lunes, 12 de julio de 2010

Abuelo en dos tiempos, de Amir Valle

Aquel día la muerte salió de caza. Lo supe por­que el abuelo se puso a hablar de lo que nos esperaba en el más allá. Afuera soplaba un vien­to fuerte y la lluvia limpiaba los tejados. Nadie podía dormir por el ruido de los cines del techo y por la lloradera que mi hermanita de meses for­mó. El caso es que la noche estaba sobre nosotros y en casa todos los ojos seguían abiertos. El abue­lo no paraba de hablar de almas errantes y del infierno o el cielo, qué sé yo. Entonces fue que dijo lo de la muerte y me quedé tranquilo, oyen­do sus cosas. Decía que se transformaba en todo, que iba siempre buscando inquilinos para su mo­rada y sobre todo recuerdo haberle oído decir: “le gusta cazar de noche cuando llueve y hay viento fuerte”.

Sentí un escalofrío que me iba ahogando, tuve que toser fuerte para sacarlo de allí; cuando solté el aliento, olía a tumba.

-El frío de la muerte está en todas partes -volvió a decir y quedó mirando al techo; yo también miré; un ratón corría allá arriba por las vigas.


La muerte apareció por casa a eso de las dos, cuando los ojos no aguantaban más y los parpados se venían abajo al menor descuido. La sentimos caminar por el patio. Tobi empezó a ladrarle. Ninguno había abierto la boca hasta que el abuelo se puso de pie y, sacando el machete que él mis­mo había colgado en la pared, dijo en voz alta, como para que lo oyeran de lejos:

-A mí nadie me va a coger así tan fácil, ca­rijo; a lo que aparezca le arranco la cabeza.

Parece que la muerte lo oyó; enseguida se sin­tieron pasos que se alejaban. Abuelo abrió la puer­ta. “Se fue”, dijo y soltando el machete se tiró en la cama; al poco rato roncaba.

Por la mañana se supo en el pueblo que alguien había rondado las casas durante la noche. Abuelo dijo que era la muerte. Lo miré con burla. Luego pasó otro diciendo que un borracho había amane­cido muerto con su cosa afuera.

-A ese la muerte lo sorprendió cuando iba a orinar bajo el aguacero y como no tenía más nada se lo llevó.Yo me reí al oírlo, me miró fijo, muy serio y tuve que callarme; me había visto la noche pasada esconderme bajo las sábanas, cuando dijo que la emisaria del otro lado andaba cerca.

La calma volvió con los días. Ya nadie en el pueblo hablaba de lo que había pasado; nadie, exceptuando al abuelo. Como todas las tardes, se sentaba en el portal y a menudo decía: “la muerte acecha, esto es solo una tregua para coger fuer­zas”. Aquella tarde había fiesta en el pueblo y entonces le oímos decir: “Hoy viene, hay carne en la olla”.­

Por la noche Mamá no nos dejó salir y para matar el tiempo nos sentamos a oírlo monologar. Volvió a hablar del más allá y de todo eso, supe que la muerte andaba cerca. Al rato vi pasar rum­bo a la plaza, entre la gente, una señora muy ele­gante y altiva, pero con unos ojos absurdos, como de hielo; al pasar se quedo mirando al abuelo y sonrió. “Ahí va”, le oímos decir.

-¿Quién es? -preguntaron mis hermanitos. Yo no tuve que hacerlo.

Seguro que esa noche quedó contenta. Dos hom­bres se machetearon por una señora elegante, decía la gente del pueblo; y la noche festiva del otro mes, lo mismo, porque otros tres aparecieron en un callejón tan llenos de ron que hubo que vaciarlos porque como estaban “ni los gusanos les meten mano”, había dicho el sepulturero.

-Hoy vendrá la muerte -dijo el abuelo desde la cama. En la cocina Mamá lloraba y en la sala el doctor meneó la cabeza ante la pregunta de Papá; luego se fue, dejándonos en la nariz un fuerte olor a inyecciones y alcohol. Yo estaba acos­tado en el piso, cerca de la cama del abuelo; miraba las telarañas del techo; cuando lo oí men­cionar aquello salí del cuarto y me quedé afuera, con ganas de coger el machete colgado en la pa­red para no dejar que viniera.

Yo miraba con el rabillo del ojo al abuelo, a través de la puerta abierta, cuando la vi llegar, pero sin saber que era ella. Estuvo parada en la ventana un rato; luego se posó en la cama y empezó a arrullar. Hubo un momento en que se quedó mirándome y yo veía aquella paloma parada allí; pensaba en la alegría que sentiría el.

-Espántala -dijo Mamá, que la vio al pasar rumbo al patio. Quise cogerla y me levanté. Cuan­do llegué, la paloma se había posado en el cober­tizo del corral. Mala suerte, me dije, pero al fijarme en sus ojos absurdos, “como de hielo”, recordé; miré al abuelo y un cosquilleo húmedo comenzó a molestarme en los ojos.

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