jueves, 15 de abril de 2010

El cromo de Boronat, de Juan Bonilla

La primera mujer a la que hice llorar se llamaba Laura. Mucho tiempo después me acordé de ella.
El hermano pequeño de Laura tenía el cromo de Boronat. Era el único cromo que me faltaba para completar el álbum. Era también la primera vez que estaba a punto de completar un álbum de cromos, y no sólo eso: la primera vez que podía ser el primero en completar el álbum entre los niños del barrio, entre los alumnos del colegio. Todos los años me terminaba cansando y aburriendo de la colección de cromos sin alcanzar a completarla, como por otra parte le sucedía a todos los demás. No sabía negociar, no era nada metódico, o mejor dicho, sí lo era, pero mi método se revelaba siempre como descaradamente equivocado: primero me urgía completar la página de mi equipo de fútbol, y en pos de los cromos que tenía que pegar en aquella página me descapitalizaba y quedaba sin recursos para pujar por los cromos difíciles. Otros niños llevaban en un papel una lista de los cromos que les faltaban: yo nunca hice lista. Me limitaba a comprar sobres, a acumular cromos repetidos con los que apenas negociaba, me pesaban demasiado en los bolsillos, era capaz de dar veinte cromos repetidos por uno cualquiera que yo supiera que me faltaba y que todo el mundo sabía que no era difícil de conseguir. Una vez completada la página de mi equipo, con el entrenador, el presidente, el cromo del escudo y el cromo del estadio, dejaba de comprar sobres, regalaba los cromos repetidos y me olvidaba del álbum. A esas alturas ya había tres o cuatro niños en el barrio y cinco o seis alumnos en el colegio que habían completado sus álbumes. Eso no me hacía sentir desgraciado: me limitaba a no envidiarles y a prometerme que la temporada siguiente, pasara lo que pasase, yo llegaría hasta el final, no habría un solo hueco en mi álbum.


Así que en cuanto Martos me dio el aviso busqué al hermano pequeño de Laura. Lo encontré durante el recreo en el patio de los babosos, denominado así porque era el lugar en el que se recluían quienes no se atrevían a pasar sus recreos en la jungla inhóspita que era el otro patio del colegio, con fumadores tempranos, muchachas que aprovechaban los descansos para subirse la cintura de las faldas por encima del ombligo para mostrar porciones de muslos y suscitar deseos, y gañanes de mirada aviesa deseosos de encontrarse con miradas des protegidas para organizar una riña con la que alimentar sus leyendas. Era un patio con columpios y banquetas donde niños pequeños se dedicaban a ver pasar el tiempo esperando ansiosamente que tocaran de nuevo el timbre para volver a las aulas y sentirse seguros. Fui al patio de los babosos, localicé al hermano de Laura y lo abordé. Era pelirrojo y tenía la cara llena de pecas. Le toqué la coronilla para saludarle y fue como acariciar un cactus. Que me han dicho que tienes casi todos los cromos del álbum ya, le dije, y él me miró como si temiera que a continuación yo le fuera a pedir que me diese todo lo que llevaba en los bolsillos. El pobre chaval llevaba en la mano una chocolatina y yo creo que estuvo a punto de ofrecérmela para que lo dejara en paz. Se le estaba derritiendo, manchándole los dedos. Por un momento temí que se hiciera pis en los pantalones y me metiera en un lío así que antes de dejarlo contestar traté de serenarlo para ganarme su confianza. Saqué un mazo de cromos repetidos y se lo ofrecí. Le dije: a lo mejor aquí hay algún cromo que no tienes, te lo regalo. El niño cogió el mazo de cromos y empezó a pasarlos susurrando. Hay muchos que no tengo, me dijo. Fantástico, le dije, pues te los puedes quedar siempre y cuando me hagas un favor. Qué favor, me preguntó. Creí que había llegado el momento de presentarme y le dije que era compañero de clase de su hermana Laura, que no debía temer nada, que resultaba que me habían dicho que él tenía un cromo que a mí me faltaba, que era el único cromo que me faltaba y que a cambio de ese cromo yo le podría regalar no sólo aquel mazo que ahora estaba en sus manos sino también muchos otros cromos que guardaba en mi casa y que ya no quería para nada. Cuál es el cromo que te falta, me preguntó el niño, y yo se lo dije, le dije Boronat, un delantero de la Real Sociedad, y entonces el hermano pequeño de Laura me devolvió el mazo y me dijo: no puedo cambiártelo, es que yo soy de la Real Sociedad y tengo ya completa esa página y ese cromo lo tengo pegado en la página de la Real Sociedad y no puedo arrancarlo pero si me sale ola vez ese cromo de Boronat pues te lo guardo y te lo doy.

No supe reaccionar. Cuando me vine a dar cuenta de lo que había pasado ya caminaba, con el mazo de cromos repetidos y con huellas de chocolatina en los márgenes, por el pasillo que conduce desde el patio de los babosos a la jungla. Y en ese momento sonó el timbre que nos llamaba otra vez a las aulas. Quién se ha creído que es, me preguntaba una y otra vez. Le conté a Martos lo que me había pasado y Martos se echó a reír, y luego me dijo: lo que tienes que hacer es ajustarle las cuentas para que se entere de quién eres. Pero cómo le iba a ajustar las cuentas a aquel mocoso. Lo único que me interesaba de él era el cromo de Boronat, y no me valía de nada ajustarle cuenta ninguna si después no conseguía que me diese el cromo. Así que me las ingenié para emplear otra estrategia que básicamente consistía en ganarme su confianza, convencerle de que en mí tenía un amigo, alguien a quien podía agradecerle sus esfuerzos por, por ejemplo, librarlo de algún enemigo. Se me ocurrió tenderle una emboscada, colocarlo en una situación difícil de la que sólo mi intervención lo pondría a salvo. Aquella misma tarde indagué en sus costumbres: no volvía a su casa acompañando a su hermana, que se quedaba siempre un rato en la puerta del colegio charlando con sus amigas, sino que se iba con dos compañeros de su clase que debían vivir en su barrio. El camino desde el colegio al barrio donde vivía Laura me permitía un par de buenas oportunidades para colocar a los tres pequeñajos en una situación comprometida, así que convencí a Martos y a dos colegas más de que me ayudasen, y al día siguiente les tendimos la emboscada al hermano de Laura y a sus dos compañeros. Elegimos un callejón poco transitado que debían tomar para salir a la avenida Primo de Rivera. Si por lo que fuese fallaba el primer intento, nos podríamos resarcir en el parque Hontoria, que los babosos debían cruzar para llegar al polígono donde vivían. En el parque se podrían complicar un poco las cosas porque siempre había gente haciendo footing, o ancianitas tomando el sol en los bancos o chachas que dejaban a su aire a sus retoños, pero si Martos y sus cómplices se las arreglaban para no hacer demasiado ruido e impedir que los babosos se pusieran a llorar, todo saldría conforme a lo previsto. Por fortuna no hizo falta recurrir al asalto en el Parque Hontoria: tuvimos la suerte de que las dos únicas tiendas del callejón que va a parar a la avenida estuviesen cerradas. Así que Martos y compañía les cerraron el paso a los babosos y empezaron a comprometerlos. No dejaba de ser grotesca la situación, porque para que no les reconocieran, se taparon las caras con unas máscaras que sabe dios dónde se habían agenciado. Conforme a lo previsto, cuando los mocosos empezaron a quitarse las mochilas para arrojar al suelo todo su contenido —al que, presumiblemente, los asaltantes iban a meterle fuego—, aparecía yo. Qué pasa, grité desde la entrada del callejón. Todos se giraron hacia mí. Ayúdanos, gritó el hermano de Laura, y aquel grito me supo a gloria. Empecé a correr hacia ellos con la certeza de que me acababa de ganar el cromo de Boronat. Martos y otro de los asaltantes se daban a la fuga y yo tenía que derribar al que quedaba, cosa que hice sin gran dificultad. Tenía que dejarlo escapar luego de derribarlo, cosa que también hice. Mientras duró la pelea —el asaltante tenía que darme un golpe para convencer a los mocosos de lo que me había costado salvarlos— los pequeños se afanaron en recoger lo que habían tirado al suelo y en esconderse o alejarse de la escena. Al final, cuando puso pies en polvorosa el asaltante, me reuní con el hermano de Laura y sus amigos. ¿Estáis bien?, les pregunté. Uno de ellos se echó a llorar, de tan nervioso como estaba. Traté de calmarlo pero lo único que conseguí fue que los otros dos se pusieran también a llorar. Vamos, vamos, no ha pasado nada, los tranquilicé, para otra vez ya sabéis que no debéis coger por este callejón, que es peligroso; vamos, os acompaño hasta el parque. Y los acompañé hasta el parque, y en el trayecto me hice el distraído y le comenté al hermano de Laura: Oye, yo a ti te conozco ¿verdad? Y el hermano de Laura me dijo: Soy el que tiene el cromo de Boronat, ¿lo has conseguido ya? El corazón me dio un vuelco, presentí que me había ganado el cromo, estuve a punto de dar un brinco y celebrar mi genialidad, pero supe contenerme y dije: Ah ya, tú eres el que tiene el cromo de Boronat, fui a verte ayer o antes de ayer para cambiártelo y no quisiste; no, todavía no lo he conseguido, es muy difícil que salga en los sobres y tú eres el único que lo tiene, ¿cómo lo conseguiste? Me salió en un sobre, me contestó, casi al principio de la temporada. Y se quedó callado. Los otros dos mocosos no decían nada, seguían muy impresionados por lo que había sucedido en el callejón. Yo esperé que el hermano de Laura soltase de una vez que, en agradecimiento a que los hubiera salvado de un atraco, podía contar con el cromo de Boronat. Pero no dijo nada. O sí, lo dijo, pero una vez que llegamos al parque y nos disponíamos a despedirnos. Yo, con las manos en los bolsillos, no daba crédito al comportamiento desagradecido del mocoso y estuve tentado de pedirle el cromo de Boronat como recompensa pero permanecí a la expectativa. Hasta aquí os acompaño, les dije para forzar la situación. Tendrían que cruzar el par que ellos solos. Que tengas suerte, me dijo el hermano de Laura. ¿Suerte por qué?, pregunté crispado. Pues para que consigas el cromo que te falta, agregó. En mi clase hay un niño que está a punto de acabar el álbum, dijo otro de los mocosos, le faltan sólo tres cromos, y creo que Boronat es uno de ellos. Sí es uno de ellos, afirmó el otro mocoso. Sin decirles adiós me di la vuelta y me fui. Gracias, dijeron los tres a la vez, y yo no me giré para dedicarles ningún gesto. Me habían entrado ganas de localizar a Martos y compañía para que pusieran en marcha la segunda emboscada, o perpetrarla yo mismo, sin pañuelo cubriéndome el rostro, pero supe controlarme. Pronto la rabia se tomó aflicción y regresé a casa con la certeza de que nunca completaría aquel maldito álbum, convenciéndome de que lo mejor que podía hacer para ahorrarme más crispaciones era romperlo o arrancar todos los cromos y regalarlos.

Aquella misma noche, después de optar por no rendirme, ideé una nueva manera de acercarme al cromo de Boronat que estaba pegado en el álbum del hermano pequeño de Laura: tendría que ganarme la confianza de Laura, conseguir que alguna vez me invitara a su casa, aprovechar algún descuido para internarme en la habitación del mocoso, encontrar el álbum y robar el cromo. Me parecía que este plan descabellado era de una sencillez genial, que difícilmente habría obstáculos importantes que me separaran de la meta: una ejecución rápida y brillante, el cromo en el bolsillo, la sonrisa en el rostro y hasta luego Laura, se me ha hecho muy tarde, sin atender al «pero si ni siquiera has probado el batido». En las brumas que preceden al sueño, la sucesión de hechos detallados que me llevaba hasta el cromo se me aparecía tan nítidamente delineada que me parecía mentira que no se me hubiera ocurrido antes emprender aquel viaje, Por la mañana, se me desinfló la euforia: era demasiado comprometido, aparte de que ganarse la confianza de Laura no iba a ser asunto simple. Habíamos estado en la misma clase desde tres años antes y apenas habíamos cruzado unas cuantas frases banales. ¿A qué iba a venir ahora tanto interés por estar cerca de ella? Por fortuna, durante el recreo de aquel día, mientras Martos se reía de mí por no haber sabido sacarle el cromo al mocoso, Laura se nos acercó y en cuanto Martos la vio llegar nos dejó solos con la excusa de que tenía que ir a ajustarle las cuentas a alguien. Laura me dio las gracias por salvarle el pellejo a su hermano y yo aproveché la circunstancia para alargar la conversación, que nos mantuvo ocupados durante todo el tiempo del recreo. No me acuerdo de qué hablamos, pero sí de que se me durmieron las piernas, o sea que puedo deducir ahora que no me apasionó la materia de nuestra conversación. Y sin embargo, a pesar de la caravana de hormigas que sentí subir por mis pantorrillas y que me anestesió las plantas de los pies, me dije a mí mismo: es fantástico, no voy a tener que hacer ningún esfuerzo por acercarme a este petardo, va a ser ella la que me haga el trabajo sucio, sólo me falta conseguir que se enamore de mí.

Así que empecé a dedicarle toda mi atención en recreos y tiempos muertos entre clases. Hablábamos de todo un poco, de lo aburrido que era el profesor de Historia y lo bueno que era el último disco de Alcancía Domund, de lo difícil que era leer dos páginas seguidas del libro del trimestre (Insolación, de Emilia Pardo Bazán) y lo contentos que tenían que estar los herederos de Rufini porque su antepasado ideara un teorema tan apuesto, de ese chaval que había hecho el ridículo dándole pataditas a un balón por intentar entrar en el récord Guinness (habían llevado cámaras de televisión al colegio para retransmitirlo, y aunque al principio parecía que el chico lo iba a conseguir, fue un fraude del que nos reímos mucho, porque el balón se le caía y él empezaba otra vez mientras la gente en las gradas empezaba a borrarse...).

Después de las clases la acompañaba un rato hasta el parque, y me despedía calibrando la luz de la desilusión que le alumbraba el rostro cada vez que yo me daba la vuelta sin depositar por fin el primer beso en sus labios. Hasta que una tarde de chubasco, en el pasillo de arcos de un edificio de la avenida, se acabó decidiendo ella, y mientras yo teorizaba acerca de las razones por las que la profesora de Lengua llevaba siempre pintados los labios de rojo por las mañanas y los labios sin pintar por las tardes, ella me agarró la nuca, acercó su cara a la mía y mordió mi labio inferior primero para fundir su boca con la mía y entablar una deliciosa lucha de lenguas. La muchacha sabía bien lo que hacía. Yo, en sonriente reproche, mientras caminábamos por el parque con las manos enlazadas, le dije que seguro que no era la primera vez que hacía aquello. Ella me respondió que sí, era la primera vez, pero que había leído hasta memorizarlo un artículo en el Supergirl acerca de cómo besar a un chico. ¿Qué otras cosas aprendiste en ese artículo?, le pregunté. Si eres bueno conmigo, te las enseñaré todas, me respondió. Regresé a casa flotando en una nube de aroma dulce. Ni siquiera me hirieron las quejas de mi madre por mi tardanza, el desorden de mi cuarto o la alusión de una vecina a mis horas de permanencia en la esquina con gente de mala pinta entre la que rulaba una botella de cerveza. Y no porque estuviera enamorado y eso me afantasmara con tal fuerza que la realidad dejase de pesar sobre mi presente, sino porque el sabor de los besos de Laura era el primer peldaño para al fin completar mi álbum y ser el primero que lo conseguía. Claro que debía darme prisa: otros coleccionistas, según iba informándome en los recreos, escalaban rápidamente la colina y ya se situaban a dos, tres, cuatro cromos de la cima.

En los días que vinieron se repitieron los besos. Nos demorábamos en el parque, sentados en un banco, jugando a enamorados. Ella me dio un par de poemas que había escrito sobre mí. Yo puse cara de estar muy emocionado. Veíamos pasar a su hermano con sus compañeros, y nos escondíamos porque ella no quería que nos vieran. Una tarde insistí en que nos quedáramos donde estábamos. El hermano de Laura se llegó a nosotros, solo, mientras sus compañeros se quedaban esperándolo pateando piedrecillas. Nos saludó, lo saludamos. Nos preguntó qué hacíamos, le dije que esperar que se hiciera de noche para asaltar a los que se atrevieran a cruzar el parque. Me preguntó si había conseguido ya el cromo de Boronat, y le dije que estaba a punto de caer. Para mi fortuna Laura detestaba a su hermano. Cosa de celos, de sentir que le arrebataban el cetro de reina de la casa y contemplar cómo todos los mimos a los que estaba acostumbrada se desplazaban hacia una criatura venida de ninguna parte que olía a excrementos, babeaba y a la que se aplaudía cualquier sonrisa. Me confesó que muchas noches, de niña, se dormía ideando cómo cargárselo. Entre carcajadas le dije: podrías hacerme un favor, ya puestos. Lo que me pidas, me dijo. ¿Os he dicho ya que no era muy bonita? Tenía rasgos insignificantes, unos ojos pequeños y ninguna señal de que su cuerpo fuese a desarrollar formas femeninas. De esas muchachas a las que si a alguien se le ocurriera poner su nombre en la papeleta donde hay que votar a Miss Octavo A, toda la clase se partiría de risa cuando el encargado de cantar las votaciones pronunciase su nombre. Como quitándole importancia al favor que le pedía le dije que se trataba de una niñería, desde luego, pero resultaba que nunca, nunca, entiéndelo bien, nunca jamás he conseguido completar un álbum de cromos, y este año, fíjate bien, el último año que pensaba coleccionar cromos, porque ya voy siendo grandecito para esto y hasta hay una chica que me besa, estoy a sólo un cromo de conseguirlo. Qué bonita despedida de la infancia, ironizó. Sí, ya ves, dije, preciosa, y resulta que ese cromo no hay manera de que salga, nadie lo tiene, nadie lo ha visto, nadie salvo tu hermano. ¿Mi hermano? Una estrella fugaz pasó de una de sus pupilas a la otra. Pronuncié el nombre del futbolista: Boronat. ¿De qué equipo es?, preguntó. Tengo la suerte de que sea del mismo equipo de tu hermano, le dije, por eso no quiere cambiármelo. ¿Del Betis?, me dijo ella. Híjodeputa, se me escapó. ¿Qué?, me preguntó. Se lo expliqué. Temiendo que me descubriera le dije que un amigo mío, al enterarse de su hermano tenía el cromo de Boronat, quiso conseguírmelo porque me debía un favor, y fue a verlo al patio de los babosos, y se lo quiso comprar, pero su hermano se negó porque Boronat era la estrella de su equipo, la Real Sociedad. Laura dijo: Es muy listo. Pero bueno apresuré a decir, porque en el rostro de Laura se había plantado una sombra fea, de sospecha indecente, olvídalo, es una niñería, cromos, se quedará así mi álbum, siempre le faltará un cromo, a lo mejor eso quiere decir algo, todo quiere decir algo si te empeñas en que signifique algo, olvídalo, le dije. Vale, lo olvido. Y seguimos besándonos un rato, y haciendo chistes o cantando canciones, qué raro, me imagino ahora en aquel parque Hontoria cantando canciones con Laura y me gana un no sé qué de tierna felicidad.

Al día siguiente el cromo de Boronat estaba en mi mano. Laura lo había despegado a escondidas del álbum de su hermano y me lo entregaba. Te dije que me podías pedir cualquier cosa, me dijo. Y tuve que hacer un espléndido esfuerzo por no saltar de alegría. En cuanto Laura desapareció camino de la tienda para comprarse su batido habitual de las doce, corrí a ver a Martos para darle la noticia, enseñarle el cromo de Boronat, pedirle que difundiera la buena nueva. Sí, había conseguido completar el álbum de cromos y había conseguido ser el más rápido. Así que por eso se te veía tan acaramelado con ese callo, me riñó Azurmendi, el dulce sueño de todo Humbert Humbert, ganadora del ilusorio premio convocado por Martos cuya única base preguntaba ¿cuál es la alumna que más pajas ha inspirado de todo el colegio? Otros compañeros me habían recriminado extrañados que al acabar las clases acompañara a Laura, y los más atrevidos me preguntaban ¿qué pretendes?, ¿que ponga tu nombre en los exámenes que ella hace mientras tú pones el suyo en los que haces tú? No se me había ocurrido, pero era una buena idea para aprobar el curso con una media de sobresaliente. Pero ya había abusado demasiado de ella, y había abusado demasiado de mí mismo: quiero decir, que empezaba a sentir como una carga insoportable, toda vez que ya tenía a Boronat en mi bolsillo, la compañía de Laura, sus celos al verme coquetear con otras alumnas, su petición de que el sábado fuéramos al musco de los Relojes o a la iglesia de San Mateo donde había un concierto de un violinista rumano. Llegué a casa, no pude acompañar esa tarde a Laura hasta el parque Hontoria, sorprendentemente ella no me lo reprochó. Era como si supiese que habíamos acabado: podría haber retrasado la entrega del cromo, pero no lo hizo, prefirió hacerlo cuanto antes, ponerlo en mi mano, decirme Jo que me dijo, y darme la espalda en pos de su futuro sin mí. A creído no hay quien me gane. Pegué a Boronat en el casillero vacío, y no supe qué hacer con el orgullo que me henchía el pecho, coloqué mi nuca entre las palmas de mis manos enlazadas, cerré los ojos y tomé aire. Había vencido, sí, a esa hora ya Martos habría difundido por todo el colegio y por todo el barrio que el primero en completar el álbum ese año había sido yo. Lo adornaría admirativamente contando cómo me había valido de técnicas de seducción ara obtener el preciado cromo último. Al día siguiente debí tomar la precaución de ponerme una almohadilla en la espalda, porque recibí tantas palmaditas de felicitación que acabó escociéndome. A la hora del recreo la adorada Azurmendi me cortejó, pero yo no fui tan incauto como para creerme que tenía algún interés en mí: conocía a demasiados chicos a los que les había puesto el caramelo de miel en los labios, les había dicho luego cierra los ojos y abre la boca, y cuando ellos esperaban reunir una lengua impaciente se encontraban masticando una uva podrida. No, gracias, me bastaba con seguir dedicándole dos de cada tres pajas imaginándonos a los dos en ascensores que se detenían entre el decimosexto y el decimoséptimo piso de una torre, o en playas desiertas o en vestuarios llenos de vapor de agua. ¿De dónde saqué la fuerza para resistirme? Oh, era innoble reconocerlo, pero estaba buscando ansioso por toda la extensión del recreo a Laura. ¿Dónde estaría? Durante toda la mañana, en los tiempos muertos entre clase y clase, mientras los profesores se desplazaban de un aula a otra con misericordiosa lentitud para que nos repusiéramos de las palizas que acabábamos de recibir y nos dispusiésemos para recibir nuevas palizas, no me dirigió la palabra. Se dedicó a pasar a limpio apuntes. Y yo no me atreví a interrumpirla. Azurmendi me decía que el sábado iba a ir con unas amigas al centro comercial que habían abierto en la Alameda, y sugería que me uniese a la expedición. Ya veremos, contesté haciéndome el duro. Me di pena cuando me miré en el espejo del lavabo después de encerrarme en un retrete y releer los poemas que me había dado Laura. Vamos, tío, le dije a mi reflejo, ya se le pasará el mal rollo a esa muchacha, tú no tienes la culpa, has dado lo que tenías que dar y a otra cosa, piensa en Azurmendi joder, se la pediste a los Reyes Magos en sexto y han tardado un poco en hacer la entrega, vale, pero finalmente han cumplido.

Traté de hablar con Laura al terminar las clases. La alcancé en la puerta del colegio, pero no iba a poder acompañarla a casa porque la estaba esperando su padre. No sé si la estaba esperando a ella o a mí, en cualquier caso nos encontró a los dos. A ella le dijo, entra en el coche, y entró en el coche, donde ya estaba su hermanito que me miraba como debe mirar una manada de caníbales al paseante que no sabe que en el bosquecillo al que se dirige se acaba su futuro. Laura empezó a llorar. El padre de Laura no era un hombre muy corpulento, pero corregía ese defecto con un imponente uniforme de policía que bastaba para que le enseñaras la cartera y los bolsillos cuando sólo te había pedido fuego. Sólo me dijo una cosa mirándome fijamente a los ojos —y en los suyos vi temblar mi propia imagen como si se estuviera imprimiendo en las rizadas aguas de un estanque—: mañana vas, acompañado de tus mejores amigos, al patio de los babosos, le entregas a mi hijo el cromo que le has robado y le pides disculpas.

No fue difícil reconstruir lo que había acontecido la noche anterior en casa de Laura. Su hermano empezó a berrear, denunció la desaparición del cromo, contó que había visto a su hermana tontear con el mismo tipo que días antes había acudido al patio de los babosos a ofrecerle una buena suma de cromos por Boronat, no se olvidó de detallar que ese mismo tipo le había salvado de una emboscada que seguramente él mismo había preparado para ganarse su agradecimiento. Dejó lo demás al cálculo y las deducciones del policía. Mejor era no imaginarse el interrogatorio con el que debió afligir a su hija hasta obtener el nombre del delincuente que había jugado con sus sentimientos sólo para obtener un cromo.

Laura no volvió a hablarme en lo que quedaba de curso, a pesar de que traté de acercarme a ella a menudo. Me daba la espalda y huía en cuanto me veía aparecer rumbo a ella. Azurmendi también perdió todo el interés en conquistarme al darse cuenta de que hacía tiempo que me había conquistado y las amigas con las que iba al centro comercial de la Alameda no aprobaban a un tipo que todavía coleccionaba cromos y estaba aún lejos le ponerse a estudiar para sacarse el carné de conducir. Al año siguiente cada cual se matriculó en el instituto que le correspondía. Yo no hice colección de cromos.

Y muchos años después, en un rastro de una ciudad que estaba a más de mil kilómetros de donde padecí la infancia, encontré un ejemplar de aquel álbum que durante veinte horas tuve completo, sin una sola casilla sin ocupar. Un golpe de melancolía desabrida me dejó sin color la cara. Abrí el cuaderno con la sensación inaudita del que sabe lo que, aunque parezca mentira, va a encontrarse. Había muchos cromos pegados pero otros muchos faltaban. Busqué nervioso la hoja correspondiente a la Real sociedad y allí estaba, pegado, el cromo de Boronat. Por supuesto que compré el álbum. Por supuesto que arranqué de sus páginas el cromo de Boronat y luego tiré el álbum en la primera papelera que me encontré. El único cromo que me faltó para completar el último álbum de mi vida era ahora el único cromo que poseía. Me hubiera gustado tener el número de teléfono de Laura para, tantos años después de toda nuestra historia, contarle su desenlace y pedirle que esgrimiera alguna moraleja con la que cerrarla.

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