lunes, 1 de noviembre de 2010

La debutante, de Leonora Carrington

En la época en que yo iba a ser presentada en sociedad, iba a menudo al zoo. Solía ir con tanta frecuencia que conocía mejor a los animales que a las chicas de mi propio grupo. De hecho, iba al zoo todos los días para evadirme de la sociedad. El animal que llegué a conocer mejor fue una joven hiena. Ella también me conocía; yo le enseñaba francés y ella a cambio me enseñaba su lenguaje. Así pasamos muy buenos ratos.

Mi madre había organizado un baile en mi honor para el primero de mayo. Me quitaba el sueño sólo pensarlo; siempre he detestado los bailes, sobre todo los que se celebran en mi honor.

El primer día de mayo fui a visitar a la hiena por la mañana muy temprano.

—¡Qué aburrimiento! —le dije—. Esta noche tengo que asistir a un baile en mi honor.
—Qué suerte tienes —me dijo ella—. A mí me encantaría ir. No sé bailar, pero, por lo menos, podría conversar un poco.
—Va a haber mucha comida —dije yo—. He visto camiones llenos de cosas en dirección a mi casa.
—¡Y tú aquí lamentándote! —dijo la hiena con expresión de desagrado—. A mí sólo me dan una comida al día y es una porquería.


Tuve una idea tan brillante que casi me dio un ataque de risa.

—Podrías ir en mi lugar.
—No nos parecemos lo suficiente; de lo contrario, iría —dijo la hiena muy apesadumbrada.
—Escucha —le dije—, nadie ve muy bien a la hora del crepúsculo; nadie te distinguirá en medio de todos los invitados si te disfrazas un poco. De cualquier forma, tienes más o menos mi talla. Eres mi única amiga. Te lo suplico.

Se quedó pensando en mi proposición, aunque yo sabía que estaba deseando decir que sí.

—Hecho —anunció de pronto.

Como era muy temprano, no había muchos vigilantes cerca. Abrí rápidamente la jaula y corrimos hacia la calle. Cogí un taxi y pronto estuvimos en casa, donde todo el mundo dormía. Una vez en mi habitación, saqué el vestido que tenía que ponerme aquella noche. Era un poco largo y a la hiena le costaba caminar con mis zapatos de tacón alto. Tenía unas manos demasiado peludas como para parecerse a las mías, así que le busqué unos guantes. Cuando el sol entró en mi habitación, dio varias vueltas, tratando de mantenerse erguida. Estábamos tan absortas que, cuando mi madre entró a darme los buenos días, casi abrió la puerta antes de que la hiena pudiera ocultarse debajo de mi cama.

—Tu habitación huele mal —dijo mi madre mientras abría la ventana—. Por la tarde date un baño perfumado con mis sales.
—Sí, claro —le dije.

No se quedó mucho rato, supongo que porque el olor era demasiado fuerte para ella.

—No bajes tarde a desayunar —dijo mi madre antes de marcharse de la habitación.

Lo más difícil fue disfrazarle la cara. Lo estuvimos pensando durante horas y horas, pero ella rechazaba todas mis propuestas. Por fin dijo:

—Creo que tengo la solución. ¿Tienen criada?
—Sí —dije perpleja.
—Bien, escucha. Llámala y, cuando entre, me abalanzaré sobre ella y le arrancaré el rostro; esta noche me pondré su rostro encima del mío.
—No es práctico —dije yo—. Seguramente se morirá si se queda sin rostro; encontrarán el cuerpo y nos meterán en la cárcel.
—Tengo suficiente hambre para comérmela —replicó la hiena.
—¿Y los huesos qué?
—También los huesos. ¿Está decidido?
—Sólo si me prometes matarla antes de arrancarle la cara; de lo contrario, le dolería mucho.
—A mí me da igual.

Bastante nerviosa, llamé a Marie, la criada. Nunca lo habría hecho si no hubiera detestado tanto los bailes. Cuando Marie entró, me volví de cara a la pared para no ver. Reconozco que fue rápido. Un breve grito y se había acabado. Mientras la hiena comía, yo miré por la ventana.

Transcurridos unos minutos, dijo:

—Ya no puedo más; quedan todavía los dos pies, pero si tienes una bolsita me los comeré más tarde.
—En la cómoda encontrarás un bolso con flores de lis bordadas. Saca los pañuelos y cógelo.

Hizo lo que le indiqué. Luego dijo:

—Date vuelta y mira qué guapa estoy.

La hiena se estaba contemplando en el espejo y admirando el rostro de Marie. Se había comido toda la parte de alrededor con mucho cuidado, de forma que sólo había dejado lo que necesitaba.

—Lo has hecho muy bien —le dije.

Al atardecer, cuando la hiena acabó de vestirse, anunció:

—Me siento en muy buena forma. Creo que esta noche voy a dar el golpe.

Aguardamos a que sonara la música en el piso de abajo, y entonces le dije:

—Ahora baja y recuerda: no te acerques a mi madre porque seguro que reconocerá que no soy yo. No conozco a nadie aparte de ella. ¡Buena suerte! —le dije dándole un beso, aunque olía muy mal.

Había caído la noche. Agotada por las emociones del día, cogí un libro y me senté junto a la ventana abierta. Recuerdo que estaba leyendo Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift. Habría transcurrido una hora cuando se presentó el primer signo de mala suerte: entró un murciélago por la ventana, dando grititos. Los murciélagos me dan un miedo espantoso, así que me escondí detrás de una silla con los dientes castañeteando. Mientras permanecía de rodillas, oculta tras la silla, oí un estruendo en la puerta que apagó el ruido del aleteo. Mi madre entró blanca de furia, y dijo:

—Acabábamos de sentarnos a la mesa, cuando la cosa que estaba en tu sitio se ha levantado de un brinco y ha dicho a voces: «Huelo un poco mal, ¿eh? Bien, en lo que a mí respecta, ¡yo no como pasteles!». Luego se ha arrancado el rostro y se lo ha comido. Y de un gran salto ha desaparecido por la ventana.

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