lunes, 30 de marzo de 2020

Fotos, de Rodolfo Walsh

 


–Niño Mauricio, vaya a la Dirección.

El niño Mauricio Irigorri le tocaba el culo a la maestra, eludía el cachetazo y en el recreo cobraba las apuestas. Tenía una hermosa letra, sobre todo cuando firmaba “Alberto Irigorri” bajo las amonestaciones de los boletines. Don Alberto no reparaba en esos detalles. Estaba demasiado ocupado en liquidar a precios de fábula un galpón de alambre de púa que empezó a almacenar cuando la guerra de España. Ahora el alambre no venía de Europa porque allá lo usaban para otra cosa. “Gracias a Dios”, repetía don Alberto, que por esa época se volvió devoto.

A fin de año, la señorita Reforzo se quitó a Mauricio de encima con todos cuatros. (“Ese chico necesita una madre”, comentó.) Entró en sexto de pantalón corto y bigote. El de sexto era maestro y el niño Mauricio tuvo que inventar otros juegos con pólvora, despertadores y animales muertos. Tal vez se adelantaba a sus años y a su medio, y por eso no era bien comprendido.

–No te juntés con él –decía mi padre.

Yo me juntaba igual.

–¿Eh, Negro? –proponía Mauricio mirándome desde la esquina del ojo.

–¿Y si tal cosa? –protestaba yo.

–Hay que divertirse, Negro. La vida es corta.

Mauricio pegaba una oblea, la oblea decía “Dios es amor”, Mauricio la pegaba en la maquinita de preservativos, en el baño del “Roma”.

viernes, 27 de marzo de 2020

El sabueso, H. P. Lovecraft

 


En mis torturados oídos resuenan incesantemente un chirrido y un aleteo de pesadilla, y un leve ladrido lejano como el de algún gigantesco sabueso. No es un sueño… y temo que ni siquiera sea locura, ya que son muchas las cosas que me han sucedido para que pueda permitirme esas misericordiosas dudas.

St. John es un cadáver destrozado; únicamente yo sé por qué, y la índole de mi conocimiento es tal que estoy a punto de saltarme la tapa de los sesos por miedo a ser destrozado del mismo modo. En los oscuros e interminables pasillos de la horrible fantasía vagabundea Némesis, la diosa de la venganza negra y disforme que me conduce a aniquilarme a mí mismo.

¡Que perdone el cielo la locura y la morbosidad que atrajeron sobre nosotros tan monstruosa suerte! Hartos ya con los tópicos de un mundo prosaico, donde incluso los placeres del romance y de la aventura pierden rápidamente su atractivo, St. John y yo habíamos seguido con entusiasmo todos los movimientos estéticos e intelectuales que prometían acabar con nuestro insoportable aburrimiento. Los enigmas de los simbolistas y los éxtasis de los prerrafaelistas fueron nuestros en su época, pero cada nueva moda quedaba vaciada demasiado pronto de su atrayente novedad.

jueves, 26 de marzo de 2020

La máscara de la muerte roja, de Edgar Allan Poe

 


La “Muerte Roja” había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste había sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era encarnación y su sello: el rojo y el horror de la sangre. Comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, y luego los poros sangraban y sobrevenía la muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo y la cara de la víctima eran el bando de la peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda simpatía, y la invasión, progreso y fin de la enfermedad se cumplían en media hora.

Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios quedaron semidespoblados llamó a su lado a mil caballeros y damas de su corte, y se retiró con ellos al seguro encierro de una de sus abadías fortificadas. Era ésta de amplia y magnífica construcción y había sido creada por el excéntrico aunque majestuoso gusto del príncipe. Una sólida y altísima muralla la circundaba. Las puertas de la muralla eran de hierro. Una vez adentro, los cortesanos trajeron fraguas y pesados martillos y soldaron los cerrojos. Habían resuelto no dejar ninguna vía de ingreso o de salida a los súbitos impulsos de la desesperación o del frenesí. La abadía estaba ampliamente aprovisionada. Con precauciones semejantes, los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior se las arreglara por su cuenta; entretanto era una locura afligirse. El príncipe había reunido todo lo necesario para los placeres. Había bufones, improvisadores, bailarines y músicos; había hermosura y vino. Todo eso y la seguridad estaban del lado de adentro. Afuera estaba la Muerte Roja.

miércoles, 25 de marzo de 2020

El Perro, de J. M. Coetzee

 


El letrero colocado en la verja dice Chien méchant y el perro es méchant, sin la menor duda. Cada vez que ella pasa por allí, el perro se lanza contra la verja dando aullidos en su afán de atacarla y destrozarla. Es un perro grande y respetable, algún tipo de ovejero alemán o rottweiler (ella sabe muy poco de razas de perros). Pero siente el purísimo odio que parte de sus ojos amarillos.

Después, cuando deja atrás la casa del chien méchant, se pone a cavilar sobre ese odio. Sabe que no es algo personal: está dirigido contra cualquiera que se aproxime a la verja, cualquiera que camine por allí o pase en bicicleta. Sin embargo, ¿cuán profundo es ese odio? ¿Es como una corriente eléctrica, que se enciende cuando un objeto entra en el campo visual del perro y se apaga cuando el objeto desaparece al dar vuelta la esquina? ¿Los espasmos de odio siguen convulsionando al animal cuando vuelve a estar solo o la furia amaina de golpe y él retorna a un estado de tranquilidad?

Pasa en bicicleta frente a la casa dos veces por día, todos los días hábiles; una vez cuando va al hospital donde trabaja y otra vez cuando termina su turno. Como sus apariciones son tan sistemáticas, el perro sabe a qué hora esperarla: incluso antes de que ella aparezca, se acerca a la verja jadeando de ansiedad. Como la casa está en una pendiente ella tarda más a la mañana, porque va cuesta arriba; al atardecer, por suerte, puede pasar a toda velocidad.

viernes, 20 de marzo de 2020

Cordero asado, de Roald Dahl

 


La habitación estaba limpia y acogedora, las cortinas corridas, las dos lámparas de mesa encendidas, la suya y la que estaba junto a la silla vacía, frente a ella. Detrás, en el aparador, dos vasos altos, soda, whisky. Cubitos de hielo en un recipiente.

Mary Maloney estaba esperando a que su marido volviera del trabajo.

Una y otra vez levantaba la vista hacia el reloj, pero sin preocupación, simplemente para complacerse de que cada minuto que pasaba acercaba el momento de su llegada. Tenía un aire sonriente y optimista. Su cabeza se inclinaba hacia la costura con entera tranquilidad. Su piel —estaba en el sexto mes del embarazo— había adquirido un maravilloso brillo, los labios suaves y los ojos, de mirada serena, parecían más grandes y más oscuros que antes.

Cuando el reloj marcaba las cinco menos diez, empezó a escuchar, y pocos minutos más tarde, puntual como siempre, oyó rodar los neumáticos sobre la grava y cerrarse la puerta del coche, los pasos que se acercaban, la llave dando vueltas en la cerradura. Dejó a un lado la costura, se levantó y fue a su encuentro para darle un beso en cuanto entrara.

—¡Hola, querido! —saludó ella.

—¡Hola! —contestó él.

Ella cogió su abrigo y lo colgó en el armario. Luego volvió y preparó las bebidas, una fuerte para él y otra más suave para ella; después se sentó de nuevo con la costura y su marido enfrente con el alto vaso de whisky entre las manos, moviéndolo de tal forma que los cubitos de hielo golpeaban contra las paredes del vaso.

jueves, 19 de marzo de 2020

Tienda de chatarra, de John Brosnan

 


Joe descubrió la tienda por casualidad durante uno de sus paseos a la hora del almuerzo. Estaba apretujada entre una fábrica en ruinas y un vacío almacén en una pequeña callejuela. Si le preguntan el lugar exacto, Joe será incapaz de contestar, aunque él sabe que se hallaba cerca de las cocheras de tranvías. No era lo que se llama propiamente una tienda, dice Joe; no había escaparate, no había nada, en realidad no era más que una barraca.

En fin, Joe se detiene al llegar a la tienda y atisba el interior. No consigue ver gran cosa porque el sol brilla bastante ese día, y el interior está oscuro, pero vislumbra un letrero en una mesa, cerca de la puerta, que tiene escrita la palabra CHATARRA. Joe, como es sabido, es aficionado a husmear en tiendas de chatarra y similares, y entra. Todavía no puede ver nada, deslumbrado como está por el sol, pero el lugar huele mal. El ambiente es caluroso y húmedo, tiene un sabor «metálico» (si le preguntan a Joe qué pretende decir con eso, él supondrá que se trata del criadero perfecto para uno de sus dolores de cabeza). Pero Joe decide que echará una rápida ojeada, y cuando por fin sus ojos se adaptan a la oscuridad interior, empieza a husmear.

miércoles, 18 de marzo de 2020

Un hogar hospitalario, de Robert Bloch

 


El tren llevaba retraso y serían ya más de las nueve cuando Natalie se halló en el solitario andén de la estación de Hightower.

Como es natural, la estación estaba cerrada por la noche —no era más que un apeadero, pues no había allí ninguna población— y Natalie no supo lo que debía hacer. Había estado segura de que el doctor Bracegirdle vendría a recibirla. Antes de salir de Londres había mandado un telegrama a su tío para comunicarle la hora de su llegada, pero debido al retraso del tren cabía la posibilidad de que hubiese venido y se hubiera marchado otra vez.

Natalie miró a su alrededor indecisa y entonces vio la cabina telefónica que le ofrecía una solución. La última carta del doctor Bracegirdle estaba en su monedero y en ella figuraban su dirección y el número de su teléfono. Cuando llegó a la cabina ya había revuelto el monedero y hallado la carta.

La llamada resultó ser un pequeño problema; hubo una interminable demora antes de que la telefonista estableciera la conexión y había considerables zumbidos en la línea. Una mirada a las colinas cercanas a la estación, a través del cristal de la cabina, le sugirió el motivo de tales dificultades. Al fin y al cabo, recordó Natalie, se hallaba en la región occidental. Era muy posible que allí todo fuese más primitivo…

—¡Diga, diga!

La voz de aquella mujer tenía un tono agudo. Los zumbidos habían cesado, pero podía oírse un rumor que sugería una algarabía de voces. Natalie se inclinó y habló con voz clara ante el teléfono.

—Soy Natalie Rivers. ¿Puedo hablar con el doctor Bracegirdle?