viernes, 28 de junio de 2019

La narración de la historia, de Carlos Correas


 1

El viernes 10 de abril de 1959 Ernesto Savid se sintió perturbado por la lectura de la revista Radiolandia y por la noticia del casamiento de un actor. No había dormido la noche anterior y ya por la mañana había decidido ir al cine Colonial, en Avellaneda; quería ver una película de ficción llamada Rodán.
Era un día nublado y había viento. A la tarde comenzó a lloviznar. Ernesto llegó al cine y entró en la mitad de la primera película; se sentó al lado de un jovencito y por accidente se tocaron bruscamente las piernas. En el intervalo, Ernesto buscó bastante, casi desesperado. Fue al baño. En el hall del cine vio a un muchachito delgado, con una cara extraña, oriental; como un soldado asirio o babilónico o un esclavo al servicio del rey. Pero luego, no lo pudo encontrar. Cambió de sitio en el cine y fue a sentarse al lado de uno que parecía joven, con la cara picada de viruelas y un zurrón con ropa que apoyaba sobre los muslos. Ernesto le rozó un poco las piernas pero el otro no atendía; luego hablaron, comentando la película. En el intervalo, el otro se levantó y se fue.
Luego Ernesto vio Rodán: una especie de pájaro prehistórico que vuela a velocidad supersónica y destroza ciudades enteras; finalmente muere en la erupción de un volcán.

jueves, 27 de junio de 2019

Instrucciones para abrir el paquete de jabón Sunlight, de Alejandro Dolina

 


(Trabajo realizado por Manuel Mandeb por encargo de la agencia de publicidad Vivencia.)

1) Busque la flecha indicadora.

2) Presione con el dedo pulgar hasta que el cartón del envase ceda.

3) Disimule. Soy un joven escritor que no tiene otra ocasión que ésta de conectarse con las muchedumbres. Usted finja que sigue abriendo este estúpido paquete y yo le diré algunas verdades.

4) Los vendedores de elixir nos convidan todos los días a olvidar las penas y mantener jubiloso el ánimo. El Pensamiento Oficial del Mundo ha decidido que una persona alegre es preferible a una triste.

5) La medicina aconseja cosmovisiones optimistas por creerlas más saludables. Al parecer, la verdad perjudica la función hepática.

miércoles, 26 de junio de 2019

Referencial, de Lorrie Moore


Manía. Por tercera vez en tres años hablaron de forma frenética acerca de lo que podría ser un buen regalo para su hijo perturbado. Había muy pocas cosas que realmente pudieran llevar: casi todo se podía transformar en un arma, y por tanto había que dejar la mayoría de las cosas en la recepción y, después, previa petición, las traía un auxiliar alto y rubio, que miraba antes los objetos para calcular sus posibilidades lacerantes. Pete había llevado un cesto de mermeladas, pero estaban en frascos de cristal y por tanto no permitidas. «Se me había olvidado», dijo él. Estaban organizadas por colores, de la mermelada más brillante al camemoro y al higo, como si contuvieran los análisis de orina de una persona cada vez más enferma, y ella pensó: «Mejor que los confisquen». Encontrarían otra cosa que llevar.

Para cuando su hijo cumplió doce años y había comenzado sus murmuraciones aturdidas y embelesadas, y había dejado de lavarse los dientes, Pete llevaba cuatro años en sus vidas, y ahora habían pasado otros cuatro años. El amor que sentían por Pete era largo y sinuoso, no exento de giros ocultos, pero sí de verdaderas paradas. Lo veían como una especie de padrastro. Quizá los tres habían envejecido juntos, aunque sobre todo se notaba en ella, con los vestidos negros que llevaba porque la hacían más delgada y el pelo encanecido sin teñir, a menudo recogido con mechones sueltos que parecían musgo español. Una vez que su hijo había sido desnudado, vestido con ropa de hospital e internado en el centro, ella también se quitó los collares, los pendientes, los fulares —todos sus aparatos prostéticos, le dijo a Pete, intentando ser divertida— y los puso en una carpeta de acordeón que se cerraba con cerrojo y que guardó debajo de su cama. No podía llevarlos cuando iba a verlo, así que no los llevaría nunca: una especie de solidaridad con su hijo, una especie de nueva viudedad añadida a la viudedad que ya poseía. A diferencia de otras mujeres de su edad (que se esforzaban demasiado, con lencería llamativa y joyas estridentes), ahora le parecía que ese afán era excesivo, e iba por el mundo como una amish, o quizá, todavía peor, cuando la luz despiadada de la primavera golpeaba su rostro, como un amish. ¡Si llegaba a vieja, que fuera una ciudadana completa del viejo mundo! «Para mí siempre estás preciosa», había dejado de decir Pete.

martes, 25 de junio de 2019

Recorriendo el laberinto, de Lisa Tuttle

 


Habíamos visto el cartel del hostal desde la carretera, y aunque todavía era temprano y no teníamos prisa por parar, nos gustó el aspecto de la enorme y bien cuidada casa situada entre los campos de cultivo, y el nombre en el letrero, La vieja rectoría.

Phil aparcó el Mini en el camino de gravilla de entrada.

—No hace falta que salgas —dijo—, me adelantaré y preguntaré.

Salí de todas formas, solo para estirar las piernas y sentir el calor de los últimos rayos de sol sobre mis brazos. Era una tarde preciosa. El aire estaba impregnado por el aroma del abono de estiércol, pero no era desagradable, mezclándose con los otros olores del campo. Caminé en dirección al seto que dividía el jardín de los campos que se encontraban más allá. Había una piedra baja que bordeaba el camino de acceso, y me subí sobre la misma para mirar el campo al otro lado del seto.

Vi a un hombre sentado, solo en mitad del campo. Estaba demasiado lejos para que pudiera verle la cara, pero algo sobre su postura me asustó. De pronto sentí temor ante la posibilidad de que se volviera, y me encontrara espiándolo, así que bajé a toda prisa.

—¿Amy? —Phil se acercaba hacia mí, con la mirada iluminada—. Es una habitación preciosa. Ven a verla.

lunes, 24 de junio de 2019

El fantasma, de Catherine Wells

 Una niña de catorce años estaba sentada en una vieja cama, recostada sobre unos almohadones y tosiendo de tanto en tanto a causa del resfrío y la fiebre que la obligaban a permanecer allí. Ya no quería seguir leyendo a la luz de la lámpara y permanecía reclinada, escuchando lo poco que podía oír y observando el fuego de la chimenea. Desde abajo, más allá del ancho y oscuro pasillo, cubierto de paneles de roble y en el que colgaban cuadros antiguos con llameantes batallas navales pintadas en sus telas, desde más allá de la amplia escalera de piedra que daba a una pesada puerta chirriante, le llegaban, por momentos, los tenues sonidos de la música de baile. Primos, primos y más primos se hallaban allí abajo, y el tío Timothy, como anfitrión, animaba la velada. Muchos de ellos habían entrado alegremente en su cuarto durante el día, le decían que su enfermedad era «una verdadera lástima», que patinar en el parque era «demasiado divertido», y luego se iban a bailar otra vez. El tío Timothy se comportó con mucha amabilidad. Pero… allí abajo se escapaba para siempre toda la felicidad que la niña había deseado durante más de un mes.

Contempló cómo caían parpadeando las llamas del gran fuego de leños en el hogar. Por momentos tenía que apretarse las manos para detener las lágrimas. Había descubierto —pronto empezaba a conocer los pequeños secretos de la feminidad— que si tragaba con fuerza y rápidamente cuando las lágrimas se juntaban, podía evitar que se le inundaran los ojos. Deseó que alguien fuera a verla. Tenía una campana a su alcance, pero no se le ocurría ninguna excusa para hacerla sonar. Deseó también que hubiera más luz en el cuarto. El fuego la iluminaba vivamente cuando los leños llameaban hacia arriba; pero, cuando apenas brillaban, las sombras oscuras bajaban desde el techo y se juntaban en los rincones, contra las paredes. Puso su atención en el tenue resplandor que proyectaba la lámpara sobre el agradable desorden de la mesa de luz: la mermelada de grosellas y la cuchara, las uvas, la limonada, el pequeño montón de libros, todo parecía cálido y acogedor. Tal vez la señora Bunting, el ama de llaves de su tío, regresara pronto a conversar con ella.

viernes, 21 de junio de 2019

De buena familia, de Linda Wolfe

 


Cuando acepté ir a Dallas a investigar la historia de un chico de catorce años que había matado a tiros a sus padres, yo nunca había pasado mucho tiempo en Texas. Había estado allí, por supuesto; había hecho rápidas visitas a Houston y Dallas para promocionar mis libros, pero nunca había permanecido el tiempo suficiente como para hacer amigos. No sabía de Texas más que lo que había leído, y lo que me habían contado amigos tejanos que se habían ido a vivir al Este sobre la extraordinaria hospitalidad con que sus paisanos reciben a los visitantes, y la no menos extraordinaria despreocupación con que tratan las armas de fuego.

Unos de mis amigos tejanos emigrados me dijo cuando me iba de Nueva York:

—Texas te encantará. Pero no se te ocurra cruzar una calle con el semáforo en rojo, o fuera del paso de peatones. Ya verás como en Texas nadie lo hace.

—¿Y por qué no? —pregunté yo, ingenua como siempre.

—Porque si lo hacen se arriesgan a que les disparen. Puede que lo haga la policía, o algún ciudadano respetuoso de la ley, al que no le gusta ver cómo otros la infringen.

Otro amigo tejano que vivía en Nueva York me dijo:

—Vaya, otro chico que mató a papá y a mamá. Ya verás, será como en el cuento del tipo que mata a sus viejos y luego pide clemencia al tribunal porque es huérfano. Claro que esta vez la historia tiene lugar en Texas, y el tribunal comprenderá su punto de vista.

miércoles, 19 de junio de 2019

Buena acción, de Roland Topor

 


El anciano señor Scrouge no conseguía dormirse. Le atormentaban toda clase de pensamientos extraños, cosa a la que no estaba acostumbrado. Era como si una bolsa de ideas, guardada intacta durante setenta y cinco años hubiera reventado de repente.

      El anciano señor Scrouge daba vueltas en la cama. Al ritmo de sus movimientos, las imágenes surgían ante ojos abiertos. Pasaba revista, una tras otra, a todas las personas con las que se había relacionado a lo largo de su existencia, sin haber conseguido nunca hacerse un solo amigo. Volvía a ver los rostros de las mujeres con las que nunca quiso mantener una relación íntima, por miedo a perder su precioso y pequeño confort. Recordaba al mendigo al que había rehusado un pedazo de pan, al ciego, perdido en el centro de la calzada, al que deliberadamente había fingido no ver. Ahogó un sollozo.

martes, 18 de junio de 2019

El cuadro de la lancha pesquera, de Alan Sillitoe

 


Llevo veintiocho años de cartero. Acepten esta primera frase; como está escrita de un modo sencillo puede hacer que el hecho de que haya sido cartero durante tanto tiempo parezca importante, pero yo me doy perfecta cuenta de que tal hecho no tiene ningún significado especial. Después de todo, sólo es culpa mía el que pueda parecérselo a algunas personas sólo porque la escribí de modo tan sencillo; no sabría hacerlo de ningún otro modo. Si hubiera empezado utilizando palabras largas y complicadas buscadas en el diccionario, las usaría demasiadas veces, siempre las mismas una vez y otra, sólo con unas pocas frases —si alguna— intercaladas entre ellas; conque lo mejor que puedo hacer es que lo que escriba no parezca estúpido sólo por usar palabras del diccionario.

También llevo veintiocho años casado. Esta declaración es muy importante, sin importar cómo se escriba o de qué modo se la mire. El caso es que me casé con mi mujer en cuanto conseguí un trabajo fijo, y el primer trabajo bueno en el que aterricé fue en Correos (antes había sido botones y pinche). Tuve que casarme con ella en cuanto conseguí un empleo porque se lo había prometido, y ella no era de esas personas capaz de dejarme olvidar una cosa así.

viernes, 14 de junio de 2019

Trampantojo, de Ignacio Padilla

 


No confío en el tal Pankovsky. Supongo que estamos a mano: él tampoco confía en mí. Ese tipo va diciendo por ahí que le asusta mi estilo. Francamente, me da igual. Nunca pretendí tener estilo.Como sea, nada lograré con desconfiar de él. Tampoco lograré gran cosa con decírselo al teniente Buonano: de cualquier modo ese Pankovsky seguirá a mi lado hasta que sea demasiado tarde. Quiero decir: demasiado tarde para él. Debo asumir que el teniente Buonano no hará nada al respecto: dice que, de cualquier modo, yo no confío en nadie ni lograré que nunca nadie confíe en mí. Dice también que Pankovsky es demasiado joven para entender mi estilo, o para el caso, el estilo de cualquiera de los veteranos. La verdad, a mí me parece que, aunque fuera un octogenario, Pankovsky no entendería una mierda. Hay gente así en todos los oficios. El problema es que en este oficio particular los Pankovsky del mundo rara vez llegan a viejos: su candor los entumece, las manos les sudan, titubean a la hora de disparar. Y todo eso acaba por matarlos. Luego, encima, le piden a uno que se haga cargo de los funerales. Hay que armar un papeleo de mil diablos y enfrentar el dolor de una madre que rara vez es bella o tolerante. Ésas son las peores: nos miran a los veteranos como si tuviéramos la culpa de la muerte de sus pimpollos, nos reclaman no haber sabido proteger al fruto de sus entrañas, nos aborrecen como si hubiésemos conducido a la muerte a aquel muchacho, ay, dicen, tan bueno que era, y que tenía tanto futuro. Entiéndanlo de una vez, señoras: hombres como sus Pankovsky no tienen futuro en este oficio, no pueden tenerlo.

jueves, 13 de junio de 2019

¡Oh padre mío!, de Charles Beaumont

 


Para Mr. Pollet, el Tiempo no era más que una gran carretera: una carretera deslumbrante, desierta, que esperaba ser utilizada.

—Hay pasos cortados, de acuerdo —decía frecuentemente—, y también virajes demasiado cercados, excesivamente peligrosos, incluso para la velocidad más reducida. Sin embargo, no es imposible que un hombre realmente inteligente consiga algún día abordarla.

Es evidente que Mr. Pollet esperaba ser él este hombre. Había consagrado 37 de sus 57 años a ese proyecto, con una dedicación y una fe monomaníaca. Tenía pocas relaciones… y ningún amigo. Su mujer sentía miedo de él. Y erapersona no grata en los círculos científicos, ya que cuando no murmuraba su galimatías favorito con respecto al «continuum-espacio-tiempo» y al «nudo del pasado», tenía la manía de golpear a la gente con su puntiagudo codo mientras les planteaba su célebre y fastidiosa pregunta:

—Y bien, ¿cuál es su opinión? Si yo regresara al pasado y matara a mi padre (antes de mi concepción, por supuesto), ¿qué cree que ocurriría?

—Quizá sea tomar mis deseos por realidades —había respondido un día un colega exasperado—, pero mi opinión es que desaparecería usted inmediatamente.

Entre otros defectos, Mr. Pollet tenía el de ser incapaz de apreciar las sutilezas.

—¿Oh, de veras? —había respondido, masajeándose su enorme nariz—. ¿Lo cree realmente? Me lo pregunto. He aquí una interesante teoría. Sin embargo, no me parece excesivamente plausible. Pese a todo…

miércoles, 12 de junio de 2019

El diccionario, de Isabel del Río

 


«Es la palabra un síndrome de las necesidades aún por satisfacer, pero hablando también se conquista aquello a lo que aspiramos; las palabras sojuzgan el pensamiento, permiten —tal es, según algunos, su único objetivo— delimitar la vorágine de la reflexión, determinando coordenadas para no perecer bajo innumerables meditaciones; algunos hasta proclaman que no es posible cavilar sin palabras. Si se nos predispuso para la dicción desde el principio de los tiempos, el lenguaje obedece a una función fisiológica; en una palabra, que estamos hechos para hablar…».

El relato de hoy es la historia de un hombre que, desde un estrato facultativo o teórico, se dedica con intensa precisión a las palabras; es un estudioso consagrado a divulgar una verdad premeditada, pero que descubrió otra, muy distinta, en el intento: que la palabra no es invento sino descubrimiento, que no es el individuo quien determina las palabras, sino éstas las que definen cómo ha de ser el individuo.

martes, 11 de junio de 2019

Trapos viejos, de Nadine Gordimer

 


Una mujer llamada Beryl Fels compró hace poco una vieja caja de hojalata en una chamarilería. Contenía, además, como extra, unos trozos de terciopelo y de brocado. Cuando la llevó a su piso, bajo las telas hizo un hallazgo diferente: cartas.

Llamó por teléfono a sus amistades, con algo más divertido de contar que las noticias sobre los viajes de negocios o los resfriados de los niños. «¿Qué hace uno con las cartas de otras personas?» «Devolverlas». Pero ésa era una respuesta estúpida. ¿Devolverlas adónde? El viejo chamarilero no sabía a quien pertenecían; esos traperos no dicen nunca a un comprador dónde han encontrado las cosas que sacan de las subastas de casas, de las casas de empeño y de la gente más necesitada de dinero que de posesiones y cuyas relaciones o no conocen o ya no les interesan.

«Leerlas. Naturalmente, leerlas». El anticuario y librero se puso inmediatamente a tono; era divertido, este joven eterno de cuarenta y cinco años, homosexual y bibliófilo. Él y Beryl Fels iban juntos al teatro y a ver películas vanguardistas, una pareja plausible aunque falsa.

«Quemarlas, supongo. ¿Qué otra cosa se puede hacer?» La mentirosa rectitud de la más insincera mujer, que espiaba las conversaciones telefónicas de sus hijos adolescentes.

lunes, 10 de junio de 2019

Espera furiosa, floreciendo, de Dave Eggers


Es madre soltera y el único hombre que le interesa es su hijo, que tiene quince años y no ha llamado. Son las dos y treinta y tres minutos de la madrugada y no ha telefoneado desde las cinco y cuarenta de la tarde, cuando avisó de que cenaría fuera. Y ahora ella está viendo Elimidate, bebiendo vino tinto con un chorrito de ginebra e imaginándose que golpea a su único hijo con un palo de golf. Se imagina cruzándole la cara de una bofetada seca y piensa que el ruido que haría casi compensaría su preocupación, su imposibilidad de conciliar el sueño, los centenares de pensamientos funestos que le han pasado por la cabeza durante las últimas horas. ¿Dónde está su hijo? Ni siquiera sabe dónde pensaba ir ni con quién. Su hijo es un solitario, es un excéntrico. Ella cree que su hijo es de la clase de adolescente que se relaciona con anormales por internet. Y sin embargo, por alguna razón, sabe que su hijo está a salvo, que está bien pero algo le ha impedido telefonear o que ni siquiera se le ha ocurrido llamarla. Quizá el chico está poniendo a prueba sus límites y ella le recordará las consecuencias de semejante desconsideración. Y cuando la madre piensa en lo que le dirá y a qué volumen hablará, experimenta un placer extraño. El placer es similar al que se obtiene de rascar apasionadamente un cuerpo abrumado por la irritación. Abandonarse al acto de rascar, por todas partes y con rabia —lo que ella hizo hace tan solo un mes a causa de una urticaria—, es el placer más profundo que ha conocido. Y ahora, mientras espera a su hijo consciente de lo justa que será su indignación, de lo plenamente justificada que estará cualquier cosa que grite a la cara del irresponsable de su hijo, se descubre aguardando su llegada del modo como el hambriento aguardaría una comida. Asiente con la cabeza. Tamborilea con un bolígrafo en sus labios resecos. Intenta ordenar sus pensamientos, decidir por dónde empezar con el chico. ¿Hasta qué punto deberían ser generales sus críticas? ¿Deberían referirse de modo específico solo a esta noche o debería ser esta la excusa para abordar todos los defectos de su hijo? ¡Cuántas posibilidades! Tendrá permiso para llegar a donde quiera, para decir cualquier cosa. Se sirve más ginebra en el vaso de merlot y cuando alza la vista, a las dos y cuarenta y siete, los faros del coche del hijo se dibujan en la ventana delantera. Esto va a ser divino, piensa. Va a ser estupendo. Será fantástico, maravilloso; rascará y rascará y florecerá. Corre hacia la puerta. No puede esperar a que empiece.

viernes, 7 de junio de 2019

Los peces de la amargura, de Fernando Aramburu

 


Fuimos Andoni y yo a buscarla a media mañana. Esto fue a finales de noviembre del año pasado. El día no podía ser más desapacible. Uno de esos días grises de lluvia, de viento racheado que lo mismo sopla de aquí que de allá. En días como ése uno mejor se queda en casa a menos que lo saque a la calle una obligación. En el momento de despedirme, le dije a mi Juani que a esta hija nuestra la persigue la mala suerte. Juani, en la cama con jaqueca, respondió que a ella también la perseguían la mala suerte y cosas peores. La enfadaba no poder acompañarme. Bueno, bueno, no te hagas mala sangre, le dije. Una jaqueca se pasa; en cambio, lo de la hija ya no tiene remedio. No hablamos más porque Andoni estaba esperándome abajo. Queríamos evitarle a la hija un viaje con sacudidas que le pudieran causar dolor. Por eso fuimos en el coche de Andoni, que era más cómodo que el mío. Yo a Andoni le tenía afecto. Chico callado, formal, trabajador. Todo lo que se diga es poco. Por la carretera del hospital, delante de un semáforo en rojo, me dijo de golpe: Jesús, mantengo mi promesa de matrimonio. Lo miré sin hablar. Él me miró igual. No sé por qué nos miramos. Después de unos segundos, no pude aguantarle la mirada. Entonces volví la cara hacia la ventanilla de mi costado. El viento inclinaba la punta de los árboles. Volaban las hojas de un lado para otro. Desde la víspera no paraba de llover. El resto del trayecto lo hicimos en silencio. Triste.

jueves, 6 de junio de 2019

El emisario, de Ray Bradbury

 


Supo que había llegado de nuevo el otoño, porque Torry entró retozando en la casa, trayendo con él un refrescante olor a otoño. En cada uno de sus perrunos rizos negros llevaba una muestra del otoño: tierra húmeda, con la humedad peculiar de aquella estación, y hojas secas, color de oro pajizo. El perro olía exactamente igual que el otoño. 

Martin Christie se incorporó en la cama y alargó una mano pálida y pequeña. Torry ladró y exhibió una generosa longitud de lengua, la cual pasó una y otra vez por el dorso de la mano de Martin. Torry la lamía como si fuera una golosina. "A causa de la sal", declaró Martin, mientras Torry se encaramaba a la cama de un salto. 

-Baja -le advirtió Martin-. A mamá no le gusta que te subas a la cama. -Torry aplastó sus orejas-. Bueno...-condescendió Martin-. Pero sólo un momento, ¿eh? 

Torry calentó el delgado cuerpo de Martin con su calor perruno. Martin aspiró intensamente el olor que se desprendía del perro, un olor a tierra húmeda y a hojas secas. No le importaba que mamá gruñera. Después de todo, Torry era un recién nacido. Recién salido de las entrañas del otoño. 

-¿Qué has visto por ahí, Torry? Cuéntamelo. 

miércoles, 5 de junio de 2019

El fin, de Soledad Puértolas

 


Al llegar a casa, me dice Cecilia, mi mujer:

—Ha llamado tu madre. Ha dicho que la llames. —Sigue, con voz átona—: Han tenido un pequeño incidente cuando estaban de paseo con la perra.

Me siento más cansado de lo habitual, creo que tengo algo de gripe, pero a lo mejor sólo es cansancio. Hace mucho frío, aún flota en el aire el espíritu de las fiestas navideñas, en las que no hemos dejado de ir de aquí para allá para satisfacer todos los ritos y obligaciones. Las niñas han disfrutado, se les veía en las caras radiantes y los ojos iluminados. Cecilia también lo ha pasado bien, a ella le gustan estos acontecimientos, ponerse un vestido, lucir las piernas, enjoyarse un poco. No acabo de entender por qué no lo hace más a menudo, porque, además, está muy guapa así arreglada. Se lo dije una vez, pero tuve la impresión de que mi observación le sentó mal. Hizo un gesto despectivo. No tengo tiempo para arreglarme todos los días, murmuró.

martes, 4 de junio de 2019

El bebé del Señor Culpeper, de Kenneth Bulmer

 


El señor Culpeper vivía con un temor mortal a su bebé.

Empujó el nuevo cochecito por las áridas calles suburbanas del domingo por la mañana, eludiendo las miradas de admiración de los transeúntes. Su avispado rostro de habitante de los suburbios londinenses de facciones enjutas, parecía haber sido sumergido en cera que, una vez seca, lo había dejado rígido e inmóvil. El bebé yacía felizmente dormido, con la babeante boca abierta y las gruesas mejillas descansando sobre el almohadón, componiendo una imagen capaz de provocar ronroneos de placer en las ancianas damas de pelo blanco.

Pese a ello, el bebé había expuesto un panorama tan terrorífico ante los ojos del señor Culpeper que la mente convencional de éste se encogía por el miedo a lo desconocido.

Recordaba los tiempos, tan cercanos, en que fue el padre más orgulloso de todos los suburbios durante el paseo matutino del domingo. Naturalmente, el niño se había mostrado anormal desde el momento mismo de su nacimiento; no lloró. Y el señor Culpeper se había sentido muy ufano de eso... La criatura no lloraba nunca, pero él jamás había relacionado esto con los dos antojos situados en la frente, justo en el nacimiento del cuero cabelludo. Ahora se torturaba, como sólo son capaces de hacerlo las personas imaginativas, con asombrosas conjeturas y reacias meditaciones de tema diabólico.

lunes, 3 de junio de 2019

El Miedo del lago, de Oswell Blakeston


 I

—SINCERAMENTE, no creo que tengamos derecho a correr ese riesgo.

Las manos de Helga, largas y finas, dibujaban una curva sobre el arco de la chimenea encendida; la carne de sus dedos era translúcida, dorada y clásica.

—Pero ¿cómo puedes metamorfosear los cuentos de una vieja niñera en una amenaza?

—Pues sí —contestó ella—. ¿Por qué si no iba a ofrecerte Martin la casa para que te quedaras en ella todo el tiempo que quisieras? Oh, sí, ya sé que sois viejos amigos del colegio, pero también conozco un poco la forma de ser de Martin. Estoy segura de que ya no soporta estar allí. Ronnie, por favor, ¿por qué te da vergüenza ser un poco razonable en lo que se refiere a Christine?

—Helga, querida, borra la palabra «razonable» de tu vocabulario. Martin compró la casa hace poco más de un año. Ha vivido allí un año exacto, y ahora lo que quiere es probar suerte en Londres. Así que, muy «razonablemente», le ofrece la casa a un viejo amigo que sabe que se lo va a pasar en grande cazando y pescando, y, ¿sabes, Helga?, eso es justo lo que voy a hacer.

—Pero él te advirtió, Ronnie…

Dejó escapar un suspiro, pero sin ninguna afectación dramática, de puro y simple cansancio. Llevaba casada con Ronnie tres años y no le extrañaba que estuviera sorprendido de no haberla podido doblegar a su voluntad. Pocas mujeres habrían sido capaces de soportar la fría violencia que emanaba del orgullo de Ronnie Graham. Tal vez si se hubiera humillado en un principio, él la hubiese permitido escapar, pero, a aquellas alturas, sabía perfectamente que aunque dispusiera de recursos económicos para independizarse, aunque hubiera tenido amigos que la acogieran en su casa, nunca escaparía del dominio del agrio resentimiento de Ronnie.