viernes, 30 de abril de 2010

El cuento del niño malo, de Mark Twain

Había una vez un niño malo cuyo nombre era Jim. Si uno es observador advertirá que en los libros de cuentos ejemplares que se leen en clase de religión los niños malos casi siempre se llaman James. Era extraño que éste se llamara Jim, pero qué le vamos a hacer si así era.

Otra cosa peculiar era que su madre no estuviese enferma, que no tuviese una madre piadosa y tísica que habría preferido yacer en su tumba y descansar por fin, de no ser por el gran amor que le profesaba a su hijo, y por el temor de que, una vez se hubiese marchado, el mundo sería duro y frío con él.

La mayor parte de los niños malos de los libros de religión se llaman James, y tienen la mamá enferma, y les enseñan a rezar antes de acostarse, y los arrullan para que se duerman con su voz dulce y lastimera; luego les dan el beso de las buenas noches y se arrodillan al pie de la cabecera a sollozar. Pero en el caso de este muchacho las cosas eran diferentes: se llamaba Jim, y su mamá no estaba enferma, ni tenía tuberculosis ni nada por el estilo.

Antes por el contrario, la mujer era fuerte y muy poco religiosa; es más, no se preocupaba por Jim. Decía que si se partiera la nuca no se perdería gran cosa. Sólo conseguía acostarlo a punta de cachetadas, y jamás le daba el beso de las buenas noches; antes bien, al salir de su alcoba le jalaba las orejas.

jueves, 29 de abril de 2010

La carne, de Virgilio Piñera

Sucedió con gran sencillez, sin afectación. Por motivos que no son del caso exponer, la población sufría de falta de carne. Todo el mundo se alarmó y se hicieron comentarios más o menos amargos y hasta se esbozaron ciertos propósitos de venganza. Pero, como siempre sucede, las protestas no pasaron de meras amenazas y pronto se vio a aquel afligido pueblo engullendo los más variados vegetales. Sólo que el señor Ansaldo no siguió la orden general. Con gran tranquilidad se puso a afilar un enorme cuchillo de cocina, y, acto seguido, bajándose los pantalones hasta las rodillas, cortó de su nalga izquierda un hermoso filete. Tras haberlo limpiado lo adobó con sal y vinagre, lo pasó –como se dice– por la parrilla, para finalmente freírlo en la gran sartén de las tortillas del domingo.

Sentóse a la mesa y comenzó a saborear su hermoso filete. Entonces llamaron a la puerta; era el vecino que venía a desahogarse... Pero Ansaldo, con elegante ademán, le hizo ver el hermoso filete. El vecino preguntó y Ansaldo se limitó a mostrar su nalga izquierda. Todo quedaba explicado. A su vez, el vecino deslumbrado y conmovido, salió sin decir palabra para volver al poco rato con el alcalde del pueblo. Éste expresó a Ansaldo su vivo deseo de que su amado pueblo se alimentara, como lo hacía Ansaldo, de sus propias reservas, es decir, de su propia carne, de la respectiva carne de cada uno. Pronto quedó acordada la cosa y después de las efusiones propias de gente bien educada, Ansaldo se trasladó a la plaza principal del pueblo para ofrecer, según su frase característica, “una demostración práctica a las masas”.Una vez allí hizo saber que cada persona cortaría de su nalga izquierda dos filetes, en todo iguales a una muestra en yeso encarnado que colgaba de un reluciente alambre. Y declaraba que dos filetes y no uno, pues si él había cortado de su propia nalga izquierda un hermoso filete, justo era que la cosa marchase a compás, esto es, que nadie engullera un filete menos. Una vez fijados estos puntos diose cada uno a rebanar dos filetes de su respectiva nalga izquierda. Era un glorioso espectáculo, pero se ruega no enviar descripciones. Por lo demás, se hicieron cálculos acerca de cuánto tiempo gozaría el pueblo de los beneficios de la carne. Un distinguido anatómico predijo que sobre un peso de cien libras, y descontando vísceras y demás órganos no ingestibles, un individuo podía comer carne durante ciento cuarenta días a razón de media libra por día. Por lo demás, era un cálculo ilusorio. Y lo que importaba era que cada uno pudiese ingerir su hermoso filete.

miércoles, 28 de abril de 2010

De vuelta a casa, de Christopher Fowler

Me preguntan una y otra vez por qué lo he hecho. Yo trato de explicárselo, pero no me escuchan. Cuando me hablan, lo hacen en un tono agradable, razonable; y, cuando contesto, observan un silencio cortés. Me oyen, pero no me escuchan. Frente a mí hay una mesa cubierta de hojas de papel llenas de datos relativos a mi caso. Datos irrelevantes, que describen qué ha ocurrido, pero no por qué. Contemplo las palabras que integran mi confesión. Soy culpable, cuidado, eso no lo niego. El muchacho tendría unos diecisiete o dieciocho años. No, no nos conocíamos de nada. Nos hemos cruzado por la calle por pura casualidad. Él, con sus zapatillas deportivas, sus andares saltarines y su cara de pocos amigos. Cuando le he atravesado la cazadora de nylon con el cuchillo, se ha caído de rodillas y se ha quedado mudo del susto. Le he clavado el cuchillo más de ciento setenta veces. Se lo he clavado hasta que no ha quedado nada sólido que acuchillar. Después, bañado en su sangre de pies a cabeza, me he sentado en el bordillo a esperar a que éstos vinieran a buscarme.

—Sí, me parece bien —digo mientras repaso detenidamente el contenido de las páginas—. Es exactamente lo que ha pasado.

—¿Se da usted cuenta de lo que ha hecho? —pregunta uno de los policías incrédulos.

—Desde luego. Con su permiso, les explicaré también el porqué —como estoy esposado, no hay razón para no dejarme utilizar el bolígrafo. Esto lo quiero escribir de mi puño y letra.

martes, 27 de abril de 2010

El diente roto, de Pedro Emilio Coll

A los doce años, combatiendo Juan Peña con unos granujas recibió un guijarro sobre un diente; la sangre corrió lavándole el sucio de la cara, y el diente se partió en forma de sierra. Desde ese día principia la edad de oro de Juan Peña.

Con la punta de la lengua, Juan tentaba sin cesar el diente roto; el cuerpo inmóvil, vaga la mirada sin pensar. Así, de alborotador y pendenciero, tornóse en callado y tranquilo.

Los padres de Juan, hartos de escuchar quejas de los vecinos y transeúntes víctimas de las perversidades del chico, y que habían agotado toda clase de reprimendas y castigos, estaban ahora estupefactos y angustiados con la súbita transformación de Juan.

Juan no chistaba y permanecía horas enteras en actitud hierática, como en éxtasis; mientras, allá adentro, en la oscuridad de la boca cerrada, la lengua acariciaba el diente roto sin pensar.

lunes, 26 de abril de 2010

La avispa, de Richard Wilson

La avispa chocó, zumbando, contra el cristal del parabrisas, en el interior del coche, y el conductor notó la presencia del insecto por primera vez. En aquel momento iniciaba una curva a cuarenta y cinco millas por hora, de modo que no pudo hacer nada. Cuando pasó la curva, el hombre, que iba solo en el automóvil, alargó la mano y abrió la ventanilla de la derecha. La pequeña ventanilla de ventilación de la izquierda ya estaba abierta. El hombre agitó la mano, no demasiado cerca de la avispa, como para señalarle el camino de la libertad.
La avispa continuó zumbando y no hizo el menor caso de la ventanilla abierta. Sus alas siguieron chocando contra el cristal del parabrisas.
Dos veces más, cuando el tránsito lo permitió, el hombre trató de comunicar a la avispa que había un camino para salir del coche. La segunda vez, la avispa zumbó furiosamente, en un crescendo, y el hombre decidió no insistir. No había sido picado nunca por uno de aquellos animalitos, pero ésta podía ser la primera vez, si la avispa se enfurecía.
Al cabo de un rato, la avispa dejó de zumbar y empezó a revolotear de un lado a otro. El insecto debió entrar en el automóvil cuando éste se encontraba aparcado cerca de la casa, antes de que el hombre lo pusiera en marcha para dirigirse a la ciudad. El día era muy caluroso, y había dejado las ventanillas abiertas a fin de mantener ventilado el vehículo.
Al pasar junto a uno de los mojones de la carretera, el conductor comprobó que había recorrido diez millas. Casi la mitad del camino. En cierta ocasión había medido la distancia: 22,2 millas desde su casa hasta el lugar donde aparcaba el automóvil para tomar un metro que le llevaba hasta el centro de la ciudad.

viernes, 23 de abril de 2010

La invitación, de Jorge Asís

Predispuesto, Marinelli caminaba por Callao; elegante, había bajado del subte en Congreso, en blanco, con absolutamente nada en la cabeza, contento por haberse escapado de Alabama, mejor dicho contento por haber dejado con las ganas al Profesor Acuña, ganas de proseguir indefinidamente discutiendo acerca de la cosmogonía, la frivolidad, el peronismo, la masonería y el tango. Marinelli recordaba el triunfo de la noche anterior, en Alabama: el Profesor Acuña se había ido derrotado, con una bronca muy poco disimulable, interpretando sin equivocarse que su derrota provocaría una abundancia feroz de comentarios adversos. Y además lo peor. Los muchachos elegirían, en adelante, sentarse en la mesa de Marinelli.

Limpio, en blanco, trajeado, Marinelli caminaba por Callao; predispuesto, dudando si el cine, algún café, o sencillamente caminar. Era viernes, y la noche, fresca y estrellada, prometía cosas. Victorioso, caminaba con su traje negro, nuevo (bah, recién sacado de la tintorería), la corbata bordó, el chaleco, los zapatos como lagos, que le daban a su grueso bigote un aire particular, artístico. Además, como no llevaba ningún libro en la mano, se sentía vacío; como decía él: predispuesto. Sabía que en Alabama estaría esperándolo el Profesor Acuña, con graves deseos de revancha, de continuar la polémica, o armar otra. Pensaba entonces en el Profesor, ahora. Mejor, se dijo, es dejarlo calentito, deseando, así, dándole ventajas: que converse primero él con los muchachos. Cuando Marinelli llegara, lo derrotaría, otra vez; pobre Profesor, lo volvería loco, tendría que irse de Alabama, parar en otro café. Imaginaba que en esos momentos, mientras caminaba en blanco y predispuesto, el Profesor estaría hablando a los muchachos del derrocamiento de Yrigoyen, los viejos métodos de falsificación, atentados anarquistas, la década futbolística del cuarenta, la segunda guerra mundial, Perón o Braden. Pobre Profesor: hoy también lo estropearía, le saldría con otro tema, el buda, el ocultismo, protocolos de los sabios de Sión, trigonometría y yoga, petrogrifos de La Rioja o diversas noblezas europeas características del siglo XVII. Sería brillante, lúcido e irónico; triunfaría.

jueves, 22 de abril de 2010

La muerte en la calle, de José Felix Fuenmayor

Hoy me ladró un perro. Fue hace poquito, cuatro o cinco o seis o siete cuadras abajo. No que me ladrara propiamente, ni me quería morder, eso no.

Se me venía acercando, alargando el cuerpo pero listo a recogerlo, el hocico estirado como hacen ellos cuando están recelosos pero quieren oler. Después se paró, echó para atrás sin darse vuelta, se sentó a aullar y ya no me miraba a mí sino para arriba.

Ahora no sé por qué me he sentado aquí sobre este sardinel, en la noche, cuando iba camino de mi casa. Parece que no pudiera andar un paso más, y eso no puede ser; porque mis piernas, bien flacas las pobres, nunca se han cansado de caminar. Esto tengo que averiguarlo.

También por primera vez pienso que mi casa está lejos, y esta palabra me suena extraña. Lejos. Será ¿"lejos? Sí. Es "lejos". Es que ya tenía olvidada la palabra.

Yo digo "casa" pero no es más que una cuevita a la salida de la ciudad, casi en el puro monte. Me gusta poner nombres así. A mis conocidos, a quienes pido los centavos que diariamente necesito, me les arrimo diciéndoles: Qué tal, caballerazo. Son pocos esos conocidos. Verdaderamente son mis amigos. Yo busco uno o dos de ellos cada día y voy dejando descansar de mí a los otros; y como solo les pido muy de tiempo en tiempo no me huyen ni se me excusan. Cuando me encuentro alguno que no está en turno para el día, lo saludo "Qué tal, caballerazo" y sigo de largo con mi paso que siempre parece que llevo un poco de prisa. Si es alguno a quien le toca, le digo: "Qué tal, caballerazo. Échese ahí tres centavos, o cinco, o siete o diez". Con tres tengo para el café tinto. Si son cinco, hay para el pan. Si son siete, ahí está el azúcar, y entonces bajo mi mochila, saco mi jarrito y le echo el café; y saco mi botella de agua y echo, revuelvo con un dedo y así el café aumentado me alcanza para el pan. Y si son diez, añado una arepita de masa dulce. Tres es malo; cinco, regular, siete, bueno; y diez, completo. Con uno solo o con dos nada más, o sin uno o sin dos, no sé, porque nunca me ha pasado. Dios me favorece. Y también me dio el don del orden.

miércoles, 21 de abril de 2010

Un artista, de Manuel Mujica Láinez


En la "Hostería de la Manzana de Adán" tenían sus cuarteles unos cuantos literatos y desocupados que solían ir a filosofar frente a su bien abastecida chimenea. Era un viejo mesón cuyas paredes morunas, blanqueadas con cal, brillaban a la luz de la luna.

Allí, entre el humo de las pipas y el chocar de los vasos, los bohemios hacían derroche de espíritu y buen humor. Una vez, por mera curiosidad, visité dicho establecimiento.

El interior constaba de una sala en la que cabrían hasta veinte mesas. A la luz vaga de los candelabros, advertíanse apenas los rostros de los jubilosos escritores; pero sonoras carcajadas delataban su presencia. Recuerdo que llamó mi atención un hombre que, con aristocrático desdén, no parecía querer unirse a los demás.

La luz vacilante de un cirio le daba de lleno en el rostro, en el que ponía largas pinceladas de oro. Era alto y fino. Evocaba los lienzos borrosos de Holbein y de los maestros flamencos.

Los lacios cabellos y la barba rubia prestábanle cierto parecido con San Juan Evangelista. Pero lo que más me impresionó fueron sus ojos, maravillosamente puros y azules, llenos de dulzura. Estaba de pie, apoyado contra el dintel de una puerta, y fumaba lentamente en una larga pipa de porcelana alemana. Ignoro de qué modo trabé relación con él. Como por artes mágicas me vi sentado frente a él, ante una mesa en que brillaban dos gruesos vasos de cerveza.

martes, 20 de abril de 2010

Entre el cielo y el infierno, de Albert Sánchez Piñol

¿Qué se puede tener en una milmillonésima de segundo? En una milmillonésima de segundo se puede tener un recuerdo. Se puede tener un recuerdo triste. En una milmillonésima de segundo se puede tener una revelación: mientras nada bajo las aguas del Medi­terráneo, Enric Sanoi descubre que dedica su tiempo libre al submarinismo porque es un fracasado.
Es, en efecto, uno de los grandes artistas de la mediocridad humana. Cuando era un joven prome­tedor, Enric aspiraba a grandes hitos. Habría podido ser el inventor de la bombilla ecológica H1, que res­peta las mariposas como si fueran niños. O el inven­tor de la bomba atómica H2, que extermina a los niños como si fueran cucarachas. Habría podido ser el asesino que se presenta en el mercado y asesina a muchas mujeres, como Landrú, y hacerse famoso antes de que le ajusticiaran. O un militar que va a la guerra y asesina a muchos hombres, como Mambrú, y hacerse famoso después de que le condecoraran.
Pero no fue así. Cuando llegó a la edad adul­ta, y sin que se supieran los motivos, Enric renunció a los grandes hitos. Entró en la compañía de segu­ros, departamento de siniestros, y dejó de ser Enric para convertirse en Sanoi. Se ha pasado ahí los últi­mos treinta y cinco años, tramitando el expediente de su vida. A veces se dice a sí mismo que tiene una existencia feliz: mentira; nadie ha nacido para tramitar expedientes de seguros. La oficina no es un lugar celestial, tampoco es un lugar infernal; ha vivi­do treinta y cinco años recluido en un lugar que no es ni bueno ni malo: sólo es gris. Y, ahora, esta mil­millonésima de segundo le ha hecho ver que está vivo, pero que la suya es una existencia en suspenso, como la de los náufragos.

lunes, 19 de abril de 2010

Un regalo a la tierra, de Fredric Brown

Dhar Ry meditaba a solas, sentado en su habitación.

Desde el exterior le llegó una onda de pensamiento equivalente a una llamada. Dirigió una simple mirada a la puerta y la hizo abrirse.

—Entra, amigo mío -dijo-. Podría haberle hecho esta invitación por telepatía, pero, estando a solas, las palabras resultaban más afectuosas.

Ejon Khee entró.

—Estas levantado todavía y es tarde.

—Sí, Khee, dentro de una hora debe aterrizar el cohete de la Tierra y deseo verlo.

Ya se que aterrizar a unas mil millas de distancia, si los cálculos terrestres son correctos. Pero aún cuando fuese dos veces más lejos, el resplandor de la explosión atómica seguir siendo visible.

He esperado mucho este primer contacto. Aunque no venga ningún terrícola en ese cohete, para ellos será el primer contacto con nosotros. Es cierto que nuestros equipos de telepatía han estado leyendo sus pensamientos durante muchos siglos, pero este ser el primer contacto físico entre Marte y la Tierra.

viernes, 16 de abril de 2010

Los destructores, de Graham Greene

I

Fue en la víspera del feriado bancario de agosto que el último recluta se convirtió en líder de la Pandilla de Wormsley Common. Nadie se sorprendió excepto Mike, pero a los nueve años de edad Mike se sorprendía por todo. "Si no cierras la boca" le dijo alguien una vez, "un sapo te entrará por ella". Después de eso Mike mantenía los dientes apretados con fuerza salvo cuando la sorpresa era demasiado grande.
El nuevo recluta había estado en la pandilla desde el principio de las vacaciones de verano, y había en su silencio meditativo posibilidades que todos reconocían. Jamás desperdiciaba una palabra ni siquiera para decir su nombre hasta que las reglas se lo exigían. Cuando dijo "Trevor", fue la declaración de un hecho, no, como hubiera sido con los otros, una declaración de vergüenza o desafío. Ni tampoco rió nadie, excepto Mike, quien, cuando se dio cuenta de que se encontraba sin apoyo y cuando vio la mirada oscura del recién llegado, abrió la boca y volvió a callarse. Había todas las razones por las que T., como se lo nombró a partir de ese momento, debía haber sido objeto de burla; estaba su nombre (y lo reemplazaron por la inicial porque de otra manera no habrían tenido excusa para no reírse de él), el hecho de que su padre, ex arquitecto y actual empleado administrativo, había "descendido en su posición social" y que su madre se consideraba mejor que los vecinos. ¿Qué sino una extraña cualidad de peligro, de lo impredecible, lo estableció en la pandilla sin tener que pasar por ninguna innoble ceremonia de iniciación?
La pandilla se reunía todas las mañanas en una improvisada playa de estacionamiento, el sitio donde había caído la última bomba del primer bombardeo. El líder, a quien conocían como Blackie, sostenía haber oído cuando cayó, y nadie tenía las fechas lo suficientemente precisas como para señalar que en ese momento él debía haber tenido un año de edad y debía haber estado profundamente dormido en el andén de la Estación de Subterráneos de Wormsley Common. A un lado de la playa de estacionamiento se inclinaba la primera casa ocupada, la número 3, de la destrozada Northwood Terrace; se inclinaba literalmente, puesto que había sido afectada por el estallido de la bomba y las paredes laterales estaban sostenidas por puntales de madera. Más allá había caído una bomba más pequeña y bombas incendiarias, de manera que la casa se mantenía en pie como un diente mellado y se continuaba en las ruinas linderas de su vecina, un friso, los restos de una chimenea. T., cuyas palabras estaban casi restringidas a votar "sí" o "no" para el plan de operaciones que cada día proponía Blackie, una vez sobresaltó a toda la banda cuando dijo, cavilante:
-Esa casa la construyó Wren, dice mi padre.
-¿Quién es Wren?
-El hombre que construyó la catedral de St. Paul.
-¿A quién le importa? -dijo Blackie-. Es del Viejo Miseria.
El Viejo Miseria -cuyo verdadero nombre era Thomas-había sido una vez un constructor y decorador. Vivía solo en la casa lisiada, ocupándose de sus cosas: una vez por semana se lo podía ver regresando por el terreno público con pan y verduras, y en una ocasión, cuando los chicos jugaban en la playa de estacionamiento, asomó la cabeza por encima de la quebrada pared de su jardín y los miró. -Estaba en el lavatorio -dijo uno de los chicos, porque era de público conocimiento que desde que cayeron las bombas algo andaba mal con las cañerías de la casa y el Viejo Miseria era demasiado avaro como para invertir dinero en la propiedad. Podía ocuparse de redecorar él mismo a precio de costo, pero jamás había aprendido plomería. El lavatorio era un cobertizo de madera en el fondo del angosto jardín con un agujero en forma de estrella en la puerta: había esquivado el estallido que aplastó la casa de al lado y que hizo volar los marcos de las ventanas de la número 3.

jueves, 15 de abril de 2010

El cromo de Boronat, de Juan Bonilla

La primera mujer a la que hice llorar se llamaba Laura. Mucho tiempo después me acordé de ella.
El hermano pequeño de Laura tenía el cromo de Boronat. Era el único cromo que me faltaba para completar el álbum. Era también la primera vez que estaba a punto de completar un álbum de cromos, y no sólo eso: la primera vez que podía ser el primero en completar el álbum entre los niños del barrio, entre los alumnos del colegio. Todos los años me terminaba cansando y aburriendo de la colección de cromos sin alcanzar a completarla, como por otra parte le sucedía a todos los demás. No sabía negociar, no era nada metódico, o mejor dicho, sí lo era, pero mi método se revelaba siempre como descaradamente equivocado: primero me urgía completar la página de mi equipo de fútbol, y en pos de los cromos que tenía que pegar en aquella página me descapitalizaba y quedaba sin recursos para pujar por los cromos difíciles. Otros niños llevaban en un papel una lista de los cromos que les faltaban: yo nunca hice lista. Me limitaba a comprar sobres, a acumular cromos repetidos con los que apenas negociaba, me pesaban demasiado en los bolsillos, era capaz de dar veinte cromos repetidos por uno cualquiera que yo supiera que me faltaba y que todo el mundo sabía que no era difícil de conseguir. Una vez completada la página de mi equipo, con el entrenador, el presidente, el cromo del escudo y el cromo del estadio, dejaba de comprar sobres, regalaba los cromos repetidos y me olvidaba del álbum. A esas alturas ya había tres o cuatro niños en el barrio y cinco o seis alumnos en el colegio que habían completado sus álbumes. Eso no me hacía sentir desgraciado: me limitaba a no envidiarles y a prometerme que la temporada siguiente, pasara lo que pasase, yo llegaría hasta el final, no habría un solo hueco en mi álbum.

miércoles, 14 de abril de 2010

Todos los árboles estan desnudos, de Sam Shepard

Me la encuentro abajo, medio dormida en un sillón, mirando El tercer hombre. Está acurrucada entre sus mara­villosas caderas, unas caderas impresionantes que nunca han dejado de provocarme. Deslizo mi mano por su cin­tura. Ella dice:
—Hola cariño —con una voz nostálgica, de niña pequeña.
Me siento en el brazo del sillón y le acaricio el pelo decolorado.
— ¿Verdad que es una película fantástica? —dice, mien­tras miramos la última escena en blanco y negro en la que Joseph Cotten adelanta a Ingrid Bergman en la larga ca­rretera rural y decide apearse de su Jeep y esperarla.
—Mira cómo caen esas hojas falsas en primer plano —digo. Me sale así—. Todos los árboles están desnudos pero siguen cayendo hojas.
Ella hace un ruido de asentimiento y entonces me siento estúpido por haber roto el clima emocional de la película con un comentario intelectualmente pobre. In­grid Bergman sigue andando hacia la cámara con el mis­mo paso seguro. Tiene un andar genial, lleno de fuerza femenina: alta, erguida e independiente. Joseph Cotten enciende un cigarrillo y espera. Hay algo arrogante en su espera, algo muy masculino. Las hojas siguen cayendo en primer plano, justo delante del objetivo. Empiezo a pen­sar en los factores ocultos en el rodaje de una película. Los tíos del atrezzo subidos en largas escaleras junto a la cáma­ra, dejando caer hojas otoñales para que planeen de mane­ra adecuada. Las máquinas de viento. Alguien controlan­do la brisa. No sé cómo he empezado a pensar en esto. Ya no me siento involucrado en la historia de la película ni empatizo con los personajes. Ella la ha estado viendo desde el principio, durmiéndose y despertándose. Ingrid Bergman se acerca a Joseph Cotten y pasa de largo sin si­quiera mirarle. Ella pasa junto la cámara sin variar el paso y desaparece, dejándole solo con su cigarrillo. La arrogancia de él se esfuma. Mira el camino por el que ella se ha alejado. Hay una sensación reconocible de pérdida y ansia en sus ojos, los ojos de un perro de caza que parece que nunca duerme lo suficiente. De repente estoy otra vez dentro de la película sin saber muy bien cómo he sido seducido. Me encuentro justo donde el director quiere que esté. La música de una única cítara me ha cautivado. Creo que las hojas que caen son reales. Sufro un cambio de estado de ánimo y me dejo arrastrar hasta el abismo irreconciliable que separa hombres y mujeres. Me siento afortunado por estar aquí con la persona que quiero, acariciándole el. pelo rubio decolorado. Aparecen los créditos.

martes, 13 de abril de 2010

Remedio para melancólicos, de Ray Bradbury

-Busquen ustedes unas sanguijuelas, sángrenla -dijo el doctor Gimp.

-Si ya no le queda sangre -se quejó la señora Wilkes-. Oh, doctor ¿qué mal aqueja a nuestra Camila?

-Camila no se siente bien.

-¿Sí, sí?

El buen doctor funció el ceño.

-Camila está decaída.

-¿Qué más, qué más?

-Camila es la llama trémula de una bujía, y no me equivoco.

-Ah, doctor Gimp -protestó el señor Wilkes-. Se despide diciendo lo que dijimos nosotros cuando usted llegó.

-¡No, más, más! Denle estas píldoras al alba, al mediodía y a la puesta de sol. ¡Un remedio soberano!

-Condenación. Camila está harta de remedios soberanos.

-Vamos, vamos. Un chelín y me vuelvo escaleras abajo.

-¡Baje pues, y haga subir al demonio!

lunes, 12 de abril de 2010

Verde y Negro, de Juan José Saer

Palabra de honor, no la había visto en la perra vida. Eran |a como la una y media de la mañana, en pleno enero, y como el Gallego cierra el café a la una en punto, sea invierno o verano, yo me iba para mi casa, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, caminando despacio y silbando bajito bajo los árboles. Era sábado, y al otro día no laburaba. La mina arrimó el Falcon al cordón de la vereda y empezó a andar a la par mía, en segunda. Cómo habré ido de distraído que anduvimos así cosa de treinta metros y ella tuvo que frenar y llamarme en voz alta para que me diera vuelta. Lo primero que se me cruzó por la cabeza era que se había confundido, así que me quedé parado en medio de la vereda y ella tuvo que volverme a llamar. No sé qué cara habré puesto, pero ella se reía.
-¿A mí, señora? -le digo, arrimándome.
-Sí -dice ella-. ¿No sabe dónde se puede comprar un paquete de americanos?
Se había inclinado sobre la ventanilla, pero yo no podía verla bien debido a la sombra de los árboles. Los ojos le echaban unas chispas amarillas, como los de un gato; se reía tanto que pensé que había alguno con ella en el auto y estaban tratando de agarrarme para la farra. Me incliné.
-¿Americanos? ¿Cigarrillos americanos?
-Sí -dijo la mina. Por la voz, le di unos treinta años.
El Gallego sabe tener importados de contrabando, una o dos cajas guardadas en el dormitorio. Si uno de nosotros se quiere tirar una cana al aire, se lo dice y el Gallego le contesta en voz baja que vuelva a los quince minutos.
-De aquí a tres cuadras hay un bar -le dije-. Sabe tener de vez en cuando. Tiene que ir hasta Crespo y la Avenida. ¿Conoce?
-Más o menos -dijo.

viernes, 9 de abril de 2010

Los chicos, de Ana María Matute

Eran cinco o seis, pero así, en grupo, viniendo carretera adelante, se nos antojaban quince o veinte. Llegaban casi siempre a las horas achicharradas de la siesta, cuando el sol caía de plano contra el polvo y la grava desportillada de la carretera vieja, por donde ya no circulaban camiones ni carros, ni vehículo alguno. Llegaban entre una nube de polvo que levantaban sus pies, como las pezuñas de los caballos. Los veíamos llegar y el corazón nos latía de prisa. Alguien, en voz baja, decía: «¡Que vienen los chicos...!» Por lo general, nos escondíamos para tirarles piedras, o huíamos.

Porque nosotros temíamos a los chicos como al diablo. En realidad, eran una de las mil formas de diablo, a nuestro entender. Los chicos, harapientos, malvados, con los ojos oscuros y brillantes como cabezas de alfiler negro. Los chicos, descalzos y callosos, que tiraban piedras de largo alcance, con gran puntería, de golpe más seco y duro que las nuestras. Los que hablaban un idioma entrecortado, desconocido, de palabras como pequeños latigazos, de risas como salpicaduras de barro. En casa nos tenían prohibido terminantemente entablar relación alguna con esos chicos. En realidad, nos tenían prohibido salir del prado bajo ningún pretexto. (Aunque nada había tan tentador, a nuestros ojos, como saltar el muro de piedras y bajar al río, que, al otro lado, huía verde y oro, entre los juncos y los chopos.) Más allá, pasaba la carretera vieja, por donde llegaban casi siempre aquellos chicos distintos, prohibidos.

jueves, 8 de abril de 2010

Mas allá de la vida y la muerte, de César Vallejo

Jarales estadizo de julio; viento amarrado a cada peciolo manco del mundo grano que en él gravita. Lujuria muerta sobre lomas onfalóideas de la sierra estival. Espera. No ha de ser. Otra vez cantemos. ¡Oh qué dulce sueño!

Por allí mi caballo avanzaba. A los once años de ausencia, acercábame por fin ese día a Santiago, mi aldea natal. El pobre irracional avanzaba, y yo, desde lo más entero de mi ser hasta mis dedos trabajados, pasando quizá por las mismas riendas asidas, por las orejas atentas de cuadrúpedo y volviendo por el golpeteo de los cascos que fingían danzar en el mismo sitio, en misterioso escarceo tanteador de la ruta y lo desconocido, lloraba por mi madre que muerta dos años antes, ya no habría de aguardar ahora el retorno del hijo descarriado y andariego. La comarca toda, el tiempo bueno, el color de cosechas de la tarde de limón, y también alguna masada que por aquí reconocía mi alma, todo comenzaba a agitarme en nostálgicos éxtasis filiales, y casi podían ajárseme los labios para hozar el pezón eviterno, siempre lácteo de la madre; sí, siempre lácteo, hasta más allá de la muerte.

Con ella había pasado seguramente por allí de niño. Sí. En efecto. Pero no. No fue conmigo que ella viajó por esos campos. Yo era entonces muy pequeño. Fue con mi padre, ¡cuántos años haría de ello! Ufff… También fue en julio, cerca de la fiesta de Santiago. Padre y madre iban en sus cabalgaduras; él adelante. El camino real. De repente mi padre que acababa de esquivar un choque con repentino maguey de un meandro:

—Señora… ¡Cuidado!…

miércoles, 7 de abril de 2010

En la fila, de Keith Laumer

El viejo cayó en el momento en que la rueda mecánica de Farn Hestler pasaba frente a su Lugar en la Fila, de regreso del Puesto de Solaz. Hestler aplicó los frenos y contempló el rostro contorsionado, una máscara de cuero suave donde la boca se torcía como queriendo liberarse del cuerpo moribundo. Saltó de la rueda y se inclinó sobre la víctima. Aunque su movimiento fue rápido, se encontró ante él a una mujer flaca de dedos ganchudos que aferraba los hombros esqueléticos del anciano.
- Dígales mi nombre, Millicent Dredgewicke Klunt -, chilló en el rostro sin vida - Oh, si supieran por todo lo que he pasado, cómo merezco la ayuda...
Hestler la envió rodando mediante un certero puntapié. Se arrodilló al lado del hombre y le levantó la cabeza.
- Buitres -, dijo. - Ambiciosos, aprovechándose de un pobre hombre. Yo si que me intereso. Y pensar que ya estaba tan cerca del Comienzo de la Fila. Las historias que tendría para contar. Uno de los viejos tiempos. No como estos usurpadores de lugares. Sin duda un hombre merece un mínimo de dignidad en un momento como este...
- Estás perdiendo el tiempo amigo, - dijo una voz gruesa a su lado. Hestler contempló el rostro de hipopótamo de un hombre que él siempre habla catalogado como Vigésimo Posterior. - El pobre tipo está muerto.
Hestler sacudió el cadáver. - Dígales Argall Y Hestler - gritó dentro de los oídos sin vida. - Argall, A-R-G-A-L-L.
- ¡Basta!, ordenó la enérgica voz de un Policía de Fila intentando poner orden. - ¡Ustedes, atrás! -. Un bastonazo apuró el cumplimiento del mandato. Hestler se puso de pie a regañadientes sin poder apartar la vista del rostro ceroso del muerto.

martes, 6 de abril de 2010

La perla, de Yukio Mishima

El 10 de diciembre era el cumpleaños de la señora Sasaki. La señora Sasaki deseaba celebrar el acontecimiento con el menor ajetreo posible y solamente había invitado para el té a sus más íntimas amigas, las señoras Yamamoto, Matsumura, Azuma y Kasuga, quienes contaban exactamente la misma edad que la dueña de casa. Es decir, cuarenta y tres años.

Estas señoras integraban la sociedad "Guardemos nuestras edades en secreto" y podía confiarse plenamente en que no divulgarían el número de velas que alumbraban la torta. La señora Sasaki demostraba su habitual prudencia al convidar a su fiesta de cumpleaños solamente a invitadas de esta clase.

Para aquella ocasión la señora Sasaki se puso un anillo con una perla. Los brillantes no hubieran sido de buen gusto para una reunión de mujeres solas. Además, la perla combinaba mejor con el color de su vestido.

Mientras la señora Sasaki daba una última ojeada de inspección a la torta, la perla del anillo, que ya estaba algo floja, terminó por zafarse de su engarce. Era aquel un acontecimiento poco propicio para tan grata ocasión, pero hubiera sido inadecuado poner a todos al tanto del percance. La señora Sasaki depositó, pues, la perla en el borde de la fuente en que se servía la torta y decidió que luego haría algo al respecto.

lunes, 5 de abril de 2010

Jirafas, de Griselda Gambaro

Si algo me molestaba era sentirme objeto de una observación constante. No porque pensara que querían meterse en mi vida o creyera que me espiaban con intenciones aviesas. Resultaba... no sé cómo decirlo, incómodo para mí que cada vez que saliera al patio las encontrara con la cabeza por encima del tapial. Era una familia rara. Yo saludaba: —Buen día– y jamás devolvían el saludo. Me costaba además enfrentar esas miradas tristes, de una melancolía infinita, que me lanzaban a través de las gruesas pestañas. Intuía que habían sufrido infortunios, pero todo el mundo padece los propios y no era el caso de compartirlos. Tampoco lo deseaban en apariencia. De ser así, me hubieran devuelto el saludo, iniciado una conversación. Estaban mudas. Yo me acercaba a la tapia, generalmente de noche, para tratar de retener unas palabras sueltas, el barullo de una discu­sión, algún jolgorio, el ruido del televisor encendido. Nada, no ponían ni siquiera la radio. En muchos as­pectos eran vecinas ideales. No reñían, jamás me despertó un escándalo, jamás tuve que golpearles la pared requiriéndoles decoro.

Sin embargo hubiera preferido otras vecinas. Temprano, en la mañana, cuando yo quería disfrutar del fresco en la soledad del patio que corría a lo lar­go de la casa, ya estaban ellas sometiéndome a su observación constante. Oteaban hacia el patio como lo habían hecho en la inmensidad de la sabana o de la estepa, con la misma atención.