viernes, 30 de julio de 2010

La isla de Cortés, de Alice Munro

La pequeña novia. Yo tenía veinte años, medía metro setenta y pesaba algo más de sesenta kilos, pero algunas personas —la esposa del jefe de Chess, la secretaria de mayor edad de su oficina y la señora Gorrie, la de arriba— me llamaban la pequeña novia. Algunas veces, nuestra pequeña novia. Chess y yo bromeábamos con ello, pero en público él respondía con una mirada de cariño y afecto. Yo, por mi parte, con un mohín sonriente: tímida y conformista.

Vivíamos en un sótano en Vancouver. La casa no pertenecía a los Gorrie, como yo había pensado en un principio, sino a Ray, el hijo de la señora Gorrie. De vez en cuando venía a arreglar cosas. Entraba por la puerta del sótano, igual que Chess y yo. Era un hombre delgado, estrecho de hombros, quizá de treinta y tantos años, y que siempre llevaba consigo una caja de herramientas y la gorra de trabajo. Andaba encorvado, lo que tal vez estaba relacionado con la necesidad de agacharse cuando se dedicaba a sus chapuzas de fontanería, electricidad y carpintería. Su rostro era amarillento y tosía muchísimo. Cada tosido suponía una afirmación independiente y discreta que definía su presencia en el sótano como una intrusión necesaria. No se disculpaba por estar allí, pero tampoco se movía por aquel lugar como si le perteneciese. Sólo hablaba con él cuando llamaba a la puerta para decirme que iba a cortar el agua o la luz durante un rato. El alquiler se lo pagábamos en efectivo a la señora Gorrie todos los meses. No sé si ella le pasaba todo el dinero o se quedaba un poco para cubrir sus gastos. Porque de no ser así, todo lo que tenían ella y el señor Gorrie —fue ella quien me lo dijo— era la pensión del señor Gorrie. No la de ella. Todavía no soy lo bastante mayor, dijo.

jueves, 29 de julio de 2010

Dieguito, de José Pablo Feinmann

Según su padre, que tal vez lo odiara, Dieguito era decididamente idiota. Según su madre, que algo había accedido a quererlo, Dieguito era sólo un niño con problemas. Un niño de ocho años que no conseguía avanzar en sus estudios primarios -había repetido ya dos veces primer grado-, taciturno, solitario, que apenas parecía servir para encerrarse en el altillo y jugar con sus muñecos: los cosía y los descosía, los vestía y los desvestía, vivía consagrado a ellos. Un idiota, insistía el padre, y un marica también, agregaba, ya que ningún hombrecito de ocho años juega tan obstinadamente con muñecos y, para colmo, con muñecas. Un niño con problemas, insistía la madre, no sin deslizar en seguida alguna palabreja científica que amparaba la excentricidad de Dieguito: síndrome de tal o síndrome de cual, algo así. Y no un marica, solía decir contrariando al padre, sino un verdadero varoncito: ¿acaso no amaba el fútbol? ¿Acaso no se prendía a la tele siempre que Diego Armando Maradona aparecía en la mágica pantalla haciendo, precisamente, magia, la más implacable de las magias que un ser humano puede hacer con una pelota?

Dieguito se deslizaba por la vida ajeno a esos debates paternos. Se levantaba temprano, iba al colegio, cometía allí todo tipo de errores, torpezas o, siempre según su padre, imbecilidades que luego se expresaban en las estólidas notas de su libreta de calificaciones, y después, Dieguito, regresaba a su casa, se encerraba en el altillo y jugaba con sus muñecos y con sus muñecas hasta la hora de comer y de dormir.

Cierto día, un día en que incurrió en el infrecuente hábito de salir a caminar por las calles de su barrio, presenció un suceso extraordinario. Fue en un paso a nivel. Un poderoso automóvil intentó cruzar con las barreras bajas y fue arrollado por el tren. Así de simple. El tren siguió su marcha de vértigo y el coche, hecho trizas, quedó en un descampado. Dieguito no pudo dominar su curiosidad. ¿Quién conduciría un coche tan hermoso? Corrió -¿alegremente?- a través del descampado y se detuvo junto al coche. Sí, estaba hecho trizas, negro, humeante y con muchos hierros retorcidos y muchísima sangre. Dieguito miró a través de la ventanilla y se llevó la sorpresa de su corta vida: allí dentro, algo deteriorado, estaba él, el hombre que más admiraba en el mundo, su ídolo.

Una semana después todos los diarios argentinos dedicaban su primera plana a un suceso habitual: Diego Armando Maradona llevaba más de diez días sin acudir a los entrenamientos de su equipo. Hubo polémicas, reportajes a variadas personalidades (desde ministros a psicoanalistas y filósofos) y conjeturas de todo calibre. Una de ellas perseveró sobre las otras: Diego Armando Maradona había huido del país luego de ser arrollado por un tren mientras cruzaba un paso a nivel con su deslumbrante BMW. ¿A dónde había huido? Muy simple: a Colombia, a unirse con el anciano y desfigurado Carlos Gardel, quien aún sobrevivía a su tragedia en el país del realismo mágico. Ahora, desfigurados horriblemente, los dos grandes ídolos de nuestra historia se acompañaban en el dolor, en la soledad y en la humillación de no poder mirarse a un espejo. Ellos, en quienes se había reflejado el gran país del sur.

En medio de esta tristeza nacional no pudo sino sorprender al padre de Dieguito la alegría que iluminaba sin cesar el rostro del niño, a quien él, su padre, llamaba el pequeño idiota. ¿Qué le pasaba al pequeño idiota?, le preguntó a la madre. "No sé", respondió ella. "Come bien. Duerme bien." Y luego de una breve vacilación -como si hubiera, demoradamente, recordado algún hecho inusual-, añadió: "Sólo hay algo extraño". "Qué", preguntó el padre. "No quiere ir más al colegio", respondió la madre. Indignado, el padre convocó a Dieguito. Se encerró con él en su escritorio y le preguntó por qué no iba más al colegio. "Dieguito no queriendo ir al colegio", respondió Dieguito. El padre le pegó una cachetada y abandonó el escritorio en busca de la madre. "Este idiota ya ni sabe hablar", le dijo. "Ahora habla con gerundios." La madre fue en busca de Dieguito. Le preguntó por qué hablaba con gerundios. Dieguito respondió: "Dieguito no sabiendo qué son gerundios".

Transcurrieron un par de días. Dieguito, ahora, ya casi no bajaba del altillo. Sus padres decidieron ignorarlo. O más exactamente: olvidarlo. Que reventara ese idiota. Que se pudriera ese infeliz; sólo para traerles desdichas y papelones había venido a este mundo.

Sin embargo, hay cosas que no se pueden ignorar. ¿Cómo ignorar el insidioso, nauseabundo olor que se deslizaba desde el altillo hacia el comedor y las habitaciones? ¿Qué diablos era eso? ¿A quién habrían de poder invitar a tomar el té o a cenar con semejante olor en la casa? Decidieron resolver tan incómodo problema. "Esto", dijo el padre, "es obra del pequeño idiota". Llamó a la madre y, juntos, decidieron emprender la marcha hacia el altillo. Subieron la estrecha escalera, intentaron abrir la puerta y no lo consiguieron: estaba cerrada. "¡Dieguito!", chilló el padre. "¡Abrí la puerta, pequeño idiota!" Se oyeron unos pasos leves, giró la cerradura y se abrió la puerta. Dieguito la abrió. Sonrió con cortesía, dijo "Dieguito trabajando", y luego se dirigió a la mesa en que yacía el ídolo nacional ausente. Sí, era él. El padre no lo podía creer: no estaba en Colombia, con Gardel, sino que estaba ahí, sobre esa mesa, y el olor era insoportable y había sangre por todas partes y el ídolo nacional ausente estaba trizado y Dieguito, con prolija obsesividad, le cosía una mano (¿la mano de Dios?) a uno de los brazos. Y la madre lanzó un aullido de terror. Y el padre preguntó: "¿Qué estás haciendo, grandísimo idiota?" Y Dieguito (oscuramente satisfecho por haber sido, al fin, elevado por su padre a los dominios de la grandeza) sólo respondió:

-Dieguito armando Maradona.

miércoles, 28 de julio de 2010

Sección surrealista en el Harry Ransom Center, de Diego Trelles Paz

Así como ustedes, muchachos, yo tampoco creía en fantasmas y si hubiera escuchado alguna de las historias que ahora le cuento a Mario, mi psicólogo, sin duda alguna habría dicho pobre tipo y luego, convencidísimo, habría agregado: se volvió loco o se hace el loco, o mejor aún, acaba de enloquecer, o bien ya de plano se alocó, y el mundo, muchachos, escúchenme bien esto, el mundo es una interminable broma negra pero al menos yo, no sé si ustedes pero yo, el oficial Warren Supten, ex vigilante nocturno del glorioso Harry Ransom Center de la Universidad de Austin, aquí, a mis cuarenta y pico de años y siempre listo al llamado del orden, aún me encuentro a salvo.

¿A salvo de quién o de qué? Ah pues qué chinga eso ahorita mismo no lo entiendo bien. Ni ahora ni antes. Y es que, antes, lo que se dice hace un chingo de años, yo no hablaba así. Por ejemplo, hará seis meses nomás, broma era para mí sinónimo de chiste o de burla o de chanza, y negro era una palabrita prohibida que yo no hubiera podido usar nunca de los nuncas para hablar, por ejemplo, de los pinches negros. (Mario mi psicólogo —se los digo así en voz baja— los llama ‘afro americanos’ y si son chinos los llama ‘asiáticos’ y si son latinos los llama ‘hispánicos’ y si son indios los llama ‘hindúes’, y así le va muy bien en esto del networking porque lo dice de una manera tan correcta y musical que me cuesta imitarlo cuando me corrige con el acento y la cordialidad del blanco-texano que en realidad no es).

Dice, además, dos cosas estupendas sobre los fantasmas. La primera, Warren —me mira, lo escucho— es que parecen muy reales pero en realidad son el producto de un delirio, de una anomalía mental que es perfectamente controlable si uno la acepta y, claro, Mario, faltaba más, yo la acepto y eso se los he dejado bien clarito a todos los pinches fantasmas. La segunda es que hablar con ellos no debe entenderse necesariamente como un comportamiento sicótico porque hay una serie de ciencias oscurantistas con teorías no del todo descabelladas sobre el tema. Esto, desde luego, me tranquiliza. No he podido estar tranquilo desde que me corrieron del museo. A veces me entran ataques de pánico. A veces me pongo a llorar largo y tendido hasta que me duermo. Los días que no pasa ni lo uno ni lo otro, tengo unas ganas enfermas de ponerme el uniforme azul y volver al Harry Ransom Center a despertar a André y a Antonin y a Louis y a Paul para hablar más.

martes, 27 de julio de 2010

El argumento de la defensa, de Graham Greene

Fue el juicio por homicidio más extraño al que asistí. En los titulares lo llamaban el asesinato de Pechkam, aunque la calle Northwood, donde encontraron a la anciana muerta a golpes, no estaba, hablando estrictamente, en Peckham. Éste no era uno de esos casos de evidencias circunstanciales en los que uno siente el nerviosismo de los miembros del jurado -porque se han cometido errores- como cúpulas de silencio que enmudecen el tribunal. No, a este asesino prácticamente lo encontraron junto al cuerpo. Ninguno de los que estaban presentes cuando el fiscal de la Corona desarrolló su caso creía que el hombre que estaba en el banquillo de los acusados tenía la menor oportunidad.

Era un hombre pesado y corpulento con ojos saltones e inyectados en sangre. Todos sus músculos parecían estar en los muslos. Sí, un personaje desagradable, del que uno no se olvidaría con rapidez; y ése era un punto importante porque la Corona propuso convocar a cuatro testigos que no lo habían olvidado, que lo habían visto alejándose apresuradamente de la pequeña casa roja de la calle Northwood. El reloj acababa de dar las dos de la mañana.

lunes, 26 de julio de 2010

El día que saltaron todos los chinos, de José B. Adolph

"Ni durante las antiguas dinastías, ni en los grandes períodos del Caos, ni después de fundarse la república de nuestro precursor Sun Yat-sen, pudo llevarse a cabo la prueba" dijo, con una sonrisa leve como una alondra, mi amigo Chung Tsui-mei. "Vivimos tiempos gloriosos" añadió, sirviéndome otra tacita de té muy suave. Mas allá de la ventana, un bosquecillo profundamente verde se mecía, rumoroso, en el cálido viento del sur. Durante un par de minutos bebimos en silencio esa combinación de té y felicidad que son consustanciales al verano de un suburbio chino. Era refrescante estirar las piernas, gesto mío que Cheng perdonaba con juguetona cortesía. Poco antes me había leído las principales informaciones del día en el Renmin Ribao. Cheng leía cada párrafo en el idioma original, pausaba, y a continuación hacía una excelente traducción. Más que el contenido, yo escuchaba gozosamente el incomparable sonido de esa lengua tan culta que se manifestaba en miles de sutiles matices imposibles de ser captadas por los jóvenes oídos de una civilización bárbara como la mía. Los sonidos brotaban de la delgada boca de Cheng como el agrio horror de un grito de gaviota, como el susurro enamorado de una doncella en celo, como el iracundo apóstrofe de un asesino harapiento, como la serena convicción de una maduro líder obrero. Esa música, ma s la del viento entre los árboles, me encantaba y adormilaba a la vez.

viernes, 23 de julio de 2010

¿Quiere usted rabiar conmigo?, de Gonzalo Suárez

Al pasar ante una granja, un perro mordió a mi amigo. Entramos a ver al granjero y le preguntamos si era suyo el perro. El granjero, para evitarse complicaciones, dijo que no era suyo.

—Entonces —dijo mi amigo— préstame una hoz para cortarle la cabeza, pues debo llevarla al Instituto para que la analicen.

En aquel momento apareció la hija del granjero y pidió a su padre que no permitiera que le cortáramos la cabeza al perro.

—Si es suyo el perro —dijo mi amigo—, enséñeme el certificado de vacunación antirrábica.

El hombre entró en la granja, y tardó largo rato en salir. Mientras tanto, el perro se acercó y mi amigo dijo:

—No me gusta el aspecto de este animal.

En efecto, babeaba y los ojos parecían arderle en las órbitas. Incluso andaba dificultosamente.

—Hace unos días —dijo la joven— lo atropelló una bicicleta.

El granjero nos dijo que no encontraba el certificado de vacunación.

jueves, 22 de julio de 2010

Las revelaciones de Becka Paulson, de Stephen King

Lo que pasó fue muy simple, por lo menos al principio. Lo que pasó fue que Rebecca Paulson se disparó en la cabeza con el revólver del calibre 22 de Joe, su marido. Ocurrió durante la limpieza anual de primavera, es decir, más o menos a mediados de junio (como todos los años). Becka solía atrasarse en estas cosas.

Estaba subida a una escalera revolviendo los trastos acumulados en el estante más alto del armario del vestíbulo de la planta baja, mientras el gato de los Paulson, un macho grande y de piel rayada que se llamaba Ozzie Nelson, la vigilaba desde la puerta de la sala de estar. De la sala llegaban las voces nerviosas de otro mundo que brotaban del gran televisor Zenith de los Paulson, que más tarde sería mucho más que un televisor.

Becka cogió un puñado de objetos y los revisó, con la esperanza de que todavía sirvieran, pero sin creerlo en el fondo. Había cuatro o cinco gorros invernales de punto, todos apolillados y deshilachados. Los tiró al suelo. También dio con las Novelas condensadas del Reader's Digest del verano de 1954: “Corre en silencio”, “Corre a las profundidades” y “Con los ojos desorbitados”. El volumen estaba tan hinchado por el agua que tenía el tamaño de la guía telefónica de Manhattan. Lo tiró hacia atrás. ¡Ah! Allí había un paraguas que parecía recuperable... y una caja con algo dentro.

Era una caja de zapatos. Becka no sabía lo que había dentro, pero era algo pesado. Cuando cambió la caja de sitio, el objeto se movió en el interior. Quitó la tapa y también la tiró hacia atrás (casi golpeó a Ozzie Nelson, que decidió marcharse de allí). Dentro de la caja había un revólver de cañón largo y cachas de madera.

—Vaya —exclamó—. Era esto —lo sacó de la caja sin darse cuenta de que estaba cargado y sin seguro, y le dio la vuelta para mirar por el cañón, pensando que si había una bala dentro la vería.

miércoles, 21 de julio de 2010

El busto, de Manuel Peyrou

Hizo el nudo de la corbata y, al mismo tiempo que tiraba hacia abajo para ajustarlo, apretó con dos dedos el género, de modo que a partir del lazo hiciera un doblez, un repliegue central, evitando la formación de pequeñas arrugas. Se puso el saco azul y verificó el efecto general. Estar impecable era para él una forma de la comodidad. Satisfecho —dignamente satisfecho—, salió y cerró con cuidado la puerta de calle. No había podido asistir a la iglesia, pero esperaba llegar antes de las diez a la casa de su hermana. Era el día del casamiento de su sobrino mayor, quien más que un pariente era su amigo. Pasó frente a los porteros de las casas vecinas y les deseó con llaneza las buenas noches; era una elegante silueta, a pesar de sus años: alto, moreno, con el cabello ligeramente estriado de plata.

Las vitrinas del salón de los regalos exhibían algunas joyas costosas. Un collar de piedras combinadas difundía un pequeño arco iris sobre su estuche de fondo rojo; un anillo con un topacio, un par de aros de brillantes y algunos otros meteoros artificiales y enanos fulgían bajo la luz de las lámparas. Verificó si el prendedor elegido por él para su flamante sobrina y los gemelos de brillantes para el novio habían sido bien colocados. Satisfecho, avanzó en busca de la nueva pareja.

martes, 20 de julio de 2010

En memoria de Paulina, de Adolfo Bioy Casares

Siempre quise a Paulina. En uno de mis primeros recuerdos, Paulina y yo estamos ocultos en una oscura glorieta de laureles, en un jardín con dos leones de piedra. Paulina me dijo: Me gusta el azul, me gustan las uvas, me gusta el hielo, me gustan las rosas, me gustan los caballos blancos. Yo comprendí que mi felicidad había empezado, porque en esas preferencias podía identificarme con Paulina. Nos parecimos tan milagrosamente que en un libro sobre la final reunión de las almas en el alma del mundo, mi amiga escribió en el margen: Las nuestras ya se reunieron. "Nuestras" en aquel tiempo, significaba la de ella y la mía.

Para explicarme ese parecido argumenté que yo era un apresurado y remoto borrador de Paulina. Recuerdo que anoté en mi cuaderno: Todo poema es un borrador de la Poesía y en cada cosa hay una prefiguración de Dios. Pensé también: En lo que me parezca a Paulina estoy a salvo. Veía (y aún hoy veo) la identificación con Paulina como la mejor posibilidad de mi ser, como el refugio en donde me libraría de mis defectos naturales, de la torpeza, de la negligencia, de la vanidad.

La vida fue una dulce costumbre que nos llevó a esperar, como algo natural y cierto, nuestro futuro matrimonio. Los padres de Paulina, insensibles al prestigio literario prematuramente alcanzado, y perdido, por mí, prometieron dar el consentimiento cuando me doctorara. Muchas veces nosotros imaginábamos un ordenado porvenir, con tiempo suficiente para trabajar, para viajar y para querernos. Lo imaginábamos con tanta vividez que nos persuadíamos de que ya vivíamos juntos.

lunes, 19 de julio de 2010

El karma de ciertas chicas, Juan Forn

Estaban discutiendo a gritos cuando se apagó la luz. Ellos creían que estaban discutiendo a gritos, o eso es lo que hubieran creído de tener que medir el grado de violencia de la discusión. En realidad, no gritaban para nada, ni los oía ningún vecino, aunque esa preocupación no se les cruzara por la cabeza. Antes quizá sí, cuando empezó todo, como siempre, pero habían llegado a ese momento en que se dicen cosas que uno ni siquiera sabía que tenía adentro, cosas que solamente parecen ciertas en lo peor de una discusión y después no alcanza la vida para arrepentirse de haber dicho, porque quedan grabadas para siempre en el rincón más vulnerable del otro. Era de día, eran las siete de la tarde y por eso no se dieron cuenta cuando se cortó la luz. Ella ya dejaba que el pelo le tapase la cara, fumaba como un vampiro y decía con voz increíblemente áspera cosas como: "Por supuesto que estoy harta, y por supuesto que tengo razón. Vos no entendés nada. Vivís en tu burbuja, y todo lo que no te interesa lo ignorás olímpicamente. Si ves un ciego por la calle te fijás en el bastón, o en los anteojos, o en el perro, pero ni se te ocurre pensar que el pobre no ve. Si alguien cuenta que está angustiado, lo que te asombra es que no haya ido al cine a ver la última película que te gustó a vos. ¿Y querés saber lo que más me revienta? Que siempre trates de pasarla lo mejor posible. Incluso cuando se supone que estás sufriendo. Eso es lo que más me revienta de vos." Él no podía parar de ir y venir por el living, de morderse el labio de abajo y el de arriba y repetir: "¿Qué yo qué? ¿Ah, sí? No me digas".

Después la discusión terminó. O los agotó. Ella movió un par de veces la cabeza mientras daba la última pitada, apagó el cigarrillo y se fue por el corredor. El no fue a ningún lado. Se sentó, por fin, y estuvo mirando por la ventana hasta que le dolió el cuello de tenerlo tanto tiempo torcido. Cuando volvió a mirar el living se dio cuenta de que ya era de noche. No sólo de eso, aunque fue lo que descubrió primero. También supo, de pronto, que ya no la quería. Y peor: que ella lo dominaba. Así pensó: antes yo era salvaje, tenía polenta, no pensaba estas cosas; ella me volvió blando, ahora cuando estoy enfurecido pienso cómo tendría que mostrar que estoy enfurecido, ella es una mierda, ella tiene la culpa y es mucho más idiota de lo que cree si no piensa que yo estoy mucho más harto que ella.

viernes, 16 de julio de 2010

El marica, de Abelardo Castillo

Escuchame, César: yo no sé por dónde andarás ahora, pero cómo me gustaría que leyeras esto. Sí. Porque hay cosas, palabras, que uno lleva mordidas adentro, y las lleva toda la vida. Pero una noche siente que debe escribirlas, decírselas a alguien porque si no las dice van a seguir ahí, doliendo, clavadas para siempre en la vergüenza. Y entonces yo siento que tengo que decírtelo. Escuchame.

Vos eras raro. Uno de esos pibes que no pueden orinar si hay otro en el baño. En la laguna, me acuerdo, nunca te desnudabas delante de nosotros. A ellos les daba risa, y a mí también, claro; pero yo decía que te dejaran, que cada uno es como es. Y vos eras raro. Cuando entraste a primer año, venías de un colegio de curas; San Pedro debió de parecerte, no sé, algo así como Brobdignac. No te gustaba trepar a los árboles, ni romper faroles a cascotazos, ni correr carreras hacia abajo entre los matorrales de la barranca. Ya no recuerdo como fue. Cuando uno es chico, encuentra cualquier motivo para querer a la gente. Sólo recuerdo que de pronto éramos amigos y que siempre andábamos juntos. Una mañana hasta me llevaste a misa. Al pasar frente al café, el colorado Martínez, dijo con voz de flauta: “adiós los novios”. A vos se te puso la cara como fuego. Y yo me di vuelta, puteándolo, y le pegué tan tremendo sopapo, de revés, en los dientes, que me lastimé la mano. Después, vos me la querías vendar. Me mirabas.

—Te lastimaste por mí, Abelardo.

jueves, 15 de julio de 2010

Sorpresa, de Fredric Brown

Lo despertó la campana, pero todavía permaneció acostado un buen rato: pensando y repasando una última vez sus planes sobre el robo que iba a cometer más tarde y el asesinato en la noche.

No había descuidado ningún detalle. Se trataba de un simple repaso final. En toda la extensión de la palabra, sería libre a las veinte horas y cuarenta minutos. Se había señalado esa hora porque con ella cumpliría exactamente cuarenta años. Su madre, apasionada de la astrología, le recordó siempre ese instante preciso de su nacimiento. Aunque no era supersticioso, halagaba su sentido del humor; poder empezar una nueva vida a los cuarenta años justos.

Y eso que el tiempo trabajaba en su contra. Hombre de leyes, especializado en asuntos inmobiliarios, por sus manos pasaban enormes sumas de dinero y parte de ellas se le quedaban pegadas. El año anterior pidió cinco mil dólares para invertirlos en un negocio seguro, que doblaría o triplicaría el capital. Lo perdió todo. Obtuvo prestada nueva suma con qué especular y recuperar la pérdida anterior. Ahora debía ya treinta mil dólares y no podía disimularse por más tiempo el boquete que, por otra parte, sería imposible tapar en tan poco tiempo. Decidió liquidar cuanto pudiera, sin despertar sospechas, vendiendo diversas propiedades. Por la tarde dispondría de cien mil dólares, más de lo que necesitaba para el resto de su vida

miércoles, 14 de julio de 2010

Es que somos muy pobres, de Juan Rulfo

Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el sábado, cuando ya la habíamos enterrado y comenzaba a bajársenos la tristeza, comenzó a llover como nunca. A mi papá eso le dio coraje, porque toda la cosecha de cebada estaba asoleándose en el solar. Y el aguacero llegó de repente, en grandes olas de agua, sin darnos tiempo ni siquiera a esconder aunque fuera un manojo; lo único que pudimos hacer, todos los de mi casa, fue estarnos arrimados debajo del tejabán, viendo cómo el agua fría que caía del cielo quemaba aquella cebada amarilla tan recién cortada.

Y apenas ayer, cuando mi hermana Tacha acababa de cumplir doce años, supimos que la vaca que mi papá le regaló para el día de su santo se la había llevado el río

El río comenzó a crecer hace tres noches, a eso de la madrugada. Yo estaba muy dormido y, sin embargo, el estruendo que traía el río al arrastrarse me hizo despertar en seguida y pegar el brinco de la cama con mi cobija en la mano, como si hubiera creído que se estaba derrumbando el techo de mi casa. Pero después me volví a dormir, porque reconocí el sonido del río y porque ese sonido se fue haciendo igual hasta traerme otra vez el sueño.

Cuando me levanté, la mañana estaba llena de nublazones y parecía que había seguido lloviendo sin parar. Se notaba en que el ruido del río era más fuerte y se oía más cerca. Se olía, como se huele una quemazón, el olor a podrido del agua revuelta.

martes, 13 de julio de 2010

El monstruo de madera, de Espido Freire

Hay un jardín; tras la ventana hay un jardín. Y yo no quiero. Hay un jardín y yo estoy aquí, con mi gato, la mano llena de pelos del gato grande y granate que se llama Escarabajo, que viene y se va como los recuerdos y que deja en casa un rastro de uñas oscuras y prendidas.

Yo hablaba del jardín; digo que hay un jardín ahí, tras el cristal. Digo que alguien toca desde alguna parte, porque yo escucho viento de música, y tengo miedo de pensar en quién puede querer pasar frío ahora fuera.

Todo comenzó cuando Rotgen murió. Yo no lo sabía, nadie lo sabía aún, pero la noche en que le descubrimos balanceándose desde el techo sobre el olor a fuego y cera quemada se firmó la oscuridad para nosotros y un eterno temor a hablar de violoncelos.

Luego fueron los niños: los ocho niños de la escuelita roja y blanca donde yo enseñaba. La pequeña, tan vivaz, la rubita del vestido azul que se doblaba con gracia cada vez que recogía algo del suelo. Ahora, a veces, juega en el jardín, y ella y sus amigos aún muestran las marcas de viruela que les hizo pasar al otro lado. Yo no entiendo. No sé por qué viene aquí, precisamente, a jugar a mi casa. No sé muchas cosas. No quiero pensar. Tampoco quiere Escarabajo y recorre inquieto la sala si yo le encierro, en lugar de ronronear con los ojos cerrados en su cesta.

lunes, 12 de julio de 2010

Abuelo en dos tiempos, de Amir Valle

Aquel día la muerte salió de caza. Lo supe por­que el abuelo se puso a hablar de lo que nos esperaba en el más allá. Afuera soplaba un vien­to fuerte y la lluvia limpiaba los tejados. Nadie podía dormir por el ruido de los cines del techo y por la lloradera que mi hermanita de meses for­mó. El caso es que la noche estaba sobre nosotros y en casa todos los ojos seguían abiertos. El abue­lo no paraba de hablar de almas errantes y del infierno o el cielo, qué sé yo. Entonces fue que dijo lo de la muerte y me quedé tranquilo, oyen­do sus cosas. Decía que se transformaba en todo, que iba siempre buscando inquilinos para su mo­rada y sobre todo recuerdo haberle oído decir: “le gusta cazar de noche cuando llueve y hay viento fuerte”.

Sentí un escalofrío que me iba ahogando, tuve que toser fuerte para sacarlo de allí; cuando solté el aliento, olía a tumba.

-El frío de la muerte está en todas partes -volvió a decir y quedó mirando al techo; yo también miré; un ratón corría allá arriba por las vigas.

jueves, 8 de julio de 2010

La visión de Magdalena, de Guillermo Fadanelli

La noche del dieciocho de septiembre de 1985 estuve intentando bajarle los calzones a Magdalena Godínez. ¿Por qué razón estaba yo haciendo algo semejante? Porque ninguna persona bien nacida, en su sano juicio y en la situación en la que yo me encontraba podría haber hecho otra cosa. Magdalena se resistía, pero no debido a que considerara una afrenta desprenderse de su ropa íntima, sino porque, afirmaba, se había apoderado de ella un mal presentimiento. ¿Qué clase de presentimiento puede hacer que una mujer así de entera se comporte como una colegiala? No lo sé, ni tampoco lo comprendo, pues en mi caso ningún augurio me habría impedido inmiscuirme entre las piernas de una mujer tan bella. Ni siquiera el saber que sería contagiado por una enfermedad africana me habría hecho dar un paso atrás en mis intenciones. No se me escapa que esta afirmación puede parecer absurda, pero me conozco y no está en mi ánimo tomar precauciones cuando mi cuerpo ha decidido lanzarse de bruces a una aventura: prefiero perderlo todo en una sola batalla.

miércoles, 7 de julio de 2010

El mejicano, de Arkadi Avérchenko

En un banco del jardín público, una lindísima joven estaba sentada a la sombra de un corpulento tilo secular.
Me sorprendió agradablemente su belleza, y me detuve.
Fingiendo una agobiadora fatiga, me aproximé al banco, arrastrando los pies como si me faltasen las fuerzas, y me senté a su lado.
Estaba dispuesto a hablar con ella de lo primero que se me ocurriera para hacerme amigo suyo. Sus hermosos ojos de largas pestañas parecían absortos en la contemplación de las puntas de sus botitas.
Después de respirar a pleno pulmón, como si me dispusiera a tirarme de
cabeza al mar, exclamé:
—¡No comprendo a esos mejicanos! ¿Por qué andan siempre a la greña? ¿Por qué se pasan la vida derribando gobiernos, matando Presidentes y
cambiándolos por otros? ¿Por qué derraman torrentes de sangre sin cesar? No consigo explicármelo. Yo creo que todo ciudadano tiene derecho a una vida tranquila. Es un derecho elemental, ¿verdad, señora?
Los hermosos ojos de largas pestañas contemplaron durante un instante la senda frontera y se pusieron de nuevo a estudiar las botitas de su propietaria.
Volví a la carga tras una breve pausa.

martes, 6 de julio de 2010

En una estación de ferrocarril, de Lafcadio Hearn

Ayer un telegrama de Fukuoka anunció que un desesperado criminal capturado allí sería traído hoy a Kumamoto para su juicio, en el tren pasado el mediodía. Un policía de Kumamoto había ido a Fukuoka para hacerse cargo del prisionero.

Cuatro años antes un fuerte ladrón había ingresado a algunas casas por la noche en la Calle de los Luchadores, aterrorizando y atando a los ocupantes, llevándose una cantidad de cosas valiosas. Rastreado hábilmente por la policía, fue capturado dentro de las veinticuatro horas – aún antes de que pudiera disponer de su botín. Pero cuando fue llevado a la estación de policía rompió sus ataduras, le arrebató la espada a su captor, lo mató, y escapó. No se había oído nada mas de él hasta la semana pasada.

Entonces, sucedió que un detective de Kumamoto, que se encontraba visitando la prisión de Fukuoka, vio entre los trabajadores una cara que había estado grabada durante cuatro años en su cerebro. “¿Quién es ese hombre?” le preguntó al guardia. “Un ladrón”, fue la respuesta, “registrado aquí como Kusabe”. El detective se acercó al prisionero y dijo:

“Tu nombre no es Kusabe. Nomura Teiichi, se te reclama en Kumamoto por asesinato” El criminal confesó todo.

lunes, 5 de julio de 2010

Lemmings, de Richard Matheson

—¿De dónde vienen? —preguntó Reordon.

—De todas partes —replicó Carmack.

Ambos hombres permanecían junto a la carretera de la costa, y, hasta donde alcanzaban sus miradas, no podían ver más que coches. Miles de automóviles se encontraban embotellados, costado contra costado y paragolpe contra paragolpe. La carretera formaba una sólida masa con ellos.

—Ahí vienen unos cuantos más —señaló Carmack.

Los dos policías miraron a la multitud que caminaba hacia la playa. Muchos charlaban y reían. Algunos permanecían silenciosos y serios. Pero todos iban hacia la playa.

—No lo comprendo —dijo Reordon, meneando la cabeza. En aquella semana debía de ser la centésima vez que hacía el mismo comentario— No puedo comprenderlo.

Carmack se encogió de hombros.

viernes, 2 de julio de 2010

¿Quién inventó el mambo?, de María Rosa Britton

—Le aseguro, señora, que no estoy vendiendo Biblias ni nada por el estilo. Yo soy el Rey del mambo.
—¿El Rey de qué?
—Del mambo, señora, ¡del mambo!
—¿Y éso qué es?
La mujer mira con sospecha al hombrecito que le ha tocado la puerta, con apremio de amigo. Solamente protestantes y sinvergüenzas se atreven a golpear la puerta de gente decente a las diez de la mañana un sábado, cuando ella se ocupa de hervir la ropa sucia y asolear colchones.
—Es música, señora, música que está arrasando en México, Cuba y ahora aquí en Panamá.
Los ojos detallan el saco que parece pertenecer a alguien mucho más alto, los pantalones amplios, ajustados en el tobillo, dándoles aspecto de ropa de harem, la cadena de oro colgada hasta la rodilla, los ojos redondos, vivaces y el bigote a lo Fu-Man-Chú. En los pies, zapatos adornados por unas hebillas grandotas y ¡tacones! ¡Dios Santo, tacones!
—¿Qué clase de música es esa?
—Música para bailar, señora. Música con ritmo, y alegría, para menear el cuerpo y olvidar las tristezas, música para todas las edades, para todos los pueblos, ¡música! Música de la mayor, en si menor, do sostenido, blancas, corcheas, fusas... Aquí está todo, señora, permítame una demostración, —le enseña el abultado portafolio que lleva bajo el brazo.

jueves, 1 de julio de 2010

Nadie lo sabe, de Sherwood Anderson


George Willard se levantó del escritorio que ocupaba en las oficinas del Winesburg Eagle, miró cautelosamente a su alrededor y salió con precipitación por la puerta trasera. La noche era calurosa y el cielo estaba cubierto de nubes; aun­que no habían dado las ocho todavía, la callejuela a la que daba la parte trasera de las oficinas del Eagle estaba oscura como la pez. Un tronco de caballos atado por allí a un poste invisible pata­leó en el suelo duro y calcinado. De entre los mismos pies de George Willard saltó un gato y echó a correr, perdiéndose entre las tinieblas. Él joven estaba nervioso. Durante todo el día había trabajado como si estuviese atontado de resultas de un golpe. Al pasar por la callejuela temblaba como aterrorizado.

George Willard fue avanzando en la oscuridad por la callejuela, caminando con cuidado y pre­caución. Las puertas traseras de las tiendas de Winesburgo estaban abiertas y pudo ver a muchas personas sentadas a la luz de las lámparas. En el Myerbaum’s Notion Store vio a la señora de Willy, el dueño de la taberna, de pie junto al mostrador, con una cesta en el brazo; la atendía un empleado que se llamaba Sid Green. Este le hablaba con gran interés, inclinaba el cuerpo so­bre el mostrador sin dejar de hablar.