miércoles, 30 de septiembre de 2020

La piedra de las estrellas, de Valentina Zhuravleva

 


Hace cinco siglos, un meteorito cayó cerca de la ciudad de Ensisheim, en el Alto Rin. Para que el cielo no volviera a llevárselo lo ataron con cadenas al muro de la iglesia. Un hábil artesano grabó en él estas palabras: «a propósito de esta piedra, son numerosos los que saben mucho, todos saben algo, pero nadie sabe lo suficiente».

Cuando pienso en el meteorito de Pamir, acuden involuntariamente a mi recuerdo aquellas palabras. A propósito de él, yo sé mucho; sin duda más que cualquier otra persona. Pero estoy lejos de saberlo todo. Sin embargo, me acuerdo perfectamente de lo esencial. Tan perfectamente como si datara de ayer.

Hace seis meses, los periódicos anunciaron la caída de un meteorito en el Pamir. Aquella breve información, apenas media docena de líneas, retuvo inmediatamente mi atención.

Tal vez penséis qué podía haber de interesante en un meteorito para un bioquímico. Debo aclarar que los bioquímicos siguen con mucha atención todo lo que concierne a los meteoritos. En los fragmentos de esas «piedras celestes» buscamos el secreto de la aparición de la vida sobre la Tierra. Para ser menos romántico y más concreto, digamos que estudiamos los hidrocarburos contenidos en los meteoritos.

Un poco más tarde, el meteorito del Pamir fue objeto de una segunda información. Una expedición lo había descubierto a cuatro mil metros de altitud, y un helicóptero pudo descolgarlo de aquella percha. Se trataba, decíase, de un bloque de piedra de casi tres metros de longitud que pesaba más de cuatro toneladas.

Al leerlo, pensé que al día siguiente tendría que llamar por teléfono a Nikonov. En aquel preciso instante – a veces se producen esas coincidencias – resonó el timbre del teléfono. Empuñé el receptor. Era Nikonov.

martes, 29 de septiembre de 2020

Smee, A.M. Burrage


—No —dijo Jackson con una sonrisa de desprecio—; lo siento. No quiero ser el molesto que arruina la velada, pero no voy a jugar a las escondidas.
Era Nochebuena, y éramos un grupo de catorce con la levadura adecuada de la juventud. Habíamos cenado bien; y era la temporada de los juegos infantiles. Todos estábamos de humor para jugar, es decir, todos, excepto Jackson.

Cuando alguien sugirió las escondidas, hubo una aprobación entusiasta y casi unánime. La suya era la única voz disidente. No era propio de Jackson estropear el día o negarse a hacer lo que otros quisieran. Alguien le preguntó si se sentía mal.

—No —respondió—, me siento perfectamente en forma, gracias. Pero —agregó con una sonrisa que se suavizó sin retractarse de la rotunda negativa—, no voy a jugar a las escondidas.

—¿Por qué no ? —preguntó alguien.

Dudó por un momento antes de responder.

—Estuve en una casa donde murió una chica. Ella estaba jugando a las escondidas en la oscuridad, y no conocía muy bien la casa. Había una puerta que conducía a la escalera de servicio, pero ella pensaba que conducía a un dormitorio. Abrió la puerta y cayó; aterrizó al pie de las escaleras. Se rompió el cuello, por supuesto.

Todos lucimos muy serios.

La señora Fernley dijo:

—¡Qué terrible! ¿Y estabas allí cuando sucedió?

Jackson negó con la cabeza con tristeza.

—No —dijo—, pero yo estaba allí cuando sucedió algo más. Algo peor.

—¿Qué podría ser peor que eso?

lunes, 28 de septiembre de 2020

Thanatopía, de Rubén Darío


 —Mi padre fue el célebre doctor John Leen, miembro de la Real Sociedad de Investigaciones Psíquicas, de Londres, y muy conocido en el mundo científico por sus estudios sobre el hipnotismo y su célebre Memoria sobre el Old. Ha muerto no hace mucho tiempo. Dios lo tenga en gloria.

(James Leen vació en su estómago gran parte de su cerveza y continuó).

—Os habéis reído de mí y de los que llamáis mis preocupaciones y ridiculeces. Os perdono, porque, francamente, no sospecháis ninguna de las cosas que no comprende nuestra filosofía en el cielo y en la tierra, como dice nuestro maravilloso William.

No sabéis que he sufrido mucho, que sufro mucho, aun las más amargas torturas, a causa de vuestras risas… Sí, os repito: no puedo dormir sin luz, no puedo soportar la soledad de una casa abandonada; tiemblo al ruido misterioso que en horas crepusculares brota de los boscajes en un camino; no me agrada ver revolar un mochuelo o un murciélago; no visito en ninguna ciudad adonde llego, los cementerios; me martirizan las conversaciones sobre asuntos macabros, y cuando las tengo, mis ojos aguardan para cerrarse, al amor del sueño, que la luz aparezca.

jueves, 24 de septiembre de 2020

La caja de vidrio, de Ricardo Piglia


 a Juan José Saer

Después del accidente Rinaldi y yo estamos siempre juntos. Ahora, por ejemplo, está sentado ahí, hundido en la sillita baja, respirando con dificultad. No habla pero estudia mis reacciones. Un poco sofocado me apunta con su perfil de pájaro. Huele a tabaco y a agua estancada. Estoy convencido de que ha visto todo. La noticia salió en los diarios: no dicen nada de mí, apenas una referencia imprecisa. Fue un accidente. Las cosas hubieran sucedido igual de no haber estado yo. El chico jugaba en la plaza y la torre ardía bajo el sol. Recuerdo los hechos como en un sueño. Un momento de debilidad y la vida de un hombre pierde todo su sentido. La tarde es clara y suave. En las macetas el olor de los claveles hace pensar en la muerte. Nos miramos en silencio. Ningún remordimiento, sólo un vago temor, impersonal, casi anónimo. Hablo en presente, es tan fácil hablar en presente cuando ya nada se puede cambiar. “Anoche”, dice Rinaldi de pronto, “me pareció que usted se quejaba en sueños”. Yo le sonrío con mi rostro más dulce. Una música dócil viene de la azotea; se entrevera y se pierde en el rumor de la ciudad. En la pieza hace demasiado calor. Aquí el aire es apacible. ¿Qué es lo que realmente ha visto Rinaldi? Eso no lo sé. En la plaza Genz, el gentil, distendido sobre el banco de madera adopta un tono distante. Conozco sus maneras y no me sorprende esa expresión ladina, como de alguien que ha tendido una trampa. Cuando comprendo lo que va a hacer ya es demasiado tarde. La oscuridad está en nuestros corazones. Cito de memoria; no hay otra cosa. Puedo estar tranquilo. ¿Puedo estar tranquilo? Me engaño adrede. ¿Por qué se empeña, si no, en registrar los acontecimientos? Guarda el cuaderno en una caja sin llave. Anota pensamientos, situaciones turbias, opiniones sobre mi persona. Hoy salimos a caminar. Él con aires de importancia, yo dúctil y suave. Vamos al salón de baile que está en Rodríguez Peña y Sarmiento. Piso encerado, espejos que se multiplican en las paredes. Mujeres que huelen a perfume barato, a madreselva. Se compran tikes. Cada baile cuesta mil pesos. Genz elige las canciones melódicas para lucirse. Aire soñador. Baila toda la noche con una mujer altiva, de pelo renegrido.

miércoles, 23 de septiembre de 2020

Devanando para el imperio, de Karen Russell

 


Algunas de mis compañeras aseguran ser hijas de samuráis, pero evidentemente ahora ya no hay modo de que nadie lo verifique. El nuevo anonimato es, hasta cierto punto, un consuelo. Aquí venimos altas y esbeltas, nobles mujeres de Yamaguchi, gráciles como trazos caligráficos; bajitas y pobres, muchachas de Hida con los pies ensangrentados, con voces de cuervo, ordinarias; entregadas al Taller Modelo por nuestras llorosas madres; alquiladas por nuestros menesterosos tíos; pero en uno o dos días el brebaje que el Reclutador nos da a beber comienza a surtir efecto. Y cuanto más se van asemejando nuestros cuerpos kaiko, mayor es la desesperación con que toda obrera de este taller se empeña en reinventar su pasado. Una de las consecuencias de nuestro cautiverio en este Taller Fantasma, y de la oscuridad que encharca el suelo sobre el que trabajamos y de la borra polar que nos cubre el rostro, hermanándonos a todas bajo su manto, es que todas podemos haber sido en el pasado quienes queramos. A veces nuestras mentiras resultan bastante rocambolescas: Yuna dice que su tío abuelo conserva un retal de vela de las Naves Negras. Dai asegura que se postró de hinojos junto a su padre samurái en la batalla de Shiroyama. Nishi pretende hacernos creer que una vez viajó como polizón en el furgón de cola imperial desde la estación de Shimbashi hasta Yokohama, y que vio al emperador Meiji comiendo pastel rosa. Yo, cuando vivía en Gifu, tenía el pelo enmarañado como la cola de un burro y la boca como una habichuelita roja, pero a mis compañeras les digo que era muy hermosa.

—¿De dónde eres? —me preguntan.

—Del castillo de Gifu, quizá lo conozcáis por las famosas xilografías. Mi bisabuelo era un guerrero.

—¡Ah! Pero, Kitsune, ¿no nos dijiste que tu padre era quien hacía esas xilografías? ¿Que era el famoso artista de ukiyo-e, Utagawa Kuniyoshi?…

—Sí. Lo era, ayer.

martes, 22 de septiembre de 2020

La sábana a los pies de la cama, de Ardath Mayhar


 —¡Mamá!

—¿Qué quieres, cariño?

Lo había dicho con un tono muy inocente.

—¡Arrópame con la sábana, por favor!

Dos ojos oscuros y redondos miraban acusadoramente por encima del borde de la sábana.

Con un suspiro, la madre la arropó estirando la sábana con fuerza por debajo del lado del extremo inferior del colchón.

—No comprendo por qué te empeñas siempre en que te arrope estirando la sábana de ese modo.

Pero ahora ya lo había hecho, y los ojos de la niña se cerraron, vencidos por el sueño.

—Bárbara, sabes que quieres ir. Todas las demás niñas van a ir…, la hija del doctor Jarvi, la hija del juez. Y también las hijas de las mejores familias. ¡No te entiendo!

—Es que no me sentiré cómoda. No me gusta dormir en el suelo. Y se pasan toda la noche hablando. De todos modos, ninguna de ellas me resulta especialmente simpática. Y tú no quieres que Annie Wimple pase la noche conmigo.

—¡Pero si los de su familia son aparceros!

lunes, 21 de septiembre de 2020

Y sin embargo llaman a la puerta, de Dino Buzzati


 La señora María Gron entró con su cesta de costura en la sala de la planta baja de la villa. Echó un vistazo a su alrededor para comprobar que todo estaba en orden, dejó el cesto encima de una mesa, se acercó a un jarrón lleno de rosas y las olió delicadamente. En la sala, sentados al lado de la chimenea, se encontraban su marido, Stefano, y su hijo, Federico, al que llamaban Fedri; también estaban su hija Giorgina, leyendo, y el viejo amigo de la casa, el médico Eugenio Martora, que fumaba absorto un cigarro.

—Están todas fanées, todas estropeadas —murmuró hablando consigo misma, y acarició las flores con la mano. Varios pétalos se desprendieron y cayeron.

Desde el sillón donde estaba leyendo, Giorgina la llamó:

—¡Mamá!

Ya era de noche y, como de costumbre, habían cerrado los postigos de los altos ventanales. Sin embargo, de afuera llegaba el sonido de un continuo aguacero. En el fondo de la sala, hacia el vestíbulo, un solemne cortinaje rojo cubría una ancha abertura en forma de arco: a esa hora la cortina parecía negra por la poca luz que entraba.

—¡Mamá! —dijo Giorgina—. ¿Te acuerdas de los dos perros de piedra que están en el fondo de la avenida de los robles, en el parque?

—¿Qué te ha hecho acordarte ahora de los perros de piedra, querida? —respondió la madre con cortés indiferencia, volviendo a coger su cesto de costura y sentándose en su sitio de costumbre, junto a una lámpara.

—Esta mañana —explicó la bonita joven—, cuando volvía en el coche, los he visto en el carro de un campesino, muy cerca del puente.

viernes, 18 de septiembre de 2020

Cuatro días, de Vsévolod Garshin

 


Recuerdo cómo corríamos por el bosque, cómo silbaban las balas, cómo caían las ramas arrancadas por ellas, cómo nos arañábamos entre los espinos. Los tiroteos se hicieron más frecuentes. A través del lindero del bosque apareció algo rojo, centelleante acá y allá. Sídorov, un jovencísimo soldado de la primera compañía (se me pasó por la cabeza preguntarme cómo había venido a parar a nuestra fila), de pronto se sentó en la tierra y en silencio me miró con enormes ojos asustados. De la boca le salía un chorro de sangre. Sí, eso lo recuerdo perfectamente. Recuerdo incluso cómo casi en la linde, en los arbustos tupidos, vi…, le vi a él. Era un turco muy corpulento, pero corrí directamente hacia él, a pesar de que yo era débil y flaco. Algo hizo ruido, algo enorme pasó volando, según me pareció a mí. Empezaron a zumbarme los oídos. «Eso es que me ha disparado», pensé. Y él, con un grito de espanto, pegó la espalda a un frondoso espino. Podría haber rodeado el arbusto, pero el miedo le ofuscó y trepó a las espinosas ramas. De un golpe le arranqué el arma, de otro clavé en alguna parte mi bayoneta. Algo comenzó a rugir, o a gemir. Después seguí corriendo. Los nuestros gritaban «¡hurra!», caían, disparaban. Recuerdo que yo también hice algunos disparos ya fuera del bosque, en la campa. De pronto, un «hurra» se oyó más fuerte, e inmediatamente nos movimos hacia delante. O sea, no nosotros, sino los nuestros, porque yo me quedé. A mí esto me pareció raro. Y fue todavía más raro que inesperadamente todo desapareciera; todos los gritos y disparos callaron. No oía nada, sólo veía algo azul; debía de ser, era, el cielo. Después, incluso él desapareció.

jueves, 17 de septiembre de 2020

Los almendrones de enero, de José Balza

 

Consideró todo aquello como un regalo personal: desde el andén vio pasar los trenes, con infantil alegría; observó la desconcertada y feliz multitud, y finalmente también él hizo un viaje sin sentido, desde el centro de la ciudad hacia el oeste. Siglos sin tener un día tan agradable como este: por recibir el gran juguete que la ciudad estrenaba hoy: los trenes subterráneos, la posibilidad de un transporte preciso. Cuando abandonó la estación venía seguro de un cambio para los habitantes algo que reduciría las inmensas colas de autos, el mal humor, la móvil violencia de las calles.

Buscó su automóvil, detenido en una lateral, y regresó a las zonas donde el tráfico vive su abuso normal. Embistió él también, maldiciendo a ratos e ingresó a un canal más rápido en la autopista: pero seguía contento, nada podría quitarle la satisfacción de este regalo descomunal: los trenes para una zona de la ciudad. Guardaría tal exaltación hasta tomar una cerveza, más tarde, en un bar cerca de su casa. Sería su celebración privada. Porque desde hace veinte años la ciudad es suya. Pasados los cuarenta, alejado del llano durante más de veinte, él ya no pertenece sino a lo de aquí.

Salió de la autopista y quiso alcanzar rápidamente el bar deseado. Una abrupta tranca de autos lo retuvo, y decidió calmarse, no maldecir. Quince minutos para recorrer las seis cuadras que faltaban. Y entonces comenzó a subir la colina llena de viejas quintas y edificios recientes; su auto respondió con firmeza, habituado a la ruta familiar. Seis años juntos, el Dart había sido fiel. Aquí todo cambiaba: poca gente, árboles en las aceras, una sensación de limpieza. Al girar un poco vio la honda montaña lejana y sintió el aire de enero, bastante frío.

miércoles, 16 de septiembre de 2020

Crimen premeditado, de Witold Gombrowicz

 


En el invierno pasado tuve que visitar a un hidalgo, Ignacy K., con el propósito de ayudarle a resolver algunos problemas referentes a sus propiedades. Tan pronto como obtuve una licencia de unos días, confíe mis asuntos a un colega, un juez suplente, y telegrafié: «Martes seis tarde favor enviar calesa». Sin embargo, cuando llegué a la estación no encontré ni calesa ni caballos. Hice algunas averiguaciones. Mi telegrama había sido, por supuesto, entregado; el destinatario en persona lo había recogido el día anterior. Me gustara o no, tuve que alquilar un primitivo cabriolé, deposité en él mi maletín y mi bolsa de mano. En la bolsa de mano guardaba un pequeño frasco de colonia, una lima para las uñas y unas tijeras. Avancé durante cuatro horas, campo a través, de noche, en silencio, en medio del deshielo. Temblaba bajo mi abrigo urbano, los dientes me castañeteaban. Observaba la espalda del conductor y pensaba: «Arriesgar la espalda de esta manera… Siempre sentado, casi siempre por lugares solitarios, con la espalda vuelta hacia los otros y expuesto a cualquier capricho de quienes se sientan detrás».

Al final llegamos frente a un portón de madera. Oscuridad, salvo en la parte superior donde se veía una ventana iluminada. Golpeé en la puerta; estaba cerrada. Golpeé con mayor energía. Nada, sólo silencio. Los perros me atacaron y tuve que volver a la calesa. Luego le llegó al cochero el turno de llamar a la puerta.
«Su hospitalidad», me dije, «no es muy estimulante».

martes, 15 de septiembre de 2020

La soledad del vacío, de Francesc Marí

 


Después de que una luz cegadora atravesara sus párpados, se despertó repentinamente, sintiendo como si le faltara el aire. Abrió la boca de par en par, respirando tan fuerte como si ningún hálito de aire hubiera llegado a sus pulmones durante mucho tiempo. Al mismo tiempo, abrió los ojos descubriendo el más vacío e infinito espacio. Ante él se extendía un oscuro manto cubierto por millones de pequeños puntos luminosos. Estaba en el espacio. Asustado, alargó las manos y tocó la fría y transparente superficie cóncava del cristal de una ventana.

Al otro lado flotaba un hombre en un harapiento mono azul. Era tan escuálido como si no hubiera comido en semanas, un débil vello surcaba su mandíbula, y un pelo frágil y lacio caía sobre su frente. Lo miraba con una pavorosa expresión a través de unos ojos hundidos y circundados por unas oscuras ojeras, casi tan negras como el vacío que lo rodeaba. Al mirar sus manos, comprendió estupefacto que aquel era su reflejo, pero no se reconocía.

lunes, 14 de septiembre de 2020

Más allá de la tormenta, de William Hope Hodgson

 


—¡Silencio! —dijo mi amigo el científico mientras yo pasaba al interior de su laboratorio. Había abierto los labios para comentar algo, pero, ante su demanda, permanecí callado unos minutos más.

Se hallaba sentado delante de su instrumento; la máquina, en esos momentos, estaba recibiendo un mensaje de una manera extraña e irregular: se paraba un poquito y enseguida volvía a ponerse en marcha a toda velocidad.
Durante una de aquellas pausas, más larga de lo habitual, no pude resistir la impaciencia que se iba apoderando de mí y me aventuré a dirigirle la palabra.
—¿Es algo importante? —pregunté.
—¡Por el amor de Dios, cállate! —respondió nervioso, casi gritando.
Me quedé desconcertado. Estaba bastante acostumbrado a sus modales cortantes y secos, sobre todo cuando se traía entre manos algún experimento fuera de lo corriente, pero aquello estaba yendo demasiado lejos, y así se lo dije.
Estaba escribiendo algo y su única réplica fue poner delante de mí varias hojas, que mostraban una escritura irregular, y pronunciar un lacónico:
—¡Lee!

viernes, 11 de septiembre de 2020

El margen, de Orson Scott Card

 


El trabajo que LaVon había hecho sobre el libro era una tontería, por supuesto. Carpenter lo sabía incluso antes de preguntarle. Después de la advertencia de Carpenter la semana anterior, sabía que LaVon lo haría, pues su padre nunca hubiera permitido que el muchacho suspendiera. Pero LaVon era demasiado obstinado y muy descarado, y era líder en la actitud desafiante de los alumnos del sexto grado; su desacato a la autoridad no permitiría que Carpenter obtuviera una victoria completa.

—A mí me ha gustado mucho, me ha encantado «Los hombrecitos» —dijo LaVon—. Me puso piel de gallina.
La clase se rió. Una pausa cómicamente perfecta, dijo Carpenter para sus adentros. Pero el único lugar donde la comedia es provechosa aquí, en el país Nueva Tierra, es en los carros de los comediantes gitanos. Para eso te estás preparando tú, LaVon, para una carrera como parásito ambulante, que vive de sorber la risa de los cansados agricultores.
—En este libro todos los buenos tienen un nombre que empieza por D. Demi es un dulce muchachito que nunca hace nada malo. Daisy es tan buena que podría tener siete hijos y seguir siendo virgen.

jueves, 10 de septiembre de 2020

Triste Idiota, de Lucia Berlin

 


La soledad es un concepto anglosajón. En Ciudad de México, si eres el único pasajero en un autobús y alguien sube, no solo se sentará a tu lado sino que se recostará en ti.

Cuando mis hijos vivían en casa, si entraban a mi habitación normalmente había un motivo concreto. ¿Has visto mis calcetines? ¿Qué hay para cenar? Incluso ahora, cuando suena la campana de la verja, será: ¡Eh, mamá, vamos al partido de los Atléticos!, o: ¿Puedes cuidar a los niños esta noche? En México, en cambio, las hijas de mi hermana subirán tres pisos de escaleras y cruzarán tres puertas solo porque estoy ahí. Para recostarse a mi lado o decir: ¿Qué onda?
Su madre, Sally, está profundamente dormida. Ha tomado calmantes para el dolor y una pastilla para dormir. No me oye pasar las páginas, toser, acostada en la cama junto a la suya. Cuando llega su hijo de quince años, Tino, me da un beso, va hasta la cama de su madre y se tumba a su lado, le da la mano. Se despide con un beso de buenas noches y se va a su cuarto.

miércoles, 9 de septiembre de 2020

El estuario, de Margaret St. Clair

 


Lo mejor de aquello era que, en realidad, no había robo. Todo el mundo sabía que los barcos permanecían en el estuario porque su estancia allí era mucho más económica que convertirlos en chatarra. Por la noche había un guardián y una patrulla, pero ambas cosas eran superficiales y negligentes. Eludirlos era tan fácil como hacer que los hurtos pareciesen casi más legítimos de lo que hubieran sido si los barcos hubiesen estado completamente abandonados. No es extraño que Pickard pensase que sus robos eran una especie de «salvamento» loable.

Noche tras noche escarbaba en las entrañas de los podridos barcos Liberty y se largaba con chapas de metal, partes de instrumentos y largos tubos de latón y de cobre. Tenía un amigo en el negocio de la construcción de barcos que le compraba la mayoría de lo que él se apropiaba, pagándole a un precio muy por debajo del normal. En cierta ocasión, el cuadro de lo que le sucedería si le echaban mano, trastornó un poco a Pickard... Él creía que los barcos eran propiedad del Estado y el robo conduciría a un castigo proporcionado... Pero aquellos orangutanes de la patrulla hacían tanto ruido durante sus rondas que habría de ser sordo, mudo y ciego para que le cogieran a uno.

martes, 8 de septiembre de 2020

Sujeto a Registro, de Lorrie Moore

 


Tom llegó con su maleta. Su pegatina de John Kerry no decía siquiera «Presidente», y parecía que John Kerry fuera el dueño o el diseñador de la maleta. «Tengo que irme», dijo Tom al sentarse, raspando la silla sobre el pavimento y colocando la maleta bajo la mesa.

—¿Antes de comer? —preguntó ella.

—No. —Se miró el reloj.

—Entonces pide. Pide rápido si hace falta. O toma mi ensalada, si quieres. —Señaló la húmeda lechuga romana de su plato.

Él miró el menú, luego lo soltó. «Ahora no puedo ni leer. ¿Hay cuscús? Pídeme el cuscús de cordero. Vuelvo enseguida. —Cogió el móvil—. Voy al baño.» Su cara tenía un gesto de preocupación bajo la piel curtida por el sol: su cuerpo era larguirucho y su zancada amplia pero brusca cuando entró. La maleta se quedó bajo la mesa, como una bomba.

Convocó al garçon con un gesto que era como el movimiento de la mano rápidamente retirada por temor a que el profesor te llamara. No tenía oído para los idiomas: en eso se parecía a su madre, que en su luna de miel en Francia, al ver «L’École des Garçons», había señalado: «¡No me extraña que los restaurantes sean tan buenos! ¡Todos los camareros van a la escuela de camareros!».

lunes, 7 de septiembre de 2020

Las sombras, de Henry S. Whitehead

 


No empecé a ver las sombras hasta que hube llevado más de una semana viviendo en la casa del viejo Morris. El viejo Morris, muerto y desaparecido desde hacía tantos años, había sido el primer descendiente de un colono irlandés en Santa Cruz, perteneciente a una familia que había llegado a la isla cuando los daneses, tras fracasar en el intento de colonizar sus ricos acres, habían abierto sus puertas a los colonos a mediados del siglo XVIII; y los hijos más jóvenes de la pequeña burguesía irlandesa, escocesa e inglesa habían tomado los cañaverales y comenzado aquella vida de barones que duró durante un siglo, hasta que empezó a declinar a causa de la abolición de la esclavitud y del descubrimiento por parte de los alemanes del filón del azúcar de remolacha, iniciando así el largo proceso de decadencia comercial de las Pequeñas Antillas. El señor Morris había pasado su juventud en las islas francesas.

Al principio, las sombras eran tan vagas que las atribuí por completo a una ligera debilidad que había empezado a afectar a mi vista desde la temprana infancia, y que, aunque nunca ha interferido materialmente en el disfrute de la vida en general, sí convirtieron en obligatorio el uso de unas gafas para leer y escribir. Mi primera experiencia con ellas fue a eso de la una de la mañana. Había estado en una «fiesta para caballeros» en casa de Hacker, «Esmeralda», tal y como algún poético antepasado de Hacker había bautizado la propiedad de la familia, situada a tres millas de distancia de Christiansted, la ciudad del norte, construida sobre la antigua y abandonada ciudad francesa de Bassin.

viernes, 4 de septiembre de 2020

Elisa, de Flavio Lo Presti

 


Mi viejo nunca toleró tener un jefe. Como era un vendedor ambulante extraordinario, y como mi vieja ponía su cabeza de esclava en la guillotina para ilotas del capitalismo, él mantenía la suya fuera del agua. Cuando yo era muy chico vendía juguetes en los colectivos. En los 80, una pyme de tejidos a máquina inventada por mi vieja le permitió no hacer nada hasta mediados de los 90, o sostener sus vicios (básicamente, café y cigarrillos) a través de microestafas. Andaba por la ciudad a dedo porque odiaba el transporte público de Córdoba, garroneaba plata de las formas más inverosímiles (fingiendo ser un húngaro exiliado tras la caída del comunismo, por ejemplo) pero después de la debacle del 2001 ya no se pudo vivir del aire y volvió a la venta ambulante con un producto diseñado por él: condimentos fraccionados en bolsas de celofán, enganchados con una engrampadora en una tira celeste de cartulina. Mi vieja los fabricaba, y cada bolsa estaba rematada por un marbete de cartón grabado con una marca que la mente de mi viejo, misteriosamente enlazada al pulso ancestral y berreta del comercio, había inventado también: Especias Artesanales El sabor.

jueves, 3 de septiembre de 2020

El milagro invertido, de Guillermo Martinez

 


Lo más difícil es explicar cómo llegó la estatuita fosforescente de Ceferino a nuestro hogar marxista y ateo. Tuvo que ser, por supuesto, alguno de los inventos de mi papá. Pero ¿cuál de ellos? ¿La bujía-luciérnaga que pudiera ubicarse en la oscuridad al abrir el capot del auto? ¿Los anzuelos lumínicos para la rueda de arado que hundiría en el mar como novísima máquina nocturna de pesca? Les pregunté a mis hermanas mayores y ninguna de las dos pudo recordar exactamente para qué la quería. Pero sí recuerdo que la primera vez que se habló de la estatuita estaba Miguela sirviendo el almuerzo. Miguela era el descubrimiento reciente y más preciado de mi madre. Desde que había quedado otra vez embarazada y el médico le había recomendado reposo, una procesión de chicas y mujeres habían pasado fugazmente por nuestra casa, sin resistir ninguna una semana entera. Mi padre se burlaba al verlas partir raudamente: muchas serán las llamadas, ninguna la elegida. Pero de pronto, como una roca, callada y segura, ahí estaba Miguela. Había llegado de Trenque Lauquen, tenía rasgos aindiados, era muy silenciosa y reservada y casi no sabíamos nada de ella, salvo que era infalible con la escoba y el plumero, aún en el caos de papeles de mi padre. Venía a limpiar todos los días sin faltar ni una vez desde hacía casi seis meses y mi madre tenía que luchar duramente con intrigas y aumentos para que las otras vecinas de la cuadra no se la quitaran. Durante ese almuerzo mi padre contó que había visto la estatuita de Ceferino en una santería del centro. Pero no habían querido vendérsela, se lamentó, porque era la que protegía la tienda. Los dueños la habían traído de Fortín Mercedes, donde estaba el santuario de Ceferino. Le habían ofrecido otras, pero sólo tenían un barniz de pintura. Mi padre trató de explicarnos, con migas de pan alrededor del salero, sobre la excitación de los electrones bajo la luz y la irradiación hacia el reposo en el principio físico de la fosforescencia. Él quería una exactamente como aquella que había visto, maciza, de luz verde esmeralda perdurable. En ese momento intervino Miguela, y creo que fue la primera vez que la escuchamos decir dos frases seguidas. Ella era devota del santo, dijo, y pensaba ir el fin de semana hasta Fortín Mercedes para cumplir una promesa. Había visto esas estatuitas luminosas y si el señor quería, no tendría problemas en traerle una. Mi padre, tomado de sorpresa, le agradeció efusivamente y enseguida pareció ocurrírsele una idea mejor. ¿Por qué no ir todos? Sacaría el auto y si nos apretábamos un poco habría lugar también para Miguela. No eran más de dos horas de viaje. Y podríamos traer de regreso un poco de miel y ese vino dulce, libre de pecados,que hacían los salesianos. Yo me entusiasmé a la par de él: ¿Fortín Mercedes era verdaderamente un fortín? ¿Habría un foso y restos de indios y calaveras? Mis hermanas se unieron a la expectativa feliz e inesperada de un viaje y todos miramos en dirección a la segunda cabecera de la mesa. Mi madre no ejerció su derecho de veto y la expedición quedó tácitamente aprobada. Pero el viernes, un día antes de la partida, ocurrió lo imprevisto: escuché durante la siesta el resoplido imperioso del auto puesto en marcha en el garaje, gritos ahogados, puertas que se abrían y cerraban de golpe. Mi madre había tenido una pérdida. Hubo un viaje de urgencia al sanatorio, y quedamos al cuidado de Miguela. Alcancé a escuchar cuchicheos en voz baja como contraseñas sigilosas entre mis hermanas, pero al parecer yo era demasiado chico como para que nadie me dijera nada. Mis padres volvieron dos horas después. Mi madre, muy pálida, caminaba lentamente sostenida del brazo, con una mano bajo la panza, y se recluyó a oscuras en el dormitorio. Mi padre se quedó con ella hasta que se durmió. Cuando reapareció, tenía una expresión grave. El bebé estaba vivo, nos dijo, pero el último mes mi madre debería pasarlo en cama, en absoluto reposo. Todos teníamos que colaborar para que hubiera tranquilidad y silencio: la vida del nuevo hermanito pendía de un hilo. Yo imaginé esto literalmente: el bebé colgado de un hilo, con una oscilación de péndulo, sobre un precipicio vertiginoso de nada. Miguela se ofreció a prepararnos la cena. Mi padre le dijo que se fuera tranquila y que ya lo ayudarían mis hermanas. La expedición a Fortín Mercedes, por supuesto, quedaba cancelada. Miguela insistió en traer de todos modos la estatuita y mi padre, frente a mí, le dio el dinero. Al ver mi cara de desconsuelo pareció pensar algo y se acuclilló a mi altura: ¿Te animarías a ir solo con Miguela hasta Fortín Mercedes? Asentí y me volvió la sonrisa. ¿Qué le parece, Miguela? Así no tiene que quedarse encerrado aquí adentro y ve algo de campo en el camino. Claro que sí, señor, dijo Miguela, y también parecía contenta, es un viaje cortito y se lo traigo antes de la noche. Eso sí, pasaría a buscarlo temprano para salir con la fresca.

miércoles, 2 de septiembre de 2020

El crimen del otro, de Horacio Quiroga

 


Las aventuras que voy a contar datan de cinco años atrás. Yo salía entonces de la adolescencia. Sin ser lo que se llama un nervioso, poseía en el más alto grado la facultad de gesticular, arrastrándome a veces a extremos de tal modo absurdos que llegué a inspirar mientras hablaba, verdaderos sobresaltos. Este desequilibrio entre mis ideas —las mas naturales posibles— y mis gestos —los más alocados posibles—, divertían a mis amigos, pero sólo a aquellos que estaban en el secreto de esas locuras sin igual. Hasta aquí mis nerviosismos y no siempre. Luego entra en acción mi amigo Fortunato, sobre quien versa todo lo que voy a contar.

Poe era en aquella época el único autor que yo leía. Ese maldito loco había llegado a dominarme por completo, no había sobre la mesa un solo libro que no fuera de él. Toda mi cabeza estaba llena de Poe, como si la hubieran vaciado en el molde de Ligeia ¡Ligeia! ¡Qué adoración tenía por este cuento! Todos e intensamente Valdemar, que murió siete meses después, Dupin, en procura de la carta robada, las Sras. de Espanaye, desesperadas en su cuarto piso, Bereníce, muerta a traición, todos, todos me eran familiares. Pero entre todos, el Tonel del Amontillado me había seducido como una cosa íntima mía. Montresor, El Carnaval, Fortunato, me eran tan comunes que leía ese cuento sin nombrar ya a los personajes; y al mismo tiempo envidiaba tanto a Poe que me hubiera dejado cortar con gusto la mano derecha por escribir esa maravillosa intriga. Sentado en casa, en un rincón, pasé más de cuatro horas leyendo ese cuento con una fruición en que entraba sin duda mucho de adverso para Fortunato. Dominaba todo el cuento, pero todo, todo, todo. Ni una sonrisa por ahí, ni una premura en Fortunato se escapaba a mi perspicacia. ¿Qué no sabía ya de Fortunato y su deplorable actitud?

martes, 1 de septiembre de 2020

A las puertas del reino animal, de Amy Hempel


Diez velas en una croqueta de pescado indican que es el cumpleaños de Gully. La muchachita que cumple años es el centro de atención. Entorna los ojos ante el estallido de los flashes. La gata negra parece conocer las más refinadas poses gatunas. Ardiendo en celo por mostrar sus habilidades ante la cámara.
Gully es de la señora Carlin. Está con ella desde que la gata tenía seis semanas y dormía dentro del horno, ovillada en una cacerola que se caldeaba gracias a la luz del piloto. La señora Carlin ha celebrado todos y cada uno de los cumpleaños de Gully: envolviendo en papel de regalo los ratones de fieltro azul llenos de hierba gatera, envolviendo en papel de regalo la selección de comida congelada de la marca Mrs. Paul’s y fotografiando a la muchachita junto a sus invitados.
Este año, los hijos de los Patterson, Pierson y Bret, de catorce y diez años, se cuentan entre los invitados, además de su gato Bert. Aunque sería más apropiado decir que la señora Carlin y Gully son los invitados de los niños, ya que la fiesta se celebra en casa de los Patterson.