levantaban empinándose a su encuentro. Pero en cambio, cuando soplaba el viento en dirección a la costa, los peces subían desde las verdes honduras y se metían nadando entre las mallas de la red y el joven Pescador los llevaba al mercado para venderlos.

Todas las tardes el joven Pescador se internaba en el mar. Un día, al recoger su red, la sintió tan pesada que no podía izarla hasta la barca. Riendo , se dijo:

-O bien he atrapado todos los peces del mar, o bien es algún monstruo torpe que asombrará a los hombres, o acaso será algo espantoso que la gran Reina tendrá deseos de contemplar.

Haciendo uso de todas sus fuerzas fue izando la red, hasta que se le marcaron en relieve las venas de los brazos. Poco a poco fue cerrando el círculo de corchos, hasta que, por fin, apareció la red a flor de agua.

Sin embargo no había cogido pez alguno, ni monstruo, ni nada pavoroso; sólo una sirenita que estaba profundamente dormida.

Su cabellera parecía vellón de oro, y cada cabello era como una hebra de oro fino en una copa de cristal. Su cuerpo era del color del marfil, y su cola era de plata y nácar. De plata y nácar era su cola y las verdes hierbas del mar se enredaban sobre ella; y como conchas marinas eran sus orejas, y sus labios eran como el coral. Las olas frías se estrellaban sobre sus fríos senos, y la sal le resplandecía en los párpados bajos.

viernes, 8 de octubre de 2010

Una de Terror, Pablo De Santis

Tengo una caja de cartón a la que llamo “la caja de los tesoros”. Seguramente a nadie le podrían parecer tesoros más que a mí. Hay un soldado de plomo del ejército napoleónico al que le falta un brazo, un yo­yo “profesional” Russell, un cortaplumas roto, una brú­jula con el cristal astillado, una figurita de El Zorro (la única que me quedó de las miles que junté cuando era chico) y una postal que me envió una novia desde algu­na playa. En la postal solamente se ve una ola, y nada más, y en el reverso ella me escribió: “¿Viste alguna vez una postal más estúpida que ésta?” Si cualquier persona se asomara a esa caja (desde luego, ese acto se­ría castigado con la pena de muerte) no podría advertir cuál es el objeto más extraño de todos, y quizás el más precioso: un pedacito de papel viejo, quebradizo, casi quemado, encerrado en un sobre. En el papel no puede leerse casi nada. Es apenas una huella.

Cuando tenía doce años empecé a dibujar his­torietas. En ese momento la mayoría de los chicos leían las revistas mexicanas de Batman, Superman, Fanto­mas, La Pequeña Lulú, y las chicas Susy, Secretos del corazón; a mí me gustaban, en cambio, las de terror. Era difícil conseguirlas, no estaban en todos los quioscos sino en ferias de plazas o en viejas librerías. Había dos: Doctor Tetrick y Doctor Mortis. En una de ellas vi una página —en la revista decía que era la única que se conservaba— de un dibujante llamado Ashton Forbes. A partir de ahí empecé a seguir los pasos de Forbes y pude conocer su historia, aunque de poco me sirvió.

jueves, 7 de octubre de 2010

Los ojos de Lina, de Clemente Palma

El teniente Jym de la Armada inglesa era nues­tro amigo. Cuando entró en la Compañía Inglesa de Vapores le veíamos cada mes y pasábamos una o dos noches con él en alegre francachela. Jym había pasado gran parte de su juventud en Norue­ga, y era un insigne bebedor de wisky y de ajenjo; bajo la acción de estos licores le daba por cantar con voz estentórea lindas baladas escandinavas, que después nos traducía. Una tarde fuimos a despedirnos de él a su camarote, pues al día si­guiente zarpaba el vapor para San Francisco. Jym no podía cantar en su cama a voz en cuello, como tenía costumbre, por razones de disciplina naval, y resolvimos pasar la velada refiriéndonos histo­rias y aventuras de nuestra vida, sazonando las relaciones con sendos sorbos de licor. Serían las dos de la mañana cuando terminamos los visitan­tes de Jym nuestras relaciones; sólo Jym faltaba y le exigimos que hiciera la suya. Jym se arre­llanó en un sofá; puso en una mesita próxima una pequeña botella de ajenjo y un aparato para des­tilar agua; encendió un puro y comenzó a hablar del modo siguiente:

No voy a referiros una balada ni una leyenda del Norte, como en otras ocasiones; hoy se trata de una historia verídica, de un episodio de mi vida de novio. Ya sabéis que, hasta hace dos años, he vivido en Noruega; por mi madre soy noruego, pero mi padre me hizo súbdito inglés. En Norue­ga me casé. Mi esposa se llama Axelina o Lina, como yo la llamo, y cuando tengáis la ventolera de dar un paseo por Christhianía, id a mi casa, que mi esposa os hará con mucho gusto los ho­nores.

miércoles, 6 de octubre de 2010

Jeffty tiene cinco años, de Harlan Ellison

Cuando yo tenía cinco años, había un niño con quien solía jugar: Jeffty. Su verdadero nombre era Jeff Kinzer, pero todos los que jugábamos con él le llamábamos Jeffty. Los dos teníamos cinco años y pasamos muy buenos ratos juntos.

Cuando yo tenia cinco años, un helado de chocolate Clark era tan grueso como una barra de Louisville. Tenía unos quince centímetros de longitud, y utilizaban verdadero chocolate para recubrirlo, y crujía de un modo muy agradable al morderlo por el centro; además, el papel en que lo envolvían olía a cosa fresca y buena cuando se lo pelaba sosteniendo el palo de modo que el helado no se derritiera en los dedos. Hoy, un helado de chocolate Clark es tan delgado como una tarjeta de crédito, y emplean algo artificial y de un sabor terriblemente malo en lugar del chocolate puro; el helado es blanco y esponjoso y cuesta quince o veinte centavos en lugar de la decente y correcta moneda de cinco centavos que costaba, y lo envuelven como para que uno crea que tiene el mismo tamaño que tenía hace veinte años, aunque no lo tiene; es delgado, de aspecto feo, gusto nauseabundo y no vale ni un centavo, cuanto mucho menos quince o veinte.

Cuando yo tenía esa edad, cinco años, fui enviado a casa de mi tía Patricia, en Buffalo, Nueva York, durante dos años. Mi padre estaba pasando «malos tiempos» y tía Patricia era muy hermosa y se había casado con un agente de Bolsa. Ellos se hicieron cargo de mí durante cinco años. A los siete años, regresé a casa y fui a ver a Jeffty para jugar con él.

martes, 5 de octubre de 2010

Rock Springs, de Richard Ford

Edna y yo salimos de Kalispell camino de Tampa-St. Pete, donde todavía me quedaban algunos amigos de los buenos tiempos, gente que jamás me entregaría a la policía. Me las había arreglado para tener algunos roces con la ley en Kalispell, todo por culpa de unos cheques sin fondos, que en Montana son delito penado con la cárcel. Yo sabía que a Edna le rondaba la cabeza la idea de dejarme, porque no era la primera vez en mi vida que tenía líos con la justicia. Edna también había tenido sus problemas, la pérdida de sus hijos y evitar día tras día que Danny, su ex marido, se colara en su casa y se lo llevara todo mientras ella trabajaba, que era el verdadero motivo por el cual me fui a vivir con ella al principio; eso y la necesidad de darle a mi hija Cheryl una vida algo mejor.

No sé muy bien qué había entre Edna y yo; tal vez eran unas corrientes confluyentes las que nos habían hecho acabar varados en la misma playa. Aunque —como sé muy bien— a veces el amor se construye sobre cimientos aún más frágiles. Y cuando aquella tarde entré en casa, me limité a preguntarle si quería venirse a Florida conmigo y dejarlo todo tal como estaba, y ella me dijo: «¿Por qué no? Tampoco tengo la agenda tan llena.»

lunes, 4 de octubre de 2010

Cine Prado, de Elena Poniatowska

Señorita:

A partir de hoy, debe usted borrar mi nombre de la lista de sus admiradores. Tal vez convendría ocultarte esta deserción, pero callándome, iría en contra de una integridad personal que jamás ha eludido las exigencias de la verdad. Al apartarme de usted, sigo un profundo viraje de mi espíritu, que se resuelve en el propósito final de no volver a contarme entre los espectadores de una película suya.

Esta tarde, más bien, esta noche, usted me destruyó. Ignoro si le importa saberlo, pero soy un hombre hecho pedazos. ¿Se da usted cuenta? Soy un aficionado que persiguió su imagen en la pantalla de todos los cines de estreno y de barrio, un crítico enamorado que justificó sus peores actuaciones morales y que ahora jura de rodillas separarse para siempre de usted aunque el simple anuncio de Fruto Prohibido haga vacilar su decisión. Lo ve usted, sigo siendo un hombre que depende de una sombra engañosa.

Sentado en una cómoda butaca, fui uno de tantos, un ser perdido en la anónima oscuridad, que de pronto se sintió atrapado en una tristeza individual, amarga y sin salida. Entonces fui realmente yo, el solitario que sufre y que le escribe. Porque ninguna mano fraterna se ha extendido para estrechar la mía. Cuando usted destrozaba tranquilamente mi corazón en la pantalla, todos se sentían inflamados y fieles. Hasta hubo en canalla que rió descaradamente, mientras yo la veía desfallecer en brazos de ese galán abominable que la condujo a usted al último extremo de la degradación humana.

Y un hombre que pierde de golpe todos sus ideales ¿no cuenta para nada, señorita?

viernes, 1 de octubre de 2010

Cuánto se divertían, de Isaac Asimov

Margie incluso lo escribió aquella noche en su diario, en la página encabezada con la fecha 17 de mayo de 2157. «¡Hoy, Tommy ha encontrado un libro auténtico!» 

Era un libro muy antiguo. El abuelo de Margie le había dicho una vez que, siendo pequeño, su abuelo le contó que hubo un tiempo en que todas las historias se imprimían en papel.

Volvieron las páginas, amarillas y rugosas, y se sintieron tremendamente divertidos al leer palabras que permanecían inmóviles, en vez de moverse como debieran, sobre una pantalla. Y cuando se volvía a la página anterior, en ella seguían las mismas palabras que se habían leído por primera vez.

-¡Será posible! -comentó Tommy-. ¡Vaya despilfarro! Una vez acabado el libro, sólo sirve para tirarlo, creo yo. Nuestra pantalla de televisión habrá contenido ya un millón de libros, y todavía le queda sitio para muchos más. Nunca se me ocurriría tirarla.

 -Ni a mí la mía -asintió Margie.

Tenía once años y no había visto tantos libros de texto como Tommy, que ya había cumplido los trece.

-¿Dónde lo encontraste? -preguntó la chiquilla.

-En mi casa -respondió él sin mirarla, ocupado en leer-. En el desván.

-¿Y de qué trata?

-De la escuela.

Margie hizo un mohín de disgusto.

-¿De la escuela? ¡Mira que escribir sobre la escuela! Odio la escuela.

Margie siempre había odiado la escuela, pero ahora más que nunca. El profesor mecánico le había señalado tema tras tema de geografía, y ella había respondido cada vez peor, hasta que su madre, meneando muy preocupada la cabeza, llamó al inspector.

Se trataba de un hombrecillo rechoncho, con la cara encarnada y armado con una caja de instrumental, llena de diales y alambres. Sonrió a Margie y le dio una manzana, llevándose luego aparte al profesor. Margie había esperado que no supiera recomponerlo. Sí que sabía. Al cabo de una hora poco más o menos, allí estaba de nuevo, grande, negro y feo, con su enorme pantalla, en la que se inscribían todas las lecciones y se formulaban las preguntas. Pero eso, al fin y al cabo no era tan malo. Margie detestaba sobre todo la ranura donde tenía que depositar los deberes y los ejercicios. Había que transcribirlos siempre al código de perforaciones que la obligaron a aprender cuando tenía seis años. El profesor mecánico calculaba la nota en menos tiempo que se precisa para respirar.

El inspector sonrió una vez acabada su tarea y luego, dando una palmadita en la cabeza de Margie, dijo a su madre:

-No es culpa de la niña, señora Jones. Creo que el sector geografía se había programado con demasiada rapidez. A veces ocurren estas cosas. Lo he puesto más despacio, a la medida de diez años. Realmente, el nivel general de los progresos de la pequeña resulta satisfactorio por completo...

Y volvió a dar una palmadita en la cabeza de Margie. Ésta se sentía desilusionada. Pensaba que se llevarían al profesor. Así lo habían hecho con el de Tommy, por espacio de casi un mes, debido a que el sector de historia se había desajustado.

-¿Por qué iba a escribir alguien sobre la escuela? -preguntó a Tommy.

El chico la miró con aire de superioridad.

-Porque es una clase de escuela muy distinta a la nuestra, estúpida. El tipo de escuela que tenían hace cientos y cientos de años. -Y añadió campanudamente, recalcando las palabras-: Hace siglos.

Margie se ofendió.

-De acuerdo, no sé qué clase de escuela tenían hace tanto tiempo. -Leyó por un momento el libro por encima del hombro de Tommy y comentó-: De todos modos, había un profesor.

-¡Pues claro que había un profesor! Pero no se trataba de un maestro normal. Era un hombre.

-¿Un hombre? ¿Cómo podía ser profesor un hombre?

-Bueno... Les contaba cosas a los chicos y a las chicas y les daba deberes para casa y les hacía preguntas.

-Un hombre no es lo bastante listo para eso.

-Seguro que sí. Mi padre sabe tanto como mi maestro.

-No lo creo. Un hombre no puede saber tanto como un profesor.

-Apuesto a que mi padre sabe casi tanto como él.

Margie no estaba dispuesta a discutir tal aserto. Así que dijo:

-No me gustaría tener en casa a un hombre extraño para enseñarme.

Tommy lanzó una aguda carcajada.

-No tienes ni idea, Margie. Los profesores no vivían en casa de los alumnos. Trabajaban en un edificio especial, y todos los alumnos iban allí a escucharles.

-¿Y todos los alumnos aprendían lo mismo?

-Claro. Siempre que tuvieran la misma edad...

-Pues mi madre dice que un profesor debe adaptarse a la mente del chico o la chica a quien enseña y que a cada alumno hay que enseñarle de manera distinta.

-En aquella época no lo hacían así. Pero si no te gusta, no tienes por qué leer el libro.

-Yo no dije que no me gustara -respondió con presteza Margie.

Todo lo contrario. Ansiaba enterarse de más cosas sobre aquellas divertidas escuelas. Apenas habían llegado a la mitad, cuando la madre de Margie llamó:

-¡Margie! ¡La hora de la escuela!

-Todavía no, mamá -suplicó Margie, alzando la vista.

-¡Ahora mismo! -ordenó la señora Jones-. Probablemente es también la hora de Tommy.

-¿Me dejarás leer un poco más del libro después de la clase? -pidió Margie a Tommy.

-Ya veremos -respondió él con displicencia.

Y se marchó acto seguido, silbando y con su polvoriento libro bajo el brazo. Margie entró en la sala de clase, próxima al dormitorio. El profesor mecánico ya la estaba esperando. Era la misma hora de todos los días, excepto el sábado y el domingo, pues su madre decía que las pequeñas aprendían mejor si lo hacían a horas regulares.

Se iluminó la pantalla y una voz dijo:

-La lección de aritmética de hoy tratará de la suma de fracciones propias. Por favor, coloque los deberes señalados ayer en la ranura correspondiente.

Margie obedeció con un suspiro. Pensaba en las escuelas antiguas, cuando el abuelo de su abuelo era un niño, cuando todos los chicos de la vecindad salían riendo y gritando al patio, se sentaban juntos en clase y regresaban en mutua compañía a casa al final de la jornada. Y como aprendían las mismas cosas, podían ayudarse mutuamente en los deberes y comentarlos.

Y los maestros eran personas...

El profesor mecánico destelló sobre la pantalla:

-Cuando sumamos las fracciones una mitad y un cuarto.

Margie siguió pensando en lo mucho que tuvo que gustarles la escuela a los chicos en los tiempos antiguos. Siguió pensando en cómo se divertían.