jueves, 25 de marzo de 2010

Cuando todo brille, de Liliana Heker


Todo empezó con el viento. Cuando Margarita le dijo a su marido aquello del viento. El ni atinó a cerrar la puerta de su casa. Se quedó como conge­lado en la actitud de empujar, el brazo extendido hacia el picaporte, los ojos clavados en los ojos de su mujer. Pareció que iba a perpetuarse en esta si­tuación pero al fin aulló. Fue sorprendente. Du­rante varios segundos los dos permanecieron estáticos, estudiándose, como si trataran de confirmar en la presencia del otro lo que acababa de suceder. Hasta que Margarita rompió el sortilegio. Con fa­miliaridad, casi con ternura, como si en cierto mo­do nada hubiera pasado, apoyó una mano en el brazo de su marido para mantener el equilibrio mientras con la otra mano daba un suave empujón a la puerta y, con el pie derecho y un patín de fiel­tro, eliminaba del piso el polvo que había entrado. 

—¿Cómo te fue hoy, querido? —preguntó. 

Y lo preguntó menos por curiosidad (dadas las circunstancias no esperaba una respuesta, y tam­poco la obtuvo) que por restablecer un rito. Nece­sitaba comunicarse cifradamente con él, transmitirle un mensaje mediante su pregunta habitual de todos los atardeceres. Todo está en orden sin embar­go. Nada ha pasado. Nada nuevo puede pasar.

Acabó de limpiar la entrada y soltó el brazo de su marido. El se alejó muy rápido camino del dor­mitorio y le dejó la impresión que deja en los dedos una mariposa a la que se ha tenido sujeta por las alas y a la que de pronto se libera. No había usado los patines para desplazarse; así pudo verificar Margari­ta que su marido estaba furioso. Sin duda exageraba: ella no le había pedido que se arrojara desnudo desde lo alto del obelisco al fin y al cabo. Pero no le dijo nada. Con sus propios patines fue limpiando las marcas de zapatos que él había dejado. Sin embargo al dormitorio no entró: sabía que mejor es no echarle leña al fuego. Justo en la puerta desvió su trayectoria hacia la cocina; más tarde encontraría el momento oportuno para hablarle del viento. 

Ya había terminado de preparar la cena (al principio, sólo por complacerlo y a pesar de que era miércoles había pensado en unos bifes con pa­pas fritas, pero enseguida desistió: la grasa vapori­zada impregna las alacenas, impregna las paredes, impregna hasta las ganas de vivir; si una la deja desde un miércoles hasta un lunes, que es el día de la limpieza profunda, la grasitud tiene tiempo de pe­netrar hasta el fondo de los poros de las cosas y se queda para siempre; de modo que al fin Margarita sacó una tarta de la heladera y la puso en el horno) y estaba tendiendo la mesa cuando oyó que su ma­rido entraba al baño. Un minuto después, como un buen agüero, el alegre zumbido de la ducha resonaba en la casa. 

Era el momento de ir al dormitorio. Apenas en­tró, Margarita pudo comprobar que él había dejado todo en desorden. Cepilló el saco, cepilló el pantalón, los colgó, hizo un montoncito con la camisa y las medias, y fue a golpear la puerta del baño. 

—Voy a entrar, querido —dijo con dulzura. 

El no contestó, pero canturreaba. Margarita se llevó la camiseta y los calzoncillos y los agregó al montoncito. Lavó todo con entusiasmo. Cuando cerró la canilla lo oyó a él, en el living, tarareando el vals Sobre las olas. La tormenta había pasado. 

Sin embargo recién a la mañana siguiente, mientras tomaban el desayuno, medio riéndose como para restarle importancia a la escena del día anterior, Margarita mencionó lo del viento. Una bobada, ella estaba dispuesta a admitirlo, pero costaba tan poco, ¿sí? El no tenía que pensar que eso le iba a complicar la vida de algún modo. Sim­plemente, ella le pedía que cuando el viento sopla­ba del norte él entrara por la puerta del fondo que daba al sur; y cuando soplaba del sur, entrara por la puerta del frente, que daba al norte. Un capri­chito, si a él le gustaba llamarlo así, pero la ayudaría tanto, él ni se imaginaba. Ella había notado que, por más que barriera y lustrara, el piso de la entrada siempre se llenaba de tierra cuando había viento norte. Por supuesto, él podía entrar por donde se le antojase cuando el viento soplara del este o del oeste. Y ni que hablar de cuando no ha­bía viento. 

—Vio mi salvaje, vio mi protestón que no era para hacer tanto escándalo —dijo. 

Rió traviesamente. 

Él se puso de pie como quien va a pronunciar un discurso, gargajeó con sonoridad, casi con de­lectación. Después inclinó levemente el torso, es­cupió en el suelo, recuperó su posición erguida y, con pasos mesurados, salió de la cocina. 

Margarita se quedó mirando el redondel, refulgente a la luz del sol matinal, como se debe mi­rar a un diminuto ser de otro planeta sentado muy orondo sobre el piso de nuestra cocina. Una puer­ta se cerró y se abrió, unas paredes retumbaron, pasos cruzaron la casa, otra puerta se cerró con es­trépito. El cerebro de Margarita apenas detectó estos acontecimientos. Toda su persona parecía converger hacia el pequeño foco del suelo. Foco in­feccioso. La expresión aleteó livianamente en su ca­beza, se expandió como una onda, la inundó. En los colectivos, cuando la gente tose desparrama invisibles gotitas de saliva, cada gotita es portadora de millares de gérmenes, cuántos gérmenes hay en... Millares de millones de gérmenes se agitaron, se refocilaron y brincaron sobre el mosaico rojo. Mecánicamente Margarita tomó lo primero que tuvo a mano: una servilleta. De rodillas en el piso se puso a frotar con energía el mosaico. Fue inútil: por más que frotaba la zona pegajosa resaltaba co­mo un estigma. Gérmenes achatados arrastrándose como amebas. Margarita dejó la servilleta sobre la mesa y fue a embeber una esponjita en detergente. Friccionó el mosaico con la esponjita y echó un balde de agua. Iba a secar el piso cuando se quedó paralizada. ¿Había estado loca ella? ¿No había usado una servilleta para? Dios mío, con lo fácil que es llevarse una servilleta a los labios. La tomó por una punta y la contempló con pavura. ¿Qué haría ahora? Lavarla le pareció poco prudente de modo que llenó una cacerola con agua, la puso al fuego, y echó la servilleta adentro. 

Estaba friccionando la mesa con desinfectante (la servilleta había estado largo tiempo en contacto con la mesa) cuando sonó el teléfono. Fue a aten­der y apenas traspuso la puerta del dormitorio cap­tó algo inusual, algo que se le manifestó bajo la forma de una opresión en el pecho y cuya realidad no pudo constatar hasta que colgó el teléfono y abrió la puerta del placard. Entonces sí lo supo con certeza, la ropa de él no estaba, muy bien, se había ido, maravillosamente bien, ¿iba a llorar ella por eso? No iba a llorar. ¿Iba a arrancarse los pelos y tirarse de cabeza contra las paredes? No iba a arrancarse los pelos y mucho menos iba a tirarse de cabeza contra las paredes. ¿Acaso un hombre es algo cuya pérdida hay que lamentar? Tan desproli­jos como son, tan sucios, cortan el pan sobre la mesa, dejan las marcas de sus zapatos embarrados, abren las puertas contra el viento, escupen en el suelo y una nunca puede tener su casa limpia, el cuerpo, una nunca puede tener su cuerpo limpio, de noche son como bestias babosas, oh su aliento y su sudor, oh su semen, la asquerosa humedad del amor, por qué, Dios mío, Tú que todo lo podías, por qué hiciste tan sucio el amor, el cuerpo de tus hijos tan lleno de inmundicia, el mundo que creaste tan colmado de basura. Pero nunca más. En su casa nunca más. Margarita arrancó las sábanas de la cama, sacó las cortinas de sus rieles, levantó las alfombras, removió almohadones, apiló carpetas. 

Margarita fregó y sacudió y cepilló hasta que se le enrojecieron los nudillos y se le acalambraron los brazos. Lavó paredes, enceró pisos, bruñó metales, arrancó resplandores solares de las cacerolas, otor­gó un centelleo diamantino a los caireles, bañó co­mo a hijos adorados a bucólicas pastoras de porce­lana, pulió maderas, perfumó armarios, blanqueó opalinas, abrillantó alabastros. Ya las siete de la tarde, como un pintor que le pone la firma al cua­dro con que había soñado toda su vida, empuñó el escobillón y lo sacudió en el tacho de basura. 

Después respiró profundamente el aire em­balsamado de cera. Echó una lenta mirada de sa­tisfacción a su alrededor. Captó fulgores, paladeó blancuras, degustó transparencias, advirtió que un poco de polvo había caído fuera del tacho al sacu­dir el escobillón. Lo barrió; lo recogió con la pala, vació la pala en el tacho. De nuevo sacudió el esco­billón, pero esta vez con extrema delicadeza, para que ni una mota de polvo cayera afuera del tacho. Lo guardó en el armario e iba a guardar también la pala cuando un pensamiento la acosó: la gente sue­le ser ingrata con las palas; las usa para recoger cualquier basura pero nunca se le ocurre que un poco de esa basura ha de quedar por fuerza adheri­da a su superficie. Decidió lavar la pala. Le puso detergente y le pasó el cepillo, un líquido oscuro se desparramó sobre la pileta. Margarita hizo correr el agua pero quedaba como una especie de encaje negro en el fondo. Lo limpió con un trapo enja­bonado, enjuagó la pileta y lavó el trapo. Enton­ces se acordó del cepillo. Lo lavó y se volvió a en­suciar la pileta. Fregó la pileta con el trapo y se dio cuenta de que si ahora lavaba el trapo en la pileta esto iba a ser un cuento de nunca acabar. Lo más razonable era quemar el trapo. Primero lo se­có con el secador del pelo y después lo sacó a la ca­lle y le prendió fuego. Justo cuando entraba a la casa vino un golpe de viento norte y Margarita no pudo evitar que algo de ceniza entrara en el living. 

Era mejor no usar el escobillón, ahora que ya estaba limpio. Utilizó un trapito con un poco de cera (con los trapitos siempre queda la posibilidad de prenderles fuego). Pero fue un error. El color quedaba desparejo. Lustró, extendió la cera a una zona más amplia: todo fue inútil. 

Aproximadamente a las cinco de la mañana los pisos de toda la casa estaban rasqueteados pero un polvo rojo flotaba en el aire, cubría los muebles, se había adherido a los zócalos. Margarita abrió las ventanas, barrió (ya encontraría el momento de limpiar el escobillón y en el peor de los casos podía tirarlo), estaba terminando de lavar los zócalos cuando advirtió que un poco de agua se había de­rramado. Miró con desaliento las manchas de hu­medad en el suelo, le faltaban fuerzas, por el color del cielo debían ser casi las siete de la mañana. De­cidió dejar eso para más tarde, con buena suerte no iba a tener que rasquetear todos los pisos otra vez. Se tiró en la cama vestida (no olvidarse, después, de cambiar nuevamente las sábanas) y se durmió de inmediato pero las manchas húmedas se expandie­ron, se ablandaron, extendían sus seudópodos. La atraparon. Eran una ciénaga donde Margarita se hundía, se hundía. Se despertó sobresaltada. No había dormido ni media hora. Se levantó y fue a ver las manchas: ya estaban bastante secas pero no habían desaparecido. Rasqueteó la zona pero nun­ca quedaba del mismo color. Un ligero desvaneci­miento la hizo caer; abrió soñadoramente los ojos, vislumbró las vetas blancuzcas y dio un suspiro; calculó que no había comido nada en las últimas veinticuatro horas. 

Se levantó y fue a la cocina. Una comida ca­liente tal vez la haría sentir mejor pero no: después hay que lavar las ollas. Abrió la heladera e iba a sa­car una manzana cuando la invadió una ola de te­rror: no había barrido el polvo del rasqueteo y las ventanas estaban abiertas. Retiró con brusquedad la mano de la heladera y tiró una canastita con huevos. Observó el charco amarillo que se dilata­ba lenta y viscosamente. Creyó que iba a llorar. De ninguna manera: cada cosa a su tiempo. Ahora, a barrer el polvo del rasqueteo; ya le llegaría su tur­no al piso de la cocina, no hay como el orden. Bus­có el escobillón y la pala, fue hasta el living y cuando estaba por ponerse a barrer, reparó en las suelas de sus zapatos; sin duda no estaban limpias: habían trazado sobre el parquet un discontinuo senderito de huevo. A Margarita casi le dio risa verse con el escobillón y la pala. Polvo del rasqueteo, murmuró, polvo del rasqueteo. Recordó que todavía no había comido nada, dejó el escobillón y la pala y se fue pa­ra la cocina. 

La manzana estaba en el centro del charco amarillo. Margarita la alzó, ávidamente le dio unos mordiscos, y de golpe descubrió que era absurdo no prepararse una comida caliente, ahora que todo estaba un poco sucio. Puso la plancha sobre el fuego, peló papas (era agradable dejar que las largas tiras en espiral se hundieran esponjosamente en las yemas y las claras ahora que las cosas habían em­pezado a ensuciarse y de cualquier manera habría que limpiar todo más tarde). Puso un bife sobre la plancha y aceite en la sartén. La grasa se achicha­rró alegremente, las papas chisporrotearon, Margarita se dio cuenta de que se había olvidado de abrir la ventana de la cocina pero de cualquier mo­do era demasiado tarde: la grasa vaporizada ya ha­bía penetrado en los poros de las cosas, y en sus propios poros, había impregnado su ropa y su pelo, espesaba el aire. Margarita aspiró profundamente. El olor de la carne y de lo frito entró por su nariz, la anegó, la hizo enloquecer de deleite. 

La impaciencia puede volver a la gente un po­co torpe. Algo de aceite se le volcó a Margarita al sacar las papas; ella disimuladamente lo desparra­mó con el pie, sacó el bife, se le cayó al suelo, al le­vantarlo la cercanía, el contacto, el maravilloso aroma de la carne asada la embriagaron: no pudo resistir darle algunas dentelladas antes de colocarlo en el plato. 

Comió con ferocidad. Puso las cosas sucias en la pileta pero no las lavó: tenía mucho sueño, ya llegaría el momento de lavar todo. Abrió la canilla para que el agua corriera y se fue para el dormito­rio. No llegó. Antes de salir de la cocina el aceite de las suelas la hizo patinar y cayó al suelo. De cualquier manera se sentía muy cómoda en el sue­lo. Apoyó la cabeza en los mosaicos y se quedó dormida. La despertó el agua. Ligeramente acei­tosa, el agua serpenteaba por la cocina, se ramificaba en sutiles hilos por las junturas de los mosai­cos y, adelgazándose pero persistente, avanzaba hacia el comedor. A Margarita le dolía un poco la cabeza. Hundió su mano en el agua y se refrescó las sienes. Torció el cuello, sacó la lengua todo lo que le fue posible, y consiguió beber: ahora ya se sentía mejor. Un poco descompuesta, nomás, pero le faltaban fuerzas para levantarse e ir al baño. To­do estaba ya bastante sucio de todos modos. No de­bía ensuciarse el vestidito. Margarita tenía seis años y no debía ensuciarse el vestidito. Ni las rodillas. Debía tener mucho cuidado de no ensuciarse las rodillas. Hasta que al caer la noche una voz grita­ba: ¡a bañarse!, entonces ella corría frenéticamen­te al fondo de la casa, se revolcaba en la tierra, se llenaba el pelo y las uñas y las orejas de tierra, ella debía sentir que estaba sucia, que cada recoveco de su cuerpo estaba sucio para poder hundirse des­pués en el baño purificador, el baño que arrastrará toda la mugre del cuerpo de Margarita y la dejará blanca y radiante como un pimpollo. ¿Hay pimpo­llos de margarita, mamá? Sintió una inefable sen­sación de bienestar. Se corrió un poco del lugar donde estaba tendida y tuvo ganas de reírse. Su dedo señaló un lugar, próximo a ella, sobre el suelo. Caca, dijo. Su dedo se hundió voluptuosamente y después escribió su nombre sobre el suelo. Marga­rita. Pero sobre el mosaico rojo no se notaba bien. Se levantó, ahora sin esfuerzo, y escribió sobre la pared. Mierda. Firmó: Margarita. Después envol­vió toda la leyenda en un gran corazón. Una co­rriente en la espalda la hizo estremecer. El viento. Entraba por las ventanas abiertas, arrastraba el polvo de la calle, arrastraba la basura del mundo que se adhería a las paredes y a su nombre escrito en las paredes y a su corazón, se mezclaba con el agua que corría en el comedor, entraba por su na­riz y por sus orejas y por sus ojos, le ensuciaba el vestidito. 

Cinco días después, un luminoso día de sol con el cielo gloriosamente azul y pájaros cantando, el marido de Margarita se detuvo ante un puesto de flores. 

—Margaritas —le dijo al puestero—. Las más blancas. Muchas margaritas. 

Y con el ramo enorme caminó hasta su casa. Antes de introducir la llave hizo una travesura, un gesto pícaro y colmado de amor, digno de ser contemplado por una esposa amante que estuviera espiando detrás de los visillos: se chupó el dedo índi­ce y, levantándolo como un estandarte, analizó la dirección del viento. Venía del norte. De modo que el hombre, dócilmente, alegremente, pala­deando de antemano el inigualable sabor de la reconciliación, dio la vuelta a su casa. Silbando una canción festiva abrió la puerta. Un chapoteo blan­do, gorgoteante, le llegó desde la cocina. 

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