"Ni durante las antiguas dinastías, ni en los grandes períodos del Caos, ni después de fundarse la república de nuestro precursor Sun Yat-sen, pudo llevarse a cabo la prueba" dijo, con una sonrisa leve como una alondra, mi amigo Chung Tsui-mei. "Vivimos tiempos gloriosos" añadió, sirviéndome otra tacita de té muy suave. Mas allá de la ventana, un bosquecillo profundamente verde se mecía, rumoroso, en el cálido viento del sur. Durante un par de minutos bebimos en silencio esa combinación de té y felicidad que son consustanciales al verano de un suburbio chino. Era refrescante estirar las piernas, gesto mío que Cheng perdonaba con juguetona cortesía. Poco antes me había leído las principales informaciones del día en el Renmin Ribao. Cheng leía cada párrafo en el idioma original, pausaba, y a continuación hacía una excelente traducción. Más que el contenido, yo escuchaba gozosamente el incomparable sonido de esa lengua tan culta que se manifestaba en miles de sutiles matices imposibles de ser captadas por los jóvenes oídos de una civilización bárbara como la mía. Los sonidos brotaban de la delgada boca de Cheng como el agrio horror de un grito de gaviota, como el susurro enamorado de una doncella en celo, como el iracundo apóstrofe de un asesino harapiento, como la serena convicción de una maduro líder obrero. Esa música, ma s la del viento entre los árboles, me encantaba y adormilaba a la vez.
Después, Cheng había doblado cuidadosamente el periódico y servido el té. "Es un gran honor haber podido compartir con usted las noticias del día" dijo, sin abandonar jamás esa permanente sonrisa que indicaba un placer o una cortesía sin límites. Yo, aunque no fuera esa su intención, sufría el dulce masoquismo de un perro sucio admitido en un tibio e impecable dormitorio. Nada hay más culto que un chino culto. "El honor es mío" respondí al sentarme a su mesa. Chung inclinó la cabeza, aceptando graciosamente mi esfuerzo. "Si me permite una pregunta..." añadí. "Por favor, hágala" dijo Chung. "Usted mencionó, hace un momento, la posibilidad de que su país llevara a cabo una prueba imposible de realizar en el pasado". "Efectivamente", dijo Chung. "Le agradezco habérmelo recordado. Como usted escuchó de la lectura del diario, la Academia de Ciencias de la República, guiada por el marxismo-leninismo-pensamiento Mao Tse-tung, y asumiendo la campaña de 'nadar contra la corriente', denunciar el confucianismo, modificar los sistemas de trabajo y combatir el revisionismo, ha recogido otro desafío de la ciencia burguesa occidental y socialimperialista". Crucé las piernas, acomodándome en el sillón de paja trenzada. Sobre la cabeza de mi amigo Chung refulgía una pintura de Mao Tse-tung, sonriendo levemente a un futuro en trance de formación. "Usted habrá oído hablar, no sé si en broma, de un viejo juego intelectual de occidente, según el cual si los ochocientos millones de habitantes de la China saltaran en el aire, de manera tal que cayeran de vuelta al suelo exactamente en el mismo instante, la Tierra sería desviada de su órbita". Sonreí. "Bueno, sí, es una especie de chiste..." Chung, manteniendo su sonrisa perenne, me miró sin embargo con gravedad. "Nosotros no lo consideramos un chiste. O en todo caso, y le ruego que me perdone, creemos que es un chiste de clara intención ideológica. Con él se pretende, como en el pasado, asustar a las masas revolucionarias del mundo con el supuesto 'peligro amarillo'. Es decir, ese chiste significa que es imprescindible una guerra atómica preventiva contra la China, porque hay demasiados chinos y éstos constituyen un peligro para el resto de la humanidad. ¿Considera usted que estamos equivocados?" "Ahora que usted lo dice, me parece cierto que la broma tiene una carga ideológica. Admito que no lo había comprendido así, pero parece ser cierto". Chung inclinó la cabeza. "Me alegra profundamente encontrar su comprensión para nuestro punto de vista". Yo me incliné a mi vez. Chung añadió: "Nuestros pensamientos, aunque de origen diverso, confluyen en una común preocupación por los mejores intereses de un humanismo bien entendido; después de todo, ambos pertenecemos al Tercer Mundo". "Así es" respondí. "Pues bien" dijo Chung. "Nuestra Academia de Ciencias, que ha echado por la borda el elitismo clásico de la vieja universidad, se halla integrada en el pueblo, gracias a la luminosa dirección del Partido, de su X Congreso y de la jefatura del Camarada Mao. Nuestra Academia de Ciencias se guía por las Tres Líneas de Pensamiento: la Línea de Avance, la Línea de Ascenso y la Línea del Torbellino Contradictorio. Esto significa que nuestra ciencia se halla empeñada en la triple tarea de progresar, profundizar y sintetizar". "Admirable" respondí. "Nada es imposible para una ciencia armada con las Tres Líneas de Pensamiento. Con el tiempo, dominaremos totalmente la naturaleza. Con decirle que he escuchado rumores que ya nuestros hombres de ciencia experimentan en la búsqueda de la inmortalidad..." Rio brevemente. "Pero ese", añadió, "es un problema que aún nos demandará algunas décadas. Por ahora buscamos construir el Hombre y la Mujer del Futuro. En el curso de todos estos trabajos, que van desde la creación de un entorno comunitario desprovisto de egoísmo, hasta la construcción de armas capaces de derrotar al más fiero imperialismo, la Academia, a una sugerencia del Comité Central, ha resuelto hacer el experimento del Gran Salto Colectivo". Me incorporé interesado. "¿Quiere usted decir que...?" Chung disimuló mi descortesía, pero me di cuenta cuán chocante era para él semejante pregunta directa. "El 14 de febrero a las 12 del mediodía, hora de Pekín - o sea, dentro de diez días - todos los habitantes de la China entree los 5 y los 80 años de edad, saltarán juntos en el aire". "¿Creen ustedes realmente que se alterará la órbita del planeta?" "No, no lo creemos, aunque algunos académicos prefieren dejar abierta la posibilidad. Pero sí consideramos que se producirá un temblor de tierra. De acuerdo a los cálculos realizados, la energía liberada por alrededor de 800 millones de seres humanos, con un peso promedio de 40 kilos, que golpeen el suelo desde una altura promedio de treinta centímetros, es suficiente para lograr efectos sismológicamente mesurables". "Lástima que ya no esté en su República para esa fecha" me lamenté. "Pero, ¿qué sentido tiene el experimento?" "Tiene una motivación esencialmente psicológica" dijo Chung. "Demostrar gráficamente a las masas del mundo que son invencibles. Si a nosotros nos basta saltar para modificar la naturaleza, ¿qué no podrán hacer los pueblos revolucionarios de la Tierra al tomar las armas para combatir al imperialismo?" "Muy sutil" comenté. Chung rió nuevamente. "Yo me permitiría añadir algo que usted calla por cortesía: que es una idea muy oriental, ¿verdad?" "Efectivamente" respondí, y reímos los dos. "No creo que semejante idea pueda surgir y realizarse en el ámbito judeo-cristiano". "Del cual, sin embargo, surgió el marxismo" dijo Chung. "Que ustedes, por cierto, han orientalizado" dije. "No podía ser de otra manera". Las primeras sombras reptaban por los troncos de los árboles. Densos perfumes ingresaban a la habitación desde el jardín que se dormía. Agradecí la hospitalidad de Chung Tsui-mei y me retiré. Me esperaban. En los pocos días que me restaban en la China, la singular idea me obsesionaría crecientemente. A mis preguntas, diversos interlocutores me respondieron casi con las mismas palabras de Chung. El 14 de febrero a las doce meridiano, 800 de los más de 900 millones de chinos saltarían. Eso era todo. De vuelta en mi país, descubrí que la prensa mundial había tomado el asunto irónicamente. Proliferaban los chistes antichinos, algunos no carentes de gracia. Según el mejor de ellos, cuando los chinos volvieran a la Tierra, ésta podría ya no estar allí. Otro sugería que podrían levantar vuelo en territorio chino pero caer en el soviético, debido a la aceleración de la rotación del planeta causada por el empuje inicial. Sea como fuere, al llegar la hora señalada, millones y millones de personas esperaban las primeras noticias sobre el Gran Salto Colectivo. Llegaron las doce del día, hora de Pekín, y quienes, a diversas horas, estaban pendientes de la radio o la televisión, vieron moverse el minutero sin que se supiera ni sintiera nada. Pocos minutos después llegó el flash noticioso. Indicaba que, conforme al proyecto inicial, el Salto se había producido, sin más consecuencias que una ligera polvareda. Los escépticos sonrieron y los crédulos sintieron la mordedura de la decepción. Ni siquiera un leve temblor de tierra. Nada. Tuvieron que pasar varias horas antes de que la gente pudiera apreciar la belleza de la primera puesta de sol en el Este.
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