miércoles, 12 de mayo de 2010

Malbec, de Cristina Civale

Los sábados a la mañana muy temprano mi mamá me preparaba el bolso antes de irse a la oficina a trabajar horas extras. Era un bolso demasiado grande para las cosas que, según ella, yo necesitaba para ir al club: la bikini verde con lunares blancos, el toallón marrón –uno viejo y bastante gastadito que ya habían descartado para usar en el baño y que además de toalla me servía de lona-; las hojotas que me habían regalado para reyes, el gorro de goma para el pelo –lo tenía largo, crespo y debajo de los hombros- y un pequeño neceser con un peine. A mí me hubiese gustado que agregara algún jabón, un champú y un bronceador, pero mi mamá me daba tanto miedo que no me animaba a pedírselo. Ella era una clase de mujer –por ese entonces tendría unos treinta y cinco y yo más o menos estaba por los
ocho- que me pegaba un chirlo si me sentaba en la cama y le arrugaba la colcha. También era capaz de dejarme marcados los cinco dedos de su mano derecha en alguna de mis piernas si, cuando íbamos a de compras al centro, me atrevía a hacer un pedido fuera de lugar: una crush en botella chiquita o un chocolate jack, porque me gustaba coleccionar los animalitos que venían escondidos en el chocolate. Muchas veces cuando me encontraba jugando en el patio con la muñeca cara, la que hablaba al tirarle de una cuerda ubicada cerca del cuello, me amenazaba con internarme pupila en un colegio si consideraba demasiado fuerte la tirada de la cuerda.

Por eso no me quejaba por lo del bolso. 

-Malcriada –me decía y me miraba con sus ojos verdes cargados de una furia que llenaban de lágrimas los míos. 


Al club iba con mi papá que los sábados cerraba el negocio de repuestos de autos que había comprado hacia dos años, a pesar de que mi mamá le insistía para que lo abriera. No andábamos muy bien de dinero. De modo que ella iba a trabajar y él me llevaba al club. En realidad no tenía más remedio que llevarme porque no me podían dejar sola en casa. Lo que a él le verdaderamente le gustaba no era llevarme a mí sino jugar a las bochas con sus amigos y comer asado. Le encantaban las mollejas y se hacía preparar por mi mamá –que se ocupaba del asunto después de preparar la cena y lavar los platos mientras él fumaba sentado a la mesa un cigarrillo negro y sin filtro- un chimichurri con mucho orégano. El chimichurri de mi mamá era su orgullo. Lo guardaba en unas botellitas de vidrio de jarabe para la tos a las que le quitaba la etiqueta y a las que limpiaba cuidadosamente con alcohol. Eso le gustaba a él: pavonearse con el chimichurri y fanfarronear con los amigos, cuyas mujeres, a diferencia de mi madre, se sentían liberadas cuando el sábado sus maridos partían al club a jugar a las bochas.

Así, más o menos a las diez de la mañana, cada sábado nos tomábamos un colectivo que pasaba a cinco cuadras del departamento en el que vivíamos por aquel entonces, en Lerma y Córdoba, en los bordes de Villa Crespo. Mi mamá ya se había tomado su colectivo a las siete y media para ir a hacer las horas extras y por supuesto ya me había preparado el bolso y también me había dejado organizado sobre la silla de mi cuarto un conjuntito de ropa que debía ponerme ese día. Siempre me parecía que los colores no combinaban bien y que el equipito carecía de gracia. Pero la cosa era que ni mi papá ni yo llegábamos a despedirla. Todavía dormíamos y ella, esos días, se comportaba como una mujer mansa y no se atrevía a despertarnos. Era el día especial en el que, a la vuelta del trabajo, me traía el único chocolate Jack de la semana y así, a su antojo, fui armando mi colección de animalitos de plástico. En cuanto a nuestro colectivo, nos dejaba a unas diez cuadras del club, metros y metros que transitábamos con atropello ya que para llegar al club, además, había que tomar una lancha.

El club quedaba en el Tigre y pertenecía a la obra social del trabajo de mi mamá, un banco en el que ella asistía a uno de los gerentes, nunca supe bien a qué se dedicaba exactamente y eso que ella se pasaba prácticamente todos los días allí, de lunes a sábado de ocho a siete y después casi no la veía porque iba da visitar a su mamá y llegaba justo para hacer la cena, lavar los platos, hacer el chimichurri y meterme en la cama.

 El club Regatas El Trébol me hacía parecer una nena poderosa. Los jardines inmensos que daban al río Luján, los largos caminos arbolados, la lancha que nos cruzaba de una orilla a la otra, las amplias escalinatas de mármol, las canchas de tenis que nunca pisé, los botes a los que jamás me subí y la gente que concurría, tan distinta a la que acostumbraba a ver, tan lejana y, a mi mirada de nena, inalcanzablemente espléndida -por sus ropas, sus modales y su elegancia- me hacían resistir el aislamiento que me imponían esos paseos al club donde no tenía amigos, no me relacionaba con nadie y me sentaba sola en un banco mientras mi padre y sus amigos jugaban a las bochas, un juego que, por lo demás, nunca entendí bien. No me quedaba claro cuando se perdía o cuándo se ganaba. Y lo más notable es que no le encontraba ninguna gracia. Pero por estar en ese mundo de ensueño yo toleraba pagar el precio tanto de la soledad como de la incomprensión.

A la hora de hacer el asado, mi papá y sus amigos le pasaban la cancha a otra banda de hombres y ellos se dirigían a las parrillas del fondo, una de la cuales siempre era reservada por el primero de la banda que llegaba al club, rara vez esa persona era mi padre.

 La banda de mi padre se sentaba a la mesa y mientras se entretenían con las achuras –chorizos, morcillas y mollejas-, esperaban con ansiedad el asado de tira y algunas veces, algún pedazo de lomo. Lo que nunca faltaba eran un par de damajuanas de vino tinto, de cinco litros cada una. En vasitos de plástico bebían su contenido y muchas veces se quedaban con ganas de más. Llevaban la borrachera con dignidad, lo peor que podía ocurrir era que se trenzaran en una discusión a los gritos por alguna cuestión política. Nunca llegaban a las manos, nadie vomitaba, ni se ponía excesivamente agresivo.

Yo me comía medio chorizo y me quedaba sentada al lado de mi papá escuchando lo que conversaban o se gritaban. Era entretenido, pero cuando a veces cuando gritaban durante mucho tiempo, sentía vergüenza y me quedaba como entumecida sentada en mi lugar, preguntándome qué pensaría toda esa gente espléndida de los griteríos bochornosos.

Un sábado mi papá no pudo jugar a las bochas. Ninguno de sus amigos concurrió al club. Mi papá se quedó muy desconcertado y trató de sumarse a otras bandas de hombres que jugaban pero no hubo caso. Eran grupos muy cerrados y no lo admitieron.

Entonces, resignado, se dirigió a al parrilla del fondo y se puso a preparar lentamente el asado. Yo lo seguí. Esta vez sólo preparó asado de tira y separó una de las damajuanas. Yo acompañaba todos sus movimientos y él se sintió fastidiado por lo que me apartó con un empujón que me hizo trastabillar y por el que casi me caí al piso. Como me di cuenta que lo molestaba mi compañía me senté a la mesa que habíamos elegido ese día y esperé sentada hasta que me sirvió mi ración de asado de tira. Comimos en silencio. Mi papá tomó una de las damajuanas y comenzó a servirse vino tinto en su vasito de plástico. Se sirvió como media damajuana y luego cayó rendido, inclinado contra la mesa, como si estuviese muerto. Al principio me asusté pero el susto me duró unos minutos: cuando empezó a roncar suavemente me di cuenta de que había sido el vino lo que lo había puesto en ese estado de inconciencia. 

No me animaba a sacudirlo, ni siquiera a llamarlo para que se despertara. Siempre me daban miedo las reacciones que podían tener mis padres ante algún pedido mío. 

De modo que durmió durante dos horas, desplomado sobre la mesa mientras yo lo contemplaba con más vergüenza que la que me producían los gritos que a veces se daban entre sus amigos. Dos horas petrificada en el asiento, viendo cómo los socios espléndidos del club pasaban cerca nuestro y murmuraban alguna cosa que yo imaginaba que tenía que ver con mi papá tirado sobre la mesa. 

Cuando se despertó me agarró del brazo. Me hizo poner la ropa arriba de la malla y no me dejó calzarme los zapatos. Ese día me fui con las ojotas y traqueteé con bastante dificultad las cuadras hasta el colectivo que nos dejaba en casa. Las ojotas eran incómodas para caminar trechos largos.

Llegamos como cada sábado sobre las siete de la tarde. Mi mamá ese día había llegado más temprano y estaba planchando la ropa que había lavado durante la semana. 

Se saludaron con mi papá con un beso rápido en la mejilla y mi papá se dirigió directo al baño. Desde detrás de la puerta escuché sus arcadas. 

Mi mamá siguió planchando e hizo como si no escuchara pero me di cuenta que estaba atenta a cada sonido que provenía de donde estaba mi padre. En la cuarta o quinta arcada fue cuando me miró. 

-¿Y el bolso? –me preguntó. 

Aterrorizada, me di cuenta que me lo había olvidado al lado de la mesa donde mi papá se había tomado la damajuana y luego desplomado en esa siesta que me humilló como nada hasta entonces lo había hecho en mi vida. 

Intenté balbucear una respuesta, explicarle lo que había pasado, el vino, la dormilona, la salida rápida, pero mi mamá ya estaba cargando la mano derecha sobre mis piernas. 

-Desagradecida. Ese bolso me costó dos sábados de horas extras. 

Bajé la cabeza y apreté fuerte los labios para aguantar los golpes. Mi papá salio del baño justo cuando mi mamá estaba dándome el último. 

-Si te pegan, pegá más fuerte –me ordenó. 

Sin pensarlo le obedecí y le pegué a mi mamá una cachetada con toda la fuerza que pude juntar. Le dejé la mejilla roja, tan roja como estaban mis piernas. 

Mi mamá retrocedió, no sé si sorprendida o atontada. Mi papá se cruzó una mirada con mi madre y salió a la calle. 

Mi mamá siguió planchando y de vez en cuando se tocaba la mejilla, parecía dolorida. Ese día mi papá volvió a casa muy tarde. 

Nunca más volvimos al club. Mi papá dejó de jugar a las bochas y empezó a abrir el negocio los sábados. Mi mamá siguió con las horas extras, pero ahora hacía medio turno. 

En cuanto a mí, apenas mi mamá cobró su primer sueldo luego del episodio de la cachetada, recibí de regalo un bolso idéntico al que había perdido. 

Esa misma noche lo deposité en la basura. Con envoltorio y todo

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