jueves, 30 de abril de 2020

El muchacho del saxofón, de Lygia Fagundes Telles

 


Yo era un chofer de camión y ganaba ríos de dinero con un tipo que se dedicaba al contrabando. Aún hoy no entiendo por qué fui a parar a la pensión de aquella señora, una polaca que se lanzó a la vida fácil siendo joven y, ya entrada en años, no dudó en abrir aquel hotelucho. Eso fue lo que me contó James, un tipo que tragaba hojas de afeitar, mi compañero de mesa en los días en que estuve enzarzado por allá. Había pensionistas y también transeúntes, una chusma que entraba y salía limpiándose los dientes, algo para mí insoportable. Un día planté a una mujer sólo porque, en nuestra primera cita, metió el palillo entre los dientes después de comer un bocadillo y se quedó con la boca tan desguarnecida que conseguía ver lo que el palillo escarbaba. Bien, pero yo decía que en aquel hotelucho estaba de paso. La comida, una porquería, y como si no bastase tener que tragar aquellas lavaduras, aun debíamos soportar unos malditos enanos que se enredaban entre nuestras piernas. Y estaba la música del saxofón.

No es que no me gustase la música; siempre me gustó oír todo tipo de charanga en mi radio por la noche, en la carretera, mientras voy haciendo mi faena. Pero aquel saxofón era capaz de retorcer a cualquiera. Tocaba muy bien, no lo dudo. Lo que me sacaba de quicio era la forma, una forma triste como un demonio. Creo que nunca más voy a oír a alguien que toque el saxofón como lo hacía aquel tipo.

miércoles, 29 de abril de 2020

Suena el teléfono, de R. Edison Page

 


BIEN porque tengan más chimeneas, o bien porque la disposición de éstas no sea tan regular, lo cierto es que el viento aúlla con más fuerza en los tejados de las viejas cárceles de condado de ladrillo rojo que en lo alto de las prisiones modernas. Y aquella noche aullaba de lo lindo.

Los dos hombres, sentados en los raídos butacones a ambos lados de la chimenea en la sala de estar del capellán, guardaban un silencio roto tan sólo por los bramidos del viento y el intermitente barboteo de la pipa atascada del médico. Podían permanecer sentados en silencio porque eran amigos. Pero no se parecían en lo más mínimo: el médico, alto, delgado y baqueteado por la vida, de cuyo alargado rostro no acababa de borrarse del todo el tono tostado de los trópicos, y el capellán, hombre menudo, sonrosado, gordinflón e ineficaz, con la punta de la nariz siempre colorada por los efectos del whisky, que constituía su único consuelo, eran tan distintos como pueden serlo dos personas entre sí. El fracaso había unido sus vidas: ni las expectativas de un pingüe beneficio eclesiástico, ni las de un ejercicio más lucrativo de su profesión doraban ya los sueños respectivos del capellán y del médico.

Un aullido aún más fuerte del viento en el tejado que tenían sobre sus cabezas sacó al médico de su ensimismamiento. Bostezó y dijo:

—Parece como si alguno de los que han sido ahorcados en el patio volvieran a presentar una reclamación.

El capellán dio un respingo.

martes, 28 de abril de 2020

La carne y los huesos, de Rubem Fonseca

 


Mi avión no partiría sino hasta el día siguiente. Por primera vez lamenté no tener un retrato de mi madre conmigo, pero siempre me pareció idiota andar con retratos de la familia en el bolsillo, más aun el de mi madre.

No me incomodaba quedarme dos días más vagando por las calles de aquel gran hormiguero sucio, contaminado, lleno de gente extraña. Era mejor que caminar por una ciudad pequeña con el aire puro y los campesinos que dicen buenos-días cuando se cruzan contigo. Me quedaría aquí un año si no tuviera aquel compromiso esperándome.

Caminé el día entero respirando monóxido de carbono. Por la noche mi anfitrión me invitó a cenar. Una mujer nos acompañaba.

Comimos gusanos, el platillo más caro del restaurante. Al mirar a uno de ellos en la punta del tenedor, me pareció una especie de larva o ninfa de mosca que al ser frita hubiera perdido los pelos negros y el color lechoso. Era un gusano raro, me explicaron, extraído de un vegetal. Si fuera una mosca el platillo sería aun más caro, respondí, irónico, ya he tenido nidos de larva de mosca en mi cuerpo tres veces, dos en la pierna y una en la barriga, y mis caballos y mis perros también tuvieron, es difícil sacarla entera, de manera que pueda comerse frita, solamente frita podría ser sabrosa, como —y me llené la boca de gusanos.

Después fuimos a un lugar que mi anfitrión quería enseñarme.

lunes, 27 de abril de 2020

Seis menos dos, de Sonia Budassi

 


Otra vez polenta, se queja mi hermano; mi hermano Guillermo, no Andrés. Andrés es mi otro hermano pero ahora no está, y si estaba seguro no decía nada pero Guillermo sí dice por qué no hacés otra cosa y mi hermana Clara, que es la única hermana mujer que tengo, avanza con la olla hasta la mesa de la matera donde estamos Guille y yo. Clara todavía tiene el pelo húmedo por la pileta, y parece que no le importa que Guillermo le critique la comida. Yo tampoco me hago problema porque a mí la polenta y el arroz me encantan, en especial si la hace mamá, pero ésta la hizo Clara que igual le sale bien. Traeme una cuchara, dice, y me doy cuenta de que faltan todos los cubiertos y tengo miedo de que me rete, pero en silencio se sacude el pelo rubio y me salpica un poco a propósito, cuando vuelve la cabeza para adelante se ríe y me mira y yo le digo basta sin enojarme del todo, mientras busco la cuchara de mango rojo de plástico que es la que usamos para servir. Andrés todavía no llegó del campo, ¿no lo vamos a esperar?, dice Guillermo y se levanta y va hasta la puerta. Tiene el short mojado, pero afuera hay viento y seguro que se seca enseguida, el sonido entra por las rendijas de los vidrios rajados de las ventanas y se escucha cómo crujen las ramas sobre el techo de chapa y siempre pienso que algún día el árbol va a caerse y va a hacer un agujero en el techo y entonces vamos a quedarnos sin la matera y sin la parrilla y la mesa larga de madera para cuando viene mucha gente pero eso si alcanzamos a salir, y puede que los recados también se rompan y entonces tendríamos que andar a caballo en pelo y eso sí es divertido, pienso y cuento seis y resto dos son cuatro, cuatro pares de cubiertos que faltan en la mesa, porque Andrés debe estar por llegar; más la cuchara para la polenta que ahora Clara revuelve y que ya no es amarilla porque se ve que tiene salsa. ¿Hay queso de rallar?, pregunta Guillermo desde afuera y le digo que no, que hay que comprar en el pueblo. Después le pregunto a Clara cuándo volvemos a casa y ella dice no sé, hay que esperar que lleguen mamá y papá de Buenos Aires, el fin de semana tal vez, dice y sigue revolviendo la polenta que ya revolvió como mil veces. Bueno, si van los chicos a comprar queso deciles que me traigan algo a mí, le digo a mi hermana y ella sabe que espero unos Palitos de la Selva o esas pastillitas que vienen con dibujos de animales. Cuando ya casi terminamos de comer se escucha la camioneta y el ladrido del Blanquito y del Negro. Andrés entra, Clara acaba de servirle el plato pero él dice vamos, Guille, vamos que una vaquillona está por parir, agarrá la caja de la veterinaria que está en el galpón, vamos rápido que si no hay que ir hasta el pueblo. Se lo ve nervioso, mira para todos lados como si se le hubiera perdido algo, me mira a mí, mira la olla, la cuchara, a Clara, mira para abajo, mira los salamines colgados del techo hasta que se pone los lentes oscuros y seguro que todavía los ojos azules, los más azules de la familia, se le mueven de acá para allá aunque ya no se los veo. ¿No vas a comer?, le pregunta Clara y él dice ahora no. ¿Voy a ayudarles?, dice mi hermana y Andrés, mientras Guille va para el galpón, le dice bueno, dale, vení que hay que hacer fuerza. ¿Qué hacemos con la nena?, pregunta Clara y Andrés dice traela también.

viernes, 24 de abril de 2020

Obdulia, un cuento cruel, de Antonio Pereira

 


En materia de flores, nunca me impresionó tanto la demasía como en la casa de Arganza, cuando las camelias para Obdulia. Ahora sé que no hubiera podido ser de otro modo en un mundo gobernado por la abuela Társila. Todavía no había llegado el tiempo en que la abuela Társila mandó plantar de perales toda la finca y nos obligaba a comer peras en las tres comidas, más en la merienda y entre horas, peras empanadas y al gratén y a la Colbert, rebanadas de pera untadas con confitura de pera…

Aquel verano, Obdulia fue de los primeros en llegar, y llegó como pálida y cansada, casi más guapa que otras veces. Obdulia era la más pequeña de las tías, una vez oí que había nacido tardía, como un trigo que llaman seruendo. Hubiera sido más propio que la tía Obdulia fuese mi prima. Pero aquella manera suya de mirarte desde su altura, y la falda pantalón y la bicicleta cromada… Decían que fumaba y que lo sabía la abuela. Llevábamos pocos días de las vacaciones y una tarde se rompió el silencio de la siesta como si le hubieran dado con un palo a un jarrón. Y la abuela, que nada, aquí no ha pasado nada, a veces se le soltaban a alguien las narices y el chorro se paraba con una ramita de perejil, sería eso lo que había manchado unas toallas con sangre.

La sangre es mala de ocultar y Obdulia no volvió a salir de su habitación. Oímos decir que una congestión. Que una pulmonía. Que una pleuresía. La abuela se concentró en cuidar a la enferma; mandó acondicionar el ala más soleada de la casa; al médico le exigía, le ordenaba, le daba plazos para la curación de Obdulia.

jueves, 23 de abril de 2020

El fantasma de la Muñeca, de Francis Marion Crawford

 


Fue un accidente terrible y durante unos segundos la espléndida maquinaria de Cranston House se salió del engranaje y se paralizó. El mayordomo salió de la reclusión en la que pasaba su cultivado tiempo de ocio; dos ayudantes de cámara aparecieron simultáneamente desde direcciones opuestas. Había ya varias sirvientas en la escalera principal, y aquellos que recuerdan los hechos con mayor precisión afirman que la propia señora Pringle estaba de pie en el rellano de la escalera. La señora Pringle era el ama de llaves. En cuanto a la enfermera jefe, la enfermera auxiliar y la niñera, sus sentimientos no pueden ser descritos; la enfermera jefe apoyó una mano sobre la balaustrada de mármol pulido y miró aturdida al frente; la enfermera auxiliar se apoyó pálida y rígida contra la pared de mármol pulido, y la niñera se derrumbó y se quedó sentada sobre los escalones, fuera de la alfombra de terciopelo, y rompió a llorar sin ocultarlo.

Lady Gwendolen Lancaster-Douglas-Scroop, la hija más joven del noveno duque de Cranston, de seis años y tres meses de edad, se levantó por sí misma y se sentó en el tercer escalón a los pies de la escalera principal en Cranston House.

—¡Oh! —exclamó el mayordomo, y volvió a desaparecer.

—¡Ah! —respondieron los ayudantes de cámara y se retiraron también.

—Es sólo esa muñeca —se oyó decir claramente a la señora Pringle con desdén.

miércoles, 22 de abril de 2020

Omega, de Amelia Reynolds Long


Que ningún hombre busque ya jamás la predicción de lo que ha de sucederle a él o a sus descendientes.
Milton

Yo, el Doctor Michael Claybridge, que vivo en el año 1926, he escuchado la descripción del fin del mundo de labios de un hombre que lo contempló; el último miembro de la raza humana. El que esto sea posible, o el que yo no esté loco, es algo que no puedo solicitarles que crean: tan sólo puedo presentarles los hechos.

Durante largo tiempo, mi amigo, el Profesor Mortimer, había estado experimentando con lo que denominaba su teoría del tiempo mental; pero yo no había sabido nada de ella hasta que un día, en respuesta a sus deseos, visité su laboratorio. Lo hallé inclinado sobre un joven estudiante de medicina, al que había puesto en un estado de trance hipnótico.

—Es un experimento sobre mi teoría, Claybridge —susurró excitado cuando entré—. Hace un momento le sugerí a Bennet que hoy era el día de la batalla de Waterloo. Y, consecuentemente, lo fue para él; ¡pues me ha descrito, y en francés, una parte de la batalla en la que estuvo presente!

—¡Presente! —exclamé—. ¿Quieres decir que es una reencarnación de…?

martes, 21 de abril de 2020

El nóumeno, de Adolfo Bioy Casares


Probablemente fue Carlota la que tuvo la idea. Lo cierto es que todos la aceptaron, aunque sin ganas. Era la hora de la siesta de un día muy caluroso, el 8 o el 9 de enero. En cuanto al año, no caben dudas: 1919. Los muchachos no sabían qué hacer y decían que en la ciudad no había un alma, porque algunos amigos ya estaban veraneando. Salcedo convino en que el Parque Japonés quedaba cerca. Agregó:

—Será cosa de ponerse el rancho e ir en fila india, buscando la sombra.

—¿Están seguros de que en el Parque Japonés funciona el Nóumeno? —preguntó Arribillaga.

Carlota dijo que sí. El Nóumeno era un cinematógrafo unipersonal, que por entonces daba que hablar, aun en las noticias de policía.

Arturo miró a Carlota. Con su vestido blanco, tenía aire de griega o de romana. «Una griega o romana muy linda», pensó.

—Vale la pena costearse —dijo Arribillaga—. Para hacernos una opinión sobre el asunto.

—Algo indispensable —dijo con sorna Amenábar.

—Yo tampoco veo la ventaja —dijo Narciso Dillon.

—Voy a andar medio justo de tiempo —previno Arturo—. El tren sale a las cinco.

—Y si no vas, ¿qué pasa? ¿Tu campo desaparece? —preguntó Carlota.

—No pasa nada, pero me están esperando.

lunes, 20 de abril de 2020

Alta cocina, de Amparo Dávila

 


Nacían en tiempo de lluvia, en las huertas. Escondidos entre las hojas, adheridos a los tallos, o entre la hierba húmeda. De allí los arrancaban para venderlos, y los vendían bien caros. A tres por cinco centavos regularmente y, cuando había muchos, a quince centavos la docena. En mi casa se compraban dos pesos cada semana, por ser el platillo obligado de los domingos y, con más frecuencia, si había invitados a comer. Con este guiso mi familia agasajaba a las visitas distinguidas o a las muy apreciadas. "No se pueden comer mejor preparados en ningún otro sitio", solía decir mi madre, llena de orgullo, cuando elogiaban el platillo.

Recuerdo la sombría cocina y la olla donde los cocinaban, preparada y curtida por un viejo cocinero francés; la cuchara de madera muy oscurecida por el uso y a la cocinera, gorda, despiadada, implacable ante el dolor. Aquellos gritos desgarradores no la conmovían, seguía atizando el fogón, soplando las brasas como si nada pasara. Desde mi cuarto del desván los oía chillar. Siempre llovía. Sus gritos llegaban mezclados con el ruido de la lluvia. No morían pronto. Su agonía se prolongaba interminablemente.

viernes, 17 de abril de 2020

Nada de todo esto, de Samanta Schweblin


 —NOS PERDIMOS —dice mi madre.

Frena y se inclina sobre el volante. Sus dedos finos y viejos se agarran al plástico con fuerza. Estamos a más de media hora de casa, en uno de los barrios residenciales que más nos gusta. Hay caserones hermosos y amplios, pero las calles son de tierra y están embarradas porque estuvo lloviendo toda la noche.

—¿Tenías que parar en medio del barro? ¿Cómo vamos a salir ahora de acá?

Abro mi puerta para ver qué tan enterradas están las ruedas. Bastante enterradas, lo suficientemente enterradas. Cierro de un portazo.

—¿Qué es lo que estás haciendo, mamá?

—¿Cómo que qué estoy haciendo? —su estupor parece sincero.

Sé exactamente qué es lo que estamos haciendo, pero acabo de darme cuenta de lo extraño que es. Mi madre no parece entender, pero responde, así que sabe a qué me refiero.

—Miramos casas —dice.

Parpadea un par de veces, tiene demasiado rímel en las pestañas.

—¿Miramos casas?

—Miramos casas —señala las casas que hay a los lados.

jueves, 16 de abril de 2020

Esa persona, de Miranda July

 


Una persona está emocionándose en este instante. Alguien, en algún lugar, tiembla de emoción porque algo extraordinario está a punto de ocurrirle a esa persona. Esa persona se ha vestido para la ocasión. Esa persona ha esperado y soñado con este momento, y ahora está sucediendo de verdad, y esa persona apenas si puede creérselo. Pero la cuestión ya no consiste en creer: el tiempo de la fe y de la fantasía ha concluido; esto está sucediendo de verdad. Esto requiere una actitud sumisa y reverente. Es posible que tenga que arrodillarse, igual que cuando alguien es armado caballero. Es muy raro que a alguien le den el título de caballero. Pero esa persona es posible que se arrodille y que reciba un toque de espada en cada hombro. O lo más probable es que esa persona esté dentro de un coche, o en una tienda, o bajo un toldo de vinilo cuando ocurra. O hablando por teléfono, o conectada a internet. Podría ser la respuesta a un mail suyo: Ahí tienes tu título de caballero. O un largo, jocoso y farragoso mensaje telefónico en el que todas las personas a las que esa persona conoce hablan a través de un manos libres y todas le dicen a la vez: Has pasado la prueba, todo era una prueba. Estábamos gastándote una broma, la vida real es mucho mejor que eso. Esa persona se ríe a carcajadas, con alivio, y vuelve a poner el mensaje para escuchar la dirección del lugar en que todas las personas que ha conocido a lo largo de su vida la esperan para darle un abrazo y para incorporarla a la vida real. Es muy emocionante, y no se trata de un sueño, sino que está ocurriendo de veras.

miércoles, 15 de abril de 2020

Detrás, de Silvia Itkin

 


Cuando eligió el poema, Luisa llamó a Astiaga para decirle que lo usaría en el taller de teatro: hilaría unas escenas mezclando la redondez de esos versos perfectos con sus palabras insuficientes, un poco rotas. Un mestizaje que la hacía soñar.

Quisiera leerle el texto, dijo, y él solo dijo: bueno. Le pasó su dirección y cortó. Ella pensó que era así de escueto porque en su cabeza no cabía lo real. Nunca antes había imaginado a un poeta atendiendo el teléfono.

Ya en la puerta del edificio, pegó la oreja al portero eléctrico y escuchó una voz que le dijo: ahí bajan.

Una mujer abrió y salió sin mirarla ni cruzar palabra.

Después: escalofríos ante la escalinata de mármol, la puerta de vidrio repartido con los bordes biselados, el ascensor de jaula, los bronces relucientes donde el reflejo se distorsiona.

Parada frente al séptimo B respiró profundo varias veces para tranquilizarse. La mirilla se movió lentamente y vio un ojo. El ojo de Astiaga.

martes, 14 de abril de 2020

Bialé, de Andrés Rivera

 


Salí de Bialé después que paró de llover. Tomé la ruta sin mayor apuro: soplaba el pampero y el cielo iba limpiándose de nubes. Era una de esas tardes frías de fines de diciembre; sobre los picos dentados de las sierras y en sus flancos, tapizados por un verde espeso y oscuro, se alzaba una luz pálida y brumosa, como de invierno.

Me sentía bien; tenía hambre y las alpargatas mojadas, pero me sentía bien. Yo me siento bien con pocas cosas: esta vez, una camisa caqui, la campera de cuero, cigarrillos, y el cuerpo —a excepción de los pies— abrigado y tan sano como lo permite este país.

Todo eso poco importa —lo sé—, pero yo tenía hambre, las alpargatas mojadas y unos pesos en el bolsillo: un trago y algo sólido, para meterme entre pecho y espalda, era lo que andaba buscando. Y ninguna otra cosa. Fue cuando el auto frenó a mi lado.

—¿Dónde queda el motel Los Palenques? —preguntó el hombre.

lunes, 13 de abril de 2020

Algo Extraño, de Kingsley Amis

 


Algo extraño ocurría todos los días. Podía suceder durante la mañana, mientras los dos hombres realizaban sus lecturas y observaciones y las dos mujeres se ocupaban de la rutina doméstica. Los grandes rostros habían aparecido durante la mañana. O, como sucedió con los rostros pequeños y con los fuegos de colores, lo extraño podía suceder durante la tarde, cuando Bruno se encontraba en plena tarea de mantenimiento, Clovis transmitía a la base, Lia cuidaba el jardín y Myri trabajaba en la novela. En la mayor parte de los casos, las últimas horas de la tarde pasaban con tranquilidad, aunque eso ya no sucedía con tanta frecuencia cuando se trataba de la noche.

Todos ellos comprendían que las expresiones ordinarias y temporales no tenían ningún significado para personas que, como ellas, estaban confinadas indefinidamente en una inmóvil esfera de acero suspendida en una región del espacio tan vacía que la luz de la estrella más próxima tardaba varios cientos de años en llegar hasta ellos. Sin embargo, las órdenes emitidas desde la base recomendaban que adoptaran una unidad de tiempo de veinticuatro horas, como era usual en la Tierra, que no habían visto desde hacía varios meses. Esta disposición les venía muy bien: su trabajo y sus períodos de distracción y de descanso parecían adaptarse con toda naturalidad a estas unidades de tiempo. Sin embargo, la perspectiva de pasarse año tras año con la misma rutina, extendiéndose hacia el futuro que podían prever, era una fuente de tensión.

Bruno lo comentó así con Clovis después de una mañana en la que estuvieran reparando un fallo en el analizador del espectro, que utilizaban para investigar y clasificar las estrellas cercanas. Estaban sentados en la portilla principal de observación del salón, tomando el cóctel del mediodía y esperando a que las mujeres se les unieran.

miércoles, 8 de abril de 2020

El mal, de William Goyen

 


El niño caminaba despacio por el jardín, dando zancadas, y con frecuencia examinaba atentamente un árbol o una flor. A veces trepaba, decidido y sin torpeza, al techo de la casilla y se quedaba ahí, sentado, encorvado, con las manos en la cintura y su cabecita de monje apenas ladeada hacia el hombro derecho. Miraba el mundo desde sus ojos entornados, como un pintor que analiza su cuadro. Se sentaba y miraba el mundo como si fuera un globo que había inflado para divertir a unos niños traviesos. Se sentía orgulloso como el que crea y padecía algo de la humildad de un creador.

Hacía otras cosas extrañas, que los vecinos o los que pasaban observaban siempre con asombro y una especie de terror porque había algo único en sus movimientos y algo singularmente feroz en su cuerpo. A veces corría en medio de la calle haciendo rodar un gran aro, haciendo rodar un gran aro con una gracia tan magnífica que los otros niños, asustados, dejaban sus simples juegos para mirarlo, sorprendidos, y preguntarse, unos a otros, si era de su mundo o si había salido de un libro de cuentos de hadas haciendo rodar el aro.

martes, 7 de abril de 2020

Franco y Susto, de Gustavo Nielsen

 


Conozco al Susto de hace treinta años, mirá si voy a necesitar que un pendejo me venga a decir quién es. Tomamos cerveza siempre en la misma esquina. Si conseguimos, también fumamos. A veces consigue él, a veces yo. Si tenemos papel de seda, armamos legal. Si no armamos igual, con las páginas finitas del Nuevo Testamento que nos regalaron los Testigos de Jehová de la otra cuadra. Alto porro santo.

Al Susto me lo encontré cuando era pendejo. Yo tenía quince y paraba en una plaza. Los pendejos tienen que andar con pendejos. Estábamos fumando tabaco. Él andaba solo y le digo “che, chabón, ¿vamos a escabiar a aquel árbol?”. Hizo que sí con la cabeza. Desde ese día, treinta años tomando cerveza con el Susto. Y nada de nada con el Susto. Amigos, nomás. Hasta que vino este pendejo y nos cagó la vida.

lunes, 6 de abril de 2020

La Cosa en el salón, de E.F. Benson


 Las siguientes páginas son el relato hecho por el doctor Assheton sobre la Cosa en el Salón. Tomé notas, tan copiosas como me lo permitió la rapidez de mi mano, de su dictado. Posteriormente le leí esta narrativa en su forma transcrita. Esto fue el día anterior a su muerte, lo que probablemente ocurrió dentro de una hora después de haberlo visto. Como recordarán algunos lectores aficionados a las páginas policiales de los periódicos, tuve que presentar pruebas ante el jurado forense.

Solo una semana antes, el doctor Assheton también tuvo que presentar pruebas similares, pero como experto médico, con respecto a la muerte de su amigo, Louis Fielder, cuya muerte sería igual a la suya. Como especialista, dijo que creía que su amigo se había suicidado debido a una deficiencia mental. El veredicto fue presentado en consecuencia. Pero en la investigación sobre el cuerpo del doctor Assheton, aunque las circunstancias fuesen las mismas, presentaba más espacio para la duda.

Estoy obligado a decir que, solo poco antes de su muerte, leí el texto que sigue, corregido por el doctor con extrema precisión en ciertos detalles:

—Como especialista en cerebro —dijo—, estoy bastante seguro de que estoy completamente cuerdo y que estas cosas sucedieron no solo en mi imaginación, sino también en el mundo real. Si tuviera que dar evidencia nuevamente sobre el pobre Louis, me vería obligado a tomar una línea diferente. Anótelo al final de su relato, o al principio, si lo prefiere.

Habrá algunas palabras que deberé agregar al final de esta historia, y algunas palabras de explicación deben precederla. En resumen, son estas:

Francis Assheton y Louis Fielder estaban juntos en Cambridge, y allí formaron una amistad que duró casi hasta sus respectivas muertes. En general, no hay dos hombres que pudieran ser menos parecidos, ya que mientras el doctor Assheton se había convertido, a la edad de treinta y cinco años, en la primera y última autoridad en su materia, que eran las funciones y enfermedades del cerebro, Louis Fielder, a la misma edad, estaba en el umbral de sus mayores logros.

viernes, 3 de abril de 2020

Resabios de una fiesta en la Condesa, de Ariel Urquiza


 –¿A quién buscas? –le preguntó Gabriel cuando le abrió la puerta.

–Soy Jonathan –dijo él–, el hijo de Renata.

–Pero mira, no te había reconocido. Qué grande estás, ya casi tienes mi altura. Pasa, pasa. Te demoraste, estaba por llamarte otra vez.

Jonathan sacó de su mochila un paquete envuelto en papel madera y se lo dio a Gabriel. En el recibidor había un espejo con marco dorado y varias esculturas de mármol. A través de una arcada rectangular, Jonathan podía ver parte de la sala principal, desde la que llegaban voces.

–A ver qué tan bueno es lo que traes. –Gabriel abrió el paquete, hundió un dedo en el polvo y se lo llevó a la boca, una, dos veces–. ¿Tuviste problemas para encontrar la casa?

–No, enseguida di con la calle.

–Como tardabas, llegué a pensar que te había detenido la policía.

–¿Ahora vive acá?

–Ya quisiera yo, una casa así en la colonia Condesa. No, es de unos amigos, estaban en medio de una fiesta y se quedaron sin talco. Me llamaron y yo sin un gramo, ¿puedes creer? Estos días hay mucha demanda. Por eso estaba un poco nervioso cuando te llamé, disculpa si en algún momento te grité. Es que le había dicho a tu madre que en cuanto llegara de Perú me llamara. Oye, ¿y cómo está tu mamá de la gripa?

jueves, 2 de abril de 2020

Licantropía, de Rubén Bareiro Saguier

 


Cuando ayer lo vi en la calle, tan cadavérico, me vino a la memoria la cantidad de rumores que corrían por el pueblo a propósito del tío Cabrilla y de la tía Lalí. «Mentiras», decía mi madre; «calumnias», sentenciaba -más severo mi padre, coreado por los comentarios indignados de sus hermanas. Aunque luego, hasta mamá pareció cambiar de opinión, o por lo menos guardaba silencio, cuando se hablaba de la cosa.

Y todo eso me volvió a la memoria cuando el tío Cabrilla se me cruzó por la misma vereda, sin siquiera reparar en mi presencia. En la mía o en la de cualquiera otra persona. Iba con la mirada opaca perdida en algún lugar vacío del espacio o del limbo. Descarriado y ausente, paseaba lentamente su esqueleto, con la marca neta de los huesos bajo la piel, verdosa de tan amarillenta o cerosa. Era la primera vez que notaba tan claramente estos detalles, quizá olvidados por los años o disimulados por la mirada neutra del niño hacia seres tan poco atractivos, como estos tíos entrevistos en medio del ajetreo apasionado del mundo de los trompos, escondites, arroyos y caballos en el intenso tiempo de las vacaciones o feriados largos que nos devolvía al pueblo. Recuerdo, sin embargo, que a la pandilla de hermanos y primos nos llamaba bastante la atención la vida recoleta que los tíos llevaban en la casona oscura que hacía esquina frente a la plazoleta lateral de la iglesia, que «Cuando se fundó el pueblo era el cementerio parroquial», afirmaban los chismosos, relacionándolo con su ubicación. Era la única casa que los niños visitábamos escasamente en las excursiones de langostas o de loros parlanchines que hacían el gozo o, a veces, el terror de los tíos y tías. Quizá porque nos cohibía la adusta seriedad -quizá el aspecto, aunque no podría asegurar- de Lalí y del tío Cabrilla. O tal vez fuera el aura de la casa, con sus piezas sombrías y húmedas, casi siempre cerradas.

miércoles, 1 de abril de 2020

Cabeza, de Esther Cross

 


Volvíamos a Buenos Aires con el primer auto que se había comprado mi padre. Era un Fiat 1500 gris oscuro y era, como todos los que tendríamos, un auto práctico y discreto. Mi padre manejaba con una mano en el volante y con la otra repartía manotazos y cachetadas al asiento de atrás, donde mis dos hermanos y yo nos peleábamos para ver quién iba en el medio. Mi madre tenía los brazos cruzados y se mordía el labio. Podíamos verla por el espejo. En el baúl, en una caja de bananas Dole, adentro de una bolsa hundida entre papeles de diario y aserrín, estaba la cabeza del perro. Teníamos que llevarla al Instituto Pasteur. Hacíamos lo que nos habían dicho que teníamos que hacer.

Era una cabeza pesada. El capataz había traído la caja hasta el coche entre las manos, con los brazos colgando. Lo vimos venir desde los galpones, con esa lentitud que marca el tiempo cuando ya es demasiado tarde. Nos saludó levantando el mentón y después esperó a que mi padre guardara las valijas en el baúl. Entonces acomodó la caja de bananas Dole con la cabeza del perro adentro.

Bastaba con ver la mordedura en la pierna de mi hermano menor para darte una idea de la magnitud de la cabeza que llevábamos de viaje. Si hubiera sido la cabeza de un perro chico, igual hubiera sido todo un tema, pero era la cabeza de un perro grande. El perro grande había sido, además, el perro preferido de Gómez, el mensual más viejo y antiguo del campo. Se llamaba Cabeza. Había mordido a mi hermano menor y teníamos que asegurarnos de que no tuviera rabia.