5 de diciembre de 1949
En el fondo, el placer de follar no supera al de comer. Si estuviera prohibido comer como está lo otro, habría nacido toda una ideología, una pasión del comer, con normas caballerescas. Ese éxtasis del que hablan —el ver, el soñar cuando follas— no es sino el placer de morder un níspero o un racimo de uvas.
Cesare Pavese, El oficio de vivir.
Aquella vez ya no quiso sentarse con elegancia, ya no. Se desplomó encima de la silla con todo su peso y dejó escapar un sonoro suspiro. Desenroscó el capuchón de la estilográfica con un gesto de cansancio y trazó una rayita azul sobre la piel de su mano izquierda, junto a la base del dedo pulgar, para comprobar que estaba bien cargada, sometiéndose por última vez, pensó, a esa absurda manía infantil de la que no había logrado desembarazarse jamás. Centró correctamente la hoja de papel ilustrada con una de las más célebres Alicias de John Tenniel —el último regalo de Aleister—, y se dijo que tal vez fuera más sensato escribir una carta semejante en un folio blanco de papel vulgar, pero rechazó pronto tal hipótesis. Al fin y al cabo, una fiesta de no cumpleaños parecía el preludio ideal para un mensaje de despedida como el suyo. Echó una ojeada con el rabillo del ojo al hombre que roncaba estruendosamente en su propia cama, y equiparó la voluminosa silueta que se adivinaba bajo las sábanas al peso muerto de un viejo boxeador sonado, irrecuperable ya, fofo e imbécil. Suspiró de nuevo y comenzó a escribir:
Señor Juez:
Yo, Magdalena Hernández Rodríguez, española, viuda, química de profesión, de 46 años de edad, en plena posesión de todas mis facultades físicas y mentales, he decidido hoy, 7 de mayo de 1990, quitarme voluntariamente la vida, dado que ésta ya no tiene ningún sentido para mí...