viernes, 27 de diciembre de 2019

Los que se marchan de Omelas, de Ursula K. Le Guin


Con un estruendo de campanas que hizo alzar el vuelo a las golondrinas, la Fiesta del Verano penetró en la deslumbrante ciudad de Omelas, cuyas torres dominan el mar. En el puerto, los gallardetes ponían notas multicolores en los aparejos de los buques. En las calles, entre las casas de tejados rojos y paredes encaladas, entre los tupidos jardines y en las avenidas flanqueadas de árboles, ante los enormes parques y los edificios públicos, avanzaban las procesiones. Algunas eran solemnes: ancianos vestidos con ropas grises y malvas, maestros artesanos de rostros graves, mujeres sonrientes pero dignas, llevando en brazos a sus chiquillos y charlando mientras avanzaban. En otras calles, el ritmo de la música era más rápido, un estruendo de tambores y de platillos; y la gente bailaba, toda la procesión no era más que un enorme baile. Los chiquillos saltaban por todos lados, y sus agudos gritos se elevaban como el vuelo de las golondrinas por encima de la música y de los cantos. Todas las procesiones avanzaban ascendiendo hacia la parte norte de la ciudad, hacia la gran pradera llamada Campos Verdes, donde chicos y chicas, desnudos bajo el Sol, con los pies, las piernas y los ágiles brazos cubiertos de barro, ejercitaban a sus caballos antes de la carrera. Los caballos no llevaban ningún arreo, excepto un cabestro sin freno. Sus crines estaban adornadas con lazos de color plateado, verde y oro. Dilataban sus ollares, piafaban y se pavoneaban; se mostraban muy excitados, ya que el caballo es el único animal que ha hecho suyas nuestras ceremonias. En la lejanía, al norte y al oeste, se elevaban las montañas, rodeando a medias Omelas con su inmenso abrazo. El aire matutino era tan puro que la nieve que coronaba aún las Dieciocho Montañas brillaba con un fuego blanco y oro bajo la luz del Sol, ornada por el profundo azul del cielo. Había exactamente el viento preciso para hacer ondear y chasquear de tanto en tanto las banderas que limitaban el terreno donde iba a desarrollarse la carrera. En el silencio de los amplios prados verdes podía oírse cómo la música serpenteaba por las calles de la ciudad, primero lejana, luego más y más próxima, avanzando siempre, un agradable presente difundiéndose en el aire, que a veces reverberaba y se condensaba para estallar en un inmenso y alegre repicar de campanas. 

¡Alegre! ¿Cómo es posible hablar de alegría? ¿Cómo describir a los ciudadanos de Omelas?

jueves, 26 de diciembre de 2019

Simulacro, de Ken Liu

 


[Una] fotografía no es solo una imagen (en el sentido en que lo es una pintura), una interpretación de lo real; también es un vestigio, un rastro directo de lo real, como una huella o una máscara mortuoria.

SUSAN SONTAG
PAUL LARIMORE:
¿Estás grabando ya? ¿Empiezo? Vale.
Anna fue un accidente. Tanto Erin como yo viajábamos mucho por asuntos de trabajo y no queríamos ataduras, pero no todo se puede planificar, y cuando nos enteramos nos llevamos una verdadera alegría. De algún modo nos apañaríamos, dijimos. Y así fue.
Anna no fue un bebé dormilón. Había que cogerla en brazos y acunarla para que se fuera adormeciendo poco a poco, sin que en ningún momento ella se rindiera en su pertinaz lucha contra el sueño. No podías quedarte quieto. Como después del parto Erin estuvo varios meses con problemas de espalda, era a mí a quien le tocaba pasear por la noche después de las tomas, con la cabecita de la niña contra mi hombro. Aunque sé que seguramente me notaba agotado e impaciente, lo único que recuerdo ahora es lo unido que me sentía a ella mientras durante horas deambulábamos por el salón, iluminado únicamente por la luz de la luna, conmigo canturreándole.
Y yo deseaba sentirme así de unido a ella, siempre.
No tengo ningún simulacro suyo de aquella época. Los prototipos eran muy voluminosos, y el sujeto tenía que permanecer inmóvil durante horas. Impensable con un bebé.
Este es el primer simulacro que tengo de ella. Tendrá unos siete años.
—Hola, cielo.
—¡Papá!
—No seas vergonzosa. Estos hombres han venido para hacer un documental sobre nosotros. No hace falta que hables con ellos. Tú haz como si no estuvieran aquí.
—¿Podemos ir a la playa?
—Ya sabes que no. No podemos salir de casa. Además, fuera hace demasiado frío.
—¿Vas a jugar a las muñecas conmigo?
—Sí, claro. Jugaremos a las muñecas todo el tiempo que quieras.

lunes, 23 de diciembre de 2019

El Ankuto Pila, de Jorge Accame

 


En casi todas las selvas del norte argentino existe un animal que raramente se muestra a los ojos del hombre. Es esquivo y sabe ocultarse con extraña habilidad. La gente lo llama Ankuto Pila. Se trata de una especie de oso flaco sin pelo (pila significa en quichua precisamente “pelado” o “desnudo”), no mayor que un perro ovejero, con orejas de mono, cuerpo fofo (pero, paradójicamente, provisto de una fuerza descomunal) y pellejo sobrante y suelto que se desdobla abdomen abajo como las olas de un arroyo. Algo parecido al Aye-aye de Madagascar, aunque de color pardo claro y brillante y sin ojos saltones. Aún nadie ha podido estudiar bien sus características; se cree sin embargo que pertenece a la misma familia del coatí.

Los contados campesinos que han cazado un ankuto (casi siempre cachorros que han perdido a la madre) y lo mantuvieron en cautiverio, pudieron comprobar sus propiedades de rastreador. Este animal sirve para rastrear cualquier cosa, pero su instinto parece conocer una principal obsesión: es un sabueso infalible para hallar víctimas heridas o muertas por grandes felinos.

viernes, 20 de diciembre de 2019

Julieta y el mago, de Manuel Peyrou


El mago Fang no se llamaba Fang, sino Prudencio Gómez. Era hijo del general Ignacio Gómez y nieto y bisnieto, respectivamente, del coronel y del sargento mayor del mismo nombre. Su tío, el general Carballido, era uno de los siete contusos de la batalla del Arsenal, y su primo, hijo de aquél, viajaba desde hacía años por Europa para curarse de un «surmenage» adquirido durante la campaña de la Sierra. Sería fácil deducir de esto que los militares, antiguos y contemporáneos, constituían el único orgullo de la familia Gómez; sería fácil, pero incorrecto, porque también contaba con curas en número suficiente para reforzar su vanidad.

La vida del niño Prudencio Gómez se dividió entre el asombro de los desfiles militares y la práctica de la religión. Ayudaba a la misa en la parroquia de otro de sus tíos, el padre Gómez, famoso por lo campechano y liberal. Esta liturgia precoz tuvo indudable importancia en su vida. Era un niño, no creía en símbolos, sino en realidades. Con el tiempo sospechó que todo eso se parecía a la magia, y quiso realizar experimentos más convincentes, con un resultado palpable. Sería alargar la historia (y no hay ningún motivo para ello) relatar las veces que fracasó en su intento de extraer un huevo de gallina de la boca del padre Gómez, ante la chanza benévola de éste; o recordar el dramático instante en que casi se asfixia por haber olvidado de pronto el sistema —aprendido por correspondencia— de salir de un baúl herméticamente cerrado. Es mejor llegar al día en que, convertido en Fang, debuta en su ciudad natal ante un público asombrado y entusiasta.

jueves, 19 de diciembre de 2019

Iturrazpe y los Hayn, de Federico Jeanmaire


La lluvia rajaba la tierra. Literalmente. Con algún esfuerzo, el hombre esquivó dos grietas enormes que se extendían a través del barro de la calle y estacionó su coche justo enfrente de una vieja casa, a la salida de Coronel Lombardi. La vivienda mostraba signos evidentes de deterioro. Y el pueblo era un calco de San José, el sitio de donde provenía el hombre que acababa de estacionar entre las grietas. Le parecía increíble haber conducido tantas horas para llegar casi al mismo lugar desde donde había partido. Definitivamente, todos los pueblos de la provincia estaban cortados por la misma tijera, se entretuvo pensando quizá para no bajarse y quedar expuesto al diluvio. Y pensó más cosas, con los ojos fijos en el parabrisas. Por ejemplo, que no llevaba un paraguas y que no llevar un paraguas en esas circunstancias provenía de una muy desagradable escasez cultural: nadie, absolutamente nadie, utilizaba paraguas en la provincia. El paraguas era un objeto diseñado para el uso exclusivo de los porteños. Un asunto afeminado, para cualquier varón del interior. Un imposible. Y este último pensamiento, lo enfrentó de manera ineludible contra su actual debilidad. Tendría que bajar y mojarse, nomás. Ser hombre. Joderse.

Así que.

miércoles, 18 de diciembre de 2019

Juguetes, de Osvaldo Soriano

 


El primer regalo del que tengo memoria debe haber sido aquel camión de madera que mi padre me hizo para un cumpleaños. No me gustó y no lo usé nunca quizá porque lo había hecho él y no se parecía a los de lata pintada que vendían en los negocios. Muchos años después lo encontré en casa de uno de mis primos que se lo había dado a su hijo. Era un Chevrolet 47 verde, con volquete, ruedas de retamo y el capó que se abría. Las ruedas y los ejes seguían en su lugar y las diminutas bisagras de las puertas estaban oxidadas pero todavía funcionaban.

Mi padre se daba maña para hacer de todo sin ganar un peso. En San Luis construyó una casa en un baldío de horizonte dudoso, cubierto de yuyos y algarrobales. El gobierno de Perón le había dado un crédito para vivienda y él se sentía vagamente humillado por haberlo merecido. Nunca supe cómo hacía para ocultar su condición de antiperonista virulento, de yrigoyenista nostálgico en los tiempos del Plan Quinquenal. En cambio yo me criaba en aquel clima de Nueva Argentina en la que los únicos privilegiados éramos los niños, sobre todo los que llevábamos el luto por Evita.

martes, 17 de diciembre de 2019

El nene, de Mariano Quirós

Tengo tres hijos, pero conmigo vive solo Quique, el más grande. Los otros dos, los mellizos, se fueron tras el rastro de su madre hace ya unos cuantos años y no he vuelto a tener noticias. Se habrán hecho una vida más interesante y ahora no les importará venir para estos lados. O bien puede que no se resignen y sigan buscando a la madre. La verdad es que a esta altura ya no me preocupo. Acá en el pueblo hay otros problemas que atender.

A mi hijo Quique todos le dicen el Nene. Tiene veintiséis años y es como de mi tamaño —yo soy un hombre grande, metro noventa y por lo menos ciento diez kilos—, entonces que le digan el Nene me parece una falta de respeto, a Quique y a mí. Por eso es que me molesta tanto cuando, en medio de alguna conversación, me distraigo y me refiero a él, a mi hijo, con ese apodo de mierda. Me pasa sobre todo en los asados, cuando me largo a comentar algo. De repente, por ejemplo, en medio de una historia que estoy contando y de la que fuimos parte Quique y yo, me sale decir el Nene. Me duele por el chico, que así queda como más abombado.

lunes, 16 de diciembre de 2019

Cosas, de D. H. Lawrence

Eran unos auténticos idealistas de Nueva Inglaterra. Pero de eso hacía mucho tiempo: antes de la guerra. Algunos años antes de la guerra se conocieron y se casaron; él era un joven alto y de ojos intensos que procedía de Conneticut, y ella una muchacha de estatura mediana, recatada y con aspecto de puritana que había nacido en Massachusetts. Los dos tenían algo de dinero. No demasiado, sin embargo. Incluso juntando ambas cantidades no llegaba a tres mil dólares al año. Así y todo, eran libres. ¡Libres!

¡Ah! ¡La libertad! ¡Ser libre para vivir la propia vida! ¡Tener veinticinco y veintisiete años, un par de auténticos idealistas con un amor compartido por la belleza y una cierta inclinación hacia la «filosofía hindú» —lo que significaba, por desgracia, hacia la señora Besant— y unas rentas de algo menos de tres mil dólares al año! Pero ¿qué es el dinero? Todo lo que uno desea es vivir una vida plena y hermosa. En Europa, por supuesto, en la fuente y el origen de la tradición. Probablemente podría hacerse en Estados Unidos: en Nueva Inglaterra, por ejemplo. Pero renunciando a una cierta dosis de «belleza». La auténtica belleza requiere mucho tiempo para madurar. Lo barroco solo es bello a medias, maduro a medias. No, el verdadero apogeo plateado, el auténtico ramo dorado y dulce de la belleza tenía sus raíces en el Renacimiento, no en ningún otro período más reciente y más vacuo.

viernes, 13 de diciembre de 2019

La sospecha, de Pablo De Santis

Usted espera en silencio frente al escritorio de su jefe mientras él termina de firmar unos papeles. Cuando su jefe descubre su presencia le señala unos recortes de diarios que ha extendido sobre el escritorio, entre sándwiches abandonados y vasos descartables con restos de café. La noticia es de la semana pasada: el gerente de una empresa papelera abrió una caja que parecía contener un regalo y el envío estalló. Perdió la vista de un ojo y dos dedos de la mano derecha. La otra noticia es de un año antes (los recortes están un poco amarillentos): esa vez la caja de cartón enviada por correo explotó en la oficina de una curtiembre, durante la noche, sin dejar heridos. A los dos ataques siguieron mensajes exaltados enviados a los periódicos y escritos a máquina. Los paranoicos rechazan las computadoras porque temen que espíen sus archivos y el interior de sus mentes. Hubo antes incidentes menores, explica su jefe. Los ataques son esporádicos, pero hay un incremento en el poder de los explosivos: la próxima vez puede que vuele una casa, una oficina, una empresa entera.

Usted menciona grupos preocupados por pozos de petróleo, ballenas y pingüinos, pero su jefe lo interrumpe. Han trazado un perfil del sospechoso: es un hombre solo, un obsesivo, seguramente aficionado al ajedrez y a las palabras cruzadas. A través de complicados cálculos y diagramas que unen oficinas de correo, vida social, antecedentes educativos y problemas con la ley han aparecido los nombres de cinco sospechosos, todos masculinos. Su jefe le informa de que a usted le toca vigilar a uno que vive en las afueras de Bariloche.

jueves, 12 de diciembre de 2019

Hermanos de las máquinas, de Richard Matheson

Salió a la luz del sol y caminó entre la gente. Se alejaba de las negras profundidades del metro. En su cerebro, la infinidad de susurros de la ciudad sustituyó el rugido distante de la maquinaria subterránea.

Recorría la calle principal. Hombres de carne y hombres de acero pasaban a su lado, yendo y viniendo. Movía las piernas muy despacio, y sus pasos se confundían con miles de otros pasos.
Pasó por un edificio que había sucumbido en la última guerra. Hombres y robots retiraban afanosos los escombros para volver a construir. Una nave de control flotaba sobre ellos, donde otros hombres vigilaban desde arriba que se hiciera bien el trabajo.

A ratos se mezclaba con la multitud y a ratos se separaba de ella. No le daba miedo que lo vieran. Era diferente de los demás, pero solo por dentro. A simple vista no se notaba. Los postes de visión situados en cada esquina no detectarían el cambio. Tanto de cuerpo como de cara era como los demás.

Miró al cielo. Era el único. Los demás no sabían nada del cielo. Había que liberarse para verlo. Vio el destello de un cohete que pasaba por delante del sol y las naves de control que flotaban en un cielo azul lleno de nubes esponjosas.

miércoles, 11 de diciembre de 2019

Paulina, de Laura Ponce

Las filas de vehículos avanzan y vuelven a detenerse frente a los puestos de control. Está oscuro todavía y la llovizna de hace un rato perla los vidrios; dentro del colectivo hace un frío de morirse. Paulina mira la hora en el celular. Las seis de la mañana. Va lento el asunto, murmura entre dientes. Tiene ganas de hacer pis. Los golpes en el vidrio la sobresaltan. La puerta se pliega con un chasquido y suben dos guardias armados; al igual que el resto de los pasajeros, Paulina se arremanga para que puedan escanearle el código de identificación.

Cuando la barrera se levanta, el colectivo arranca perezosamente, pasa debajo del cartel que dice: «Bienvenido / Ciudad Autónoma de Buenos Aires» y toma la subida a la autopista. Paulina no mira sobre su hombro, sabe que los puestos de control y el río van quedando atrás; siente una especie de íntima satisfacción, como cada vez que entra a la ciudad, pero no quiere ponerse contenta.Es demasiado pronto para eso, piensa.

martes, 10 de diciembre de 2019

La segunda muerte del padre, de Cristina Jurado

Las lágrimas más amargas que se derramarán sobre nuestra tumba 
serán las de las palabras no dichas y las de las obras inacabadas. 
Harriet Beecher Stowe

La criatura apareció cuando murió su padre y ella se quedó huérfana por segunda vez. En realidad, él había muerto muchas veces antes, cada vez que desaparecía. No recordaba cuántas. Su memoria era un contable falible: llevaba las cuentas como quería y tenía tendencia a redondear por lo alto cuando se trataba de ausencias.

El día antes de su muerte, viajó miles de kilómetros para verlo sin saber cómo iba a hallarlo. Se encontró con él aquella mañana, cuando llegó a una casa que no era la suya, sino la de su padre. No lo reconoció. Se parecía, pero nada tenía que ver con él. Era la misma cara, el mismo cabello rizado, el mismo lunar en la mejilla, los mismos labios carnosos. Pero ahora el pómulo estaba hundido, el pelo casi desaparecido, la piel amarillenta, consumida por el cáncer y la quimioterapia.

Él se alegró de verla. Al menos, eso dijo, y luego se hundió en el sopor de la morfina. Ya no volvió a hablar voluntariamente. Contestaba en monosílabos si se le preguntaba, emitiéndolos en forma de susurro, pero sus palabras se fueron haciendo cada vez más difíciles de entender.

sábado, 7 de diciembre de 2019

Lucecitas rojas, de Primo Levi

El suyo era un trabajo tranquilo. Tenía que estar ocho horas al día en una sala oscura en la que a intervalos irregulares se encendían las lucecitas rojas de las lámparas piloto. No sabía qué significaban; eso no formaba parte de sus funciones. A cada encendido debía reaccionar apretando determinados botones cuyo significado tampoco conocía. Sin embargo, su misión no era mecánica; los botones tenía que elegirlos él rápidamente y conforme a criterios complejos que variaban día a día y, además, dependían del orden y del ritmo con que los pilotos se encendían. En resumen, no era un trabajo estúpido: era un trabajo que se podía hacer bien o mal; a veces era bastante interesante; uno de esos trabajos que dan la oportunidad de complacerse en la propia prontitud, en la propia inventiva y en la propia lógica. Pero no tenía una idea precisa del resultado final de sus actos. Solo sabía que había un centenar de salas oscuras y que todos los datos decisivos convergían desde algún lugar a una central de clasificación. También sabía que, de algún modo, su trabajo era juzgado, pero no sabía si aisladamente o sumado al trabajo de los demás: cuando sonaba la sirena se encendían otras lucecitas rojas en el dintel de la puerta y su número indicaba un juicio y una calificación global. A menudo se encendían siete u ocho. Solo una vez se encendieron diez y nunca menos de cinco; por ello tenía la impresión de que sus asuntos no marchaban demasiado mal.

viernes, 6 de diciembre de 2019

Pequeñas mujercitas, de Solange Rodríguez Pappe

Mientras llenaba cajas y cajas con basura sacada de la casa de mis padres, vi a la primera mujercita correr hasta el sofá y escabullirse bajo sus patas con un grito de alegría eufórica. Tampoco es que me sorprendiera demasiado topármela. Ser hija de una pareja de acumuladores que durante toda su vida no habían hecho más que almacenar bolsas vacías de papel, recipientes plásticos y bichos de porcelana aumenta la posibilidad de que, si haces una exploración profunda, des con cosas muy extrañas escondidas en el hogar de tu infancia.

Una de las actividades preferidas de mi aburrida niñez era revisar cajones para hurgar en su contenido, pero desafiándome a dejar las cosas tal como las había encontrado. Así, di con una colección de llaveros de la Segunda Guerra Mundial, unos posavasos pornográficos y con la colección de puñales que guardaba celosamente mi padre bajo las tablas de la cama. «¡Ya has estado trasteando entre las cosas!», vociferaba mi madre si notaba un leve cambio de orden entre alguno de los cientos de objetos recolectados y luego me daba unos buenos bofetones con la mano abierta o un golpe de cinturón en las palmas. «Aprende de tu hermano, que jamás da qué hacer». Obvio, desde que tenía memoria Joaquín había pasado jugando en la calle, con sus carritos, con su bicicleta, con sus patines, con su pandilla, con sus noviecitas. Se había negado a ser uno de los tantos adminículos de colección de mi madre.

jueves, 5 de diciembre de 2019

La otra semana, de Joy Williams

—El cuerpo de bomberos nos cobró trescientos setenta y cinco dólares por el traslado de la serpiente —dijo Francine.

—Eso me lo perdí —dijo Freddie—. ¿Vinieron los bomberos? ¿Con el camión rojo y toda la pesca?

—Había una serpiente de cascabel en el patio y llamé a los bomberos. Tenían un chisme alargado…

 Era una especie de vara con un gancho al final. Metieron la serpiente en una caja y la soltaron en alguna parte. Y no debería habernos costado nada porque es uno de los servicios que prestan a sus abonados, que es la razón de que todo el mundo llame a los bomberos cuando aparece una serpiente en el patio. Pero nosotros no estamos abonados, Freddie. Me informaron a posteriori. No hemos pagado la factura y sus servicios no están incluidos en los impuestos sobre la propiedad, que tampoco hemos pagado.

—A lo mejor me estaba dando un baño.

—El coste es excesivo, ¿no crees? Estuvieron cinco minutos.

—¿Por qué no machacaste a la bestia con una azada?

—Es muy civilizado por parte del cuerpo de bomberos sacarlas vivas. ¿Por qué no somos abonados, Freddie? Si la casa empezara a arder, vendrían, pero el servicio nos costaría veinticinco mil dólares por hora. Eso es lo que me dijeron cuando llamé para quejarme.

miércoles, 4 de diciembre de 2019

Algo de muerte, algo de fuego, de Peter Straub

El origen e incluso la naturaleza del Taxi Mágico de Bobo constituyen todavía un misterio, y el Taxi sigue siendo tan enigmático como cuando apareció por primera vez ante nosotros sobre el suelo de serrín. Por supuesto que no le faltan exégetas: estoy en posesión de varias carpetas de papel manila repletas hasta reventar de análisis relativos al Taxi y de especulaciones sobre su naturaleza y construcción.

«La industria Bobo» amenaza con convertirse en una empresa gigante.

Como se recordará, durante muchos años el examen del Taxi por parte de mecánicos especializados e imparciales formaba parte de la representación. Este examen, tan minucioso como sólo los técnicos más expertos podían llevar a cabo, nunca reveló nada que lo diferenciara de los otros vehículos de su misma clase. Tampoco poseía ningún dispositivo ni mecanismo especial que lo capacitara para asombrar, deleitar o aterrorizar como aún sigue haciendo.

martes, 3 de diciembre de 2019

Laberintos, de Ursula K. Le Guin

He hecho todo lo posible por usar mi ingenio y conservar mi coraje, pero ahora sé que no podré soportar más tiempo esta tortura. Mis percepciones del tiempo son confusas, pero creo que desde hace varios días me di cuenta de que ya no podría mantener mis emociones bajo un control estético, y ahora la crisis física es también casi total. No puedo realizar ninguno de los movimientos grandes. No puedo hablar. Respirar, en este pesado aire extraño, se hace más difícil. Cuando la parálisis llegue a mi pecho moriré: probablemente esta noche.

La crueldad del extraterrestre es refinada, pero irracional. Si todo el tiempo tuvo la intención de dejarme morir de hambre, ¿por qué no se limitó a retirarme la comida? En cambio me la dio en cantidades, montañas de comida, todas las hojas de un cierto arbusto que yo podía desear. Sólo que no estaban frescas. Eran hojas recogidas del suelo; estaban muertas. El elemento que las hace digeribles para nosotros había desaparecido, y era lo mismo que comer piedrecillas. Sin embargo allí estaban, con todo el aroma y la forma del «greenbud», irresistible para mi intenso apetito. No al principio, por supuesto. Me dije, no soy una niña, ¡comer cosas recogidas del suelo! Pero el estómago se impone a la mente. Después de un tiempo me pareció mejor masticar algo, cualquier cosa, que calmara el dolor y las ansias en las tripas. Y comí, comí, me moría de hambre. Ahora, es un alivio estar tan débil como para no poder comer.