jueves, 18 de febrero de 2010

Cena con Helen, de William Carlson

Tintinean las campanillas de la puerta. Ella entra en el Fixitorium con una radio en la mano. La desnudo, la acuesto. Satisfactoria: cortos cabellos negros y elegantes facciones enmarcadas por la almohada, firmes senos pequeños que apuntan hacia el cielo, largas piernas extendidas, etcétera. Se acerca, deja la radio sobre el mostrador. 
- Hola. 
Añadid una voz sensual que murmura palabras de amor. 
- Hola, ¿en qué puedo servirla? 
La veo vestida otra vez; tiene demasiada presencia. 
- ¿Podría arreglarme esto? Tiene un molesto zumbido. 
- Desde luego. 
Un aparatito sencillo que probablemente necesita una placa electrolítica; podría arreglarlo con los ojos cerrados. Cojo la pluma y escribo: Marca. Modelo. Problema. Sonrío, hago preguntas, escribo lentamente pienso deprisa. Nombre: Helen Williams. Soltera, sin romances, inteligente, directa. Dirección: 2221 Washington. Pacific Heights (dinero y clase). Teléfono: 346-4729. Sonríe, me da las gracias, se dispone a marcharse. ¡Ahora o nunca! 
- Una última pregunta, ¿ha comido alguna vez en Lyon's? 
Mira el albarán de entrega. 

- ¿Es necesario este dato? 
- Vital. 
- No, nunca. 
- Entonces jamás ha saboreado su cangrejo Louie. ¿Sabe una cosa? En cuanto ha entrado usted en esta tienda me he dicho: Jordan, esta adorable muchacha y el cangrejo Louie de Lyon's fueron hechos claramente la una para el otro... 
- ¡Qué conmovedor! 
- ...y es evidente que tienes el deber de presentarlos. - Exhibo mi sonrisa de chiquillo, ella sonríe a su vez; es cosa hecha -. ¿Qué le parece? ¿Mañana? 
- Lo siento. 
Fracaso. Pero, realmente, parece sentirlo un poco. Decido probar la frase que aprendí en hippielandia. 
- ¿El miércoles, entonces? No debemos resistirnos; está escrito en nuestros karmas; estamos predestinados a almorzar juntos. 
Me mira a los ojos. 
- No le servirán de nada esos trucos, señor Jordan. 
Permanece quieta, pensando. 
Yo también me quedo quieto, furioso. ¡Me las pagará! Pero por ahora todo lo que puedo hacer es callar y esperar. Al fin se decide: 
- ¿Le iría bien el jueves? ¿Puede recogerme en la esquina de Divisadero y Washington a las doce y cuarto? 
- Encantado de que... - me trago el disparate que iba a soltar -. Sí..., me va muy bien. Gracias. 
- Gracias a usted. - Toca su radio -. ¿Cuándo estará lista? 
- El viernes. - Sonríe y se vuelve para marcharse -. Eh... ¿Señorita Williams? 
- Sí. 
- Jordan es mi nombre de pila. 
- ¡No me diga! ¡Adiós, Jordan! 
¿Por qué tengo la sensación de que ya sabía que era mi nombre de pila? Algo me lo dice. 
El jueves, Helen llega a la hora convenida. El único aperitivo que acepta es un zumo de tomate. Pido dos, aunque necesito un trago. Farfullo unas cuantas trivialidades, ella me mira, me taladra con la mirada, no dice nada, empiezo a ponerme nervioso. Llega el zumo de tomate; yo pongo sal, pimienta, limón y unas gotitas de Perrins en el mío, lo cual divierte a Helen, pero de todos modos no le da el sabor de un Bloody Mary. Helen se bebe el suyo sin nada. No lo bebe lo saborea, lo paladea, se concentra en ese zumo de tomate como si fuera el néctar más raro jamás preparado. Lo mismo ocurre con el cangrejo Louie. Yo también me concentro en el mío; no tengo otra cosa que hacer. Comienzo a recordar cierta comida que hice en Vietnam, después de la peor patrulla que jamás me tocó. Aquella tarde vi a una niñita con las tripas fuera a consecuencia de un tiroteo, y una bala de los vietcongs me rozó la cabeza. Estuvo a punto de darme. ¿Un aperitivo poco indicado? ¿No? El mejor de todos. Empecé a babear en cuanto olí ese rosbif. Recuerdo exactamente el aspecto que tenía; tostado por fuera con el centro sonrosado cómo lo corté, cómo brotó el jugo cuando le hinqué el diente. ¡Y el sabor! Disfruté con cada bocado, hasta el último. Helen parece comer de esta forma; ¿será alguna especie de maniática de la buena cocina? 
Suspira un poco después de tragarse el último bocado. 
- Tenía usted razón - dice -, estábamos hechos la una para el otro. 
Se me atraganta el café ¿Y ahora qué? ¿Se me está declarando? Empiezo a tartamudear algo, y entonces comprendo que se refiere al cangrejo Louie. 
- Me alegro que le haya gustado - digo. Comienzo a animarme, lo cual parece divertirla. No entiendo en absoluto su sentido del humor. Le ofrezco un cigarrillo. 
- No, gracias. 
- ¿No fuma? 
- No. 
- ¿Pero no le importará que yo lo haga? 
- No. 
Esta mujer es una conversadora nata. Bebe apreciativamente un sorbo de te. Yo me exprimo el cerebro. 
- ¿Sabe una cosa? Al verla disfrutar con esa comida he recor... - me interrumpo. ¡Jesús, no quiero hablar de eso! 
- ¡Disfruto con todo lo que hago! ¿Pero usted iba a hablarme de una comida que le hizo disfrutar una vez? 
- Algo así. 
- Me gustaría oírlo. 
- Pues... 
- Por favor. 
Se lo cuento. Me escucha tan atentamente que empiezo a escucharme a mí mismo y advierto que mi descripción de la patrulla es demasiado gráfica. 
- No..., por favor, cuéntemelo todo. 
Se lo cuento. Cuando llego al rosbif, lo huelo, lo veo, lo paladeo. 
Helen está sentada muy callada, pero hay energía en su silencio; es evidente que está juzgando mi relato. 
- Creo que comprendo - dice. Ese día estuvo tan cerca de la muerte que ello le sensibilizó hacia la vida. La comida le pareció excelente porque estaba completamente receptivo a ella; pero ¿sabe una cosa? El rosbif siempre sabe así cuando uno lo capta, con su verdadero yo. 
Bueno ¿Qué clase de chica es ésta? 
- No tiene que creerme a ciegas; de todos modos ya lo sabe..., lo ha leído en docenas de libros. Cualquiera que realmente busque la verdad acaba descubriéndola por sí mismo. Y usted la busca, ¿no es cierto? 
En realidad, así es. No suelo desnudar mi alma ante los extraños, sobre todo cuando son hermosas mujeres, pero es evidente que a Helen no le interesa hablar de fruslerías, y su interés es un imán que me obliga a contárselo todo. De modo que le hablo de mi educación fundamentalista, de que estudié ingeniería en el estado de Iowa y estaba dispuesto a convertirme en una rueda bien engrasada de la maquinaria del sistema cuando me metieron el Vietnam entre los rodamientos. Describo algunas de las cosas que vi y algunos hechos que comuniqué por mi radio, y lo que me hicieron. Le hablo de mi año de hippy y cómo finalmente abandoné la comuna cuando comprendí que nuestra jerga y los collares y las drogas no eran más que un reflejo deformado del sistema. Le hablo de los decepcionantes seis meses en que colaboré con el programa de lucha contra la pobreza, la imposibilidad de cambiar los valores de los demás cuando uno no está seguro de los propios. Luego le digo a Helen lo que me ocurre ahora, que no formo parte del mundo de los hippies ni de los integrados, que mi trabajo no significa nada para mí, que no creo en nada (excepto, tal vez en el placer sensual), que no encuentro seguridad en ninguna parte. En resumen, me presento como el confuso, alienado joven moderno (supongo que tener veinticinco años es todavía ser joven), un papel que detesto. Pero ése es mi papel. 
A la una y media ella ya lo sabe todo. Salimos, la acompaño y me detengo en Golden Gate Park camino de Irving Street. Paseo bajo los eucaliptos y me pienso. Llego a la conclusión de que estoy otra vez en el rollo. Esta chica casi me entusiasma tanto como mi primera colección de cristales. 
Llego al Fixitorium con dos horas de retraso. Mi jefe se descarga contra mí. Yo me descargo contra él. Me despiden. 
Al día siguiente, llamo a Helen. Su voz de bajo resulta particularmente sensual por teléfono. Es imperativo que me acueste con ella lo más pronto posible. Sugiero que nos veamos el domingo por la noche; ¡me invita a cenar a su apartamento! 
El viernes y el sábado los paso pensando en ella. Fantaseo. Me masturbo. ¿Estoy enamorado?, me pregunto. Un instante la respuesta es sí, al siguiente es no. 
El domingo estoy tenso, llego cuarenta minutos antes de la hora. Paseo por las calles, subo y bajo las colinas, pienso en muchas cosas. Llega la hora, toco el timbre. 
Helen lleva pantalones chinos de seda. Oh, cielos. Su apartamento es como el resto de su persona, ligeramente increíble. Contiene una mullida alfombra azul, algunos grabados orientales, varios estantes llenos de libros, una curiosa mesita de unos veinte centímetros de altura, y eso es todo, excepto por algunos cojines esparcidos por el suelo. A petición suya, me quito los zapatos y me siento en el suelo, lo cual probablemente les resulta muy natural a los niños y a los hindúes. 
- Estás incómodo, ¿verdad? 
- En absoluto. 
- Dígame la verdad. 
- Está bien. Sí. 
Se afana con unos almohadones y un respaldo y pronto estoy cómodo. De entrada, ha preparado gambas y pequeños trocitos de pescado que mojamos en diversas salsas y la cena consiste en sukiyaki, preparado y servido en la mesita. Yo tengo un tenedor, pero Helen maneja sus palillos con tanta destreza como yo manipulo un par de pinzas largas. Nada de aperitivos, nada de sake, pero tiene una botella de medio litro de cerveza Asahi para mí, que le agradezco. Prefiero sentarme en una silla de verdad a una mesa de verdad y comer un jugoso entrecot, pero todo esto resulta muy exótico, la comida es bastante buena y aprecio todas las molestias que se ha tomado y así se lo digo. 
Ella me ofrece una amable sonrisa irónica que parece responder más a mis pensamientos que a mis palabras. Me ofrezco a ayudarla a quitar la mesa, pero Helen se mueve con la eficiencia de una máquina de precisión y ha terminado la tarea casi antes de que yo consiga desenredar mis crujientes extremidades. 
Bueno, ha llegado mi hora; este lugar está hecho para el amor. Ella se deja arrastrar hasta un rincón lleno de cojines y permite que la rodee con el brazo. Su contacto es agradable, huele bien. Permanecemos así sentados unos minutos, luego intento besarla. No hay suerte. Entonces deslizo la mano sobre su blusa de seda en dirección a sus senos. Su mano se posa sobre la mía, la retiene. No tengo nada en contra de hacer manitas en la calle. Estoy caliente, frustrado. 
- ¿Y ahora qué? - pregunto. 
- A ver, creo que debes decirme que me quieres. 
Lo dice irónicamente, claro. ¿O no? Pero, qué demonios, pienso que así no voy a llegar a ninguna parte, y decir "te quiero" probablemente es una manera tan buena como cualquier otra para describir el estado en que me ha puesto. 
- De acuerdo, te quiero. 
- ¿Y ahora qué? - pregunta ella. 
- Es lo que quisiera saber yo. 
- ¿Me quito la ropa, me tiendo de espaldas y abro las piernas? 
- Parece una espléndida idea. ¿Lo harás? 
- ¿Te gustaría? 
- Sí. 
- ¿Crees que eso te hará feliz? 
- Sí. 
- Mmm. - Intento besarla otra vez -. Espera... Tengo que ir un momento al dormitorio. - Empiezo a protestar pero ella ya se ha metido dentro y ha cerrado la puerta. 
Espero. No entiendo qué pasa. Tal vez se esté preparando para hacer el amor. Eso confío. Espero. 
Se abre la puerta. 
Aparece alguien. Me levanto de un salto. El se acerca a la pila de almohadones y se deja caer. Va informalmente vestido, con unos pantalones y un suéter. Sus ropas y toda su actitud - la manera cómo está allí recostado - son completamente masculinas. 
- Jordan. 
La manera de saludar, la inflexión, incluso el tono de la voz son masculinos. Le miro fijamente; no puedo hablar. 
- ¡Vamos, no te pongas así! Siéntate, hablaremos de todo esto. 
Casi no le oigo. 
- ¿Cómo..., cómo te llamas? 
Estúpido, pero es todo lo que se me ocurre. 
- Allen. - Sonríe -. He pensado que debías conocer esta faceta de mi carácter. 
No puedo evitar mirar su entrepierna. Tiene el mismo aspecto que cualquier otra entrepierna. Me froto la frente. 
- ¡Siéntate, por Dios! 
Arreglo unos cuantos cojines e intento ponerme cómodo. 
- A este lugar no le vendrían mal un par de sillas - dice. 
Comienzo a recuperar la voz. 
- Ya lo creo. 
He preguntado cuán profunda habrá sido su transformación; se me ocurre una forma sencilla de comprobarlo. 
- ¿Cómo crees que quedarán clasificados los Forty-Niners este año? 
¡Puedo imaginar lo que haría Helen con una pregunta así! 
- En tercer lugar, tal vez segundos si Wilcox y Brodie no se duermen. Claro que si tuviéramos a Y.A.Tittle en sus buenos tiempos detrás de la actual alineación... 
Hago un gesto de asentimiento. Procuro pensar, no se me ocurre nada. 
- ¿Y qué me dices de los Giants? - pregunta él -. ¿Crees que Willie Mays podrá jugar otra temporada? 
- No me hables de Willie Mays. 
- ¿Te has cansado ya del jueguecito? 
- ¡Mira quién habla de jueguecitos! - digo con rencor -. ¿Y a ti qué te importa de todos modos? ¿Quién eres tú? 
Me mira pensativo, como midiéndome. 
- ¿De verdad no lo sabes? 
- Eres un tipo raro, es todo lo que sé. 
Silencio, y otra larga mirada de Allen. 
- ¿Raro? No. Digamos que soy completo. Me considero un ser completo. 
Trato de digerir eso. 
- ¿Quieres decir que yo soy incompleto, entonces? ¿Quieres decir que todas las personas normales son incompletas? 
- Yo no digo tal cosa. Y prescindamos de la palabra "normal". Es lo que hace la mayoría de los psiquiatras inteligentes. 
- De acuerdo, pero ya sabes a qué me refiero... Contesta a mi pregunta. 
- ¿Has pensado alguna vez qué sensación debe producir ser una chica, Jordan...? ¿Has imaginado serlo, tal vez? 
- Bueno... 
- Todos los hombres lo han hecho. Y viceversa. Es inevitable pues los sexos eran uno antes de que se dividieran y todo ser posee esa memoria genética. El mito de Hermafroditus y Salmacis es una profunda verdad psicológica, y también una profecía. Algún día los sexos volverán a unirse. 
- Estás loco. 
- ¿Lo estoy? ¿Te has fijado en las recientes maneras de vestir y en los peinados, en todas esas operaciones de cambio de sexo, en la nueva militancia de los homosexuales y toso el interés que despiertan, todas las obras de teatro y películas sobre ellos? Te diré una cosa, los hombres empiezan a aceptar a la mujer que llevan dentro, y las mujeres al hombre que hay en ellas. 
Vuelvo a mirar su entrepierna. 
- Es posible, pero no puedes ignorar los hechos biológico. Ningún ser humano puede reproducirse solo. 
- No estés tan seguro. Existen considerables pruebas en favor de la partenogénesis y debes tener en cuenta el potencial de la ingeniería genética. Sé que conoces estos dos hechos. 
Vuelve a mirarme fijamente. ¿Qué sucede? Aquí se está desarrollando una especie de comedia y yo no sé de qué va. 
- Sí, los conozco. - He estudiado un poco los dos temas, sabe Dios por qué. De pronto me sorprende observar que Allen parece mayor que Helen -. ¿Cuántos años tienes? De mujer se te veía más joven. 
- Parecer joven o viejo, hombre o mujer, guapo o feo, es algo que depende de lo que yo me proponga. 
Soy sólo un ingeniero, tardo unas minutos en asimilar todo esto. Cuando lo he asimilado digo: 
- Ahora vamos al grano, ¿no? 
Sonríe, se recuesta y se pone las manos en la nuca. 
- Parece que empiezas a comprender. Por fin. 
- No fue casualidad que vinieras al Fixitorium. 
- No, no lo fue. 
- No te escogí yo a ti; tú me escogiste a mí. 
- Así es. 
- Tengo una rara sensación en el estómago. 
- Hace tiempo que me conoces; me has estado observando; quieres algo de mí. 
- Digamos que quiero algo para ti. 
Estoy muy tenso; quiero acercarme a él y darle una buena tunda, pero no deseo tocarlo. 
- ¡Maldito monstruo! - grito -. ¿Qué significa todo esto? ¿Quién eres? 
Él sacude la cabeza. 
- Jordan, Jordan. - Parece un padre sermoneando a su hijo -. ¿No lo entiendes? ¿No sabes dónde estamos? ¿No recuerdas haberme visto antes? ¿No sabes quién soy? 
- ¡No, no lo sé! Jamás te había visto hasta el jueves pasado. - Estoy empezando a enfadarme; aparto los condenados cojines y me levanto -. ¡Y, espero no volverte a ver jamás, por Cristo! 
Allen se sienta muy tieso, habla suavemente, con una voz a medio camino entre la de Allen y la de Helen: 
- Pero me verás, Jordan, tu lo sabes, verdad. 
No es una pregunta. Se quita los zapatos y los calcetines. 
Le observo, incapaz de moverme. Se levanta, se quita el suéter. Sus movimientos me hipnotizan, no puedo quitarle la mirada de encima. ¿No he pasado antes por todo esto? ¿No sé lo que va a pasar? 
El suéter de Allen cae sobre la alfombra y luego siguen su camisa y sus pantalones. Sí, he visto antes a Allen, he pasado antes por todo esto pero, ¿donde?, ¿cuándo? Las respuestas están a un milímetro de la conciencia, pero no puedo recordar exactamente... 
Allen se quita la camiseta; su cuerpo no tiene vello, sus pechos están excesivamente desarrollado para un hombre, poco desarrollados para una mujer. La última prenda es un asunto complicado con cierres de prisión y una cremallera. Permanece de con las piernas ligeramente separadas, sus largos dedos blancos abren hábilmente los cierres. Miro sin parpadear cómo introduce los pulgares en la banda elástica de la cintura y hace bajar lentamente la prenda, deslizándola sobre sus estrechas caderas. Al fin, la prenda cae al suelo. 
Miro y comprendo. 
Comprendo dónde estoy y quién es él. Comprendo por qué me conoce, y durante un cegador instante comprendo lo que quiere de mí. 
Pero lo olvido. 
Ya lo he olvidado.

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