lunes, 8 de noviembre de 2010

¿Por qué no pueden decirte el porqué?, de James Purdy

Paul no supo casi nada de su padre hasta que encontró la caja de fotografías en el desván. Desde aquel momento se dedicó a mirarlas de día y de noche, y cada vez que Ethel, su madre, ha­blaba por teléfono con Edith Gainesworm. Asombrado, con­templaba a su padre en las diferentes fases de su vida: prime­ro, como un niño de su edad, luego como un joven, finalmen­te, antes de morir, vestido con el uniforme del Ejército.

Ethel siempre se había referido a él como tu padre, y ahora las fotografías lo mostraban bajo un aspecto muy dis­tinto del que se había imaginado.

Ethel nunca habló con Paul acerca de por qué había ve­nido enfermo de la escuela, y al principio fingió no saber que había encontrado las fotografías. Pero le decía a Edith Gainesworth por teléfono todo lo que ella pensaba y sentía por él; y Paul escuchaba todas las conversaciones desde su escondite en la escalera de servicio, donde se sentaba para mirar las fotografías, que había trasladado de la vieja caja de zapatos donde las encontró a dos grandes y limpias cajas de bombones.

—Seguro que no conoces a un muchacho enfermo como él, que le dé por las fotografías —dijo Ethel a Edith Gaines­worm—. En vez de juguetes o pelotas, viejas fotografías. Y eso que apenas si le he contado nada acerca de su padre.

viernes, 5 de noviembre de 2010

Dos son compañía, de John Rankine

El negro óvalo de la puerta de entrada disminuyó lentamente hasta convertirse en un punto y cuando en la enrarecida atmósfera del planeta Omega se oyó el chasquido definitivo de su cierre, la nave voladora surgió como una flecha de plata de la pista de despegue, mientras que Dag Fletcher observaba la cola de luz color naranja del aparato, antes de escuchar el sonido vibratorio que estremeció la plataforma rocosa del despegue.

Lentamente, con una gracia especial, el "Interestelar 2-7" comenzó a ascender, y después a situarse en una recta trayectoria. En los diez segundos que Dag había contado automáticamente, se hallaba en pleno cielo, teniendo frente a sí el vacío azul y sin manchas ni alteraciones, como lo había sido a través de toda una eternidad del tiempo.

A pesar de los largos cursos de aprendizaje y acondicionamiento, y de las muchas misiones previas, no pudo evitar un sentimiento de soledad y abandono en aquel remoto lugar del universo. Existía también un toque de lamentación por la combinación de circunstancias que hicieron que fuese Meryl Wingard su ayudante para un viaje de turno de tres meses, entonces. No es que hubiera nada malo en ello, sobre todo al tener que considerarlo y mirarlo. Ella, por lo visto, había elegido el ser moldeada con las líneas de la Venus Marina de Botticelli, resultando en carne viva tan bella y maravillosa como el propio original; pero era una belleza sin significado que, por lo demás, trabajaba con la escrupulosa frialdad de una máquina computadora. Ella era una matemática de superior calibre y entrenada hasta un fantástico nivel de competencia, por años de esfuerzo con la mente puesta en aquella sola dirección.

La perfecta persona para la misión debida, sin duda; pero que producía muy poca alegría en el entorno humano que la rodeaba.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Bajo el puente, de Augusto Roa Bastos

Por qué no come, le dijo taitá. Y el viejo: De noche no. Usted ya sabe, don Chiquito. Si no hay luz sobre mi comida, no puedo comer. Taitá se rió fuerte: Bajen el lampión y pónganle delante, dijo. El viejo miraba la oscuridad; casi sin mover los labios dijo: No. Tiene que ser luz del día, y si hay sol, mejor. De no, la comida es de otro gusto. Taitá lo miró con la boca llena. Enojado. Después le preguntó, burlón: Gusto a qué, si se puede saber, don. El viejo no contestó. No dijo nada más. Se levantó y se fue hasta que se emparejó con la oscuridad. Taitá volvió a masticar, rezongando: tiene la cabeza más dura que el recado. Capaz que un día va a enladrillar el río para vadearlo sin mojarse los pies.

Taitá y el maestro nunca se entendieron. Con el maestro nos pasó que lo empezamos a conocer cuando se desgració bajo el puente. Y ya para entonces tenía más de sesenta años. Un poco encorvado el espinazo no más; pero sabía ponerse derecho cuando quería. Mayormente en la fiesta de la Natividad, que en Itacuruví empieza un día antes del 24 y se alarga, a remezones, hasta la Epifanía. Muy guardador. Un hombre de orden, de trabajo. Flaquito. Inacabado. El redoblante y alférez mayor de la cofradía de mariscadores. Clavábamos la punta de los pies entre el gentío para verlo tocar. Despacito al principio. Ciego o dormido en el susurro del cuero. El cabello negro y lacio, pegado al cráneo con la goma del tártago. El pecho muy abombado en la figura pequeña. Reventaba en un tronido el redoble mientras el malón salvaje robaba al Niño-de-Cabellos-Rojos. Doscientos años después, jinetes de sudadas camisetas de fútbol lo traían a salvo. Sólo entonces el redoble paraba. Los mariscadores un rato de piedra sobre los caballos. Los brazos en alto. Florecidos ramos de palma. Por debajo pasaba la imagen. Un cuajito de leche, el pelo teñido de bermellón como el fleco del niño-azoté. La inmensa bola de polvo y ruido flotaba sobre el pueblo, y se iba en una nube a llover en otra parte, hasta el año que viene. Siempre igual.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Supervivencia, de Dennis Etchison

El renovado Isetta de Marber, tomó la esquina a toda velocidad zumbando suavemente en sus ruedas de miniatura. Virando hacia la derecha, sobrepasó de soslayo una enorme grieta que dividía en dos por entero lo que una vez había sido una calle con media docena de casas habitables de la población. ¿Cuándo comenzaron los equipos S.S. a la reconstrucción del suburbio?

Marber consideró de nuevo lo absurdo de aquella ilógica destrucción que se extendía por los hogares de viejo estilo español, hasta el final de la calle. Casas con torres y espiras, surgían de entre las ruinas y formas de ladrillo que proyectaban sombras largas como dedos engarfiados sobre la tierra fundida y requemada con el cemento deshecho por la muerte de cada día. Un fantasma, pensó, como algunos de esos desolados panoramas surrealistas que una vez vi en un cuadro...

Una especie de relámpago que se agitaba de arriba abajo, repetidamente, en frente de la segunda casa, al fondo, captó su atención.

¿Y sabes qué? Me voy acostumbrando. Esto es lo grotesco de la situación...

Reconoció a Darla, una niña de cuatro años, hija de un S.S., si recordaba correctamente. El sol temblón de las cuatro de la tarde ponía como una proyección de fondo desde atrás sobre los cabellos de la chiquilla, produciendo el efecto de un halo como la corona de un ángel en la criatura al aproximarse al pequeño automóvil.

martes, 2 de noviembre de 2010

El que jadea, de Juan José Millás

Descolgué el teléfono y escuché un jadeo venéreo otro lado de la línea.

      –¿Quién es? –pregunté.

      –Yo soy el que jadea –respondió una voz neutra, quizá algo cansada.

      Colgué, perplejo, y apareció mi mujer en la puerta del salón.

      –¿Quién era?

      –El que jadea –dije.

      –Habérmelo pasado.

      –¿Para qué?

      –No sé, me da pena. Para que se aliviara un poco.

      Continué leyendo el periódico y al poco volvió a sonar el aparato. Dejé que mi mujer se adelantara y sin despegar los ojos de las noticias de internacional, como si estuviera interesado en la alta política, la oí hablar con el psicópata.

      –No te importe –decía–, resopla todo lo que quieras, hijo. A mi no me das miedo. Si la gente fuera como tú, el mundo iría mejor. Al fin y al cabo, no matas, no atracas, no desfalcas. Y encima le das a ganar unas pesetas a la Telefónica. Otra cosa es que jadearas a costa del receptor. La semana pasada telefoneó un jadeador desde Nueva York a cobro revertido. Le dije que a cobro revertido le jadeara a su madre, hasta ahí podíamos llegar. Por cierto, que Madrid ya no tiene nada que envidiar a las grandes capitales del mundo en cuestión de jadeadores. Tú mismo eres tan profesional como uno americano. Enhorabuena, hijo.

lunes, 1 de noviembre de 2010

La debutante, de Leonora Carrington

En la época en que yo iba a ser presentada en sociedad, iba a menudo al zoo. Solía ir con tanta frecuencia que conocía mejor a los animales que a las chicas de mi propio grupo. De hecho, iba al zoo todos los días para evadirme de la sociedad. El animal que llegué a conocer mejor fue una joven hiena. Ella también me conocía; yo le enseñaba francés y ella a cambio me enseñaba su lenguaje. Así pasamos muy buenos ratos.

Mi madre había organizado un baile en mi honor para el primero de mayo. Me quitaba el sueño sólo pensarlo; siempre he detestado los bailes, sobre todo los que se celebran en mi honor.

El primer día de mayo fui a visitar a la hiena por la mañana muy temprano.

—¡Qué aburrimiento! —le dije—. Esta noche tengo que asistir a un baile en mi honor.
—Qué suerte tienes —me dijo ella—. A mí me encantaría ir. No sé bailar, pero, por lo menos, podría conversar un poco.
—Va a haber mucha comida —dije yo—. He visto camiones llenos de cosas en dirección a mi casa.
—¡Y tú aquí lamentándote! —dijo la hiena con expresión de desagrado—. A mí sólo me dan una comida al día y es una porquería.