sábado, 30 de noviembre de 2019

El acertijo, de Stanislaw Lem

El padre Cincán, el Doctor Magnéticus, se hallaba sentado en su celda, y en aquel monacal silencio, mientras estudiaba el comentario de Clorofanto Omnicki sobre el famoso fragmento sexto, "Acerca de la creación de los robots", el crujido de sus huesos resonaba con fuerza cuando se movía, pues había decidido dejar de practicar la mortificación mediante los ungüentos. Concentrado, tras haber terminado el versículo que aborda la programación del Universo, ojeaba las coloreadas láminas que representaban al Señor en el acto de insuflar el espíritu en el hierro, su preferido entre todos los metales. En ese momento, el padre Clorián entró en la celda sin hacer ruido y permaneció tranquilamente junto a la ventana para no interrumpir las meditaciones de tan eximio teólogo.

-¿Qué tal, mi Cloriancito? ¿Qué me cuentas? -lo saludó poco después el padre Cincán, levantando sus cristalinos ojos del volúmine.

-Señor y Padre -dijo aquel-, le traigo el Halogénico, el libro que el Santo Oficio proscribió recientemente; un libro nacido del susurro satánico que fue escrito por el terrible Marmagedón Lapidor. Incluye la descripción de los obscenos experimentos con los que este intentó derrocar al Poder verdadero.

viernes, 29 de noviembre de 2019

Vacío, de Andrés Caicedo

A lo mejor no he debido estarme tanto tiempo en la casa de Angelita, porque cuando salí todo estaba vacío. Casi que me vuelvo para atrás. Voltié la cara y ella me estaba diciendo adiós desde la ventana. Por primera vez estuvimos juntos más de una hora. Nos amamos por primera vez. Ella me dijo adiós desde la ventana.

Yo no podía regresar. Yo tenía que irme. Le sonreí a su cara que salía por la ventana y empecé a caminar toc toc toc por el pavimento resquebrajado. Me había metido las manos a los bolsillos. Recorrí muy despacio su calle, los sauces que crecen a lado y lado, y la iluminación de mercurio, todo eso vacío. No podía regresar, sus papás no demoraban en llegar, y quién sabe si con un hermano. Yo no quiero morir tan joven. Vacía la esquina de la casa de Angelita. Y la luna llena. Esa luna llena que se está llenando desde hace cuatro días y hoy es cuando está más llena. Hoy es la noche del peligro, mano.

miércoles, 27 de noviembre de 2019

Maestras argentinas: Clara Dezcurra, de Roberto Fontanarrosa

Clara Dezcurra toma la pluma y escribe la fecha. “16 de julio de 1840”. Luego, con la misma letra minúscula y erguida, agrega el encabezamiento: “Querida Juana”. Finalmente, tras alisar el papel que tiene la textura y la consistencia del hojaldre, embebe la pluma en la tinta negra, y redacta: “Ayer decidí cambiar el método que siempre utilizamos. Quise darle a mis chicos una alternativa diferente que los arrancara de la enseñanza rutinaria. Esta vez, en clase de Habla Hispana, dejé de lado nuestra clásica composición ‘Voyage autour de mon bureau’ y quise sorprenderlos con algo propio, conocido, cercano. Fue entonces cuando les propuse escribir sobre ‘La vaca’”.

Clara Dezcurra no lo sabe, pero ha introducido un hábito de escritura que será, luego, por décadas, indicador y modelo en las escuelas criollas.

martes, 26 de noviembre de 2019

Salsa Carina, de Claudia Piñeiro

Se detiene frente a la góndola de conservas. Quiere hacer una rica salsa, la mejor que haya hecho. Aunque sea la misma de siempre. No cocina bien, pero sabe que preparando buenos acompañamientos cualquier plato mejora. Tres recetas alternó hasta el hartazgo en estos veinticuatro años de matrimonio. Veinticuatro años. Salsa de champiñones para las carnes, crema de puerros para los pescados y salsa Carina, de tomate, para las pastas. Se había apropiado de una receta de un viejo libro de cocina y la había rebautizado con su propio nombre. Una mentira piadosa. No sabe qué sería una mentira «impiadosa», cuando ella miente lo hace por piedad. Se agregan al tomate vegetales picados en trozos muy pequeños: zanahorias, puerro, alcaparras. Ya los había cortado esa mañana, lo estaba haciendo cuando apareció Arturo en la cocina. Como todos los primeros sábados de cada mes, vendrían sus hijos, Marcela y Tomás, que ya vivían solos. Luego de varios desencuentros habían llegado a ese arreglo: el almuerzo del primer sábado del mes era sagrado. Por eso su asombro cuando Arturo le dijo que la dejaba. Nada habría cambiado si lo dejaba para después de comer. O sí.

lunes, 25 de noviembre de 2019

Yad vashem, de Etgar Keret

Entre la exhibición de los judíos europeos antes del ascenso del nazismo y la de la Kristallnacht había una barrera de cristal transparente. Esta partición tenía un significado simbólico directo: para los no iniciados, la Europa de antes y de después de la noche de ese pogrom histórico podía parecer la misma, pero en realidad una y otra eran universos totalmente distintos. Eugene, que caminaba rápido, con su guía jadeante unos pasos detrás, no había notado ni la partición ni el significado simbólico. El choque fue perturbador y doloroso. Un hilo de sangre salía de sus narices. Rachel murmuró que no se veía bien y tal vez estaría bien que regresaran al hotel, pero él sólo se metió un trozo de papel higiénico en cada fosa nasal y dijo que no era nada y que debían continuar.

       —Si no te ponemos hielo se va a hinchar —intentó de nuevo Rachel—. Vamos. No tienes que… —entonces se detuvo a media frase, tomó aire y agregó: —Es tu nariz. Si quieres que sigamos, seguiremos.

viernes, 22 de noviembre de 2019

El anillo, de Isak Dinesen

Una mañana de verano, hace ciento cincuenta años, un joven hacendado danés y su mujer salieron a dar un paseo por sus tierras. Hacía una semana que se habían casado. No les había sido sencillo casarse, ya que la familia de la mujer pertenecía a una clase social más elevada y más rica que la del marido. Pero los dos jóvenes, ahora de veinticinco y diecinueve años, se habían mantenido firmes en su propósito durante diez años; al final, los orgullosos padres de ella habían tenido que claudicar.

Eran maravillosamente felices. Los encuentros furtivos y las llorosas y secretas cartas de amor pertenecían ahora al pasado. Se habían unido ante Dios y ante los hombres; podían ir del brazo a la luz del día y viajar en el mismo carruaje, y pasearían y viajarían de este modo hasta el final de sus días. Su lejano Paraíso había descendido a la tierra y se había revelado sorprendentemente lleno de cosas de la vida diaria: con bromas y gracias, desayunos y cenas, perros, heno y ovejas. Sigismund, el joven marido, se había prometido a sí mismo que en adelante no habría ninguna piedra en el sendero de su esposa, ni lo oscurecería sombra alguna. Lovisa, la esposa, sentía que ahora, cada día y por primera vez en su joven vida, se movía y respiraba en perfecta libertad porque no tenía secretos con su marido.

jueves, 21 de noviembre de 2019

Ptosis, de Guadalupe Nettel

El trabajo de mi padre, como muchos en esta ciudad, es un empleo parasitario. Fotógrafo de profesión, se habría muerto de hambre -y con él toda la familia- de no haber sido por la propuesta generosa del Dr. Ruellan que, además de un salario decente, le otorgó a su impredecible inspiración la posibilidad de concentrarse en una tarea mecánica, sin mayores complicaciones. El doctor Ruellan es el mejor cirujano de párpados de París, opera en el Hôpital des 15/20 y su clientela es inagotable. Algunos pacientes prefieren incluso esperar un año para obtener una cita con él en vez de optar por un médico de menor renombre. Antes de intervenir, nuestro benefactor le exige a sus pacientes dos series de fotografías: la primera consiste en cinco tomas cercanas -de ojos cerrados y abiertos- para que quede constancia de su estado antes de la operación. La segunda se lleva a cabo una vez practicada la cirugía, cuando la herida ya ha cicatrizado. Es decir que, por más satisfactorio que les parezca el trabajo, vemos a nuestros clientes sólo dos veces en la vida. Aunque en ocasiones ocurre que el doctor cometa alguna falla -nadie, ni siquiera él es perfecto-: un ojo queda más cerrado que el otro o, por el contrario, demasiado abierto. Entonces la persona se vuelve a presentar para que le tomemos una nueva serie por la cual pagará otros trescientos euros, pues mi padre no tiene la culpa de los errores médicos. A pesar de lo que pueda pensarse, las cirugías de los párpados son muy frecuentes y sus razones innumerables, comenzando por los estragos de la edad, la vanidad de la gente que no soporta las marcas de vejez en el rostro; pero también los accidentes de coche que a menudo desfiguran a los pasajeros, las explosiones, los incendios y otra serie de imprevistos: la piel de un párpado es de una delicadeza insospechada.

miércoles, 20 de noviembre de 2019

El hacha, de Agota Kristof

Pase, doctor. Es aquí, sí. Yo le he llamado, sí. Mi marido ha tenido un accidente. Sí, creo que es un accidente grave. Muy grave. Hay que subir al primer piso. Está en nuestro dormitorio. Por aquí. Discúlpeme, la cama no está hecha. Como comprenderá, me he alarmado cuando he visto tanta sangre. No sé si tendré el valor de limpiar todo esto. Creo que iré a vivir a otro sitio.

Aquí está la habitación, venga. Está aquí, al lado de la cama, sobre la alfombra. Tiene un hacha clavada en el cráneo. ¿Quiere examinarlo? Sí, examínelo. Vaya accidente más estúpido, ¿verdad? Se cayó de la cama mientras dormía y cayó sobre esta hacha.

Sí, el hacha es nuestra. Suele estar en el salón, al lado de la chimenea, sirve para cortar ramas.

martes, 19 de noviembre de 2019

El ascensor que bajó al infierno, de Pär Lagerkvist

El señor Smith, un próspero hombre de negocios, abrió el elegante ascensor del hotel y, amorosamente, tomó del brazo a una grácil criatura que olía a pieles y a poder. Se acurrucaron juntos en el blando asiento, y el ascensor empezó a bajar. La mujercita le ofreció su boca entreabierta, húmeda de vino, y se besaron. Habían cenado en la terraza, bajo las estrellas. Ahora salían a divertirse.

—Cariño, qué divinamente lo pasamos arriba —susurró ella—. Qué poético fue estar allí contigo, sentados bajo las estrellas. Así tiene que ser el verdadero amor. Porque tú me quieres, ¿no es cierto?
El señor Smith le respondió con un beso aún más largo. El ascensor seguía bajando.

—Me alegro de que hayas venido, cariño —dijo el hombre—. De lo contrario, me hubiera sentido muy decepcionado.

—Pues no puedes imaginar lo insoportable que estaba él. Cuando iba a vestirme, me preguntó que adonde iba. Voy adonde me place, contesté, no estoy prisionera. Entonces, deliberadamente, se sentó y estuvo contemplándome mientras me cambiaba y me ponía mi nuevo vestido color crema. ¿Crees que me sienta bien? Por cierto, ¿te gusta este o prefieres el rosa?

—Todo te sienta bien, querida —aseguró el hombre—. Pero jamás te había visto tan encantadora como esta noche.

miércoles, 13 de noviembre de 2019

¿A que tienes miedo?, de Raquel Castro

Comenzaba a oscurecer. Diana caminaba por un callejón empedrado del centro de Coyoacán. Le desesperaba no poder ver con nitidez a más de dos metros de distancia, como suponía que veía sin anteojos la gente que los necesita, aunque intuía que, en su caso, se debía a la iluminación escasa de esa hora de la tarde: cuando ya no hay luz de día, pero todavía no es de noche y no sirve de nada que las farolas de la calle estén prendidas.

De pronto, escuchó pasos detrás de ella y tuvo que reprimir un escalofrío cuando giró la cabeza y no distinguió a nadie cerca: hasta donde alcazaba a ver, la calle estaba vacía. Apretó el paso, tratando de avanzar tan veloz como pudiera sin soltarse a correr.

¿A qué le tienes miedo?, se preguntó. Nunca le había asustado la oscuridad y estaba acostumbrada a estar sola, así que no podía ser eso lo que la inquietaba.

martes, 12 de noviembre de 2019

El escritor de la familia, de E. L. Doctorow

En 1955 murió mi padre y su anciana madre aún vivía en una residencia de la tercera edad. La mujer tenía noventa años y ni siquiera se había enterado de que él estaba enfermo. Temiendo que el disgusto la matase, mis tías le dijeron que se había trasladado a Arizona por su bronquitis. Para la generación inmigrante de mi abuela, Arizona era el equivalente en Estados Unidos a los Alpes, el lugar adonde uno iba por salud o, para ser más exactos, el lugar adonde uno iba si tenía el dinero necesario para ir. Dado que mi padre había fracasado en todos los negocios de su vida, ése fue el aspecto de la noticia en el que se centró mi abuela, el hecho de que su hijo por fin había alcanzado cierto éxito. Y fue así como mientras nosotros, en casa, llorábamos su pérdida con una mano delante y otra detrás, mi abuela alardeaba ante sus amistades de la nueva vida de su hijo en el aire seco del desierto.

Mis tías habían decidido esa línea de acción sin consultarnos y eso suponía que ni mi madre ni mi hermano ni yo podríamos visitar a la abuela porque supuestamente nosotros, como familia que éramos, también nos habíamos trasladado al Oeste. A mi hermano Harold y a mí no nos importó: la residencia había sido siempre una pesadilla, con todos aquellos ancianos allí sentados mirándonos mientras intentábamos entablar conversación con la abuela. Ella tenía un aspecto espantoso, padecía un sinfín de males y se le iba la cabeza. No verla tampoco representaba una decepción para mi madre, ella nunca se había llevado bien con la vieja y no la visitaba ni siquiera cuando aún podía. Pero lo molesto fue que mis tías habían actuado como era habitual en esa rama de la familia, ejerciendo la autoridad en nombre de todos: por un lado, ellas, las auténticas ciudadanas por lazos de sangre; por otro lado, los demás, ciudadanos inferiores por lazos matrimoniales. Era precisamente esta actitud la que había atormentado a mi madre durante toda su vida de casada. Sostenía que la familia de Jack nunca la había aceptado. Se había enfrentado a ellos durante veinticinco años como intrusa.

lunes, 11 de noviembre de 2019

Sangre Correr, de Laura Rodríguez Leiva

La sangre que sale de la nariz choca contra la porcelana del lavamanos. Mientras tanto, Mabel ve las gotas y recuerda aquella vez en la clase del colegio. Todos los vestidos de baño eran iguales y las niñas del curso tampoco se diferenciaban mucho entre sí: eran bajitas, rozagantes y con los ojos alegres por estrenar el uniforme de natación que, como era inicio de año, no tenía el color mareado que solía tener en julio o agosto. Había un ambiente jovial que el profesor trataba de manejar con seriedad porque la clase de natación, decía, «no se trataba de entrar en la piscina por diversión, como si estuvieran en paseo familiar».

Tal como dispuso el profesor, Mabel respondió al llamado de la lista y se sentó en el borde de la piscina a chapalear. Luego, entró al agua y siguió el calentamiento de los músculos y los ejercicios de respiración. El profesor anunció que se harían unas cortas tandas de competencia por estilos durante la última parte de la clase. Mabel estaba alegre, se sentía la mejor en apnea. Entonces, llegada la hora, se sumergió con entusiasmo.

domingo, 10 de noviembre de 2019

El ángulo del horror, de Cristina Fernández Cubas

Ahora, cuando golpeaba la puerta por tercera vez, miraba por el ojo de la cerradura sin alcanzar a ver, o paseaba enfurruñada por la azotea, Julia se daba cuenta de que debía haber actuado días atrás, desde el mismo momento en que descubrió que su hermano le ocultaba un secreto, antes de que la familia tomara cartas en el asunto y estableciera un cerco de interrogatorios y amonestaciones. Porque Carlos seguía ahí. Encerrado con llave en una habitación oscura, fingiendo hallarse ligeramente indispuesto, abandonando la soledad de la buhardilla tan sólo para comer, siempre a disgusto, oculto tras unas opacas gafas de sol, refugiándose en un silencio exasperante e insólito. «Está enamorado», había dicho su madre. Pero Julia sabía que su extraña actitud nada tenía que ver con los avatares del amor o del desengaño. Por eso había decidido montar guardia en el último piso, junto a la puerta del dormitorio, escrutando a través de la cerradura el menor indicio de movimiento, aguardando a que el calor de la estación le obligara a abrir la ventana que asomaba a la azotea. Una ventana larga y estrecha por la que ella entraría de un salto, como un gato perseguido, la sombra de cualquiera de las sábanas secándose al sol, una aparición tan rápida e inesperada que Carlos, vencido por la sorpresa, no tendría más remedio que hablar, que preguntar por lo menos: «¿Quién te ha dado permiso para irrumpir de esta forma?». O bien: «¡Lárgate! ¿No ves que estoy ocupado?». Y ella vería. Vería al fin en qué consistían las misteriosas ocupaciones de su hermano, comprendería su extrema palidez y se apresuraría a ofrecerle su ayuda. Pero llevaba más de dos horas de estricta vigilancia y empezaba a sentirse ridícula y humillada. Abandonó su posición de espía junto a la puerta, salió a la azotea y volvió a contar, como tantas veces a lo largo de la tarde, el número de baldosas defectuosas y resquebrajadas, las pinzas de plástico y las de madera, los pasos exactos que la separaban de la ventana larga y estrecha. Golpeó con los nudillos el cristal y se oyó decir a sí misma con voz fatigada: «Soy Julia». En realidad tendría que haber dicho: «Sigo siendo yo, Julia». Pero ¡qué podía importar ya! Esta vez, sin embargo, aguzó el oído. Le pareció percibir un lejano gemido, el chasquido de los muelles oxidados de la cama, unos pasos arrastrados, un sonido metálico, de nuevo un chasquido y un nítido e inesperado: «Entra. Está abierto». Y Julia, en aquel instante, sintió un estremecimiento muy parecido al extraño temblor que recorrió su cuerpo días atrás, cuando comprendió, de pronto, que a su hermano le ocurría algo.

viernes, 8 de noviembre de 2019

Los embriones del violeta, de Ángelica Gorodischer

Se dio vuelta bajo las mantas, rugieron los torrentes. Alcanzó a detener la punta de un sueño que hablaba de Ulises: escuchó la respiración tranquilizadora de la noche en Vantedour. Bonifacio de Solomea se estiró a los pies de la cama y sacó la lengua rosa para la rutina de un aseo perezoso. Pero no había amanecido, y los dos volvieron a dormirse. Atravesado en el umbral de la puerta, Tuk-o-Tut roncaba.

Del otro lado del mar, los Matronas mecían a Carita Dulce. Habían transportado con cuidado el huevo al aire libre, fijándose dónde pisaban para no tropezar, para no sacudirlo, y lo habían destapado. La cuna enorme se movía al compás de la canción y el sol amarillo pasaba entre las hojas de los árboles y le lamía los muslos. Se movió, se frotó contra las paredes suaves de la cuna y lloriqueó. Los Matronas cantaron y una de ellos se acercó y le acarició la mejilla. Carita Dulce sonrió y volvió a quedarse dormido. Los Matronas suspiraron y se miraron entre ellos, arrobados.

En la isla era por la tarde: los clavicordios tocaban la Sonata Nº 17 en Si Bemol Mayor. Theophilus se preparaba para atacar nuevamente: Saverius había terminado su discurso y él había estado planeando una respuesta brillante. Pero dentro de él resonó la frase: Esta alma también ama a Cimarosa. ¿Se le escapaban las palabras que había pensado decir, la importancia de una conjunción adversativa, el matiz de un adjetivo para calificar un tanto peyorativamente el pretendido modelo universal de la percepción?, y le pareció que Saverius empezaba a mostrarse demasiado satisfecho.

Retorcido como una soga, barbudo y sucio, oliendo a vómito y a sudor, hizo otro esfuerzo para sentarse. Apoyó con fuerza la mano izquierda en el suelo, apretando, apretando para que no temblara, y se agarró a una mata de pasto. Alzó la derecha, se sujetó al tronco del árbol y empezó a izarse. Estaba mareado y una saliva biliosa le llenaba la boca. Escupió, y un poco de baba se le deslizó por la barbilla.

jueves, 7 de noviembre de 2019

Desastres íntimos, de Cristina Peri Rossi

La botella de lejía no se abrió. Patricia se sintió frustrada y, luego, irritada. Nuevo tapón, más seguro, decía la etiqueta del envase. El sábado había hecho las compras, como todos los sábados, en un gran supermercado, lleno de latas de cerveza, conservas, fideos y polvos de lavar. La marca de lejía era la misma y, al cogerla del estante, no advirtió el nuevo sistema de tapón. Ahora, mayor comodidad, decía la etiqueta, y la leyenda le pareció un sarcasmo. Eran las siete menos cuarto de la mañana; tenía que darle el biberón a su hijo, vestirlo, colocar sus juguetes y pañales en el bolso, bajar al garaje, encender el auto y apresurarse para llegar a la guardería, antes de que las calles estuvieran atascadas y se le hiciera tarde para el trabajo. Arterias, llamaban a las calles; con el uso, unas y otras se atascaban: el colapso era seguro.

miércoles, 6 de noviembre de 2019

Desde la oscuridad, de Juan-Jacobo Bajarlía

A Enrique Anderson Imbert


—Se acercan.

La frase se propagó como una corriente de electrones. El primer hombre hubiera tenido ya dos mil años. El segundo, mil. El tercero que la pronunció, apenas si fue escuchado.

Dos puntas galácticas, lechosas, avanzaban. Hacía más de dos mil años que se movían y desaparecían, y luego volvían a la oscuridad.

Se acostumbraron. El cosmos era un instrumental preciso, de relojería, un mecanismo perfecto, demoníaco. El choque jamás se produciría. Sobre esta idea el hombre había elaborado toda su ciencia.

A los que veían algo más que dos puntas galácticas se les consideraba enfermos. El planeta era una esfera. Se lo podía recorrer en un instante. Las estrellas no dejarían de brillar desde el otro lado, en esa misma zona oscura en que aparecían y desaparecían las puntas galácticas.

Los hombres se movían. Que unos murieran y otros nacieran, significaba muy poco en la Tierra. Los cementerios tenían menos posibilidades de existencia que las nurserys. Pero de este lado se alzaba el amor, se construían ciudades y nuevos seres poblaban la superficie. Del otro lado, las guerras parlan monstruos, proyectaban una gangrena que erosionaba la corteza terrestre. De pronto sentían un temblor, un extraño choque subterráneo. Es un terremoto cuyo epicentro está en NN. Los que se atrevían a contradecir esa verificación, pasaban a categoría de alienados.

martes, 5 de noviembre de 2019

Verde rojo anaranjado, de Mariana Enriquez

Hace casi dos años que se convirtió en un punto verde o rojo o anaranjado en mi pantalla. No lo veo, no deja que lo vea, que nadie lo vea. Habla muy de vez en cuando, al menos conmigo, pero nunca enciende su cámara, así que no sé si sigue teniendo el pelo largo y la flacura de pájaro; parecía un pájaro la última vez que lo vi, en cuclillas sobre la cama, con las manos demasiado grandes y las uñas largas.

Antes de cerrar la puerta de su habitación con llave, desde adentro, había pasado dos semanas de, según decía, escalofríos cerebrales. Suelen ser un efecto secundario de la discontinuación de antidepresivos y se sienten como gentiles descargas eléctricas dentro de la cabeza; él los describía como el calambre doloroso del golpe en el codo. Yo no creí nunca que sintiera eso. Lo visitaba en su habitación oscura y lo escuchaba hablar de ese y otros veinte efectos secundarios y era como si recitara el Vademecum. Yo conocía a muchos que habían tomado antidepresivos y a ninguno le daban cortocircuitos en la cabeza, nada más engordaban o tenían sueños extraños o dormían demasiado.

Siempre tenés que ser tan especial, le dije una tarde; él se tapaba los ojos con el brazo. Y pensé que estaba harta de él y de todo su teleteatro. Esa tarde también me acordé de cuando, después de tomar media botella de vino, le bajé los pantalones y el calzoncillo y le lamí la pija y se la acaricié y con sorpresa y un poco de enojo la rodeé con la mano y empecé a moverla con el ritmo que yo sabía irresistible hasta que él me puso una mano en la cabeza y dijo: «No va a funcionar.» Me fui rabiosa, después de tirar la botella de vino tinto sobre las sábanas, y no volví a visitarlo en una semana; nunca hablamos de lo que había pasado, nunca vi rastros de una mancha roja. Ya no estaba enamorada de él, solamente quería demostrarle que estaba exagerando esa tristeza sin motivo. No sirvió, como no servía enojarse ni acusarlo de mentir.

lunes, 4 de noviembre de 2019

Eso, de Antonio Pereira

El caballero se apeó de la acera. Unos pasos le bastarían para cruzar la calzada. Enfrente se medio abría la puerta del bar, lo justo para anunciarse con una huella de luz eléctrica sobre el empedrado. El caballero se acercó al resplandor amigo que lo atraía con el poder de la costumbre. Abrió la puerta del todo y un momento se detuvo en el umbral, antes de descender los dos escalones que remediaban el desnivel del establecimiento con la calle. Le gustaba aparecer así, en aquella altura relativa, dominando al cónclave de habituales. Y deprisa le hacían hueco: en un lugar sin corrientes, eso por descontado; pero también a su autorizada palabra, en la ronda de la conversación. Y era justo, pues ciertamente los conocimientos de don Ventura parecían manar de un pozo inagotable.

En aquella ocasión, don Ventura se quedó perplejo bajo el dintel: el pequeño bar, por rareza, estaba vacío de parroquianos. Bajó la breve escalera pina y fue a sentarse en un lugar a salvo de aprensiones, junto a la estufa donde bien olían las hojas del eucalipto. Sobre una banqueta tosca dejó caer el cuerpo cansado.

—¡Asco de domingos…! —refunfuñó, sin siquiera mirar para el hombre que estaba detrás del mostrador.

viernes, 1 de noviembre de 2019

Invasión, de David Roas

Para Núria Pujol

Agua caliente. Estropajo (de dos tipos: aluminio y fibra verde). Mr. Proper (ahora se llama Don Limpio). Amoníaco. Guantes de goma. Nuria lo tiene todo preparado. Hoy se ha propuesto atacar la mancha que hace unos días apareció en la alfombra por culpa del manazas que derramó su bebida sobre ella.

Había tardado en decidirse a comprarla, por el precio y por sus dudas ante aquel capricho innecesario (en palabras de su madre). El apartamento enseguida se lo agradeció. Desde que la instaló en el salón (término exagerado para calificar sus escasos ocho metros cuadrados) que hace las veces de comedor, despacho y salita para ver la tele, el piso no solo le parecía más amplio sino, sobre todo, mucho más acogedor. Ahora sí le apetecía pasarse horas entre sus estrechas paredes. Sentada en el pequeño saloncito, dejando que la alfombra acariciase sus pies descalzos, Nuria se sentía, por fin, feliz en su nuevo hogar.

Su madre le ha dicho que si quiere limpiarla bien evite mojar mucho la alfombra, que pulverice sobre la mancha una mezcla —a partes iguales— de amoníaco y detergente. Entonces pasas una esponja, pero sin frotar (paradoja que no se atrevió a rebatir). Y sin prisa, que te conozco. Déjala que se seque por sí sola. Ni se te ocurra ponerla al sol.