lunes, 31 de mayo de 2010

Malena, una vida hervida (relato parcialmente autobiográfico), de Almudena Grandes


5 de diciembre de 1949

En el fondo, el placer de follar no supera al de comer. Si estuviera prohibido comer como está lo otro, habría nacido toda una ideología, una pasión del comer, con normas caballerescas. Ese éxtasis del que hablan —el ver, el soñar cuando follas— no es sino el placer de morder un níspero o un racimo de uvas.
Cesare Pavese, El oficio de vivir.



Aquella vez ya no quiso sentarse con elegancia, ya no. Se desplomó encima de la silla con todo su peso y dejó escapar un sonoro suspiro. Desenroscó el capuchón de la estilográfica con un gesto de cansancio y trazó una rayita azul sobre la piel de su mano izquierda, junto a la base del dedo pulgar, para comprobar que estaba bien cargada, sometiéndose por última vez, pensó, a esa absurda manía infantil de la que no había logrado desembarazarse jamás. Centró correctamente la hoja de papel ilustrada con una de las más célebres Alicias de John Tenniel —el último regalo de Aleister—, y se dijo que tal vez fuera más sensato escribir una carta semejante en un folio blanco de papel vulgar, pero rechazó pronto tal hipótesis. Al fin y al cabo, una fiesta de no cumpleaños parecía el preludio ideal para un mensaje de despedida como el suyo. Echó una ojeada con el rabillo del ojo al hombre que roncaba estruendosamente en su propia cama, y equiparó la voluminosa silueta que se adivinaba bajo las sábanas al peso muerto de un viejo boxeador sonado, irrecuperable ya, fofo e imbécil. Suspiró de nuevo y comenzó a escribir:
Señor Juez:
Yo, Magdalena Hernández Rodríguez, española, viuda, química de profesión, de 46 años de edad, en plena posesión de todas mis facultades físicas y mentales, he decidido hoy, 7 de mayo de 1990, quitarme voluntariamente la vida, dado que ésta ya no tiene ningún sentido para mí...

viernes, 28 de mayo de 2010

Las señales, de Adolfo Pérez Zelaschi

Estaba por fin ahí, como el rostro de un destino antes descifrable y ahora revelado: un hombre de piedra (el sombrero sobre los ojos, casi palpable la pesada pistola), pero atentísimo a las próximas señales del estrago.
Ese hombre ahí significaba que todos los plazos se habían cumplido; que él, Manolo, pronto sería el cadáver de Manuel Cerdeiro, llorado por su mujer, recordado durante un tiempo por alguno de sus paisanos y por sus parroquianos sólo hasta que otro (desde luego gallego, recio, petiso, velloso y cejudo) lo sustituyera en el mostrador del bar La Nueva Armonía.
Ahora, frente a esta muerte enchambergada, comprendía con claridad por qué los vecinos lo miraban con piedad y por qué sus palabras tenían dejos de lástima constante:
—¿Qué tal, Manolo? —la conversación solía comenzar así.
—Trabajando, ya lo ve.
—Es la vida del pobre. Y… ¿más sereno ya?
—Sí… pero hablemos de otra cosa.
Pero ellos nunca querían hablar de otra cosa, sino de aquella por la cual el barrio —la pequeña esquina desteñida de Floresta al sur, calle Mariano Acosta al mil y tantos fue transportada súbitamente tres meses atrás a los titulares de los periódicos amarillos.
Primero eran los consejos:
—Le convendría cambiar de barrio…
—Es difícil vender el bar.
Y luego volvían al tema obsesionante:
—Nunca se sabe… Con esa gente no se puede jugar. ¡Y la policía que no lo protege a uno! El agente ya no está más, ¿verdad?
—Ve usted que no. Hasta luego… Lo pasado pisado.
Se iba, huía, pero aun así sabía que lo miraban alejarse como al portador de una segura enfermedad mortal.

jueves, 27 de mayo de 2010

Astronomía, de Manuel Vicent

De noche, al final del verano, en la terraza de un café a orillas del mar, un hombre y una mujer de mediana edad discuten de cosas domésticas. Por la violencia soterrada de las palabras, acompañada de crueles silencios, parece que la pareja está al borde de la ruptura. Bajo miles de millones de galaxias, que pueblan el universo infinito, la mujer le echa en cara al hombre, una vez más, que se olvide siempre de bajar la tapa del retrete. En la mesa vecina un viejo le muestra a un niño la Vía Láctea , que se ve con toda claridad esa noche de luna nueva y luego con el dedo enumera con su nombre algunas constelaciones: Perseo, el Cisne, la Osa Mayor, la Casiopea.

Los clientes del bar se enteran de otros problemas de la pareja: la mujer no cierra nunca el bote de champú y deja además pelos en el lavabo; en cambio él ronca como una foca y después de la ducha nunca cuelga la toalla mojada. Es la fase terminal de un amor. Desde la terraza del bar se distinguen a simple vista algunos satélites de Júpiter formando un collar. Son Ganímedes, Io, Europa y Calisto, cuyo descubrimiento dio con el pellejo de Galileo en la mazmorra. Si todos los que han soñado con ir a Ganímedes hubieran realizado ese viaje, allí no se podría aparcar, dice el viejo.

En otra mesa una chica le propone a su amigo ir nadando mañana hasta el escollo de la Mona , un pequeño islote deshabitado, que está lleno de hinojo marino. Son muy jóvenes, recién salidos de la adolescencia y su pasión se halla en el primer grado de embriaguez. Les basta con mirarse intensamente a los ojos sin importarles nada las estrellas. Mientras la mano del chico sortea las copas del helado de chocolate para alcanzar tímidamente la mano de ella y con la yema del índice le acaricia las venas del dorso, como un camino entrecruzado que aún ignora adonde le va a llevar, la chica le dice que el hinojo marino hervido con vinagre es excelente para la ensalada, según le ha contado su madre. Bajo las constelaciones en la terraza del bar un amor empieza y otro termina.

El viejo le dice al niño que el planeta Júpiter es una estrella fallida, mil veces mayor que la Tierra. Su poderosa atracción absorbe toda la basura del sistema solar. También se lleva a Ganímedes los sueños de los amores perdidos.

miércoles, 26 de mayo de 2010

La muerte repetida, de Nathaniel Hawthorne

Un joven, cuyo oficio era el de vendedor ambulante de tabaco, viajaba de Morristown, donde había realizado amplias transacciones con el diácono de la colonia de los "tembladores", hacia la aldea de Parker's Falls, sobre el Salmon River. Tenía un lindo carromato, pintado de verde, que ostentaba una caja de cigarros reproducida sobre ambos paneles laterales, y la imagen de un jefe indio empuñando una pipa y un tallo dorado de tabaco estampado sobre la parte trasera. El muchacho conducía una vivaz yegüita; era un joven de excelente carácter, astuto para los negocios, pero no por ello menos querido por los yanquis, de quienes he oído decir que prefieren ser afeitados por una navaja muy afilada antes que por una mellada. Era sobre todo el favorito de las hermosas damiselas que vivían a lo largo del Connecticut, cuyos favores él acostumbraba a cortejar regalándoles el mejor tabaco de su provisión, pues sabía muy bien que las campesinas de Nueva Inglaterra son en general eximias maestras en el arte de fumar en pipa. Además, tal como se verá en el curso de mi historia, el buhonero era curioso, y hasta cierto punto parlanchín, siempre con apetito de novedades y ansias de divulgarlas. Después de ingerir un temprano desayuno en Morristown, el vendedor ambulante de tabaco, cuyo nombre era Dominicus Pike, había viajado siete millas a través de un bosque solitario, sin hablar una palabra con nadie como no fuera consigo mismo y con su yegüita zaina. Y como eran casi las siete de la mañana estaba tan ávido por entablar una charla matutina como un tendero por leer el diario de la mañana. Pareció presentársele una oportunidad cuando, luego de encender un cigarro con una lente de aumento, levantó la vista y descubrió a un hombre que se acercaba caminando sobre la cresta del cerro a cuyo pie el buhonero había detenido su carromato verde. Dominicus observó al desconocido mientras éste bajaba la cuesta y notó que llevaba un bulto sobre el hombro, al extremo de una vara, y que marchaba con paso cansado aunque enérgico. No parecía haberse puesto en camino con el fresco de la mañana, sino de haber peregrinado durante toda la noche y de tener el propósito de hacer lo mismo durante todo el día.

viernes, 21 de mayo de 2010

El bache, de Herta Müller

En torno al monumento a los caídos han crecido rosas. Forman un matorral tan espeso que asfixian la hierba. Son flores blancas y menudas, enrolladas como papel. Y crujen. Está amaneciendo. Pronto será de día.

Cada mañana, cuando recorre en solitario la carretera que lleva al molino, Windisch cuenta qué día es. Frente al monumento a los caídos cuenta los años. Detrás de él, junto al primer álamo donde su bicicleta cae siempre en el mismo bache, cuenta los días. Por la tarde, cuando cierra el molino, Windisch vuelve a contar los días y los años.

Ve de lejos las pequeñas rosas blancas, el monumento a los caídos y el álamo. Y los días de niebla tienen el blanco de las rosas y el blanco de la piedra muy pegados a él cuando pasa pedaleando por en medio. La cara se le humedece y él pedalea hasta llegar. Dos veces se quedó en pura espina el matorral de rosas, y la mala hierba, debajo, parecía aherrumbrada. Dos veces se quedó el álamo tan pelado que su madera estuvo a punto de resquebrajarse. Dos veces hubo nieve en los caminos.

Windisch cuenta dos años frente al monumento a los caídos, y doscientos veintiún días en el bache, junto al álamo.

Cada día, al ser remecido por el bache, Windisch piensa: “El final está aquí”. Desde que se propuso emigrar ve el final en todos los rincones del pueblo. Y el tiempo detenido para los que quieren quedarse. Y Windisch ve que el guardián nocturno se quedará ahí hasta más allá del final.

Y tras haber contado doscientos veintiún días y ser remecido por el bache, Windisch se apea por primera vez. Apoya la bicicleta contra el álamo, sus pasos resuenan. Del jardín de la iglesia alzan el vuelo unas palomas silvestres. Son grises como la luz. Sólo el ruido permite diferenciarlas.

Windisch se santigua. El picaporte está húmedo. Se le pega en la mano. La puerta de la iglesia está cerrada con llave. San Antonio está al otro lado de la pared. Tiene un lirio blanco y un libro marrón en la mano. Lo han encerrado.

Windisch siente frío. Mira a lo lejos. Donde acaba la carretera, las olas de hierba se quiebran sobre el pueblo. Allí al final camina un hombre. El hombre es un hilo negro que se interna entre las plantas. Las olas de hierba lo levantan por encima del suelo.



Traducción de Juan José del Solar

jueves, 20 de mayo de 2010

Llamándonos, de Rodolfo Fogwill

Y nunca más volvimos a encontrarnos después de la famosa charla telefónica. Puse famosa porque durante mucho tiempo aquella charla fue famosa para nosotros, y porque aunque ahora ya no hablamos más de ella –porque no hablamos más– ahora siguen hablando de ella sus amigas y los novios de ella y de sus amigas. Todos hablan, la nombran; todos siguen imaginando aquella charla de mil maneras, con mil distintos desenlaces y por mucho tiempo más, pienso, seguirán charlando todos y comentándose la charla.

Pero aquella charla es más famosa para mi corazón, porque desde entonces nunca más ella y yo volvimos a vernos. ¿En Buenos Aires? ¿Es posible que en Buenos Aires, dos, nunca más hayan vuelto a encontrarse? Sí: es posible. Ni nos vimos, ni yo la vi, ni creo que tampoco ella a mí me haya visto.

Pero desde hoy serán las dos famosas: la charla y ella. Voy a nombrarla, se llama Diana Rivera Posse y fue mi amante por un tiempo: tres meses. Es una mujer alta, de ojos notables y manos grandes y ahora va a ser famosa por esta historia de la charla telefónica que comienzo a contar.

Diana: fuimos amantes por un tiempo. Nada serio. Nos encontrábamos algunos viernes. Salíamos a comer. Recuerdo que comimos en el antiguo restaurante japonés, en Bistró, en el griego de Córdoba y Montevideo y en la cantina El Viejo Pop de Mar del Plata. Dormimos juntos algunos de esos viernes –nada importante– y tres noches seguidas de aquel fin de semana largo de abril que nos fuimos al mar. Por lo demás, nos vimos poco. Algunas mañanas llamaba a mi oficina: "estoy libre", decía, y yo a veces arreglaba una cita, fingía un almuerzo de negocios y corría a abrazarla en mi piecita por unas horas. Era otoño: algunos mediodías de calor salimos apurados y sin bañarnos y al caer la tarde, en la oficina, yo sentía subir del saco olor a ella, olor a mí y olor a ensayo de bailarinas y perfumes mezclados.

miércoles, 19 de mayo de 2010

Un pacto con el diablo, de Juan José Arreola

Aunque me di prisa y llegué al cine corriendo, la película había comenzado. En el salón oscuro traté de encontrar un sitio. Quedé junto a un hombre de aspecto distinguido.

-Perdone usted -le dije-, ¿no podría contarme brevemente lo que ha ocurrido en la pantalla?

-Sí. Daniel Brown, a quien ve usted allí, ha hecho un pacto con el diablo.

-Gracias. Ahora quiero saber las condiciones del pacto: ¿podría explicármelas?

-Con mucho gusto. El diablo se compromete a proporcionar la riqueza a Daniel Brown durante siete años. Naturalmente, a cambio de su alma.

-¿Siete nomás?

-El contrato puede renovarse. No hace mucho, Daniel Brown lo firmó con un poco de sangre.

martes, 18 de mayo de 2010

Paranoia, de Alberto Vanasco

Mendizábal había leído la noticia la noche anterior, antes de acostarse, pero no le había prestado una especial atención. La había leído, simplemente, entre otras informaciones y después había doblado el periódico con sumo cuidado, como era su costumbre, y se había ido a la cama.

Ahora lo había recordado y de un salto fue hasta el comedor y volvió con el diario.

Pequeñas anomalías ocurridas esa mañana habían hecho que se acordara: primero fue cuando Delia le trajo el desayuno y comprobó que ya eran las siete y media de la mañana:

—Ya son la siete y media —había dicho él, mientras se incorporaba sobre un codo para poner la bandeja en el costado.

—Se me hizo tarde —aclaró ella—. Tuve que usar el calentador a alcohol.

—¿Por qué?

—No hay gas.

—¿Lo cortaron?

—Supongo que sí. Ayer estaban arreglando las cañerías en la calle.

lunes, 17 de mayo de 2010

Día duro, de Antonio Dal Masetto

A las 10.20 del sábado la adolescente se despierta, se coloca boca arriba en la cama y se queda mirando el cielo raso sin moverse durante media hora.

A las 10.50 se levanta y enciende el televisor. Cambia de canal, vuelve a cambiar, se queda unos minutos en un programa de dibujos animados, apaga.

A las 11.05 sale de su habitación, lee una nota que le dejaron sobre la mesa del living, murmura:

- Ufa.

A las 11.20 levanta el tubo del teléfono para comprobar si tiene tono.

A las 11.35 se prepara un té. Lo toma mirando por la ventana, mientras con el dedo escribe varias veces su nombre en el vidrio empañado.

A las 12.05 empieza a ordenar su habitación pero enseguida abandona.

A las 12.30 se para en medio del living y, en voz alta, declara:

- Estoy aburrida.

viernes, 14 de mayo de 2010

Elefante, de Raymond Carver

Sabía que era un error dejarle aquel dinero a mi hermano. ¿Qué necesidad tenía yo de más deudores ... ? Pero me llamó y me dijo que no podía pagar el plazo de la casa. ¿Oué otra opción me quedaba? No había estado nunca en su casa (vivía en California, a mil quinientos kilómetros de distancia); ni siquiera la había visto, pero no quería que la perdiera. Lloraba en el teléfono, y decía que iba a perder lo que había conseguido en toda una vida de trabajo. Dijo que me devolvería el dinero. En febrero, dijo. Incluso antes. En marzo, a más tardar. Dijo que estaban a punto de devolverle cierta suma que Hacienda le había cobrado de más. Además —dijo—, había hecho una pequeña inversión que daría sus frutos en febrero. Se mostró reservado al respecto, y no quise presionarlo para que fuera más explícito.

—Confía en mí —dijo—. No te fallaré.

Se había quedado sin trabajo en julio del año anterior, cuando la empresa donde trabajaba —una fábrica de aislamientos de fibra de vidrio— decidió despedir a doscientos empleados. Había cobrado el paro durante un tiempo, pero ahora hasta el subsidio se le había acabado, al igual que sus ahorros. Se había quedado incluso sin seguro médico. Al perder el trabajo, perdió el seguro. Su mujer, diez años mayor que él, era diabética y necesitaba tratamiento médico. Habían tenido que vender el segundo coche —una vieja ranchera—, y hacía una semana que habían empeñado el televisor. Me dijo que tenía la espalda hecha polvo de cargar con el televisor de puerta en puerta. Se había recorrido todas las casas de empeños —dijo—, en busca de la oferta más alta, hasta que alguien le dio cien dólares por su Sony de pantalla grande. Me habló del televisor y de lo mal que tenía la espalda, como si de ese modo se asegurara mi implicación en sus problemas (a menos que yo, su hermano, tuviera un corazón de piedra).

jueves, 13 de mayo de 2010

El pecado, de Tadeusz Różewicz

—Somos un solo cuerpo. Mi mano es tu mano; mis ojos, tus ojos. ¿No lo sientes también así? Empiezo a creer que marido y mujer son una persona.
—Nada sabemos el uno del otro.
—Yo te lo he dicho todo. La vida no es ese conjunto de sucesos extraordinarios. No te aburriré con mis recuerdos de guerra; la verdad es que no son muy interesantes.
—Hablame de ti, únicamente de ti.
—¿De mí? Muy bien. Voy a contarte la cosa más terrible que me ha ocurrido. Jamás desde entonces he vuelto a sentir tal terror, tal tentación, tal pavor. Recuerdo cada una de las palabras, todos los reflejos de luz, las partículas de polvo. Tenía entonces ocho años... En nuestra casa no eran muchos los objetos bellos. Había un casco de obús en la mesa de la sala. Esa fue la única cosa hermosa que tuvimos. Durante muchos años...
—¿Un casco de obús?
—Ni siquiera sé cuál es el nombre apropiado... De cualquier modo, era la cubierta o funda de un proyectil de obús. La llamábamos la bomba. Era de cobre, brillantemente pulido; permaneció siempre sobre la mesa. En un extremo tenía una abolladura producida por el disparo. Era el casquillo de una bala de artillería utilizada en la primera Guerra Mundial. En la segunda ya no se fabricaron estas balas hechas con metales no ferrosos. En la anterior se podían dar el lujo de balas costosas; de cualquier manera no se había inventado aún una aleación más barata para sustituir el cobre. Siempre he confundido el cobre con el bronce. Siempre hemos dicho moneditas de cobre, aunque seguramente eran de latón o de estaño. En invierno, mi madre adornaba aquel casco de obús con flores de papel rizado. La vida era difícil después de la primera guerra. Nosotros éramos pobres. Fueron necesarios casi diez años para que mi padre pudiera comprar un gran espejo ovalado. Antes habíamos tenido sólo uno cuadrado, que colgaba en la pared de la cocina. En la habitación siempre sombría, jamás daba el sol. Sé que había árboles frente a la casa, aunque no los recuerdo. Por las noches, mi madre se sentaba en la sala y zurcía. En ocasiones, de vez en cuando, mi padre leía el periódico. Había una lámpara de aceite en la mesa. La mesa quedaba iluminada, pero todos los rincones de la habitación se sumergían en la penumbra. En las paredes se deslizaban las sombras. Enormes manos. Cabezas. Un día, al abrir la puerta, advertí un objeto en la mesa. Era parecido a un gran huevo. No me fijé en el obús, supongo que ya lo había olvidado. Me acerqué a la mesa, y comencé a mirar aquel vaso. Era blanco, luminoso y casi transparente, de cuerpo abultado y brillante. Extendí la mano, pero al escuchar los pasos de mi madre, la retiré inmediatamente. Mi madre me preguntó con una sonrisa:
—¿No es verdad que es muy hermoso? Pero no lo toques, no vayas a moverlo. Es un vaso de porcelana. Muy caro. Tu padre seguramente va a enojarse conmigo por haberlo comprado. Pero nuestro cuarto se ve ahora mucho mejor.

miércoles, 12 de mayo de 2010

Malbec, de Cristina Civale

Los sábados a la mañana muy temprano mi mamá me preparaba el bolso antes de irse a la oficina a trabajar horas extras. Era un bolso demasiado grande para las cosas que, según ella, yo necesitaba para ir al club: la bikini verde con lunares blancos, el toallón marrón –uno viejo y bastante gastadito que ya habían descartado para usar en el baño y que además de toalla me servía de lona-; las hojotas que me habían regalado para reyes, el gorro de goma para el pelo –lo tenía largo, crespo y debajo de los hombros- y un pequeño neceser con un peine. A mí me hubiese gustado que agregara algún jabón, un champú y un bronceador, pero mi mamá me daba tanto miedo que no me animaba a pedírselo. Ella era una clase de mujer –por ese entonces tendría unos treinta y cinco y yo más o menos estaba por los
ocho- que me pegaba un chirlo si me sentaba en la cama y le arrugaba la colcha. También era capaz de dejarme marcados los cinco dedos de su mano derecha en alguna de mis piernas si, cuando íbamos a de compras al centro, me atrevía a hacer un pedido fuera de lugar: una crush en botella chiquita o un chocolate jack, porque me gustaba coleccionar los animalitos que venían escondidos en el chocolate. Muchas veces cuando me encontraba jugando en el patio con la muñeca cara, la que hablaba al tirarle de una cuerda ubicada cerca del cuello, me amenazaba con internarme pupila en un colegio si consideraba demasiado fuerte la tirada de la cuerda.

Por eso no me quejaba por lo del bolso. 

-Malcriada –me decía y me miraba con sus ojos verdes cargados de una furia que llenaban de lágrimas los míos. 

martes, 11 de mayo de 2010

Dejar a Matilde, de Alberto Moravia

Un amigo mío camionero ha escrito en el cristal del parabrisas: “Mujeres y motores, alegrías y dolores”. No digo yo que no tenga sus buenas razones para decir que los dolores y las alegrías que le procuran las mujeres tengan más o menos el mismo peso en la balanza de su vida. Digo que, al menos por lo que se refiere a Matilde y a mí, esa balanza andaba muy desequilibrada: por un lado, muy alto, el platillo de las alegrías; por el otro, muy bajo, el platazo de los dolores. De modo que, al final, tras un año de noviazgo de puras peleas, incumplimientos de palabra, bribonadas y traiciones, decidí dejarla a la primera oportunidad.
La oportunidad llegó pronto, una noche que la había citado en la plaza Campitelli, cerca de su casa: Esa noche Matilde, simplemente, no vino. Advertí entonces, tras una horita de espera, que sentía más alivio que disgusto, y comprendí que había llegado el momento de la separación. Incierto entre un dolor amargo y una satisfacción agraz, medio contento y medio desesperado, me fui a casa y me acosté en seguida. Pero antes de apagar la luz me santigüé, solemne, y dije en voz alta:

-Esta vez se acabó, vaya si se acabó.

Este juramento hay que decir que me calmó, porque dormí de corrido nueve horas y sólo me desperté por la mañana cuando mamá vino a avisarme que preguntaban por mí al teléfono.

lunes, 10 de mayo de 2010

Los relojes muertos, de Teresa Caballero

La primera y única vez que vi una semilla de "rududendrus" me acuerdo que fue uno de esos tristes viernes de otoño en que hacía su entrada en mi casa aquel extraño personaje todo vestido de negro, de aspecto solemne, silencioso, contratado por mi abuela para darle cuerda a los relojes. Recuerdo que sonó el timbre y mi abuela ordenó: "Abran la puerta, es el Señor Zupagni". El Señor Zupagni me tenía fascinada y más fascinada aún me tenía su maletín, de donde extraía una larga y plateada cuerda con la que inyectaba nueva vida a los agonizantes relojes. Yo me moría por revisar el maletín, por darlo vuelta de adentro para afuera, pero el misterioso relojero sólo abría el cierre hasta menos de la mitad, introducía dos de sus dedos haciendo pinza y sacaba la llave sin que yo pudiera ver nada más. Lo seguía por todas las habitaciones y en todos sus movimientos. Primero al comedor, allí estaba el reloj más lindo de la casa, el que más le gustaba a Zupagni; parecía enamorado de ese reloj, lo tocaba suavemente como si fuera una frágil porcelana. Después de darle cuerda se sentaba en uno de los sillones a escuchar las campanadas. Fue en una de esas esperas, embelesado con el "tan-tan-tan", cuando yo aproveché para meter la mano en el maletín del señor Zupagni. Mis dedos curiosos y más que curiosos, presurosos, resbalaron y tropezaron con una cantidad de objetos rarísimos, por lo menos al tacto; unos duros y otros blandos, pero, de repente, sentí que atrapaba algo muy pequeño, suave. Lo extraje y sin mirarlo siquiera lo guardé en un bolsillo de la tricota. En realidad estaba cometiendo un acto de robo y era perfectamente consciente de ello, pero no me importaba. El sólo pensar que había podido penetrar en el misterioso maletín y aún más: sustraer algo que éste encerrara, era para mí un orgullo, un triunfo.

viernes, 7 de mayo de 2010

El dúo de la tos, de Leopoldo Alas (Clarín)

El gran hotel del Águila tiende su enorme sombra sobre las aguas dormidas de la dársena. Es un inmenso caserón cuadrado, sin gracia, de cinco pisos, falansterio del azar, hospicio de viajeros, cooperación anónima de la indiferencia, negocio por acciones, dirección por contrata que cambia a menudo, veinte criados que cada ocho días ya no son los mismos, docenas y docenas de huéspedes que no se conocen, que se miran sin verse, que siempre son otros y que cada cual toma por los de la víspera.

«Se está aquí más solo que en la calle, tan solo como en el desierto», piensa un bulto, un hombre envuelto en un amplio abrigo de verano, que chupa un cigarro apoyándose con ambos codos en el hierro frío de un balcón, en el tercer piso. En la obscuridad de la noche nublada, el fuego del tabaco brilla en aquella altura como un gusano de luz. A veces aquella chispa triste se mueve, se amortigua, desaparece, vuelve a brillar.

«Algún viajero que fuma», piensa otro bulto, dos balcones más a la derecha, en el mismo piso. Y un pecho débil, de mujer, respira como suspirando, con un vago consuelo por el indeciso placer de aquella inesperada compañía en la soledad y la tristeza.

jueves, 6 de mayo de 2010

El penal más largo del mundo, de Osvaldo Soriano

El penal más fantástico del que yo tenga noticia se tiró en 1958 en un lugar perdido del valle de Río Negro, en Argentina, un domingo por la tarde en un estadio vacío.Estrella Polar era un club de billares y mesas de baraja, un boliche de borrachos en una calle de tierra que terminaba en la orilla del río. Tenía un equipo de fútbol que participaba en el campeonato del valle porque los domingos no había otra cosa que hacer y el viento arrastraba la arena de las bardas y el polen de las chacras.

Los jugadores eran siempre los mismos, o los hermanos de los mismos. Cuando yo tenía quince años, ellos tendrían treinta y me parecían viejísimos. Díaz, el arquero, tenía casi cuarenta y el pelo.

El blanco que le caía sobre la frente de indio araucano. En el campeonato participaban dieciséis clubes y Estrella Polar siempre terminaba más abajo del décimo puesto. Creo que en 1957 se habían colocado en el decimotercer lugar y volvían a sus casas cantando, con la camiseta roja bien doblada en el bolso porque era la única que tenían. En 1958 empezaron ganándole a Escudo Chileno, otro club de miseria.

miércoles, 5 de mayo de 2010

Buitres, de Franz Kafka

Érase un buitre que me picoteaba los pies. Ya había desgarrado los zapatos y las medias y ahora me picoteaba los pies. Siempre tiraba un picotazo, volaba en círculos inquietos alrededor y luego proseguía la obra.
Pasó un señor, nos miró un rato y me preguntó por qué toleraba yo al buitre.

-Estoy indefenso -le dije- vino y empezó a picotearme, yo lo quise espantar y hasta pensé torcerle el pescuezo, pero estos animales son muy fuertes y quería saltarme a la cara. Preferí sacrificar los pies: ahora están casi hechos pedazos.

-No se deje atormentar -dijo el señor-, un tiro y el buitre se acabó.

-¿Le parece? -pregunté- ¿quiere encargarse del asunto?

-Encantado -dijo el señor- ; no tengo más que ir a casa a buscar el fusil, ¿Puede usted esperar media hora más?

- No sé -le respondí, y por un instante me quedé rígido de dolor; después añadí -: por favor, pruebe de todos modos.

-Bueno- dijo el señor- , voy a apurarme.

El buitre había escuchado tranquilamente nuestro diálogo y había dejado errar la mirada entre el señor y yo. Ahora vi que había comprendido todo: voló un poco, retrocedió para lograr el ímpetu necesario y como un atleta que arroja la jabalina encajó el pico en mi boca, profundamente. Al caer de espaldas sentí como una liberación; que en mi sangre, que colmaba todas las profundidades y que inundaba todas las riberas, el buitre irreparablemente se ahogaba.

martes, 4 de mayo de 2010

Las cosas, de Manuel Rivas

Como espectador no era muy expresivo, ésa es la verdad, dijo la Televisión. Se sentaba ahí, en el sofá, con un vaso de whisky, y miraba con frialdad, como si sólo se le subiesen a la cabeza las piedras de hielo. Esa noche, no. Esa noche movió los labios al mismo tiempo que el personaje de la pantalla. Parecía estar en una sesión de doblaje. Y creo que no le gustó lo que dijo. Ni lo que vio. Hacía muecas, como quien se mira deforme en un espejo de feria y quiere acentuar la fealdad.

La Televisión, contra su costumbre, meditó durante unos segundos. Bueno, reconozco que esta última observación mía está condicionada por lo sucedido. No era de mucha lectura, dijo el Hamlet apoyado en la mesa de la sala. Por lo menos, no lo era en estos últimos años. Pero esa noche, esa noche vino hacia el estante y los libros nos dimos unos a otros con los codos en los riñones. Tocó varios lomos, pero al final me cogió a mí. Leyó de una tirada hasta la escena segunda del acto tercero. Me dejó marcado aquí, en la página donde se dice eso de Let me be cruel, not unnatural.

“Más claro, agua”, dijo el Vaso con voz ronca.

“¿Por qué?”, preguntó la Lámpara.

“¿Cómo que por qué? Ahí está la explicación que buscan”.

“No seas tonto”, replicó la Lámpara, que proyectaba sombras como cisnes negros. “¡Sea yo cruel pero jamás monstruoso! Para el caso, eso sirve lo mismo para un roto que para un descosido. Además, con todos los respetos para el amigo Hamlet, no es algo que un detective pueda presentar, en estos tiempos, como prueba ante un juez. Un verso sólo compromete a su autor, y ni siquiera. Lo único que él dejó escrito de su puño y letra fue una anotación para la señora de la limpieza: Por favor, déle un repaso al ventanal de la sala. No parece precisamente una despedida dramática”.

lunes, 3 de mayo de 2010

Bahía Desesperación, de Roberto Fontanarrosa

La que me dijo que el viento le había volado el perro al mar fue la señora de lentes, la de sombrerito tipo Piluso.
-El viento lo levantó y lo tiró al mar -dijo, sin mayores signos de aflicción. Era inexpresiva. Tenía unos ojos chiquitos celestes, medio húmedos. Pero no era porque estuviera llorando, supongo: era por el viento. Y se ponía los dedos de la mano derecha sobre los labios y entonces sí parecía consternada.
-¿Era un perro grande? -yo no lo podía creer.
-No. Así -dijo-, blanco... ¡De bueno!... Luli le decíamos... Lo remontó como un barrilete.
El nene, prendido a sus polleras tal vez para protegerse de la arena, apoyaba la cabeza sobre sus muslos y se balanceaba. Señaló un par de veces, vagamente, hacia el mar.
-¿Y no lo encontraron más?
Ella negó con la cabeza.
-No sé cómo vamos a hacer -dijo en voz baja- para contarle a la más grande.
-Bueno... -dije yo, como para despedirme.
-Le decimos que lo pisó un auto -levantó la cabeza el chico hacia su madre.
La señora desestimó la propuesta con un gesto.
-Está en Buenos Aires... -siguió- la más grande. No sé...
Empezaron a irse.
Le decimos que lo pisó un auto -insistió el chico.
Dame la mano, vos -ordenó la madre-. A ver si te lleva el viento también.
Se alejaron por la playa.
-Le decimos que lo pisó un auto -escuché que el chico decía, ya a lo lejos.
-Qué joda... -atiné a decir. Mi hijo Juan, las manos en los bolsillos de la campera puesta sobre la malla, se me acercó. Se había mantenido lejos, mirando unas aguavivas.
-¿Qué pasó?
-El viento les remontó el perro y se lo tiró al mar.
-Joya -dijo mi hijo. Se oía el rugido del mar y el aleteo furioso de una bandera que se mantenía perfectamente extendida por el viento, como si fuera de lata.
-Y hoy no es nada -agregó Juan.
-¿Cómo que hoy no es nada?
-No. Me dijo el viejo del parador que hoy no es nada. Que otros días hay mucho más. Ese viejo que parece extranjero.
-Es extranjero.
Caminamos unos cien metros, encorvados.
-¿Llueve? -pregunté. Me había caído en la pelada una gota grande como un limón.