miércoles, 17 de febrero de 2010

Tutucas, de Gustavo Nielsen


Las mujeres quieren chicos y los hombres quieren libertad —dijo el señor que vendía la co­mida para los animales. Le hablaba al mendigo que intentaba quedarse con los centavos de los vueltos—. Es así —agregó. 

El mendigo nos miró como preguntando a qué animal íbamos a querer alimentar. Sobre la mesa había más de veinte tipos de paquetes de distintos colores. 

—No sé —dijo Blas. 

—Hay comida para pájaros, para venados, para camellos o para elefantes. 

—Cuando era chico le daba las mismas galle­tas al camello que al elefante —dije—, y seguro que son los mismos animales, más viejos. 

—Eso pasaba antes —dijo el vendedor—; ahora es más específico. Cada animal tiene un nombre. Cuando éramos chicos, la elefanta era... 

—...solamente elefanta —completé. 

—Ahora es Mara. 

Blas tomó un paquete cualquiera. 

—Si su hijo no se decide, puede llevar el bal­decito con surtido. Viene con las etiquetas, para no confundirse. 

—¿Cuánto sale? 

—Cinco pesos. 

Miré adentro del baldecito. Algunas galletas eran cuadradas, otras eran triangulares; otras, redondas o con forma de anillo. 

—Se fija en la indicación del balde y después la compara con la forma de las galletas. 

Buscar mediante la indicación era más difí­cil que localizar una empanada de pollo en una fiesta de cumpleaños. Las galletas que mi madre me compraba cuando era chico estaban hechas con más inteligencia: no sólo correspondían a la dieta de todos los animales; la misma forma correspondía a la de los animales. Si uno que­ría, podía tirarle una lechuza a un león, con to­tal conocimiento de causa. En las de ahora, las de los monos eran cuadradas y las del alce cali­forniano, anulares. Vi que Blas se estaba deci­diendo por el surtido y me apuré a decirle al vendedor: 

—El chico eligió las más baratas. Quiero, también, una bolsa de tutucas. 

El mendigo se quedó con la palma vacía. Cuando íbamos caminando, Blas me dijo: —Tío, ¿voy a poder darle a la foca galletitas de jabalí? 

—Le van a encantar. 

Habíamos ido al jardín zoológico a dibujar animales. Para eso había comprado dos carpetas espiraladas de hojas blancas, una de mayor ta­maño que la otra. Blas primero quiso la más grande; después se arrepintió. No se decidía. Me preguntó cuál iba a querer yo. 

—La más chica —respondí. 

—¿Por qué? 

—Porque es la más fácil de llevar. 

—-Entonces, quiero la más chica. 

Si la vida era tan elemental como el vende­dor le explicaba al mendigo, yo estaba fuera de la vida. Desde hacía años que quería las dos co­sas: libertad y niños. Lo más cercano a mi deseo que había conseguido eran amantes y un sobri­no. Blas tenía seis años y yo cuarenta. 

—¿Qué son tutucas? 

—Un pochoclo que comíamos de chicos con tu papá. 

—¿Me lo dejás ver? 

Le pasé el paquete. Lo abrió. 

—¿Se tragan? 

—Claro. 

Blas se llevó uno a la boca y lo escupió. 

—Son más feos que los bizcochitos de poke­món —dijo. 

Con los elementos para dibujar no había te­nido problemas. Se decidió rápidamente por un marcador grueso de color negro. Yo había lleva­do, también, un marcador de tinta al solvente, un lápiz de madera y un pequeño crayón rojo. Blas probó los cuatro, aunque quiso dibujar so­lamente con su marcador. La tinta del que había llevado para mí, traspasaba las hojas. Me lo hizo notar antes de descartarlo. 

Cuando estuvo delante del primer animal, con el marcador a punto para empezar el dibu­jo, se quejó. 

—Se mueve. 

Trazó una línea y lo volvió a mirar. Los fla­mencos comían de un plato una pasta amarilla. 

—Pará de moverte, pajarraco. 

Debajo de la línea del cuello dibujó un círcu­lo que era el cuerpo. Le hizo las patas con dos rayas quebradas. El flamenco desplegó las alas y levantó la cabeza. Por detrás de nosotros, un chico gritó: 

—¡Mirá qué cola corta, mamá! 

Llevaba anteojos de vidrios gruesos y tenía un ligero estrabismo, heredado de la señora que lo agarraba de la mano. La señora parecía recién salida de misa. 

—¿Adónde ves la cola? —le preguntó Blas, sin quitar la vista del dibujo. 

—Ahí —señaló el chico. 

Blas agregó una cola. El dibujo había que­dado muy parecido. El animal siguiente fue el león. 

—Me tapa una pata con la melena. 

—Dibujásela igual. 

BIas hizo esa pata con las garras abiertas y afiladas. 

—¿Sabrá que lo estoy copiando? —dijo. 

—Por algo se queda tan quieto. 

El león giró la cabeza hacia nosotros, como si hubiera entendido el comentario. 

—No debe saber ni qué es un lápiz... —dijo Blas. 

Trazó la curva del lomo. Por la mitad del cuerpo rellenó una zona de negro y extendió el relleno hacia el suelo. Era la sombra. Al termi­nar el dibujo, se puso de pie. Llevaba el paquete con las galletas en la mano. 

—¿No les vamos a dar nada de comer? ¿Ni a la leona? 

—¿Cómo sabés que hay una leona? 

—Está más allá —dijo. 

Me moví en esa dirección. La leona estaba tirada detrás de la gruta. El león y la gruta le ta­paban el cuerpo. 

—¿Cómo sabías que estaba ahí? 

—Siempre que hay un león, hay una leona —dijo—. Si no, no puede haber leoncitos. ¿Lo di­bujo a Tarzán? 

—Eso dejalo para agregar en casa. 

Fuimos a la jaula de los osos. Los animales estaban durmiendo. Un hombre amarronado, de unos cincuenta años, le dijo a su nene: 

—Mirá los patos, Nicolás. 

Tenía cara de ser un hombre prolijo, de esos que leen los manuales de instrucciones de todas las cosas. BIas, apoyando el marcador en una hoja nueva, acotó: 

—Qué tonto, el señor... Los patos están en todos lados. 

El hombre lo escuchó. Me miró para ver cómo reaccionaba ante el comentario de mi hijo. 

—Es mi sobrino... —dije, con la intención de explicarlo todo. El hombre hizo una mueca que le amarronó más la cara, y siguió caminando. Un oso se despertó, dio dos pasos y se volvió a echar. Comenzó a roncar instantáneamente. 

—Qué fuerte que duerme —dijo Blas, sepa­rando el marcador de la hoja. Había quedado un punto. Agregó, sin levantar la vista—: como la abuela Jose. 

Dibujar animales en movimiento era difí­cil, pero si estaban quietos perdían todo el en­canto y ya no daban ganas de nada. Nos pasó con el rinoceronte y, más adelante, con el puer­coespín, que durmiendo parecía un descuidado manojo de agujas de tejer. BIas estaba decep­cionado. 

—Comprame pochoclo —pidió. 

—¿No querías ir a los elefantes? 

—Después. 

Nos acercamos al kiosco. 

—¿Cuánto es? 

—¿Dulce o salado? 

—Dulce. 

—Cinco pesos. 

—¿Y salado? 

—Cinco pesos. 

Saqué el billete. El vendedor me entregó un cartucho enorme, del que adiviné que Blas no comería ni la mitad, y levantó los hombros. 

—Es caro, ya sé —dijo. 

—Sí. 

Blas se acomodó para poder dibujar a los elefantes y comer al mismo tiempo. A esta altura del recorrido tenía un grupo de pequeños admi­radores. Además del niño estrábico, había dos nenas gorditas, de polleras, y un chico de la calle esmirriadísimo y despeinado. La más petisa de las nenas miraba solamente el pochoclo. 

—¿Viste las arrugas que tienen? 

Miré en su dibujo. 

—¿Y si tienen arrugas, por qué no se las dibujaste? 

—Pasame el lápiz. 

Cuando se levantó, me dio el cartucho de pochoclo. 

—No quiero más —dijo. 

Mis cálculos de lo que iba a comer habían sido por demás indulgentes. Pensé en tirarlos. La nena nos miró con cara de "ni se te ocurra". 

Le dije a Blas: 

—¿Se los regalamos? 

—-¿Y si te los comés vos? 

—Engordan. 

—¿Y? 

—-No quiero engordar. 

—Mamá dice que no importa. 

—A mí, sí. 

Había dibujado un elefante y medio. Se ras­có la cabeza con el marcador tapado. La nena tendría cuatro años. Un moco elástico le colga­ba de la nariz. 

—Tiralos —dijo Blas. 

Le di el cartucho a la nena. Apreté la mano de Blas para seguir caminando. Me odiaba. 

—¿Qué tal los tigres? —le dije. 

—Sos un tarado. 

—¿Por qué? 

—Por lo que hiciste. 

—¿Te pareció mal? 

—Muy mal —dijo, seguro. 

Le tiré del brazo. El arrastró los pies, dio vuelta la cabeza y le sacó la lengua a la nena. 

—Odio los tigres —dijo—. Quiero hacer pis. 

Le pregunté a uno de los guardianes por los baños. Me indicó que estaban pasando los im­palas. Empezamos a caminar en esa dirección. 

—¿Sabés hacer solo? 

—Tengo seis años —contestó. 

Entramos juntos. Los baños olían peor que la jaula de los zorrinos. Un hombre vestido co­mo un gángster se sacudía la bragueta con un movimiento que involucraba a todo su cuerpo. Cuando acabó, miró para ver si lo mirábamos. Blas buscó el mingitorio infantil. Me quedé es­perando a que terminara, sosteniéndole los ele­mentos de dibujo. El hombre dijo algo, pero el ruido de la secadora de manos le tapó la voz. Salió delante de nosotros. No volvimos a ha­blar con Blas hasta que otro kiosco nos inter­ceptó. 

—¡Mirá lo que venden, tío! 

Me estaba dando una oportunidad para reivindicarme. Animales de plástico en bolsitas. 

"¿Cuánto cuestan?", pregunté, sin hablar, con una subida despectiva de mentón. Blas había elegido dos: un chancho y un cocodrilo. 

—Cinco pesos —dijo el vendedor. 

—Dejalos ahí. 

—Yo quería el chancho, y uno para mi her­manita... 

Me acuclillé para estar a la misma altura que Blas. Le puse una mano sobre el hombro derecho. 

—Vinimos al zoológico a dibujar, así que va­mos a dibujar —él miró su marcador como si no le sirviera más, como si se hubiera secado—. ¿Entendido? 

Pasamos los búfalos y el antílope sin dete­nernos. Él insistió en quedarse unos minutos con las vicuñas. Se sentó en el pasto y apoyó su carpeta abierta sobre las piernas cruzadas. Cons­truyó el cuerpo de la vicuña aproximando me­chones de tinta, en unos rulos con forma de eses. Empezaban a dolerme los pies. Me fijé en el mapa cuánto faltaba para las jirafas. 

La nena del pochoclo volvió a aparecer. Su sola presencia ya molestaba a Blas. La nena, ade­más, le manoteaba el marcador. Blas se quejaba con pequeños gruñidos. Me agaché con mi car­peta abierta; le di el crayón. Ella intentó dibujar un garabato, pero enseguida se aburrió. Moles­tar a Blas era más divertido. Le insistí para que agarrara el crayón. Ella quería el marcador. La madre no aparecía por ninguna parte. 

—Cree que el que sabe dibujar es el marca­dor —dijo BIas. 

Al final tachó el dibujo, porque no le gusta­ba. Arrancó la hoja y me la dio. Tiré el bollo en uno de los cestos. La nena le devolvió la sacada de lengua y se fue corriendo. 

—-¿Cuándo comemos? 

—¿Tenés mucha hambre? 

—Sí. 

—Después, cuando estemos en la calle. ¿No querías ir a un McDonald's? 

—No..., ahora. 

—¿Te da lo mismo cualquier cosa? 

—Cualquier cosa —afirmó. 

Le di la bolsa de tutucas. La revoleó por de­trás de una valla. Era necesario un nuevo ajuste. Me bajé hasta su altura. Puso cara de "otra vez..." Le señalé la hora en uno de los relojes solares del camino. 

—Son las doce menos cuarto. Vamos a ir a comer a las doce y media. ¿Te bancás? 

—¿Y cuánto es? 

—Tres cuartos de hora. Un cachito más. Fal­tan los monos y las jirafas. 

—¿Y las víboras? 

—Y las víboras. Después de eso, vamos a comer. 

—Está bien —dijo. 

Los monos estaban en plena orgía. Dos o tres hacían fila para montarse a la mona mayor, mientras los otros se masturbaban. El que con­seguía penetrarla era continuamente molestado por los que no querían perderse la fiesta. La gente se agolpaba alrededor de la jaula como si fuera a subir a un tren. 

—Están en celo, mirá. 

De vez en cuando, la mona sacudía una bandeja de madera, exigiéndoles comida a los espectadores. 

—Tirale una galletita, a ver. 

—Nooo, es comida de jabalí —dijo Blas. 

—Tirale igual. 

Finalmente le tiró todo el paquete, que ca­yó en mitad de la bandeja. La mona alargó la mano, pegó un manotazo hacia su espalda y un monito salió despedido. El siguiente en la fila no tardó en ocupar su lugar. 

—¿Y por qué se sacuden así, tío? 

—Porque se quieren mucho. 

La mona no aullaba de excitación. Su nuevo amante la estaba lastimando, la mordía. No se iba a salir hasta que se sacara todas las ganas. 

—¿Y si se quieren, por qué grita, tío? 

—Ya te dije, porque se está apareando. El grande es una hembra y el chiquito es un ma­cho. Ahora se le sale, ¿ves? Ya está. 

Alguien comenzó a aplaudir y varios lo si­guieron. La mona volvió a sacudir la bandeja de madera, exigiendo su paga. 

—¡Se cansó de coger! —gritó Blas. 

Una señora que sostenía un bebé dio vuelta la cabeza para mirado. Le sonreí, pero no me devolvió la sonrisa. La gente empezó a disper­sarse. Blas arrastraba la punta de su carpeta por el suelo. Parecía que no iba a dibujar más. 

—Lo explicaron en American Planet —dijo—. ¿Ya te fijaste donde está la jirafa? 

—Por allá —le indiqué. 

—¿Adónde? 

—Ahí. 

—¿Y eso que está delante de la jirafa, qué es? 

—Un ñandú. 

—¡Un avestruz, tío! ¿Lo dibujamos? 

El trayecto hasta el avestruz le quitó las ga­nas. Su cara volvió a ser la del niño a quien su tío no le compraba animales de juguete, ni lo llevaba a comer cuando a él se le ocurría. Ha­bía formulado su invitación llena de entusias­mo simplemente para que yo volviera a entu­siasmarme, y poder retomar su malhumor. Cuando llegamos hasta delante de la valla don­de vivían las jirafas, me pidió que le tuviera la carpeta. 

—Prefiero sentarme en ese banco —dijo. 

Lo vi ir, detenerse y regresar. Se había olvi­dado de darme el marcador. La entrega de todos sus elementos de dibujo parecía definitiva: ya había trabajado lo suficiente. 

Me gustan las jirafas, por lo que me puse a bo­cetar mi primer dibujo. Siempre hago igual, so­bre todo si se trata de formas vivas. Empiezo un boceto en lápiz, lleno de líneas temblorosas; re­cién después utilizo el marcador. Hay una pelícu­la casera de cuando yo tenía seis años, en la que aparezco dibujando. Utilizaba unos crayones negros totalmente indelebles, como el marcador que ahora usa Blas. En la película los trazos eran precisos, enérgicos. Al final posaba con el cua­dro. Perdí toda esa seguridad. Ahora tengo que tomar proporciones con el pulgar de la mano derecha, hacer marcas con la uña en el lápiz. El cuello y la cabeza de la jirafa ocupaban la misma altura que el cuerpo con las patas. 

En el asiento, a unos doce pasos de allí, es­taba Blas. Las admiradoras de trenzas y vestidi­tos lo miraban como esperando que volviera a dibujar. La más grande le hablaba. Blas no le prestaba atención. 

Una chica con su novio se pararon para ver cómo mi mano pasaba en tinta el croquis de la jirafa. "Miráaa", dijo la chica, con la boca abier­ta. Otra persona se acercó; un hombre mayor. A las dos nenas se unió el chico de la calle, que se había inventado una honda con una horqueta de árbol. La honda encantó inmediatamente a las niñas. El chico de la calle se puso a buscar una piedra del tamaño adecuado; la nena más pequeña lo ayudaba; ninguna de sus piedras le servía. Entonces Blas se levantó y vino hasta donde yo dibujaba. Quiso su carpeta, quiso su marcador. 

—¡Tiene cuernos! —gritó, de repente. 

Y: 

—¿Viste? Las manchas se le acaban a la altu­ra de las orejas... 

Y: 

—¿Dos pezuñas?; ¡qué pie tan raro! 

Estaba arrepentido de haberle tirado el paquete de comida a la mona. Buscó, en el suelo, una galletita para jirafas. El cuidador, un mu­chacho mal afeitado y con olor a desodorante femenino, se acercó a explicarnos que en invier­no las jirafas comen una dieta balanceada de pasto verde, pasto seco y brotes de soja. Señaló un cesto en alto, que habían puesto para que las jirafas lo alcanzaran sin torcer el cuello. Había dado la explicación para todos, cosa que fastidió a Blas. 

—¿Volvemos? —le dije. 

—¿Y las víboras? 

Me fijé en la guía. 

—Al lado de la entrada. 

Desandar el camino en un zoológico es lo más parecido a recorrer un álbum de figuritas: imágenes y nombres en una colección que uno ya ni mira, que no importa. 

Cerca del pabellón de entrada, todas las co­sas tenían nombres terminados en "ario". Acua­rio, nocturnario, serpentario, ofidiario. Yo esta­ba feliz, porque nos íbamos. Blas me pidió un helado. Por un error divino o de la administra­ción no valían cinco pesos, sino dos, o dos con cincuenta. Había, también, de un peso: los de agua. Blas no se decidía: los que más le gustaban eran los de agua pero que fueran los más bara­tos le provocaba sospechas. En esto estábamos cuando apareció el hombre de la boa. 

No era un solo hombre, eran cuatro. El ma­yor les daba las indicaciones a los jóvenes; la boa estaba apoyada sobre una plataforma alargada que rodaba sobre rulemanes. Era uno de esos animales desmesurados, que sólo se ven en las fotos de las tragedias zoológicas y en el Guiness. Tendría más de cinco metros; el ancho medio superaba el de un brazo de cualquiera de aque­llos hombres musculosos. La gente empezó a ca­minar hacia allí. Los tres jóvenes detuvieron la plataforma contra una pared blanca e hicieron un cordón para que nadie molestara al animal. 

—-¿Cuál querés? 

—Cualquiera —dijo Blas. 

Sospeché que el helado se me iba a derretir en la mano; elegí uno de limón, el que me pare­ció más diet. Blas ya corría hacia el grupo, fasci­nado por la presencia de la serpiente. Por sobre las cabezas vi izarse el cartel: 

DOCE Y MEDIA - FUNCIÓN BOA CONSTRICTOR 

El hombre mayor era el adiestrador. Tenía el pelo aplastado y un espeso bigote en herradu­ra. Miraba a la gente desde unos ojos opacos y un poco blancos, con la lejanía de la descon­fianza o de las cataratas. En cuclillas, colocó sus dos manos sobre el animal en el momento en que le di la primera chupada al helado, antes de intentar pasárselo a Blas. El frío me estremeció. Blas no quería su helado; tampoco dibujar. El cordón de jóvenes nos empujó dos pasos hacia atrás, suavemente. Busqué la mano de Blas, que había quedado del otro lado. 

Mordí el helado. La boa era de color pardo, con manchas redondas y rojas. Los redondeles estaban delineados en negro. Ni el adiestrador, ni los jóvenes, parecían haberse percatado de que Blas estaba tan cerca. 

La boa se llamaba Paquita. Tenía el equiva­lente de cuarenta años humanos, dijo el adies­trador. Mi edad. Podía tragarse un cordero de un solo bocado, pero allí la alimentaban con ratas vivas. La gente hizo "ajj". Dije: "Está mi nene, ahí; ¡Blas!". Uno de los jóvenes dio vuelta la ca­beza y lo señaló, en un gesto que hizo para mí, pero no lo sacó de adelante. 

En el Amazonas, Paquita se había comido más de un tapir, insistió el adiestrador, y unos cuantos perros salvajes. Agregó que ahora estaba tan quieta porque dormía la siesta, mientras ha­cía la digestión. 

—Lo único que hay que evitar es ser bruscos con ella. 

—¿Por? —dijo el hombre vestido de gángster que habíamos cruzado en el baño. 

—Porque se puede asustar. 

—¡Blas! 

El adiestrador preguntó si alguien se anima­ba a tocar a Paquita. Había que ser valiente y decidido. Un rumor tibio corrió entre la gente. Paquita deslizó su lengua bífida hacia afuera. Una única idea, espantosa, me cruzó la cabeza. 

—Yo —dijo Blas. 

—¡No! —grité. 

El adiestrador movió graciosamente su bi­gote. Sonrió. 

—A Paquita le gusta que los chicos la aca­ricien. 

—Mentira. ¿Cómo puede saber los gustos de ese monstruo? 

El adiestrador bajó un instante la cabeza. 

—Paquita no es ningún monstruo, señor. 

—Está bien, pero no quiero. Mire si justo pasa un imprevisto. No es un animal dócil. 

—Sí lo es. 

—Es salvaje. Nadie tendría esa boa en una casa. Usted dijo que podía matar a un cordero. 

El adiestrador movió la cabeza, aceptándolo. 

—Es demasiada responsabilidad —dije. Y agregué—. Es un asco, come ratas vivas. 

Él subió los hombros y se puso a buscar otro candidato. No iba a perder su tiempo dis­cutiendo conmigo. Blas levantó una mano, co­mo si fuera a despedirse. Uno de los jóvenes, el que antes lo había señalado, se puso alerta, pero el adiestrador estaba distraído. Vi el gesto del joven deshaciendo su abrazo del cordón para tratar de manotear a Blas, que dio dos pasos se­guros y se montó encima de la boa. Yo tiré el cuerpo hacia adelante; se me cayeron las carpe­tas, los marcadores, el helado; la gente gritó y se corrió. La boa advirtió el cambio en el progra­ma quebrando repentinamente el cuerpo, como un látigo vivo. 

—¡Paquita! —gritó el adiestrador. 

Ella elevó la cabeza. Los jóvenes se soltaron de las manos. Fuimos los únicos, con el adies­trador, que nos quedamos en el lugar. Me tem­blaban las piernas, sobre todo al ver la cara del hombre. El zoológico entero se había alejado, mudo, un par de metros. Lentamente, y sin de­jar de mirarnos, la boa rodeó con su cuerpo la cintura de Blas. Los ojos le brillaban como boli­tas japonesas. Blas se aferró al cuero como si fuera un flotador. 

—¿Y el helado, tío? 

Pegó dos palmadas sobre el lomo. La boa torsionó la cabeza para centrar su atención en el pequeño bocado. Apretó el nudo sobre Blas. Abrió la boca, que tenía el tamaño de un neu­mático. El grito no fue mío, porque no me salió. 

El adiestrador se fue acercando por el otro lado. La boa, al verlo, aflojó la presión y pegó un coletazo contra el suelo. Entre la muche­dumbre había un policía con el arma en la ma­no. El coletazo había levantado una nube de polvo. El adiestrador hizo un gesto controla­do, para que nos serenáramos. Para ver en la tierra. 

Entonces la boa apoyó otra vez la cola en el suelo. Cerró la boca. Desanduvo parsimoniosa­mente el camino que había hecho con su cuer­po. Estacionó la papada en el mismo lugar de antes, para quedarse quieta otra vez. Estirada. 

Blas se bajó del lomo y vino caminando. 

—Mirá si te morías —le dijo una de las nenas. 

Él la miró con desprecio. 

Salimos del zoológico en silencio. Una en­fermera nos atajó en la calle, para ver si necesi­tábamos ayuda, y devolvernos las carpetas y los marcadores. Sonrió. Yo estaba bañado en su­dor. No supe qué decirle. Su sonrisa me pareció singularmente hermosa. Las carpetas estaban sucias, pero igual las apreté contra mi pecho. Necesitaba esa presión, o aire, o un whisky, o cualquier cosa fuerte, bien fuerte. Un bocinazo al Iado de la oreja. Una frenada de colectivo a mis pies. Blas me tiró de la mano. 

—Tío. 

—¿Qué? 

—¿Qué es morirse? 

La enfermera volvió sobre sus pasos. No te­nía por qué venir a ayudarnos si ya habíamos abandonado el predio, eso era lo que le explica­ba el policía que la había venido a buscar. El día era claro; sin sol, sin nubes. Un día blanco, de ésos en los que nadie, nunca, se fija. Hasta ese instante, yo mismo no me había fijado. 

—Como estar adentro de una boa —dije, casi sin mover los labios. 

—Buenísimo —dijo Blas, con la cara resplan­deciente de alegría. 

Pensé una vez más en la sonrisa de aquella enfermera, con su guardapolvo blanco como el día, y busqué, tras la vorágine de autos de la avenida Santa Fe, el cartel de McDonald's. 

—Entonces es buenísimo, tío —repitió, para que yo lo escuchara. Me tiró de la mano. 

El cielo estaba en la enfermera que se iba. 

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