-Mira, una nueva –dijo un elegante traje negro sentado frente a mí en las butacas de orquesta, durante la segunda función de la pieza de Legendre. Y, riendo bajo sus bigotes, apuntó con su binóculo a uno de los primeros palcos, en el que acababa de entrar una joven mujer, alta y esbelta, muy pálida, en un exquisito vestido de tul azul claro que la hacía todavía más pálida.
Fue en medio del segundo acto, el que transcurre en la capilla, cuando el señor Claudio, con el ceño contraído y la mano sobre la empuñadura de su espada, arroja invectivas a Leonato y a la cándida Hero, en un famoso apóstrofe shakespeareano: Quédate con tu hija; es demasiado costosa .
Por más capturada que estuviera la concurrencia por lo dramático de la escena y por los brillos tornasolados del vestuario de Roybet contrastando con las magníficas acuarelas de Ziem que Porel había utilizado como decorado, todos los ojos, todos los lentes apuntaron hacia el señalado palco, y la frágil criatura de palidez espectral, ya acodada sobre el terciopelo rojo de la barandilla, reflejó las miradas de hombres y mujeres de pronto fijas en ella.
De su rostro desgarbado en forma de óvalo, de expresión lánguida y acongojada, eran particularmente perturbadores los ojos grandes, de un color ultramarino casi negro, dolorosamente ardientes en sus ojeras azuladas y mortecinas teñidas de nácar; la fina nariz vibraba y jadeaba como en una atmósfera enrarecida, insuficiente para respirar. Con el abanico de plumas contra el pecho chato como una tabla, la mujer mordía cada tanto la carne llameante y purpurina de sus labios, hasta hacerlos sangrar con la punta de sus dientes, chispas de esmalte recortadas sobre la boca escarlata.
A su lado se sentó un hombre alto, robusto, de buen porte, en todo el vigor de su edad, muy correcto con el largo cordón de sus lentes en muaré negro atravesándole de lado a lado el chaleco de noche blanco, atuendo de clubman harto de los preceptos de elegancia del duque de Sagan. Se inclinaba sobre la endeble mujer de tez nívea, le hablaba al oído y le ofrecía una caja forrada en seda con violetas acarameladas de Parma, que ella picoteaba con agobio, sonriendo a medias.
-No va a durarle mucho –se burlaba, frente a mí, el vecino del elegante de traje negro-. No le quedan ni dos meses de vida. Esta mujercita sufre sofocaciones y probablemente escupe sangre a raudales; debe ser brava de medianoche, a las dos de la mañana, cuando la invaden los accesos de fiebre. Hermosísima, por otra parte, aunque un poco magra para mi gusto -había tomado los lentes de su amigo y los había clavado en el palco; detallaba cada crispación del vestido azul claro y cada galantería del chaleco blanco.
-Bizarro gusto –continuaba el mirón-, el de amar esqueletos de mujer y estar abonado a las pompas fúnebres del amor.
-A este bueno de Fauras yo solamente lo veo acompañado por Venus de cementerio, y con una distinta cada vez. ¿Cuántas mujeres ha despachado ya?
-Tres o cuatro en el último tiempo. Es un monomaníaco; se diría que va a buscarlas al hospital. La enfermedad, la tuberculosis sobre todo, es lo que lo excita. Ya hemos conocido a la enamorada del verdugo; él, por su parte, es el amante de las enfermas terminales. Embelesado siempre por elegías y lágrimas, este bueno de Fauras, por más gallardo que se conserve, se enamora solamente de las que están por morir; la fragilidad de su existencia las torna más apreciables a sus ojos. Él palpita sus sofocamientos, arde con sus fiebres y, atento al menor suspiro, inclinado sobre sus estrangulaciones nocturnas, espía, ebrio de lubricidad, los progresos del mal, viviendo la agonía de sus espasmos hasta el fin. ¡Un sibarita, en una palabra!
-Ya lo creo yo; un salvaje, diría mejor, algo como un sádico atormentado por ideas macabras, casi un necrófilo, exigiendo un resto de calor al cadáver exangüe y buscando en la muerte el último goce del amor. Es el crimen de Saint-Ouen reconstruido cada noche en plena alcoba , y la curiosidad de los sentidos puesta a salvo de las pericias judiciales por el modo de vida de la víctima.
-¡Qué error el tuyo, querido mío! Estás muy lejos de la verdad. Fauras es un tierno, un elegíaco, obsesionado por exquisitas impresiones de tristeza. Loco por los velorios, tiene la mente envuelta en gasa luctuaria y una urna fúnebre en el lugar del corazón. Este amante de los ángeles deliciosamente desconsolado deshoja eternamente en amoríos nuevos el ciprés siempre verde de sus penas, ¡fénix que renace sin cesar!
-Te aseguro que ya no entiendo nada.
-¡Pero qué grosero eres! Amar a una mujer moribunda, saber limitado el tiempo de sus besos y de sus caricias, sentir en los estertores de su agonía la hora que huye irrevocable y perdida para siempre; desesperado de antemano y sin embargo ebrio de amor, tener la conciencia de que cada dulce emoción voluptuosa implica un paso más hacia la tumba y, las manos temblando de horror y deseo, cavar en la propia alcoba la fosa en la que descansará eternamente el amor, ¡este es el sabor de la cosa! ¡Y hay que desconocer por completo el amargo encanto de las citas apresuradas y sin segunda vez para no comprender la embriaguez punzante y melancólica de estas relaciones irremediablemente condenadas, en las que el placer conduce al otro mundo!
-Monstruoso.
-Monstruoso, sí, pero absolutamente verdadero. La fragilidad es el único encanto de las personas y las cosas; la flor gustaría menos si no estuviera siempre a punto de marchitarse; cuanto más rápido muere, más embelesa; ¡es que exhala la vida con su perfume! Asimismo, la enferma terminal, la mujer agonizante, se abandona con frenesí a la voluptuosidad que la hace sentir doblemente viva al tiempo que la hace morir. Sus momentos están contados; la sed de amar, la necesidad de sufrir arden y llamean en ella; se aferra al amor con postreras convulsiones de ahogado y, en las cimas del placer, doblando sus fuerzas en un último beso, ya torcida bajo las garras de la muerte, mataría por voluptuosidad, si no estuviera ella misma por expirar, al hombre adorado con desesperación, cuyo largo, pesado y furioso abrazo la hace desfallecer de placer y la mata.
-¡Delicioso!
-Sí, delicioso es el amor de las tuberculosas. Y hay todavía una ventaja: Fauras evita el tedio de las despedidas propias de cualquier don Juan cuyos enredos sentimentales vencen a término, las escenas de ruptura a menudo penosas y siempre desagradables, los títulos de renta y, en el colmo, la porquería repulsiva del fin del contrato de alquiler. Práctico y delicado, Fauras no conoce el asco previsible de los amores duraderos, la saciedad sombría y pegajosa de los idilios crónicos y de los romances rancios. Muy de otro modo, sus aventuras se desarrollan sobre la tela blanca con bordados de plata del féretro de una jovencita cubierto de violetas y rosas, bajo la tenue luz de los cirios, bajo el canto liminar del órgano y el epitalamio. Así muere la mujer, como Ofelia. Fauras, Hamlet moderno, sigue él mismo el cortejo fúnebre de su amor y, si su corazón sufre algún dolor, su pena se inscribe al menos en un bello marco de flores, incienso, música y salmos, en el decorado perturbador de la apoteosis. Dolor de artista, en una palabra, pero de artista práctico y hombre de negocios, pues tiene al otro mundo por notario y consejero, y ha encargado al guardián del cementerio de Montmartre la liquidación de sus sentimientos. Más aun, él llora a su amada con lágrimas verdaderas. Una vez enterrada, adorna su tumba con la flor que ella prefería, hace bonitos adornos de jardinería sobre el santo sepulcro, enterneciendo incluso a los parientes del difunto de al lado. Y su vida, embellecida por imágenes adoradas y ligeros fantasmas de mujeres, transcurre entre la querida de ayer y la de mañana, vida embalsamada de nostalgias vagas, temblando de ecos escalofriantes, palpitando esperanzas, matizada de recuerdos imborrables.
-Un monstruo, un miserable, un...
-Un gran hedonista y un verdadero sabio, señor mío, pues ha sabido introducir la muerte en las operaciones amorosas de su vida; ha sabido dar cuerpo a sus sueños al idealizar ese gran fastidio: el Recuerdo. Es nuestro maestro, mi amigo, quiéralo usted o no, ya que es el único hombre que llora sinceramente a sus amantes, el único que sabe hoy en día saborear la nostalgia, filtro y veneno del que murieran otrora los amantes de leyenda, y del que viven hoy los últimos extraviados de amor en este siglo de descreimiento y lucro, en el que sólo se muere de tisis, en el que sólo matan los tubérculos pulmonares.
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