miércoles, 3 de noviembre de 2010

Supervivencia, de Dennis Etchison

El renovado Isetta de Marber, tomó la esquina a toda velocidad zumbando suavemente en sus ruedas de miniatura. Virando hacia la derecha, sobrepasó de soslayo una enorme grieta que dividía en dos por entero lo que una vez había sido una calle con media docena de casas habitables de la población. ¿Cuándo comenzaron los equipos S.S. a la reconstrucción del suburbio?

Marber consideró de nuevo lo absurdo de aquella ilógica destrucción que se extendía por los hogares de viejo estilo español, hasta el final de la calle. Casas con torres y espiras, surgían de entre las ruinas y formas de ladrillo que proyectaban sombras largas como dedos engarfiados sobre la tierra fundida y requemada con el cemento deshecho por la muerte de cada día. Un fantasma, pensó, como algunos de esos desolados panoramas surrealistas que una vez vi en un cuadro...

Una especie de relámpago que se agitaba de arriba abajo, repetidamente, en frente de la segunda casa, al fondo, captó su atención.

¿Y sabes qué? Me voy acostumbrando. Esto es lo grotesco de la situación...

Reconoció a Darla, una niña de cuatro años, hija de un S.S., si recordaba correctamente. El sol temblón de las cuatro de la tarde ponía como una proyección de fondo desde atrás sobre los cabellos de la chiquilla, produciendo el efecto de un halo como la corona de un ángel en la criatura al aproximarse al pequeño automóvil.


La chiquilla salió a la calle con las manos puestas en la cadera. Su carita pálida se adelantó para salir al encuentro del «Isetta». Marber se detuvo.

—¡Hola... tú! —gritó Darla, mientras que Marber salía por la parte delantera levantando hacia arriba medio vehículo y dando la sensación de una criatura que sale metamorfoseada de un extraño capullo.

Ella salió hasta la calle y la mujer que parecía su madre, le hizo una seña antes de unirse a su hijita en el bordillo.

—Me alegro tanto que se detuviera —le dijo a Marber—. Pensé que seguramente se habría usted olvidado de que todavía estamos aquí...

—Encantado de verla de nuevo, señora Dayle —Marber forzó una sonrisa a la esposa del S.S. e hizo una seña en dirección al garaje—. ¿El generador se mantiene en marcha?

Ella hizo un gesto apreciativo de conformidad.

—Pues... seguimos casi tan confortablemente como... antes. Mi esposo ha recordado agradecido su arreglo; pero está siempre fuera con el equipo y...

—Bien, eso está bien. —Entonces oyó el ruido del generador con su suave zumbar en el interior del garaje—. Me alegro de que todo vaya bien.

La señora Dayle puso sus manos en los hombros de su hijita.

—Y bien, ¿qué es lo que le mantiene siempre tan ocupado?

Marber sintió que el último sol de la tarde le acariciaba un lado del rostro.

—Oh, procuro ir conservando mi trabajo y que no se deshaga. Y ¡ah! —dijo entonces señalando el «Isetta»—, procurando que este cacharro siga funcionando.

—Pues creo que ha tenido suerte de encontrar algo que no sea un montón de chatarra —repuso ella sonriendo—. No puedo imaginarme dónde...

—Pues he tenido que montarlo con una pieza de aquí y otra de allá como Dios me ha dado a entender. No ha sido muy fácil...

Ella hizo un gesto de admiración. La niñita frotó su carita en las manos de su madre.

—¿Cuándo vas a llevarme a ese paseo que me tienes prometido? ¿Eh, Jerry?

—Vamos, no molestes al señor Marber —corrigió la madre.

—Pues iba precisamente a San Bernardino a ver si encontraba algunas piezas de repuesto. A ver si el almacén ha sido saqueado allí también.

—Bien, ¿no le gustaría entrar en casa y tomarse una cerveza u otra cosa? Creo que habrá algo para invitarle, si lo desea...

—¿Ha dicho usted una cerveza? —Y sintió a Darla que se apretaba contra sus piernas—. Oh, sí, suarido...

—Bien... ya sabe, ya conoce cómo el Equipo lo ha confiscado todo después de lo sucedido. Y todavía se conserva «limpia» en cristal —dijo la señora Dayle sonrojándose un poco—. ¿No quisiera responder algo, Mr. Marber? —Era como una inaudible confesión de fe.

Marber intentó responderle con una sonrisa.

—Por supuesto que no, señora Dayle.

—Anda, Jerry, ven —insistió la chiquilla tirándole del pantalón.

—Bien y ahora, ¿no quisiera entrar un momento? —insistió sonriendo la señora Dayle—. Bueno, puede que incluso quede todavía un poco de ginebra. —Y se retorció las manos al hacer aquella revelación—. Quiero decir que usted... que nosotros..., podríamos disfrutar un poco de lo que quede, ¿no lo cree así? —concluyó como si se tratase de una conspiración—. Bueno, me refiero a lo que queda. Mi marido nunca está en casa...

Marber recordó el juramento prestado por los del S.S. para redistribuir todos los artículos utilizables entre los supervivientes. Y recordó al jovenzuelo tiroteado hacía una semana por llevar un brazado de revistas sacadas de aquí y de allá entre las ruinas.

La señora Dayle se dirigió hacia la casa.

Marber se aclaró la garganta.

—Ah, gracias; pero no puedo ahora. Gracias de todos modos. Son más de las cuatro y tengo que estar de vuelta antes de la caída de la noche. Seguramente que tendré mucho gusto en otra ocasión, señora...

—Winona —corrigió ella encontrándose con su mirada—. Vaya, por supuesto que sí. —Sus labios se movieron casi imperceptiblemente—. Guardaré una... en el refrigerador para usted. Quizá para cuando vuelva, si no es demasiado...

—Tal vez —Marber comprendió.

—Jerrry... —insistió la pequeña Darla volviendo hacia él su carita, como un argumento—. Llévame a dar un paseo como dijiste...

—No debemos retener más al señor Marber, a Jerry... como tú dices, querida.

Marber se dio cuenta de la reseca presencia del terreno, achicharrado y ennegrecido, donde en los sábados corrientemente, la segadora mecánica una vez lanzaba alegremente al aire sus chorros de hierba recién cortada. De pronto, comprobó que la niña había nacido después de que ya no quedaban hierbas ni césped en los jardines. Ni árboles...

—Hay un sitio —dijo.

—¿De qué se trata? —preguntó la señora Dayle.

—Yo quiero ir contigo —insistió Darla.

De alguna forma, la idea le agradó a Marber.

—La niña... bueno, puede venir conmigo. No me importaría en absoluto. Y lo dijo sinceramente, de todo corazón.

—Oh, no, porque ella está...

—Lo digo de veras. No está demasiado lejos. Y al volver, podremos detenernos en el parque...

El rostro de la señora Dayle apareció con una peculiar falta de expresión.

—Es el único sitio en millas a la redonda donde todavía hay bastante agua...

—¡Síííí..., quiero ir al parque!

—Bien... —La señora Dayle vacilaba visiblemente—. Pues no lo sé, realmente...

—La niña podrá ver cómo crecen las cosas. El verano no durará ya mucho. Y... bien, ya sabe usted que yo perdí a la mía cuando sucedió todo. Realmente, sería un placer para mí.

—Supongo que estará usted de vuelta antes del... Diario.

—Pues claro que sí, si usted quiere. No creo que haya inconveniente ni que ella tenga que ver lo que no sea conveniente.

La señora Dayle se humedeció los labios. Se fijó en la carita de su hija, cerró los ojos y tomó una decisión.

—Vea. Así... lo sabrá mejor. —Y lanzó una mirada hacia el bloque vacío. Levantó a su hija y la depositó con cuidado en el asiento del «Isetta». Después, levantó la pierna de la niña.

—Vamos. Muéstraselo al señor Marber.

La niñita escondió la cara avergonzada.

—No quiero... —lloriqueó como desamparada, retirando el pie.

—Vamos, enséñaselo al señor Marber, hijita. —De nuevo, su madre levantó la pierna de Darla. Con un rápido movimiento, los zapatitos de lona y el calcetín quedaron fuera—. Véalo.

Darla comenzó a llorar desconsolada.

—Mamá...

Su pie aparecía ligeramente y de forma inequívoca deformado.

—Siempre evitamos que lo esconda —comentó la señora Dayle—, porque de lo contrario, se acomplejaría y... ya sabe usted. No he comprendido nunca por qué ha tenido que ocurrimos a nosotros. ¿Será quizás algún castigo? —Y se aproximó más—. Pero supongo que la culpa es nuestra. Es algo hereditario, no puede negarse. Claro que no es como en otros casos, sino a causa de lo que ocurrió... No es una..., ¿cómo le llaman...? ¿Una mutación? ¿Lo es?

Semiinconscientemente, Marber observaba a un perro grasiento y rechoncho con sólo tres patas a algunas yardas de distancia. El pobre animal intentaba subir por encima de un bloque de cemento achicharrado, hasta que cayó hacia atrás y desapareció entre una pequeña nube de cenizas...

—Pues yo... no sé. —Marber había leído tales cosas; pero no estaba seguro.

La señora Dayle intentaba relajarse apoyándose sobre un pie.

—Con toda seguridad que el Equipo reconocería la diferencia, ¿no es cierto?

—Yo... creo que nunca me he dado cuenta de que haya cojeado. —Marber estaba hecho un mar de confusiones—. Pero ella no lo hace, ¿verdad?

—Oh, hemos tenido mucho cuidado. —Y le mostró la conformación especial del interior del zapato de lona—. Se llevó bastante tiempo en enseñarla a caminar adecuadamente.

—¿Está segura de que quiere... bueno quiero decir... que no debiera...? —Farfulló algunas palabras incoherentes y levantó una mano para escudarse en ella los ojos.

En un impulso, la señora Dayle levantó en brazos a su hija y la metió en el coche.

—No, quiero que vea el parque mientras esté aún verde. Hay tan pocas cosas verdes que ver por ninguna parte, con el agua racionada...

—Bien, en ese caso tendré mucho cuidado en traerla de vuelta antes de que ellos comiencen.

—Después de todo, no creo que sea cosa de preocuparse, en realidad. Ya sabe usted cómo son las madres. No es por lo que le pasa a Darla... sino a las otras criaturas. Era pensando sólo que ella estuviese en cualquier parte cerca de esa... piscina y de esas desgraciadas criaturas. Pero ella no tendrá por qué preocuparse, ¿no es cierto?

—Por supuesto que no, señora... Winona.

Haciendo unos pucheritos, la niña se ató la cinta del zapato.



*   *   *



Tumbado en el suelo, con el rostro casi a su nivel, Marber dejó que sus ojos recorriesen un amplio arco por aquella faja de verdor que terminaba en la distancia en una hilera de sicómoros. No, murmuró como para sí, tal vez el parque no acabase allí, sino que se inclinaría hacia abajo, más allá de aquellos árboles en una suave pendiente formando la falda de alguna colina. No podía estar seguro. Hacía tanto tiempo que no había estado así, sintiendo la propia tierra junto a su cuerpo y con la clorofila tan próxima a su olfato...

Oyó un susurro tras él.

—Mira —dijo Darla, dejándose caer de rodillas junto a él—. ¡Oh, mira...!

Marber se medio incorporó sobre sus codos. La niña llevaba entre sus manos que formaban un nido, un diminuto pájaro azul, piando suavemente en solicitud de ser alimentado.

—Apuesto a que se ha caído de su nido —suspiró la niña, mirándolo con tristeza. Dio la vuelta a las manos para mostrarlo del otro lado. De una forma increíblemente monstruosa, entre las plumas nuevas que le estaban naciendo, se advertía una segunda cabeza.

—¿Por qué? —susurró Darla.

¡Dios mío! —dijo Marber, casi en silencio—; ¡Dios de mi vida!

Casi se había olvidado que la lluvia «caliente» había caído allí también. Casi.

—¿Qué le pasa de malo?

Era la voz de un muchacho. Marber dio la vuelta.

Se trataba de un muchacho de pelo encrespado, cuyos mechones le caían revueltos sobre la frente. Más allá, dos niñitas venían corriendo a su encuentro.

—Ven con nosotros —invitó el muchacho a Darla—. ¡Le haremos un nido!

Por primera vez, Marber se dio cuenta de que a su derecha había una familia que había ido de campo. Un hombre y una mujer se hallaban cómodamente sentados frente a una mesa portátil adornada con un mantel de vivos colores, en blanco y rojo, entre un verdadero caleidoscopio de botellas y vasos de todos los matices del arco iris, en plástico, que sobresalían de una cesta de excursión de un tipo a la antigua usanza.

Marber se aproximó, siguiendo a los chiquillos, que corrían a distancia, proyectando largas sombras a su alrededor en la hierba. El hombre, ligeramente calvo, le sonrió mostrándole dos hileras de dientes muy blancos, entre los que sostenía un aromático cigarro.

Marber le alargó la mano automáticamente.

—¡Eh, todos! ¿No queréis venir con nosotros? —ofreció el hombre, haciendo un gesto a cuantos les rodeaban. Sus nerviosas cejas se movían alegremente como orugas de carbón por encima de sus ojos.

Un tanto torpemente, Marber retiró la mano.

—Gracias —repuso vacilante.

—Su hija tiene que ser un encanto —dijo el hombre con un guiño—. La he estado observando.

—Ah... no es mía. Es la niña de un vecino.

—Me gusta esta época del año —dijo suspirando la mujer, como si se dirigiera al incipiente crepúsculo que como una acuarela aparecía sobre la silueta de la presa y sus aguas, sobre el horizonte, y que parecía estar reparada recientemente. Sus dientes, también, daban la impresión de ser demasiado blancos para Marber, y su blusa y sus pantalones cortos a medio muslo eran de algún modo demasiado brillantes y nuevos. Marber se preguntó cómo los habría conseguido en aquellos tiempos que corrían...

Después, vio a los niños haciendo un nido con ramitas en el árbol más cercano.

—Hay ensalada de patatas, escabeche dulce, algunas conservas y pan hecho en casa.

—Es magnífico... —repuso Marber rascándose la frente—. ¿Cómo consiguieron todo eso? La harina, sobre todo, ¿dónde?...

—Nos las arreglamos —contestó el hombre—. Como mucha gente hace ahora, supongo. También la tienen, ya sabe.

—Tenemos incluso alguna carne —añadió la mujer con una voz nasal y alegre—. Bueno, es solamente carne enlatada; pero es lo mejor que hemos podido conseguir.

Marber se puso a reír, incrédulo ante las explicaciones de la mujer.

—¡Vaya, pues yo no he comido carne de verdad en años! ¿Y quién?...

—Bien, algunos de nuestros amigos...

Así, las cosas recomienzan de nuevo otra vez, pensó Marber, echando una rodilla a tierra y recogiendo un tallo de hierba. Los nuevos ricos. Todo será siempre igual...

Una de las chiquillas más pequeñas llegó corriendo y se echó, poniendo la cabeza en las piernas de su padre.

Por un instante, Marber deseó haber podido enseñar a su hija a haber hecho aquello, de haber tenido tiempo. Y se encontró con que ni siquiera podía recordar su carita.

—Vamos, vamos, mejor es que te vayas a jugar antes de que se haga de noche —le estaba diciendo el hombre—. Vamos, vete por ahí.

Y la empujó fuera de sus piernas.

—¿Vienen ustedes por aquí con frecuencia?

—Ah, con tanta como podemos, supongo —repuso el hombre.

—Es bueno para los chiquillos —observó Marber.

—No sabe usted qué bueno es sentirse lejos de la condenada casa —suspiró la mujer.

—Oh...

—Papá —llamó entonces el muchacho—. Papá, ¿podemos ir hoy a la piscina? —dijo con las mejillas sonrosadas y sujetándose nerviosamente las manos en los pantalones, mientras miraba hacia atrás con impaciencia la fila de sicómoros.

—Es mi hijo Robby —dijo el hombre a Marber, sosteniendo el cigarro en la mano como un trofeo—. Saludable a toda prueba, como nació.

—Cariño —le amonestó la mujer—, ¿es que tenemos que ir hoy allá abajo? Ah, vamos, cielo. No podemos dejar que perdáis el Diario. Es bueno para ellos que sepan lo afortunados que son. ¡Los que comen carne gobernarán el mundo! A decir verdad, yo no quisiera perdérmelo hoy.

El hombre se levantó.

—Vamos, hijo... ¡Iremos corriendo!

—¡Yo también quiero verlo! —exclamó Darla.

—¡Vamos! —le urgió el muchacho, echando también a sus hermanas por delante para la carrera—. ¡Apuesto a que han comenzado ya!

Darla aparecía como una gacela dispuesta a echar a correr. Marber se aclaró la garganta. El hombre y su esposa, medio envueltos por las sombras de la tarde, le estaban mirando.

Marber tuvo que decir algo.

—La... llevaré —dijo y se incorporó.



*   *   *



Una vez, mucho tiempo atrás, había existido una gran piscina natural donde chapotear, un lugar de verano donde los niños gozaban de sus aguas a pleno sol.

Ahora, un muro de cemento se levantaba contorneando todo el perímetro, dándole la profundidad y la forma de un enorme tanque. Y la puerta de madera y la valla que conducía hasta los controles de drenaje aparecía abierta como una boca gigantesca. El letrero existente sobre la puerta ya había dejado de existir, mostrando las reglas de conducta: «No se admiten niños menores de seis años», recordó Marber como en un sueño; en su lugar colgaba el símbolo del Equipo S.S. superimpuesto, significando con ello «Supervivencia Selectiva», la clave para el Mañana...

El primero, un bebé de dos o tres meses de edad, luchó durante unos segundos con sus manecitas y piececitos como un pálido pez en el crepúsculo. Esta vez su blanco cuerpecito quedó sin ayuda en la piscina.

Una mujer, llorando desesperadamente, fue apartada a distancia entre aquella multitud vagamente resentida. Marber oyó sus sollozos una y otra vez. Clavó sus dedos en los hombros de Darla y observó a los hombres del Equipo, espectrales en sus blancas ropas, llevando a cabo su diario ritual, con aparente desinterés.

El siguiente, fue una criatura mayor, un esperpento de niña. Al ser llevada al borde de la piscina, la gente que se hallaba más próxima, comenzó a dar muestras de desprecio incrementado. Comenzaron a dar gritos como gatos enfurecidos. La empujaron con cruel dureza.

Robby, con su familia y con sus sucios dedos agarrados a la valla, no quitaba la vista de lo que estaba sucediendo.

—¿Veis? —oyó Marber que decía a sus hermanas a título de explicación—. Eso es lo que les ocurre a los deformados y monstruosos. De esa forma, sólo podrán crecer los chicos fuertes. ¿Os dais cuenta? —La niña más pequeña se metió un dedo en la boca y comenzó a llorar.

Uno de los hombres del Equipo próximo a la valla, notó el hecho y murmuró a su compañero, que hizo un gesto de asentimiento hacia los tres chicos.

—Hallendorfs... comprueba.

Marber captó las palabras.

Darla se sintió súbitamente inquieta.

—¡Quiero irme a casa!

Los hombres del equipo localizaron a Darla. Uno de ellos sacudió la cabeza.

La muchedumbre se estaba aproximando a su más próxima y posible víctima.

—¡Tú, miserable! —gritó una voz de mujer—. ¡Tullida!

A Marber se le detuvo el aliento como el aire del verano en una noche de luna llena.

—¿Ha sido comprobada su hija, amigo?

Correré —pensó—. Le atizaré el primer puñetazo y cogiéndola bajo el brazo, echaré colina abajo; yo solía ser un buen corredor de las cien yardas en el colegio...

Marber se volvió. Un hombre vestido de blanco estaba abriendo la puerta al otro extremo.

...o tal vez no, quizá me quede aquí, relajado, me desprenderé de ella y ellos le echarán un vistazo y con una sonrisa dirán: «A esta niña no le pasa nada», y todos nos tendremos que reír...

Se le echaron encima en el acto. Darla parecía una pobre muñeca levantada por los aires, gritando de terror. La despojaron de sus ropas como a una muñeca que hay que destrozar.

Sucedió todo tan rápido que no hubo tiempo para... para...

Fue como cuando tiempos atrás, un chico jugaba con la pelota y el bate en la calle y al sentir el golpe miraba hacia el cielo y quedaba cegado por el sol y alguien gritaba ¡CUIDADO!, pero fue incapaz de moverse hasta que la pelota alcanzaba al chico en la frente... Y por unos momentos sin tiempo, quedó tambaleándose como suspendido en el espacio y el tiempo, sin dar crédito a lo que le había sucedido, viendo los demás rostros mirándole, en espera de unos brazos piadosos que le hubieran sostenido antes de caer en la inconsciencia...

En el azulado crepúsculo, y en ese momento antes de que la noche descienda sobre el mundo en su oscuridad, Marber, inclinándose ligeramente, sintió náuseas y un horrible mareo...

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